EL JARDÍN ESTABA TAN LLENO DE MALEZA QUE ERA COMO CORRER entre una maraña de alambres. La hierba le tendía trampas para enredarle los tobillos. En realidad no había un jardín como tal, solo una extensión de arbustos silvestres y zarzas y, más allá, el bosque.
No se volvió en ningún momento a mirar ni el garaje ni la casa, y tampoco corrió hacia el sendero. No se atrevía a coger aquel camino largo y estrecho por miedo a que el hombre pudiera estar aparcado en algún punto del mismo, espiándola. En su lugar corrió hacia los árboles. No vio que había un terraplén hasta que se precipitó por él, un desnivel de casi un metro respecto al suelo del bosque.
Al aterrizar se hizo daño en los dedos de los pies y un intenso dolor se apoderó de la parte posterior de su muslo derecho. Se había estrellado contra un revoltijo de ramas secas; se liberó de ellas y cayó de espaldas.
Los pinos se cernían sobre ella. Se mecían en el viento. Los adornos que colgaban de sus ramas espejeaban, lanzaban destellos y formaban arco iris titilantes, así que era como ver las estrellas después de un golpe.
Cuando recuperó el aliento rodó hasta ponerse de rodillas y miró hacia el jardín.
La enorme puerta del garaje estaba abierta, pero el Rolls-Royce había desaparecido.
Le sorprendió —casi decepcionó— que hubiera tan poco humo. Vio una película gris subir desde la parte trasera de la casa. También salía humo por la boca abierta de la puerta principal. Pero no oía quemarse nada y tampoco veía llamas. Había esperado que la casa fuera una hoguera.
Después se levantó y se puso de nuevo en marcha. No podía correr, pero sí renquear al trote. Le quemaban los pulmones y un paso sí y otro no, un dolor le desgarraba la parte posterior del muslo derecho. Menos consciente era de otros innumerables dolores y heridas: la fría quemazón en su muñeca derecha, la punzada continua en el ojo izquierdo.
Avanzó en paralelo al sendero, manteniéndose a unos quince metros a la izquierda, lista para esconderse detrás de un arbusto o un tronco de árbol si veía el Rolls. Pero el camino de tierra se alejaba de verdad y en línea recta de la casita blanca sin que hubiera rastro ni del viejo coche ni de aquel hombre, Charles Manx, ni tampoco del niño muerto que viajaba con él.
Siguió el estrecho camino de tierra durante un periodo de tiempo indeterminado. Había perdido la noción del tiempo, no tenía ni idea, ni la tuvo después, de cuánto le llevó atravesar el bosque. Cada momento era el momento más largo de su vida hasta que llegaba el siguiente. Más tarde tuvo la impresión de que su asombrosa huida por el bosque había durado tanto como el resto de su infancia. Para cuando vio la autopista había dejado la infancia muy atrás. Esta se había quemado y consumido hasta desaparecer, lo mismo que la Casa Trineo.
El terraplén que conducía a la carretera era más alto que por el que se había caído y tuvo que trepar con manos y pies, agarrándose a matojos de hierba para tomar impulso. Cuando llegó al final de la pendiente, escuchó el petardeo y el silbido de una moto que se acercaba. Llegaba desde su derecha, pero para cuando Vic estuvo arriba ya se alejaba. Era una Harley montada por un tipo corpulento vestido de negro.
La autopista discurría en línea recta a través de un bosque y bajo una confusión de nubes tormentosas. A su izquierda había un montón de colinas altas y azules, y por primera vez Vic tuvo la sensación de estar en algún lugar elevado. En Haverhill, Massachusetts, rara vez se paraba a pensar en la altitud, pero ahora entendía que no era que las nubes estuvieran bajas, sino que ella estaba en un sitio alto.
Echó a correr por el asfalto persiguiendo a la Harley, gritando y agitando los brazos. No me va a oír, pensó; era imposible que la oyera por encima del estruendo del motor. Pero el hombre corpulento se volvió y la rueda delantera de su Harley cabeceó, antes de que la enderezara y se echara a un lado de la carretera.
No llevaba casco y vio que era un hombre gordo con barba en el mentón y en la papada; llevaba el pelo castaño corto por delante y largo por detrás, al más puro estilo de los años ochenta. Vic corrió hacia él notando una punzada en el muslo derecho a cada paso que daba. Cuando llegó hasta la moto, no perdió el tiempo en explicaciones, sino que se subió y le pasó al hombre los brazos alrededor de la cintura.
La mirada de este era de asombro y algo de miedo. Llevaba guantes de cuero negro con los dedos cortados y una chaqueta de cuero también negra, pero con la cremallera abierta de manera que dejaba ver una camiseta de Weird Al. Ya de cerca Vic se dio cuenta de que no era tan mayor como había pensado. Tenía la piel tersa y rosa debajo de la barba y sus emociones, de tan evidentes, parecían casi infantiles. Era posible incluso que no fuera mucho mayor que ella.
—¡Hostia, colega! —dijo—. ¿Estás bien? ¿Has tenido un accidente?
—Tengo que hablar con la policía. Hay un hombre. Quería matarme. Me encerró en una habitación y prendió fuego a la casa. Tiene a un niño pequeño. Había un niño pequeño y yo he estado a punto de no escapar, y se ha llevado al niño. Tenemos que irnos. Puede volver.
No estaba segura de si nada de aquello era comprensible. La información era la correcta, pero tenía la impresión de haberla expuesto mal.
El hombre gordo y con barba la miraba con ojos como platos, como si le estuviera parloteando en un idioma extranjero. En tagalo, quizá, o en klingon. Aunque luego resultaría que, de haberle hablado en klingon, Louis Carmody probablemente la habría entendido.
—¡Fuego! —gritó Vic—. ¡Fuego!
Y señaló con un dedo hacia el camino de tierra.
Desde la autopista no podía ver la casa y la fina columna de humo que subía desde los árboles podía haber sido de una chimenea o de alguien quemando hojas en un jardín. Pero aquellas palabras bastaron para sacar al hombre de su trance y espabilarlo.
—¡Agárrate, tía! —gritó con la voz quebrándosele en un gallo, y aceleró tanto la moto que Vic pensó que iba a hacer un caballito.
El estómago se le fue a los pies y apretó los brazos alrededor de la tripa del hombre de manera que las puntas de los dedos casi, solo casi, se tocaban. Pensó que se iban a caer; la moto bailó peligrosamente, la rueda delantera cabeceando hacia un lado y la trasera a otro.
Pero el chico consiguió enderezarla y la línea blanca del centro de la carretera empezó a parpadear como en una ráfaga de ametralladora, lo mismo que los pinos que la flanqueaban.
Vic no se atrevía a mirar atrás. Esperaba ver el viejo coche negro salir desde el camino de tierra, pero la autopista estaba vacía. Volvió la cabeza y la apretó contra la espalda del chico gordo mientras dejaban atrás la casa del viejo en dirección a las colinas azules. Se alejaron y estaban a salvo y todo había terminado.