Sugarcreek, Pensilvania

A PRINCIPIOS DEL VERANO DE 2001, BING SE ENTERÓ de que Charlie Manx estaba muy enfermo. Para entonces Bing tenía cincuenta y tres años y llevaba cinco sin ponerse la máscara antigás.

Se enteró por un artículo en AOL, al que había accedido con el enorme ordenador negro marca Dell que le había regalado NorChemPharm en reconocimiento a sus treinta años de servicio. Cada día entraba en AOL para ver si había noticias de Colorado referentes al señor Manx, pero durante muchísimo tiempo no hubo nada, hasta esto: Charles Talent Manx III, edad desconocida, asesino convicto, sospechoso de docenas de secuestros de niños, ha sido trasladado al hospital de la prisión federal de Englewood ante la imposibilidad de despertarle.

Manx fue examinado por el prominente neurocirujano de Denver, Marc Sopher, quien describió su estado como caso de estudio.

«El paciente parece sufrir progeria adulta o una forma rara de síndrome de Werner», declaró Sopher. «Dicho más sencillamente, ha empezado a envejecer con gran rapidez. Un mes equivale para él a más de un año. Y antes de la enfermedad no es que fuera un niño precisamente».

El doctor afirmó que no había forma de saber si la dolencia de Manx podría explicar en parte el comportamiento aberrante que le llevó a asesinar brutalmente al soldado de primera Thomas Priest en 1996. Asimismo se negó a calificar el estado actual de Manx de comatoso.

«No se ajusta estrictamente a la definición médica de coma. Su actividad mental es elevada, como si estuviera soñando. Lo que ocurre es que ya no puede despertarse. Su cuerpo está demasiado cansado. Ya no le queda combustible».

Bing a menudo había pensado en escribir al señor Manx para decirle que seguía siéndole fiel, que aún le quería y siempre lo haría, que estaba dispuesto a servirle hasta la muerte. Pero aunque Bing no era la más brillante de las luces del árbol de Navidad —ja, ja, ja—, tampoco era tan tonto como para no saber que el señor Manx se pondría furioso con él por escribirle, y además con razón. Una carta de Bing sin duda traería a hombres de traje a su puerta, hombres con gafas de sol y pistolas enfundadas debajo del sobaco. Hola, señor Partridge, ¿le importaría contestar a unas cuantas preguntas? ¿Qué le parece si entramos en su sótano con una pala y excavamos un rato? Así que nunca le había escrito y ahora era demasiado tarde, y solo de pensarlo se ponía enfermo.

El señor Manx le había enviado un mensaje una vez, aunque Bing no sabía por qué medio. Dos días después de que el señor Manx fuera condenado a cadena perpetua en Englewood, Bing se encontró un paquete sin remitente a la puerta de su casa. Dentro había dos matrículas de coche —NOS4A2/KANSAS— y una tarjeta pequeña de papel verjurado color marfil con un ángel de Navidad estampado en la parte delantera.

Bing tenía las matrículas en la despensa del sótano, donde estaba enterrado el resto de su vida con Charlie Manx: los bidones vacíos de sevoflurano, la pistola 45 de su padre y los restos de las mujeres; las madres que Bing se había llevado a casa después de numerosas misiones de rescate con el señor Manx… nueve en total.

Brad McCauley había sido el noveno niño al que habían salvado para llevarlo a Christmasland y su madre, Cynthia, la última puta de la que Bing había tenido que ocuparse en el cuarto silencioso del sótano. En cierto modo también ella había sido salvada antes de morir, pues Bing le había enseñado lo que era el amor.

Bing y el señor Manx habían planeado salvar a un niño más en el verano de 1997, y esta vez Bing iría con Manx hasta Christmasland, para vivir allí, en un lugar donde nadie envejecía y la infelicidad iba contra la ley, donde podría montarse en todas las atracciones, beber todo el cacao que quisiera y abrir regalos de Navidad cada mañana. Cuando pensaba en la injusticia cósmica de todo ello —en que se hubieran llevado al señor Manx antes de que Bing pudiera por fin traspasar el umbral de Christmasland— se sentía destrozado por dentro, como si la esperanza fuera un jarrón que le hubiera caído encima desde las alturas, ¡crac!

Lo peor de todo, pensaba, no era quedarse sin el señor Manx o sin Christmasland. Lo peor era quedarse sin mamás.

