Tienda-gasolinera de Sam

VIC NO PODÍA GRITAR, NO PODÍA HABLAR, PERO TAMPOCO HIZO FALTA. El soldado le vio la cara y hacia dónde miraba y se volvió para comprobar quién se había detenido junto a los surtidores.

El conductor se bajó y rodeó el coche para poner gasolina.

—¿Es ese? —preguntó el soldado—. ¿El chófer?

Vic asintió.

—No veo que lleve ningún niño —dijo Lou alargando el cuello para mirar por la ventana delantera.

Siguió un momento de silencio angustiado, mientras todos en la tienda asimilaban lo que aquello implicaba.

—¿Lleva un arma? —dijo el soldado.

—No lo sé —dijo Vic—. No le vi ninguna.

El soldado se giró y echó a andar hacia la puerta. Su mujer le miró con dureza.

—¿Adónde crees que vas?

El soldado dijo:

—¿Tú qué crees?

—Deja que se ocupe la policía, Tom Priest.

—Por supuesto. Cuando vengan. Pero no pienso dejar que se marche antes de que lleguen.

—Voy contigo, Tommy —dijo el tipo corpulento con camisa de cuadros blancos y rojos—. Además es mi obligación. Soy el único en esta habitación que lleva placa.

Popeye bajó el auricular del teléfono, lo tapó con una mano y dijo:

—Alan, tu placa es de guarda forestal y tiene pinta de haberte tocado en una piñata.

—No me ha tocado en ninguna piñata —dijo Alan Warnes ajustándose una corbata invisible y arqueando sus cejas plateadas, simulando estar furioso—. Tuve que pedirla por correo a una institución de lo más respetable. La misma donde me compré una pistola de agua y un parche de ojo de pirata de verdad.

—Si insistís en salir ahí —dijo Popeye metiendo una mano debajo del mostrador—, llevaos esto.

Apoyó una enorme automática negra del 45 cerca de la caja registradora y la empujó con una mano hacia el guarda forestal.

Alan Warner frunció el ceño y sacudió ligeramente la cabeza.

—Mejor no. No sé a cuántos ciervos he disparado, pero no me gustaría a apuntar a ningún hombre. ¿Tommy?

El soldado llamado Tom Priest dudó, después cruzó la habitación y cogió la 45. Le dio la vuelta para comprobar el seguro.

—Thomas —dijo su mujer mientras mecía al niño en los brazos—. Tienes un hijo de dieciocho meses. ¿Qué vas a hacer si ese hombre te saca una pistola?

—Dispararle —dijo Tom.

—Joder —dijo la mujer con una voz que era poco más que un susurro—. Jo-der.

El soldado sonrió… y cuando lo hizo parecía un niño de diez años a punto de soplar las velas de su cumpleaños.

—Cady, tengo que hacerlo. Soy un miembro en activo del ejército de Estados Unidos y estoy autorizado para hacer cumplir la ley federal. Acabamos de saber que ese tipo ha cruzado fronteras estatales con una menor y en contra de la voluntad de esta. Eso es secuestro. Estoy obligado a hacer que ponga el culo en el suelo y esperar a las autoridades civiles. Y basta de charlas.

—¿Por qué no esperas a que entre a pagar la gasolina? —dijo Popeye.

Pero Tom y el guarda, Alan, avanzaban ya juntos hacia la puerta. Alan se volvió.

—Igual se larga sin pagar. Dejad de preocuparos. Esto va a ser divertido. No he tenido que enfrentarme a nadie desde mi último año de instituto.

Lou Carmody tragó saliva con esfuerzo y dijo:

—Yo os cubro.

Y salió detrás de ellos. La rubia guapa, Cady, le cogió del brazo antes de que hubiera dado tres pasos. Probablemente le salvó la vida.

—Tú ya has hecho bastante. Ahora quiero que te quedes aquí. Igual tienes que ponerte al teléfono para informar de los hechos a la policía —le dijo en una voz que no daba lugar a objeciones.

Lou suspiró de forma algo temblorosa y relajó los hombros. Parecía aliviado, tenía pinta de necesitar tumbarse. Vic pensó que le comprendía. El heroísmo era una cosa agotadora.

—Señoras —dijo Alan Warner saludando con la cabeza a Cady y a Vic mientras salía.

Tom Priest fue delante de él hasta la puerta y la cerró cuando hubieron salido, haciendo tintinear la campanilla. Vic miraba desde las ventanas delanteras. El resto también.

Vieron a Priest y a Warner cruzar el asfalto, el soldado delante llevando la 45 pegada a la pierna derecha. El Rolls estaba en el último surtidor y el conductor les daba la espalda a los dos hombres. No se volvió cuando estos se acercaron, sino que continuó llenando el depósito.

Tom Priest ni esperó ni se molestó en dar explicaciones. Le puso una mano en la espalda a Manx y le empujó hasta el lateral del coche. A continuación le puso el cañón de la pistola en la espalda. Alan se mantuvo a una distancia prudencial, detrás de Tom y entre los dos surtidores, dejando hablar al soldado.

Charlie Manx trató de ponerse recto, pero Priest le empujó de nuevo contra el coche, aplastándole contra el Espectro. El Rolls, fabricado en Bristol en 1938 por una compañía que pronto diseñaría tanques para la Marina Real británica, ni se movió. La cara bronceada de Tom Priest era una máscara rígida y severa. Ni rastro de la sonrisa infantil; parecía un hijo de puta con botas y chapas identificativas como las que llevan los perros. Dio una orden en voz baja y despacio, muy despacio, Manx levantó las manos y las apoyó en el techo del Rolls-Royce.

Tom metió la mano que tenía libre en el bolsillo del abrigo negro de Manx y sacó algunas monedas, un mechero de metal y una cartera plateada. Lo dejó todo en el techo del Rolls-Royce.

En aquel momento se oyó un ruido metálico, o sordo, procedente de la parte trasera del Rolls. Fue lo bastante fuerte como para sacudir todo el coche. Tom miró a Alan.

—Alan —dijo, con voz lo bastante alta para que lo oyeran desde dentro—, ve y quita las llaves del contacto. A ver lo que hay en el maletero.

Alan asintió y empezó a rodear el coche mientras sacaba un pañuelo para sonarse la nariz. Llegó hasta la puerta del conductor, donde la ventana estaba abierta unos veinte centímetros y cogió las llaves. Fue entonces cuando todo empezó a ir mal.

La ventanilla se subió. Dentro del coche no había nadie; nadie podía accionar la manivela. Pero la ventanilla subió de pronto y se cerró, atrapando el brazo de Alan. Este chilló, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, poniéndose de puntillas por el dolor.

Tom Priest apartó la vista de Manx un segundo —solo uno— y la puerta del pasajero se abrió de pronto. Le golpeó el costado derecho, lo lanzó contra el surtidor y lo puso mirando de espaldas. La pistola chocó contra el asfalto. La puerta del coche parecía haberse abierto sola. Desde donde estaba Vic, parecía que nadie le había puesto una mano encima. Esta pensó automáticamente en El coche fantástico, una serie que llevaba años sin ver, y en cómo el elegante coche de Michael Knight conducía solo, pensaba, expulsaba a gente que no le gustaba y abría las puertas a quien sí.

Manx dejó caer la mano izquierda y cuando la levantó sostenía la manguera de la gasolina. Le dio a Tom en la cabeza con la boquilla de metal, golpeándolo en el puente de la nariz a la vez que apretaba el gatillo de manera que un chorro de gasolina salió disparado hacia la cara del soldado y le chorreó por los pantalones militares.

Tom profirió un grito ahogado y se llevó las manos a los ojos. Manx le golpeó de nuevo dándole con la boquilla en plena cabeza, como si quisiera trepanársela. La gasolina clara y brillante brotó a borbotones sobre la cabeza de Priest.

