Al norte de Gunbarrel, Colorado

ENTONCES EL CHICO AFLOJÓ LA MARCHA.

—¿Qué haces? —gritó Vic.

Habían recorrido menos de un kilómetro de autopista. Vic se giró. Todavía veía el camino de tierra que conducía a aquella casa espantosa.

—Tía —dijo el chico—, tenemos que pedir ayuda. Ahí tienen teléfono.

Se acercaban a un camino de asfalto picado y agrietado que salía hacia la derecha y en la esquina de la intersección había una tienda gasolinera con un par de surtidores a la entrada. El chico llevó la moto justo hasta el porche.

El motor se caló de repente, en cuanto retiró el pie del pedal, porque no se había molestado en poner el punto muerto. Vic quería decirle que no, que allí no, que estaban demasiado cerca de la casa del tipo, pero el chico gordo ya se había bajado de la moto y le tendía una mano para ayudarla a bajar a ella también.

Al dar el primer paso hacia el porche, Vic se tambaleó y estuvo a punto de caerse. El chico la sujetó. Se volvió y le miró, parpadeando para contener las lágrimas. ¿Por qué lloraba? No lo sabía, lo único que sabía era que no podía evitar sorber aire a intervalos cortos y ahogados.

Curiosamente el chico gordo, Louis Carmody, de solo veinte años, un chaval con un historial delictivo de lo más tonto —vandalismo, hurto, fumar siendo menor de edad—, también parecía a punto de echarse a llorar. Vic no supo su nombre hasta más tarde.

—Oye —dijo el chico—. No voy a dejar que te pase nada. Ahora estás bien, yo me encargo.

Vic quería creerle. Aunque para entonces ya entendía la diferencia entre ser un niño y un adulto. La diferencia es que cuando le dices a un niño que no va a pasarle nada malo estando contigo, te cree. Vic quería creerle, pero no podía, así que en lugar de ello decidió besarle. No en ese momento, sino más tarde. Más tarde le daría el mejor beso del mundo. Estaba gordito y tenía un pelo fatal, y sospechaba que no había besado nunca a una chica guapa. Vic no iba para modelo de catálogo de ropa interior, pero era bastante atractiva. Sabía que el chico también lo pensaba, por como le había costado soltarle la muñeca.

—Vamos a entrar y llamar a las fuerzas de la ley —dijo el chico—. ¿Qué te parece?

—Y a los bomberos —dijo Vic.

—Eso también —dijo el chico.

Lou entró en la tienda con suelo de madera de pino. Sobre el mostrador, unos huevos encurtidos flotaban como ojos de vaca en un fluido amarillento dentro de un frasco.

Unos pocos clientes hacían cola delante de la única caja registradora. El hombre detrás del mostrador tenía una pipa de maíz en uno de los lados de la boca. Con la pipa, los ojos bizcos y una barbilla prominente, se parecía bastante a Popeye El Marino.

Un joven con pantalones militares estaba el primero de la fila con unos pocos billetes en la mano. A su lado esperaba su mujer, con un bebé en brazos. Su mujer era, como mucho, cinco años mayor que Vic y llevaba el pelo rubio sujeto en una coleta con una goma elástica. El niño rubito que tenía en brazos llevaba una ranita de Batman con manchas de salsa de tomate en la parte delantera, la prueba de una nutritiva comida rápida cortesía de Chef Boyardee.

—Perdón —dijo Lou elevando su voz fina y aguda.

Nadie le miró.

—¿Tú no tuviste una vaca lechera, Sam? —preguntó el joven con pantalón militar.

—Pues sí —dijo el tipo que se parecía a Popeye mientras pulsaba algunas teclas de la caja registradora—. Pero no creo que te apetezca oír hablar otra vez de mi exmujer.

Los «muchachos» reunidos en torno al mostrador estallaron en risas. La rubia con el bebé sonrió indulgente y miró a su alrededor. Su vista se posó en Vic y Lou y frunció el ceño con preocupación.

—¡Por favor, que todo el mundo me escuche! —gritó Lou, y esta vez todos volvieron la cabeza y le miraron—. Necesitamos llamar por teléfono.

—Oye, cariño —dijo la rubia del bebé hablándole directamente a Vic. Por como lo dijo, esta supo que era camarera y llamaba a todo el mundo cariño, cielo o tesoro—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Habéis tenido un accidente?

—Tiene suerte de estar viva —dijo Lou—. Hay un hombre carretera abajo que la ha encerrado en su casa. Intentó quemarla viva, la casa sigue ardiendo. Ella se acaba de escapar. Ese cabrón tiene a un niño con él.

