ERA UNA HABITACIÓN PEQUEÑA Y MUGRIENTA CON UNA MESA de formica amarilla y un teléfono negro y feo en la pared, debajo de un dibujo infantil desvaído por el sol.
Del techo colgaban serpentinas de lunares amarillos cubiertas de polvo, perfectamente inmóviles en el aire quieto, como si alguien hubiera dado una fiesta allí años atrás y no hubiera terminado de recoger. A la derecha de Vic había una puerta metálica abierta, que dejaba entrever una lavadora y secadora, unos cuantos estantes con alimentos no perecederos y un armario de acero inoxidable empotrado. Junto a la puerta de la despensa había un frigorífico de gran tamaño de esos con forma abombada que recuerdan a las bañeras antiguas.
Hacía calor en la habitación y olía a cerrado y a rancio. En el horno se calentaba una bandeja de comida precocinada. Vic imaginaba las lonchas de pavo en un compartimento, puré de patata en el otro y el postre tapado con papel de aluminio. En la encimera había dos botellas de refresco de naranja. Una puerta daba al jardín trasero. En tres pasos Vic llegó hasta ella.
El niño muerto vigilaba la parte de atrás. Para entonces Vic ya sabía que estaba muerto, o algo peor. Que era uno de los niños de aquel hombre, Charlie Manx.
Estaba completamente inmóvil, enfundado en su abrigo de piel sin curtir, vaqueros y con los pies descalzos. La capucha estaba echada hacia atrás y dejaba ver sus cabellos pálidos y las negras ramificaciones venosas de las sienes. La boca abierta revelaba las hileras de dientes de aguja. El niño vio a Vic y sonrió, pero no se movió cuando esta gritó y descorrió el cerrojo. Había dejado un rastro de pisadas blancas allí donde la hierba se había congelado al contacto con sus pies. La cara tenía la tersura vidriosa del esmalte. Los ojos estaban empañados de escarcha.
—Venga —dijo exhalando vapor en su aliento—. Ven aquí y deja de hacer el tonto. Así nos vamos todos a Christmasland.
Vic se alejó de la puerta y se golpeó la cadera con el horno. Se volvió y empezó a abrir cajones buscando un cuchillo. El primero que abrió estaba lleno de trapos de cocina. En el segundo había batidores, espátulas, moscas muertas. Volvió al primer cajón, cogió un puñado de trapos, abrió el horno y los puso encima de la bandeja con la comida. Dejó la puerta del horno sin cerrar del todo.
Encima de la cocina había una sartén. La cogió por el mango. Era un alivio tener algo en la mano con lo que defenderse.
—¡Señor Manx, señor Manx, la he visto! ¡Es una tonta! —gritó el niño. Después aulló—: ¡Qué divertido!
Vic se dio la vuelta y cruzó de nuevo por las puertas batientes hacia la parte delantera de la casa. Miró de nuevo por la ventana que había junto a la puerta.
Manx había acercado su bicicleta al puente y estaba a la entrada de este examinando la oscuridad con la cabeza ladeada, escuchando tal vez. Por fin pareció decidir algo. Se agachó y dio un fuerte empujón a la bicicleta en dirección al puente.
La Raleigh cruzó el umbral de este y desapareció en la oscuridad.
Una aguja invisible se deslizó por el ojo izquierdo de Vic y se clavó en su cerebro. Gimió —no pudo evitarlo— y se dobló hacia delante. La aguja se retiró y entró de nuevo. Quería que la cabeza le explotara, quería morirse.
Escuchó un chasquido, los oídos se le destaparon y la casa tembló. Fue como si la hubiera sobrevolado un reactor, rompiendo la barrera del sonido.
El vestíbulo de la entrada empezó a oler a humo.
Vic levantó la cabeza y escudriñó por la ventana.
El Atajo había desaparecido.
Lo había sabido al oír aquel chasquido fuerte y penetrante. El puente había implosionado, como un sol moribundo transformándose en nova.
Charlie Manx caminó hacia la casa con los faldones de su abrigo aleteando a su espalda. De su cara fea y contraída había desaparecido todo rastro de humor. En lugar de ello parecía un hombre de escasa inteligencia decidido a cometer alguna crueldad.
Vic miró hacia las escaleras, pero supo que si subía por ellas no bajaría nunca. Así que le quedaba la cocina.
Cuando cruzó las puertas batientes vio al niño en la puerta de atrás, con la cara pegada contra el cristal. Sonreía mostrando su cara llena de delicados ganchos, las delgadas hileras de huesos curvos. Su aliento formaba plumas de escarcha plateada sobre el cristal.