Alan gritaba y gritaba. El coche empezó a avanzar despacio, arrastrándolo con él.

Priest intentó lanzarse contra Manx, pero este ya se había apartado y Priest cayó a cuatro patas sobre el asfalto. Manx le roció la espalda con gasolina con la meticulosidad que pondría un hombre en regar su jardín con una manguera.

Los objetos que estaban en el techo del coche —las monedas, el mechero— empezaron a caerse mientras el vehículo seguía avanzando despacio. Manx alargó un brazo y cogió el mechero de metal brillante con la misma ligereza que un defensa de primera base sale a coger una bola lenta a media altura.

Alguien empujó a Vic desde la izquierda —Lou Carmody— y chocó contra la rubia llamada Cady. Esta gritaba el nombre de su marido, casi doblada en dos por la fuerza de sus gritos. El niño que tenía en brazos también chillaba: ¡Papi! ¡Papi! La puerta se abrió de par en par, los hombres salieron al porche y por un momento Vic no vio nada, porque la gente corriendo a su lado le bloqueaba la vista.

Cuando vio de nuevo el asfalto, Manx había dado un paso atrás y encendido el mechero. Lo dejó caer sobre la espalda del soldado, que empezó a arder con una gran explosión de fuego azul que desprendía una ráfaga de calor suficiente para hacer temblar los cristales de la tienda.

El Espectro proseguía su marcha arrastrando con él a un indefenso Alan Warner. El grueso hombre gritaba golpeando la puerta del coche con la mano que tenía libre, como si así pudiera convencerla de que lo soltara. A uno de los lados del coche le había salpicado gasolina y la rueda del lado del pasajero era un anillo de fuego rodante.

Charlie Manx dio otro paso alejándose del soldado en llamas, que se retorcía, y fue golpeado en la espalda por otro de los clientes, un hombre delgaducho con tirantes. Los dos cayeron al suelo. Lou Carmody saltó por encima de ellos y se quitó la cazadora para echársela por encima a Priest.

La ventanilla del asiento del conductor se bajó abruptamente y soltó a Alan Warner, quien cayó al asfalto casi debajo de las ruedas del coche. Estas hicieron un ruido seco al pasarle por encima.

Sam Cleary, el dueño de la tienda que se parecía a Popeye, pasó corriendo junto a Vic con un extintor en la mano.

Lou Carmody gritaba alguna cosa mientras sacudía su cazadora contra Tom Priest, pegándole con ella. Era como si estuviera atizando un montón de periódicos ardiendo; por el aire subían grandes copos de humo negro. Vic no comprendió hasta más tarde que eran jirones de carne quemada.

El niño en brazos de Cady golpeaba la ventana delantera de la tienda con una mano gordezuela. «¡Quema! ¡Papi quema!». Cady pareció darse cuenta de repente de que su hijo lo estaba viendo todo, se volvió y se fue con él hasta el otro extremo de la habitación, lejos de la ventana, sollozando.

El Rolls avanzó unos sesenta metros más antes de detenerse cuando el parachoques se encontró con un poste de teléfono. Las llamas tapaban toda la parte trasera y, si había un niño en el maletero, habría muerto asfixiado o quemado. Pero no había ningún niño. Lo que había era un bolso propiedad de Cynthia McCauley, desaparecida tres días antes del aeropuerto JFK de Nueva York junto con su hijo Brad, pero a ninguno de los dos se los volvió a ver. Nadie fue capaz de explicar el ruido sordo que pareció salir del maletero del coche, ni tampoco lo de la ventanilla bajando sola o la puerta golpeando a Tom Priest. Era casi como si el coche actuara por voluntad propia.

Sam Cleary llegó hasta los dos hombres que forcejeaban en el suelo y usó por primera vez el extintor, sujetándolo con ambas manos, para golpear a Charlie Manx en la cara. Lo usaría por segunda vez con Tom Priest, apenas treinta segundos después, pero para entonces este ya estaba muerto y muy muerto.

Por no decir muy hecho.