LOS NIÑOS NUNCA LLAMABAN CUANDO ESTABA PINTANDO.
Pasaron meses antes de que Vic comprendiera esto de manera consciente pero, en algún nivel de pensamiento que existía más allá de la razón, lo había sabido casi desde el principio. Cuando no estaba pintando, cuando no tenía algo creativo que hacer, sentía una creciente aprensión física, como si se encontrara debajo de una grúa de la que había suspendido un piano: en cualquier momento los cables podían romperse y todo ese peso caería sobre ella y la aplastaría hasta matarla.
Así que aceptó todos los encargos que consiguió y pasaba setenta horas a la semana en el garaje escuchando a Foreigner y pintando con un aerógrafo motos de tipos con antecedentes penales y prejuicios raciales de lo más ofensivos.
Pintaba llamas, armas, chicas desnudas, granadas, banderas confederadas, banderas nazis, a Jesucristo, tigres blancos, demonios putrefactos y más chicas desnudas. No se consideraba una artista. Pintar evitaba las llamadas de Christmasland y pagaba los pañales. Cualquier otra consideración carecía de importancia.
En ocasiones, sin embargo, no había encargos. A veces Vic tenía la impresión de haber pintado todas y cada una de las motos de las montañas Rocosas y que no tendría más trabajo. Cuando eso ocurría —cuando pasaba más de una o dos semanas sin pintar— se dedicaba a esperar sombríamente. A prepararse.
Entonces, un día, sonó el teléfono.
Ocurrió en septiembre, un martes por la mañana, cinco años después de que Manx fuera a la cárcel. Lou había salido antes del amanecer a remolcar algún coche tirado en una cuneta y la dejó con Wayne, que quería perritos calientes para desayunar. Todos aquellos años olían a perritos calientes y a mierda humeante de bebé.
Wayne estaba plantado frente al televisor y Vic le estaba poniendo ketchup a unos perritos hechos con salchichas baratas cuando sonó el teléfono.
Miró el auricular. Era demasiado temprano para que llamara nadie y ya sabía quién era, porque llevaba casi un mes sin pintar nada.
Tocó el auricular. Estaba frío.
—Wayne —dijo.
El niño la miró con un dedo en la boca y la camiseta de X-Men mojada de babas.
—¿Oyes el teléfono, Wayne? —preguntó Vic.
El niño la miró perplejo, al principio sin comprender, pero luego negó con la cabeza.
Sonó de nuevo.
—Escucha —insistió Vic—. Escucha. ¿Lo has oído? ¿Lo has oído sonar?
—No, amá —dijo Wayne mientras movía despacio la cabeza de un lado a otro.
Volvió a concentrarse en la televisión.
Vic descolgó.
Una voz infantil —esta vez no era Brad McCauley, sino una niña— dijo:
—¿Cuándo vuelve papá a Christmasland? ¿Qué has hecho con papá?
—No eres real —dijo Vic.
De fondo se oía a niños cantar villancicos.
—Sí lo soy —dijo la niña. Por los diminutos agujeros del auricular salía un aliento de escarcha—. Somos igual de reales que lo que está pasando en Nueva York esta mañana. Deberías ver lo que está pasando en Nueva York. ¡Es muy emocionante! ¡La gente da saltos hasta el cielo! Es emocionante y también muy divertido. Casi tan divertido como Christmasland.
—No eres real —susurró de nuevo Vic.
—Has mentido sobre papá —dijo la niña—. Muy mal hecho. Eres una mala madre. Wayne debería estar con nosotros. Así podríamos jugar todo el día. Le enseñaríamos a jugar a tijeras para el vagabundo.
Vic colgó el teléfono con furia. Después lo descolgó y volvió a colgarlo. Wayne la miró con ojos abiertos y alarmados.
Le hizo un gesto con la mano —no pasa nada— y le dio la espalda entre hipidos y esfuerzos por no llorar.
El agua de las salchichas estaba hirviendo y se salía de la cazuela, salpicando la llama azul del quemador de la cocina. Vic la ignoró, se sentó en el suelo y se tapó los ojos. Tuvo que hacer un esfuerzo por contener los sollozos. No quería asustar a Wayne.
—Amá —la llamó este y Vic le miró parpadeando—, le ha pasado una cosa a Oscar —Oscar era como Wayne llamaba a Barrio Sésamo—. Le ha pasado una cosa y se ha ido.
Vic se secó los ojos llorosos, inspiró con un escalofrío y apagó el gas. Caminó con paso vacilante hasta el televisor. Habían interrumpido Barrio Sésamo para dar un avance informativo. Un avión de gran tamaño se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center en Nueva York. Un humo negro subía por el cielo azul, muy azul.
Unas semanas después, Vic hizo sitio en un segundo dormitorio del tamaño de un armario, lo ordenó y barrió el suelo. Montó un caballete y puso en él una cartulina de dibujo.
—¿Qué haces? —preguntó Lou asomando la cabeza por la habitación al día siguiente.
—He pensado en hacer un libro ilustrado —dijo Vic.
Había esbozado ya a lápiz la primera página y estaba a punto de empezar a colorear.
Lou miró por encima de su hombro.
—¿Vas a dibujar una fábrica de motos? —preguntó.
—Casi. Una fábrica de robots —dijo Vic—. El protagonista es un robot que se llama Buscador. En cada página tiene que recorrer un laberinto y encontrar cosas importantes. Células fotoeléctricas, planes secretos, cosas así.
—Se me está poniendo dura solo de verlo. Es una chulada de regalo para Wayne. Se va a cagar de gusto.
Vic asintió. No le importaba que Lou creyera que lo hacía para el niño. Ella en cambio no se engañaba, lo hacía para sí misma.
Pintar aquel libro era mejor que pintar Harleys. Era un trabajo continuado y podía hacerse todos los días.
Después de empezar a dibujar Buscador el teléfono dejó de sonar, a no ser que llamara algún acreedor.
Y después de que vendiera el libro, también los acreedores dejaron de llamar.