Gunbarrel, Colorado

LA PRIMERA VEZ QUE VIC MCQUEEN ACEPTÓ UNA CONFERENCIA desde Christmasland era madre soltera, vivía con su novio en un remolque y en Colorado nevaba.

Había vivido toda su vida en Nueva Inglaterra y pensaba que lo sabía todo sobre la nieve, pero en las Rocosas era distinta. Las tormentas eran distintas. Tal y como lo veía Vic, las tormentas de nieve en las Rocosas eran tiempo azul. La nieve caía muy deprisa, con fuerza y sin parar y había algo azul en la luz, de manera que le parecía estar atrapada en un glaciar, un lugar invernal donde siempre era Nochebuena.

Salía con mocasines y una de las camisetas extra grandes de Lou (que usaba de camisón) para quedarse de pie en la penumbra azulada y escuchar caer la nieve. Esta silbaba en las ramas de los pinos como ruido blanco, parásito. Vic aspiraba el dulce aroma a leña y a pinos tratando de explicarse cómo narices había acabado con los pezones irritados y sin trabajo, a más de tres mil kilómetros de casa.

La única explicación que se le ocurría era la venganza. Había vuelto a Colorado después de terminar la escuela secundaria en Haverhill para estudiar Bellas Artes. Quería hacer Bellas Artes porque su madre se oponía por completo y su padre se había negado a pagarle los estudios. Otras elecciones de Vic que su madre no soportaba y de las que su padre no quería ni oír hablar eran que fumara porros, que se saltara clases para irse a esquiar, se enrollara con chicas, se fuera a vivir con el delincuente gordo que la había rescatado de Charlie Manx o se quedara embarazada sin molestarse en casarse antes. Linda le había dicho siempre que no querría saber nada si tenía un hijo fuera del matrimonio, así que Vic no la invitó después de que este naciera y, cuando Linda se ofreció a visitarla, le dijo que prefería que no lo hiciera. En cuanto a su padre, ni siquiera se había molestado en mandarle una fotografía del bebé.

Todavía recordaba lo agradable que había sido mirar a Lou Carmody a la cara mientras se tomaban un café en un local de gente pija de Boulder y soltarle, a bocajarro y con amabilidad: «Supongo que te debo un polvo por haberme salvado la vida, ¿no? Es lo menos que puedo hacer. ¿Quieres terminarte el café o nos vamos ahora mismo?».

Después de la primera vez Lou le confesó que no se había acostado nunca con una chica; lo dijo con la cara al rojo vivo por el esfuerzo y la vergüenza. Veintipocos años y todavía virgen. ¿Quién dijo que ya no quedaban cosas asombrosas en este mundo?

A veces Vic odiaba a Lou por no haberse contentado solo con el sexo. También tenía que quererla. Necesitaba tanto hablar como acostarse con ella, quizá más; quería hacer cosas por ella, comprarle regalos, tatuarse juntos, irse de viaje. A veces se odiaba a sí misma por haberse dejado arrinconar hasta que fueron amigos. Tenía la impresión de que sus planes habían sido otros: echarle un par de polvos, demostrarle que era una chica capaz de apreciar a un tío y después dejarle y buscarse una novia alternativa, que tuviera un mechón rosa en el pelo y unos cuantos piercings en la lengua. El problema de aquel plan era que le gustaban más los chicos que las chicas, y Lou le gustaba más que la mayoría de los chicos: olía bien, se movía despacio y era casi tan difícil hacerle enfadar como a un personaje de Winnie the Pooh. También era suave como los personajes de Winnie the Pooh. La irritaba que le gustara tocarle y recostarse en él. Su cuerpo actuaba siempre en contra de sus deseos y según sus propios e inútiles propósitos.

Lou trabajaba en un taller mecánico que había abierto con algo de dinero que le habían dado sus padres y vivían en un remolque detrás de este, a tres kilómetros de Gunbarrel, a mil quinientos de cualquier parte. Vic no tenía coche y probablemente pasaba ciento sesenta horas a la semana en casa. Esta olía a pañales empapados de pis y a piezas de recambio y la pila estaba siempre llena de platos sucios.

Cuando echaba la vista atrás, le sorprendía no haberse vuelto loca antes. Le sorprendía que muchas madres jóvenes no lo hicieran. Cuando tus tetas se han convertido en una central lechera y la banda sonora de tu vida son llantos histéricos y risa desquiciada, ¿cómo puede una mantener la cordura?

Tenía una única vía de escape ocasional. Cada vez que nevaba dejaba a Wayne con Lou, cogía el camión y decía que se iba al pueblo a por un café y una revista. Era por decirles algo. Vic no quería contarles la verdad. Lo que en realidad iba a hacer se le antojaba curiosamente como algo privado, vergonzoso incluso. Algo totalmente personal.

Así ocurrió un día, estando todos atrapados, juntos, en casa. Wayne estaba aporreando un xilófono de juguete, Lou se dedicaba a quemar tortitas y la televisión estaba a todo volumen con Dora, la puta exploradora. Vic salió a fumar un pitillo. Afuera estaba azul y la nieve caía silbando entre los árboles y para cuando se terminó el American Spirit hasta que casi se quemó los dedos, sabía que necesitaba darse una vuelta.

Le pidió las llaves a Lou, se puso una sudadera con capucha de Colorado Avalanche y cruzó hasta el taller, que estaba cerrado aquella mañana gélida y azul de domingo. Dentro olía a metal y a aceite derramado, un olor muy parecido a la sangre. Wayne olía a eso todo el tiempo y Vic lo odiaba. El crío —Bruce para sus abuelos paternos, Wayne para Vic y Batboy para Lou— pasaba casi todo el día gorjeando dentro de un neumático para un camión gigante. Era lo que tenían en lugar de un parque. El padre de su bebé era un hombre que poseía solo dos mudas de ropa interior y llevaba un Joker tatuado en la cadera. Vaya tela, repasar todas las cosas que habían terminado llevándola a aquel lugar de montañas rocosas, nevadas interminables y desolación. No lograba entender cómo había llegado hasta allí cuando siempre se le había dado tan bien ir adonde quería.

Una vez en el garaje, se detuvo y apoyó un pie en el estribo del camión. Lou había aceptado el encargo de pintarle la moto a un amigo. Acababa de terminar de dar una primera capa de negro al depósito de gasolina, que ahora tenía aspecto de arma, de bomba.

En el suelo, junto a la bicicleta, había una hoja de papel de calco con una calavera en llamas y las palabras HARD CORE escritas debajo. Vic echó un vistazo a lo que Lou había pintado y supo que iba a cagarla con el encargo. Y era curioso, algo de lo tosco de la ilustración, de sus evidentes fallos, le hacía quererle tanto que casi se sintió enferma. Enferma y culpable. Ya entonces una parte de ella sabía que algún día terminaría dejándole. Una parte de ella sabía que Lou —Lou y también Wayne— se merecían algo mejor que Vic McQueen.

La carretera se extendía unos tres kilómetros en dirección a Gunbarrel, un lugar donde había cafeterías, tiendas de velas y un spa donde hacían tratamientos faciales con crema de queso. Pero Vic solo hacía la mitad del recorrido antes de desviarse por una carretera secundaria de tierra que se perdía entre los pinos de un frondoso bosque.

Encendió los faros y pisó el acelerador. Era como tirarse por un precipicio. Como suicidarse.

El enorme Ford avanzó aplastando arbustos, traqueteó por surcos, se asomó por salientes. Conducía a velocidad peligrosa, derrapando en las curvas y levantando nieve y piedras a su paso.

Iba en busca de algo. Miraba concentrada hacia las luces de los faros, que abrían un hueco en la nieve que caía, un pasadizo blanco. Los copos volaban a gran velocidad, como si estuviera circulando por un túnel de electricidad estática.

Sentía que estaba cerca, el Puente del Atajo, esperándola en el confín de las luces de los faros. Sentía que era una cuestión de velocidad. Si lograba ir lo bastante deprisa, podría obligarlo a volver a existir, saltar desde ese camino forestal lleno de baches a los viejos tablones del puente. Pero no se atrevía a llevar el camión a más velocidad de la que era capaz de controlarlo y por eso nunca llegaba al Atajo.

Quizá si tuviera su bicicleta. O si fuera verano.

Quizá si no hubiera sido tan tonta como para tener un niño. Odiaba haber tenido aquel niño. Ahora estaba jodida. Quería demasiado a Wayne para pisar el pedal a fondo y volar hacia la oscuridad.

Había creído que el amor tenía algo que ver con la felicidad, pero resultó que no estaban en absoluto relacionados. El amor tenía más de necesidad, lo mismo que comer, que respirar. Cuando Wayne se dormía, con la cálida mejilla apoyada en su pecho desnudo y los labios oliendo al aroma dulzón de la leche de su propio cuerpo, Vic se sentía como si la alimentada fuera ella.

Quizá no conseguía convocar el puente porque no quedaba nada que encontrar. Quizá ya había encontrado todo lo que el mundo tenía que ofrecerle, una idea que le resultaba bastante desoladora.

Ser madre no tenía nada de bueno. Vic quería montar una página web, una campaña de concienciación pública, un boletín informativo para que la gente supiera que si eras mujer y tenías un hijo lo perdías todo, pasabas a ser prisionera del amor, un terrorista que no se conformaba hasta que le entregabas todo tu futuro.

El camino forestal terminaba en una gravera, donde había que dar la vuelta. Al igual que le había ocurrido otras veces, condujo de vuelta a la autopista con dolor de cabeza.

No. No era dolor de cabeza. El dolor no era en la cabeza, sino en el ojo izquierdo. Un dolor lento y pulsátil.

Volvió al garaje cantando al son de Kurt Cobain. Kurt Cobain sabía lo que era perder tu puente mágico, el medio de transporte a las cosas que necesitabas. Era como chupar el cañón de un arma.

Aparcó dentro y se quedó detrás del volante en el frío, mirando el vapor de su aliento. Podría haberse quedado allí para siempre, de no haber sonado el teléfono.

Estaba en la pared, justo fuera de la oficina que Lou nunca usaba. Era tan viejo que tenía dial giratorio, como el que había en la Casa Trineo de Charlie Manx. El timbrazo era áspero y metálico.

Vic arrugó el ceño.

Era una línea distinta de la de la casa y se referían a ella en broma como «el teléfono del trabajo». No sonaba jamás.

Vic saltó del asiento delantero, que estaba a más de un metro del suelo de cemento. Descolgó al tercer timbrazo.

—Taller mecánico de Carmody —dijo.

El teléfono estaba helado y la palma de la mano de Vic al sujetar el auricular dejó un pálido halo de escarcha en el plástico.

Hubo un silbido, como si la llamada viniera de muy lejos. De fondo Vic oyó cantar villancicos, el sonido de tiernas voces infantiles. Era un poco pronto para eso, mediados de noviembre.

Un niño dijo:

—Ejem.

—¿Hola? ¿Quién es?

—Ejem. Sí, soy Brad. Brad McCauley. Llamo de Christmasland.

Vic reconoció el nombre del niño pero al principio no lo situó.

—Brad —dijo—. ¿Qué querías? ¿De dónde dices que llamas?

—De Christmasland, tonta. Ya sabes quién soy. Estaba en el coche —dijo—. En la casa del señor Manx. Acuérdate, nos divertimos un montón.

A Vic se le congeló el pecho y le costaba trabajo respirar.

—Escucha niño, idos a tomar por culo tú y tu puta broma.

—Llamo porque tenemos hambre —dijo el niño—. Llevamos siglos sin nada que comer y ¿de qué nos sirven tantos dientes si no podemos usarlos para masticar nada?

—Como vuelvas a llamar, aviso a la policía, puto chiflado —dijo Vic, y colgó con furia el teléfono.

Se tapó la boca con un mano y profirió algo que era mitad sollozo, mitad grito de furia. Se dobló hacia delante y tembló en el gélido garaje. Cuando se hubo recuperado se enderezó, descolgó el teléfono y llamó con voz serena a la operadora.

—¿Puede darme el número de la persona que acaba de llamar a este teléfono? —preguntó—. Se ha cortado y quiero hablar con ella.

—¿Al número desde el que me está llamando?

—Sí, se acaba de cortar.

—Lo siento. Solo me figura una llamada el viernes por la tarde de un 800. ¿Quiere que le ponga?

—Me acaban de llamar ahora mismo. Quiero saber quién era.

Hubo un silencio antes de que la operadora contestara, una cesura en la que Vic distinguió las voces de otras operadoras de fondo.

—Lo siento. No ha tenido ninguna llamada desde el viernes.

—Gracias —dijo Vic, y colgó.

Estaba sentada en el suelo debajo del teléfono, abrazándose, cuando Lou la encontró.

—Llevas un rato aquí sentada —dijo—. ¿Quieres que te traiga una manta o un tautaun muerto o algo?

—¿Qué es un tautaun?

—Algo parecido a un camello. O a una cabra gigante. No creo que importe.

—¿Qué hace Wayne?

—Se ha quedado frito. Está bien. ¿Qué haces aquí?

Lou miró la penumbra de alrededor, como si pensara que Vic pudiera no estar sola.

Vic tenía que decirle algo, darle alguna explicación de por qué estaba sentada en el suelo de un garaje frío y oscuro, así que hizo un gesto hacia la moto a medio pintar.

—Estaba pensando en la moto en la que estás trabajado.

Lou la observó con los ojos entrecerrados. Vic se dio cuenta de que no la creía.

Pero entonces miró la moto y la plantilla en el suelo junto a esta y dijo:

—Me preocupa cagarla. ¿Crees que me quedará bien?

—Pues no, no lo creo. Lo siento.

Lou la miró sobresaltado.

—¿En serio?

Vic sonrió débilmente y asintió. Lou dejó escapar un gran suspiro.

—¿Me vas a decir lo que está mal?

Hardcore es una palabra, no dos y la letra e se parece a un 8. Pero es que además tienes que escribirlo de atrás adelante. Si no, cuando pegues la plantilla, hardcore te va a quedar al revés.

—Joder, tía, si es que soy gilipollas —Lou le dedicó otra mirada esperanzada—. Por lo menos te gusta la calavera, ¿no?

—¿Te digo la verdad?

Lou se miró los pies.

—Joder. Esperaba que Tony B. me diera cincuenta pavos o algo si le pintaba bien la moto. Si no llegas a decirme nada igual hasta tengo que pagárselos yo a él por estropeársela. ¿Es que no hay nada que se me dé bien?

—Eres un buen padre.

—Eso no es ciencia espacial.

No, pensó Vic. Es más difícil.

—¿Quieres que te lo arregle? —preguntó.

—¿Has pintado una moto alguna vez?

—No.

Lou asintió.

—Vale. Si la cagas decimos que he sido yo. A nadie le sorprenderá. Pero si lo haces de puta madre, entonces diremos quién la ha pintado de verdad. Igual nos salen más encargos —la miró de nuevo, estudiándola—. ¿Seguro que estás bien? ¿No te habrás venido aquí a pensar cosas de esas chungas que pensáis las mujeres?

—No.

—¿No piensas alguna vez que igual dejaste el psicólogo demasiado pronto? Tía, has pasado por cosas muy gordas. Igual deberías hablar de ello. Hablar de él.

Acabo de hacerlo, pensó Vic . Acabo de tener una agradable charla con el último niño al que secuestró Charlie Manx. Ahora es una especie de vampiro, vive en Christmasland y quiere algo de comer.

—Creo que me he cansado de hablar —dijo, y cogió la mano de Lou cuando este se la tendió—. Ahora voy a probar a pintar.