La última, la señora McCauley, había sido la mejor. Habían tenido largas charlas en el sótano, con la señora McCauley desnuda, bronceada y en forma, pegada contra el cuerpo de Bing. Tenía cuarenta años, pero su cuerpo era fibroso por la musculatura que había fortalecido como entrenadora de baloncesto femenino. Su piel irradiaba calor y salud. Le había acariciado a Bing el pelo cano del pecho y le había dicho que le quería más que a su madre o a su padre, más que a Jesús, más que a su propio hijo, más que a los gatitos recién nacidos, más que a la luz del sol. Le gustaba oírle decir: «Te quiero, Bing Partridge. Te quiero tanto que me quemo por dentro. Soy todo fuego. Me quemo viva». Tenía el aliento dulce por el aroma a pan de jengibre; estaba tan en forma, era tan saludable, que Bing había tenido que darle una dosis de sevoflurano con aroma a jengibre cada tres horas. Le quería tanto que se cortó las venas cuando Bing le explicó que no podían vivir juntos. Hicieron el amor por última vez mientras ella se desangraba, mientras le cubría de sangre.

—¿Te duele? —le había preguntado Bing.

—Pero Bing, no seas tonto —dijo ella—. Llevo días ardiendo de amor. Cómo me van a doler unos cortecitos de nada.

Era tan bonita —tenía unas tetas de mamá tan perfectas— que no fue capaz de echarle la lejía hasta que empezó a oler. Incluso con moscas en el pelo era bonita; súperbonita, en realidad. Los moscardones relucían como piedras preciosas.

Bing había visitado el Cementerio de lo que Podría Ser con el señor Manx y sabía que, de no haber intervenido, Cynthia McCauley habría terminado matando a su hijo en un arranque de cólera causado por los esteroides. Pero allí abajo, en su habitación silenciosa, Bing le había enseñado a ser buena y cariñosa y también a chupar una polla, por lo que al menos había terminado sus días haciendo algo positivo.

De eso se trataba, de coger algo horrible y sacar de ello algo bueno. El señor Manx salvaba a los niños y Bing a las mamás. Ahora, sin embargo, las mamás se habían terminado. El señor Manx estaba encerrado para siempre y la careta antigás de Bing colgaba de un gancho detrás de la puerta trasera de la casa, donde llevaba desde 1996. Cuando leyó la noticia de que el señor Manx se había quedado dormido —sumido en un sueño profundo e interminable, un valiente soldado víctima de un malvado hechizo— la imprimió, la dobló y decidió rezarle un poco.

A sus cincuenta y tres años Bing había empezado de nuevo a ir a la iglesia, había vuelto al Tabernáculo de la Nueva Fe Americana con la esperanza de que Dios brindara consuelo a uno de sus hijos más solitarios. Bing rezaba para que llegara el día en que oyera Blanca Navidad a la entrada de su casa y, al retirar la cortina de lino, viera al señor Manx al volante del Espectro, la ventanilla bajara y el Hombre Bueno le mirara. ¡Venga, Bing, vamos a dar una vuelta! ¡El número diez nos espera! Vamos a coger a otro niño más y luego a llevarte a Christmasland. ¡Dios sabe que te lo has ganado!

Subió por la empinada colina en el calor sofocante de una tarde de julio. Los molinetes de aluminio del jardín delantero —veintinueve en total— estaban completamente quietos y en silencio. Los odiaba. También odiaba el cielo azul y el desquiciante estridor armónico de las chicharras palpitando en los árboles. Avanzó pesadamente colina arriba con el artículo en una mano («Asesino convicto diagnosticado con extraña enfermedad») y la nota del señor Manx («Igual tardo un poco en volver a buscarlas. 9») en la otra con la idea de hablarle a Dios de las dos cosas.

La iglesia estaba construida en una hectárea de asfalto combado por entre cuyas grietas crecían altos brotes de hierba que le llegaban a Bing hasta las rodillas. Cerraban la puerta una pesada cadena y una cerradura de seguridad. Iba a hacer quince años desde que alguien, aparte de Bing, acudiera allí a rezar. El tabernáculo que había pertenecido un día al Señor era ahora propiedad de los acreedores. Eso decía un papel desvaído dentro de una funda de plástico transparente pegado en una de las puertas.

Las chicharras le zumbaban en los oídos, igual que un ataque de locura.

Pero al final del aparcamiento había un gran cartel, como los que se cuelgan a la puerta de un Dairy Queen o de una tienda de coches usados, que anunciaba a los fieles qué himnos iban a cantar aquel día. SOLO EN EL SEÑOR, HA VUELTO A NACER y EL SEÑOR NUNCA DUERME. La MISA sería a la una de la tarde. El cartel llevaba prometiendo los mismos himnos desde el segundo mandato de Reagan.

Algunas de las ventanas de vidrio policromado tenían agujeros hechos por niños que tiraban piedras, pero Bing no entraba por ninguno de ellos. Había un cobertizo en uno de los laterales de la iglesia, medio escondido entre los polvorientos chopos y el zumaque. En la puerta había un felpudo trenzado medio podrido y, debajo de él, una llave de metal brillante escondida.

La llave abría la cerradura de las puertas inclinadas de un sótano situado en la parte posterior del edificio. Bing bajó. Cruzó una fresca habitación subterránea vadeando entre el olor a creosota y a libros mohosos, y llegó hasta la espaciosa nave de la iglesia.

A Bing siempre le había gustado ir a misa, desde los días en que su madre le llevaba de niño. Le había gustado la manera en que el sol entraba por las ventanas policromadas a seis metros de altura, llenando la sala de calidez y reflejos multicolor, y le había gustado cómo se vestían las mamás, con encaje blanco y medias de tonos lechosos. A Bing le encantaban las medias blancas y le encantaba oír cantar a una mujer. Todas las mamás que pasaban un tiempo con él en la Casa del Sueño cantaban antes de descansar para siempre.

Pero después de que el pastor se fugara con todo el dinero y el banco cerrara la iglesia, Bing comprobó que el lugar le inquietaba. No le gustaba la forma en que la sombra de la torre parecía querer llegar hasta su casa a última hora de la tarde. Cuando empezó a llevarse mamás a su casa —al lugar que el señor Manx había bautizado como Casa del Sueño— casi no podía soportar mirar colina arriba, hacia la iglesia. Esta se cernía amenazadora y la sombra de la torre era un dedo acusador que descendía por la colina y señalaba el jardín de su casa. ¡AQUÍ HAY UN ASESINO CRUEL! ¡TIENE A NUEVE MUJERES MUERTAS EN EL SÓTANO!

Bing trataba de convencerse de que estaba siendo un tonto. El señor Manx y él eran unos héroes; hacían caridad cristiana. Si alguien escribiera un libro sobre su historia, ellos serían los buenos. Daba igual que muchas de las madres, después de haberles administrado sevoflurano, siguieran sin admitir que tenían intención de prostituir a sus hijas o pegar a sus hijos y que varias de ellas argumentaran que jamás habían consumido drogas, no bebían y no tenían antecedentes penales. Aquellas cosas estaban en el futuro, un futuro que Bing y el señor Manx se esforzaban mucho por prevenir. Si llegaban a arrestarle —porque, claro está, ningún representante de la ley entendería la importancia y la bondad intrínseca de su vocación—, Bing tenía la sensación de que podía hablar de su labor con orgullo. No había nada de qué avergonzarse en ninguna de las cosas que había hecho con el señor Manx.

Y sin embargo, de vez en cuando le costaba mirar a la iglesia.

Mientras subía las escaleras del sótano se decía que estaba siendo un cagueta, que todos los hombres eran bien recibidos en la casa del Señor y que el señor Manx necesitaba las plegarias de Bing ahora más que nunca. Desde luego, Bing nunca se había sentido tan solo y desamparado. Unas cuantas semanas antes, el señor Paladin le había preguntado qué tenía pensado hacer cuando se jubilara. Bing se había quedado perplejo y le había preguntado que por qué se iba él a jubilar. Le gustaba su trabajo. El señor Paladin había parpadeado sorprendido y le había dicho que después de cuarenta años le obligarían a retirarse. Que no tendría elección. Bing nunca se había parado a pensar en ello. Había dado por hecho que para entonces ya estaría bebiendo cacao en Christmasland, abriendo regalos por la mañana y cantando villancicos por la noche.

El vasto y vacío santuario no logró tranquilizarle aquella tarde. Todos los bancos seguían allí, aunque ya no formaban hileras rectas, sino que habían sido empujados a un lado y al otro y ahora estaban tan torcidos como los dientes del señor Manx. El suelo estaba cubierto de cristales rotos y trozos de plástico que crujían al pisarlos. Había un olor acre a amoniaco, a pis de pájaro. Alguien había estado allí bebiendo y había dejado botellas y latas de cerveza repartidas por los bancos.

Bing siguió andando, recorriendo la habitación y perturbando a las palomas en las vigas del techo. El batir de sus alas resonaba como el sonido de un prestidigitador barajando cartas en el aire.

La luz oblicua que entraba por las ventanas era fría y azul y las motas de polvo bailaban en los rayos de sol, como si la iglesia fuera el interior de una bola de cristal con nieve dentro que alguien acabara de sacudir.

Alguien —un adolescente, un vagabundo— había hecho un altar en uno de los salientes de las ventanas. Velas rojas deformes en charcos endurecidos de cera y, detrás de ellas, varias fotografías de Michael Stipe, de R.E.M., un homosexual escuálido con ojos y pelo pálidos. Alguien había escrito «LOSING MY RELIGION» en una de las fotografías con lápiz de labios color cereza. En opinión de Bing, no se había compuesto una canción que mereciera la pena escuchar desde Abbey Road.

Dejó la tarjeta del señor Manx y la noticia impresa del Denver Post en el centro de ese altar casero y encendió un par de velas por el Hombre Bueno. Limpió un poco el suelo apartando con el pie trozos de escayola rota y unos leotardos sucios —tenían corazoncitos y parecían ser de la talla de una niña de diez años— y se arrodilló.

Carraspeó. En el inmenso espacio vacío de la iglesia, la tos resonó tan fuerte como un disparo.

Una golondrina agitó las alas y voló de una viga a otra.

Bing veía una hilera de palomas mirarle con sus ojos brillantes color rojo rabioso. Le observaban con fascinación.

Cerró los ojos, juntó las manos y habló con Dios.

—Oye, Dios —dijo—. Soy Bing, el viejo tontín. Ay Dios, Dios, por favor, Dios. Ayuda al señor Manx. Tiene la enfermedad del sueño y está muy malito y no sé qué hacer, y si no se pone bueno y vuelve a buscarme me quedaré sin ir a Christmasland. He hecho lo posible por hacer algo bueno con mi vida. He hecho lo posible por salvar niños y por asegurarme de que conseguían su cacao y sus atracciones y todo eso. No ha sido fácil. Ninguno quería que lo salváramos. Pero incluso cuando las mamás gritaban y nos llamaban unas cosas horribles, incluso cuando los niños lloraban y se hacían pis encima, yo les quería. He querido a esos niños y también a sus mamás, aunque fueran mujeres malas. Y sobre todo he querido al señor Manx. Todo lo que hace, lo hace para que otros sean felices. ¿No es lo mejor que puede hacer una persona? ¿Repartir un poco de felicidad? Por favor, Dios, si hemos hecho algún bien, por favor ayúdame, dame una señal, dime qué hacer. Por favor, por favor, por…

Tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta cuando algo caliente le cayó en la mejilla y notó un sabor salado y amargo en los labios. Dio un respingo, era como si alguien se le hubiera corrido encima. Se limpió la boca y se miró los dedos, cubiertos de una porquería verde blancuzca, un puré líquido y viscoso. Le llevó un momento comprender que era mierda de paloma.

Bing gimió, una vez y otra más. Tenía la boca llena del sabor salado y cremoso de la mierda de pájaro y la porquería que le manchaba la mano parecía una flema espesa. El gemido se convirtió en grito y Bing se echó hacia atrás, apartó a patadas escayola y cristal y apoyó el brazo libre en algo húmedo y pegajoso, con la textura suave del papel de cocina transparente. Bajó la vista y descubrió que había plantado la mano en un condón usado y lleno de hormigas.

La levantó horrorizado, asqueado y el condón se le pegó a los dedos. Sacudió la mano una vez, otra, y este se despegó y le aterrizó en el pelo. Bing chilló. Los pájaros salieron en estampida de las vigas.

¿Esto? —gritó a la iglesia—. ¿Esto? ¡Vengo aquí de rodillas! ¡DE RODILLAS! ¿Y me haces esto? ¿ESTO?

Cogió la goma y tiró de ella con fuerza, arrancándose de paso un mechón de cabellos ralos y grises (¿desde cuándo tenía el pelo gris?). El polvo bailaba en la luz.

Bajó la colina arrastrando los pies, sintiéndose ultrajado y asqueado… Ultrajado y asqueado, y también furioso. Pasó a trompicones como un borracho entre los molinetes del jardín y cerró de un portazo después de entrar.

Veinte minutos más tarde salió convertido en el Hombre Enmascarado, con una careta antigás y una lata de líquido para mecheros en cada mano. Casi todo el contenido de la primera lata lo repartió por los bancos, los montones de madera y la escayola agrietada del suelo. El otro lo vació sobre la imagen de Jesús subido a su cruz en el ábside. Parecía tener frío vestido solo con el taparrabos, así que Bing prendió una cerilla y lo vistió con una túnica de llamas. María miró con tristeza el último escarnio infligido a su hijo desde un mural situado encima. Bing metió dos dedos dentro de la abertura para la boca de la careta y le lanzó un beso.

Con tal de tener la oportunidad de atrapar al niño número diez con el señor Manx, pensó Bing, no le importaba gasear y matar a la mamaíta del mismísimo Cristo, si eso le ayudaba a capturar al pequeño cabrón.

Además, no había nada que el Espíritu Santo le hubiera hecho al coño de la virgen María que Bing no hubiera podido hacer mejor, de haber tenido tres días a solas con ella en la Casa del Sueño.