Vic negó con la cabeza. No… no, así no era la cosa exactamente. El niño no estaba allí contra su voluntad. Ni siquiera era ya un niño, sino otra cosa, algo tan frío que te dolía si le tocabas. Pero no se le ocurría cómo corregir a Lou, de forma que no dijo nada.

Los ojos de la rubia estuvieron fijos en Lou mientras hablaba y cuando volvió a mirar a Vic, lo hizo de una manera ligeramente distinta. Era una mirada de evaluación calmada e intensa, una mirada que Vic le había visto muchas veces a su madre. Era la forma en que Linda valoraba una herida, decidía cómo de grave era y qué tratamiento merecía.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la rubia.

—Victoria —dijo Vic, algo que nunca hacía, referirse a sí misma por su nombre de pila.

—Ya estás a salvo, Victoria —dijo la rubia con una voz tan amable que Vic empezó a sollozar.

La rubia se hizo discretamente con el control de la habitación y de todos los que estaban en ella, sin necesidad de levantar la voz ni de soltar a su hijo. Más tarde, cuando Vic pensara en qué era lo que más le gustaba de las mujeres, siempre recordaba a la mujer del soldado, en su seguridad y en su tranquila compostura. Le venía a la cabeza la expresión «cuidados maternales», que era en realidad sinónima de estar presente y preocuparse por lo que le pasara a alguien. Quería esa seguridad para sí, esa percepción correcta de las cosas que había visto en la mujer del soldado y decidió que le gustaría ser una mujer como ella. Una madre poseedora del instinto firme, fiable y femenino que te dice qué hacer en un momento de crisis. Hasta cierto punto Bruce, el hijo de Vic, fue concebido en aquel momento, aunque no se quedaría embarazada de él hasta tres años más tarde.

Vic se sentó en unas cajas a uno de los lados del mostrador. El hombre que se parecía a Popeye ya estaba hablando por teléfono, pidiéndole a una operadora que le pusiera con la policía. Su voz era tranquila. Nadie había perdido la calma porque la rubia no lo había hecho y los demás seguían su ejemplo emocional.

—¿Eres de por aquí? —le preguntó la mujer del soldado.

—Soy de Haverhill.

—¿Eso está en Colorado? —preguntó el soldado, que se llamaba Tom Priest. Había estado dos semanas de permiso y aquella misma noche tenía que presentarse en Fort Hood para volver a Arabia Saudí.

Vic negó con la cabeza.

—Massachusetts. Tengo que llamar a mi madre. Lleva días sin verme.

A partir de aquel momento Vic fue incapaz de recorrer el camino de vuelta hacia la verdad. Llevaba dos días fuera de Massachusetts. Ahora estaba en Colorado y había escapado de un hombre que la había encerrado en su casa, que había intentado quemarla viva. Aunque no mencionó que había sido secuestrada, todo el mundo daba por hecho que eso era lo que había ocurrido.

Eso se convirtió en la nueva verdad, incluso para la propia Vic, del mismo modo que había sido capaz de convencerse de que había encontrado la pulsera de su madre en el coche familiar y no en Terry’s Primo Subs en Hampton Beach. Las mentiras eran fáciles de contar porque no parecían en absoluto mentiras. Cuando le preguntaron sobre su viaje a Colorado, dijo que no recordaba haber estado en el coche de Charles Manx y los oficiales de policía intercambiaron miradas tristes y comprensivas. Cuando le insistieron, dijo que había estado todo oscuro. ¿Oscuro como dentro del maletero? Sí, puede ser. Alguien puso por escrito su declaración y Vic la firmó sin molestarse en leerla.

El soldado dijo:

—¿Dónde conseguiste escapar del hombre?

—Ahí, junto a la carretera, un poco más abajo —dijo Lou contestando por Vic, que se había quedado sin voz—. A menos de un kilómetro. Os puedo llevar. Es en el bosque, colega. Como no lleguen rápido los coches de bomberos la colina entera va a arder.

—Esa es la casa de Papá Noel —dijo Popeye apartando la boca del auricular del teléfono.

—¿Papá Noel? —dijo el soldado.

Un hombre con silueta de calabaza que llevaba una camisa a cuadros rojos y blancos dijo:

—Yo la conozco. He estado cazando por allí. Es muy rara. Los árboles de fuera tienen adornos de Navidad todo el año. Aunque nunca he visto a nadie por allí.

—¿El tío le ha pegado fuego a su propia casa y después se ha largado? —preguntó el soldado.

—Y tiene un niño con él —dijo Lou.

—¿Qué coche lleva?

Vic abrió la boca para responder y entonces vio algo moverse fuera, por el cristal de la puerta y miró por encima del soldado. Era el Espectro, que se detenía delante de los surtidores, como convocado por la pregunta. Incluso de lejos y a través de la puerta cerrada, se oía la música navideña.