Sonó el teléfono. Vic gritó como si alguien la hubiera agarrado por sorpresa y miró a su alrededor. Su cara chocó con las serpentinas de lunares amarillos que colgaban del techo.
Solo que no eran serpentinas, sino tiras de papel matamoscas, con docenas de carcasas de mosca marchitas pegadas. Vic tenía la garganta llena de bilis, un sabor agridulce, como un granizado de Terry’s pasado de fecha.
El teléfono sonó otra vez. Vic apoyó la mano en el auricular pero, antes de que pudiera descolgarlo sus ojos se detuvieron en el dibujo infantil que había pegado encima del teléfono. El papel estaba seco, marrón y tieso por el paso del tiempo y el celo se había vuelto amarillo. Era el dibujo a pastel de un bosque de árboles de Navidad y del hombre llamado Charlie Manx con un gorro de Papá Noel y con dos niñas pequeñas sonrientes con la boca llena de colmillos. Las niñas del dibujo se parecían a aquella cosa del jardín que alguna vez había sido un niño.
Vic se llevó el auricular a la oreja.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Ayuda, por favor!
—¿Desde dónde llama, señora? —dijo una voz infantil.
—No lo sé. ¡No lo sé! ¡Me he perdido!
—Ya tenemos allí un coche. Está en el garaje. Suba al asiento trasero y nuestro conductor la llevará a Christmasland —quien estuviera al otro lado de la línea soltó una carcajada—. Nos ocuparemos de usted cuando esté aquí. Usaremos sus ojos para decorar nuestro árbol de Navidad gigante.
Vic colgó.
Escuchó un crujido a su espalda, se viró y vio que el niño había embestido la ventana con la frente. Una araña de vidrio roto cubrió la ventana. El niño parecía ileso.
De vuelta en el vestíbulo escuchó a Manx intentar forzar la puerta, que chocó contra la cadena.
El niño separó la cabeza y después embistió de nuevo y su frente golpeó la ventana con otro gran crujido. Cayeron esquirlas de cristal. El niño rio.
Del horno entreabierto empezaron a salir las primeras llamaradas amarillas que hacían un ruido como el de una paloma batiendo las alas. El papel de la pared a la derecha del horno se ennegrecía y combaba. Vic ya no recordaba por qué había querido provocar un incendio. Algo relacionado con aprovechar la confusión del humo para escapar.
El niño metió el brazo por la ventana rota y con la mano buscó a tientas el cerrojo. Los trozos de cristal le arañaron la muñeca, arrancándole trozos de piel y haciendo brotar sangre negra. No pareció importarle.
Vic le golpeó la mano con la sartén. Lo hizo con todas sus fuerzas y el impulso la llevó directamente a la puerta. Retrocedió, se tambaleó y cayó hasta quedar sentada. El niño sacó la mano de la puerta y Vic comprobó que le había aplastado tres dedos, que ahora estaban doblados de forma grotesca.
—¡Qué divertida eres! —gritó el niño y rio.
Vic empezó a retroceder, arrastrando el culo por los azulejos color crema. El niño metió la cara por la ventana rota y le sacó una lengua negra.
Del horno salían llamas rojas y por un momento el pelo del lado derecho de la cabeza de Vic se prendió, los finos cabellos se arrugaron, chamuscaron y encogieron. Lo apagó con la mano y volaron chispas.
Manx embistió la puerta principal y la cadena saltó con un sonido metálico y tintineante; el cerrojo se descorrió con un fuerte chasquido. Vic oyó la puerta chocar contra la pared con un golpe que hizo temblar toda la casa.
El niño metió de nuevo el brazo por la ventana y abrió el pestillo de la puerta trasera.
Alrededor de Vic empezaron a caer tiras de papel matamoscas ardiendo.
Se puso de pie y se giró, pero Manx estaba al otro lado de las puertas batientes a punto de entrar en la cocina. La miraba con ojos muy abiertos y una expresión de ávida fascinación en su fea cara.
—Cuando vi tu bicicleta pensé que serías más joven —dijo—, pero ya eres mayor. Es una verdadera pena. Christmasland no es un buen sitio para chicas mayores.
La puerta detrás de Vic se abrió… y cuando lo hizo fue como si todo el aire desapareciera de la habitación, como si el mundo exterior lo succionara. Un ciclón de llamas rojas salió del horno y con él, mil chispas ardiendo. También grandes bocanadas de humo negro.
Cuando Manx empujó las puertas batientes para ir hacia Vic, esta le evitó, esquivándole y agachándose detrás del enorme frigorífico y refugiándose en el único lugar que le quedaba: