LOS INSECTOS CHIRRIABAN DETRÁS DE LA ALTA MALEZA. En New Hampshire la primavera había sido una pesadez fría y embarrada pero aquí —donde quiera que estuviera— el aire era cálido y soplaba la brisa. Por el rabillo del ojo Vic vio ráfagas de luz, destellos de claridad entre los árboles, pero en aquel primer momento no les prestó atención.
Salió del puente y entró en un camino de tierra apretada. Frenó, se detuvo y apoyó un pie en el suelo. Se volvió para mirar el puente.
El Atajo se había asentado entre los árboles a un lado de la casa. El otro extremo se internaba muy lejos, en pleno bosque. Cuando aguzó la vista distinguió Haverhill, verde y umbroso en la última luz de la tarde.
La casa, encalada, al estilo Cape Cod, se alzaba solitaria al final de un camino de tierra. En el jardín la hierba llegaba a la altura de la cintura y el zumaque había invadido la propiedad con arbustos tan altos como Vic.
Las persianas estaban echadas y las mosquiteras de las puertas, oxidadas y combadas. Tampoco había un coche a la entrada ni razón alguna para pensar que alguien viviera allí, pero a Vic el sitio enseguida le dio miedo y no creyó que estuviera vacío. Era un lugar espantoso y lo primero que pensó fue que cuando la policía lo registrara encontrarían cuerpos enterrados en el jardín trasero.
Al entrar en el puente había sentido que se elevaba con la facilidad de un halcón transportado por una corriente de aire. Sentía que planeaba y que nada podía hacerle daño. E incluso ahora, allí quieta, se sentía en movimiento, navegando hacia delante, pero la impresión no era agradable. Ahora era como si tiraran de ella hacia algo que no quería ver, de lo que no quería saber nada.
Desde algún lugar llegó el sonido apagado de un televisor o una radio.
Miró de nuevo el puente. Estaba a menos de un metro. Exhaló profundamente, se dijo que no había peligro. Si la veían podía coger la bicicleta, volver a meterse en el puente y desaparecer antes de que a nadie le diera tiempo siquiera a gritar.
Se bajó de la bicicleta y echó a andar. Con el suave crujido de cada pisada se convencía más de que lo que la rodeaba era real y no una alucinación producida por el éxtasis. El ruido de la radio fue poco a poco subiendo de volumen a medida que se acercaba a la casa.
Al mirar hacia los árboles vio de nuevo las luces centelleantes, esquirlas de claridad que colgaban de los pinos. Tardó un momento en asimilar lo que veían sus ojos y cuando lo hizo se detuvo y miró. De los abetos alrededor de la casa colgaban adornos de Navidad, cientos de ellos, pendiendo de docenas de árboles. Grandes bolas doradas y plateadas, espolvoreadas con purpurina, se mecían entre las ondeantes ramas. Ángeles de hojalata soplaban mudas trompetas. Papá noeles rechonchos se llevaban un dedo gordezuelo a los labios advirtiendo a Vic de que no hiciera ruido.
Mientras observaba todo aquello el ruido de la radio se transformó en la inconfundible voz de barítono de Burl Ives, animando al mundo entero a disfrutar de una Navidad dulce y feliz, aunque fuera la tercera semana de marzo. La voz llegaba del garaje contiguo a la casa, un edificio destartalado con una única puerta enrollable y cuatro ventanas cuadradas lechosas por la suciedad.
Vic dio un paso muy pequeño y después otro, caminando hacia el garaje de la misma manera de la que uno caminaría sobre una cornisa a gran altura. Al tercer paso se volvió para asegurarse de que el puente seguía allí y de que podría volver a meterse corriendo en él si era necesario. Así era.
Otro paso más y luego un quinto. Para entonces estaba lo bastante cerca para mirar por una de las ventanas mugrientas. Apoyó la Raleigh contra la pared a uno de los lados de la puerta del garaje.
Pegó la cara al cristal. Dentro había un coche viejo y negro con una ventanilla trasera muy pequeña. Era un Rolls-Royce, de esos de los que siempre aparecía bajándose Winston Churchill en las fotografías y en las películas viejas. Podía ver la matrícula: NOS4A2.
Ya está. Con eso ya lo tienes. Es suficiente para que la policía lo localice, pensó Vic. Ahora tienes que irte. Salir corriendo.
Pero cuando se disponía a alejarse del garaje le pareció ver algo por la ventanilla trasera del coche. Alguien sentado en el asiento de atrás se movió levemente, retorciéndose para encontrar una postura más cómoda. A través del cristal empañado Vic reconoció la silueta difusa de una cabeza de pequeño tamaño.
Un niño. Había un niño dentro del coche. Pensó que era un niño por el corte de pelo.
Para entonces el corazón le latía con tal fuerza que le temblaban los hombros. Aquel hombre tenía a un niño en el coche y si Vic volvía al puente igual la policía cogería al dueño de aquel viejo coche, pero no encontrarían al niño, porque para entonces ya estaría bajo medio metro de tierra en alguna parte.
No entendía por qué el niño no gritaba o salía del coche y echaba a correr. Igual estaba drogado, o atado, era imposible saberlo. Cualquiera que fuera la razón, el caso era que no iba a salir a no ser que Vic fuera y lo sacara.
Se separó de la ventana y se giró de nuevo. El puente esperaba entre los árboles. De repente parecía estar muy lejos. ¿Cómo se había alejado tanto?
Dejó la Raleigh y fue hasta el lateral del garaje. Había esperado que la puerta estuviera cerrada, pero cuando giró el pomo, se abrió. Del interior salieron voces temblorosas, agudas, como las que se tienen después de inhalar helio. Alvin y las ardillas cantaban su villancico infernal.
Solo de pensar en entrar allí se le encogía el corazón. Puso un pie en el umbral, con cuidado, como si pisara el hielo de un estanque que todavía no estaba helado del todo. El viejo coche, obsidiano y lustroso, ocupaba casi todo el garaje. El poco espacio que quedaba estaba lleno de cachivaches: latas de pintura, rastrillos, escaleras de mano, cajas.
El compartimento trasero del Rolls era espacioso y el asiento estaba tapizado en piel de cabritillo color carne. Sobre él dormía un niño. Llevaba una chaqueta de piel y botones hechos de hueso. Tenía el pelo oscuro y una cara redonda y carnosa, con un toque de rubor saludable en las mejillas. Parecía estar teniendo dulces sueños, con golosinas quizá. Ni estaba atado ni parecía desgraciado y Vic tuvo un pensamiento sin sentido. Está bien. Deberías irte. Seguramente está aquí con su padre. Se ha quedado dormido y su padre le ha dejado descansar y tú deberías marcharte.
Aquel pensamiento le hizo dar un respingo, el mismo que habría dado de haber visto un tábano. Algo fallaba en aquel pensamiento. No pintaba nada dentro de su cabeza y no sabía cómo había llegado hasta ella.
El Puente del Atajo la había llevado allí en busca del Espectro, un hombre malo que hacía daño a la gente. Vic buscaba meterse en algún lío y el puente nunca se equivocaba de dirección. En los últimos minutos, cosas que había borrado de su memoria habían empezado a volver. Maggie Leigh había sido real, no una ensoñación. Vic había ido en bicicleta a buscar la pulsera de su madre a Terry’s Primo Subs; no eran cosas imaginadas, sino cosas que había conseguido hacer.
Dio un golpe en el cristal. El niño no se movió. Era más pequeño que ella, debía de tener alrededor de doce años. Tenía una ligera pelusa oscura sobre el labio superior.
—Eh —le llamó en voz baja—. Eh, chico.
