A SUS DIECISIETE AÑOS, VIC PESABA SOLO DIECIOCHO KILOS más y era ocho centímetros más alta que cuando tenía doce. Seguía siendo una niña flacucha, toda piernas. Pero la bajante era muy estrecha. Se preparó, pegando la espalda a la pared, con las rodillas a la altura de la cara y los pies apoyados en la pared contraria.
Reptó por el conducto impulsándose con las almohadillas de los pies, avanzando de diez en diez centímetros. A su alrededor subían ráfagas de humo que le irritaban los ojos.
Empezaban a dolerle y escocerle los tendones. Avanzó otros diez centímetros, trepando por el conducto encogida, doblada de una manera grotesca. También le dolía la región lumbar.
Estaba a mitad de camino hacia el segundo piso cuando el pie izquierdo resbaló de pronto, desequilibrándola. Notó un desgarrón en el muslo derecho y gritó. Por un momento logró quedarse donde estaba, doblada, con la rodilla derecha en la cara y la izquierda colgando. Pero el peso en la pierna derecha era excesivo. El dolor era demasiado intenso. Dejó de hacer fuerza con el pie derecho y se precipitó hasta abajo del todo.
Fue una caída fea, dolorosa. Chocó contra el suelo de aluminio del conducto y se clavó la rodilla derecha en la cara. El otro pie rebotó contra la trampilla de acero inoxidable y llegó hasta la despensa.
Durante un peligroso instante estuvo a punto de sucumbir al pánico. Se echó a llorar y cuando se puso de pie en la bajante no intentó volver a trepar, sino que empezó a saltar, sin importarle que la parte de arriba estuviera fuera de su alcance y que no hubiera nada en el conducto de aluminio a lo que agarrarse. Gritó. Gritó pidiendo ayuda. El conducto estaba lleno de humo que le nublaba la visión y mientras gritaba empezó a toser, una tos áspera, seca y dolorosa. Siguió tosiendo y pensó que no pararía nunca. Tosió con tal fuerza que casi vomitó y al final escupió un gran chorro de saliva que le supo a bilis.
No era el humo lo que la aterraba, tampoco el dolor en la parte posterior del muslo, donde sin duda se había desgarrado un músculo. Era la soledad inexorable, desesperada. ¿Qué le había gritado su madre a su padre? Pero tú no la estás educando, Chris. ¡Lo estoy haciendo yo sola! Era horrible encontrarse en un agujero completamente sola. No recordaba la última vez que había abrazado a su madre, a su asustada, siempre malhumorada e infeliz madre, que cuando había estado enferma se había quedado a su lado y había posado una mano fría en su frente febril. Era horrible pensar en morir allí, dejando las cosas tal y como estaban.
Entonces empezó a trepar de nuevo por el conducto, otra vez con la espalda contra una pared y los pies apoyados en la otra. Le lloraban los ojos. La bajante se había llenado ya de humo, que subía en oleadas de color parduzco. Algo terrible le ocurría en la parte posterior de la pierna derecha. Cada vez que se impulsaba hacia arriba con los pies, era como si el músculo se le desgarrara de nuevo.
Parpadeó, tosió, empujó y culebreó conducto arriba. El tacto del metal contra su espalda quemaba desagradablemente. Pensó que faltaba muy poco para que empezara a dejarse la piel en las paredes, que la bajante no tardaría en ponerse al rojo vivo. Solo que ya no era una bajante, sino una chimenea, con un fuego humeante abajo y ella era Papá Noel subiendo a buscar a los renos. Tenía aquel estúpido villancico, os deseo una puta Navidad dulce y feliz, dando vueltas en reproducción continua. No quería quemarse viva con la música de un villancico en la cabeza. Para cuando estuvo cerca del final de la bajante era casi imposible ver nada con el humo. No paraba de llorar y contenía el aliento. El músculo del muslo derecho le temblaba sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Vio una luz tenue en forma de U invertida en algún lugar situado justo encima de sus pies. Era la escotilla que daba al segundo piso. Le ardían los pulmones. Abrió la boca involuntariamente e inhaló una gran bocanada de humo que le hizo toser. Toser le dolía. Notaba el tejido blando detrás de sus costillas romperse, desgarrarse. La pierna derecha cedió sin avisar. Al perder pie, se agarró a la escotilla cerrada y mientras lo hacía pensó: No se va a abrir. La habrá atrancado con algo y no se va a abrir.
Sacó los brazos por la trampilla abierta hacia un aire maravillosamente fresco. Aguantó y se sujetó al borde de la abertura con las axilas. Las piernas cayeron dentro del conducto y las rodillas chocaron con la pared de acero.
Con la escotilla abierta entró aire en la bajante y Vic notó una brisa caliente y hedionda que subía hacia ella. Alrededor de su cabeza flotaba el humo. No podía dejar de toser y parpadear, tosía tan fuerte que tenía convulsiones. La boca le sabía a sangre, tenía sangre en los labios y se preguntó si no estaría echando algo importante por la boca.
Durante un largo instante permaneció allí colgada, demasiado débil para impulsarse y salir. Después empezó a dar patadas, apoyando las puntas de los pies contra la pared. Pataleó y coceó. No podía darse demasiado impulso, pero tampoco lo necesitaba. Ya tenía la cabeza y los brazos fuera, y salir del conducto no era tanto cuestión de trepar como de inclinarse hacia delante.
Se dio impulso de nuevo y aterrizó en la alfombra raída de un pasillo del segundo piso. El aire sabía bien. Se quedó un rato tumbada boqueando como un pez. Qué bendición, aunque dolorosa, resultaba estar viva.
Tuvo que apoyarse en la pared para ponerse en pie. Había esperado que la casa entera estuviera en llamas y llena de humo, pero no era así. En el pasillo de arriba, el aire estaba algo cargado, pero nada comparado con la bajante. A su derecha vio la luz del sol y caminó cojeando por una tupida moqueta de los años setenta hasta el rellano del que arrancaban las escaleras. Bajó los escalones tambaleándose, en una suerte de caída controlada, y vadeando a través del humo.
La puerta principal estaba medio abierta. La cadena colgaba del marco y de ella pendían a su vez la base de metal y una gran astilla de la puerta. El aire que entraba era frío y húmedo y Vic sintió deseos de zambullirse en él, pero no lo hizo.
En la cocina no se veía nada. Era todo humo y luces parpadeantes. Había una puerta abierta que daba a un cuarto de estar. El papel de la pared del extremo más lejano se estaba quemando y dejaba ver el yeso de debajo. La alfombra echaba humo. Había un jarrón con un ramo en llamas. Lenguas de fuego naranja trepaban por unas cortinas de nailon blanco. Vic pensó que toda la parte trasera de la casa estaría ardiendo, pero allí, en la parte delantera, en el recibidor, solo había humo en el pasillo.
Miró por la ventana situada a uno de los lados de la puerta. El camino de entrada a la casa era de tierra, largo y estrecho y se internaba entre los árboles. No parecía haber ningún coche, pero desde donde se encontraba no alcanzaba a ver el garaje. Manx podría estar sentado fuera esperando a ver si Vic salía. Podía estar al final del camino esperando a ver si Vic huía corriendo por él.
A su espalda algo crujió dolorosamente y se desplomó con gran estrépito. A su alrededor las explosiones de humo se sucedían. Una chispa ardiendo le alcanzó el brazo y la quemó. Y entonces supo que no había nada que pensar. Podía estar esperándola o no, pero no tenía adonde ir excepto