El niño cambió de postura, pero solo para darse la vuelta y situarse de costado, dándole la espalda.
Vic intentó abrir la portezuela. Estaba cerrada por dentro.
El volante estaba en el lado derecho del coche, el mismo en que estaba Vic. La ventanilla del conductor estaba bajada casi por completo. Vic fue hacia ella. No había demasiado espacio entre el coche y los trastos apilados contra la pared.
Las llaves estaban puestas y el coche estaba gastando batería. El frontal de la radio estaba iluminado con un verde radioactivo. Vic no sabía quién cantaba ahora, algún carcamal de esos de Las Vegas, pero era otro villancico. El espejo retrovisor había dejado atrás la Navidad hacía ya tres meses y escuchar música navideña cuando era casi verano tenía algo de siniestro. Como ver un payaso bajo la lluvia con el maquillaje hecho churretes.
—Oye, chico —susurró—. Chico, despierta.
El muchacho se movió un poco, después se sentó y se volvió a mirarla. Vic le vio la cara y tuvo que morderse el labio para no gritar.
No se parecía en nada a la cara que había visto por la ventanilla trasera. El niño del coche parecía estar cerca de la muerte… o más allá de la muerte. El semblante, de tan pálido, tenía un tono lunar, excepto en la zona de alrededor de los ojos, que estaba amoratada. Unas venas negras y de aspecto tóxico se transparentaban bajo la piel, como si por ellas circulara tinta en vez de sangre, y se bifurcaban en feas ramificaciones en las comisuras de la boca, de los ojos y en las sienes. El pelo era del color de la escarcha en un alféizar.
El niño parpadeó. Tenía ojos brillantes y curiosos, la única parte de su anatomía que parecía llena de vida.
A continuación exhaló. Humo blanco. Como si estuviera dentro de un congelador.
—¿Quién eres? —preguntó. Cada palabra iba acompañada de una nubecilla de vapor blanco—. No deberías estar aquí.
—¿Cómo es que estás tan frío?
—No lo estoy —dijo el niño—. Deberías irte. Esto es peligroso.
Su aliento era vapor.
—Dios mío, chico —dijo Vic—. Hay que sacarte de aquí. Vamos. Vente conmigo.
—No puedo abrir mi puerta.
—Pues pásate al asiento de delante —dijo Vic.
—No puedo —repitió el niño. Hablaba como si estuviera sedado y Vic decidió que tenía que estar drogado. ¿Podía una droga bajar tanto la temperatura corporal que te hiciera exhalar vapor al respirar? No lo creía—. No puedo salir del asiento de atrás. En serio, no deberías estar aquí. Está a punto de volver.
De la nariz salía humo blanco y gélido.
Vic le oyó con claridad pero no entendió demasiado lo que dijo, excepto la última parte. Lo de Está a punto de volver era lógico. Pues claro que estaba a punto de volver, quienquiera que fuera (el Espectro). No habría dejado el coche en marcha si no pensara regresar pronto, y para cuando eso ocurriera ella ya no debía estar allí y el niño tampoco.
Lo que más deseaba era largarse, correr hacia la puerta, decirle al niño que volvería con la policía. Pero no podía. Si se iba corriendo no solo le estaría dando la espalda a un niño enfermo y secuestrado. También le estaría dando la espalda a lo mejor de sí misma.
Metió el brazo por la ventanilla, quitó el pestillo de la puerta delantera y la abrió.
—Venga —dijo—. Dame la mano.
Alargó la mano por encima del respaldo del asiento del conductor hasta la parte trasera.
El chico le miró la palma por un momento con expresión pensativa, como si fuera a leerle el futuro, o como si le hubiera ofrecido una chocolatina y estuviera decidiendo si la quería o no. No era así como debía reaccionar un niño secuestrado y Vic lo sabía, pero aún así no retiró la mano a tiempo.
El niño le agarró la muñeca y su tacto hizo gritar a Vic. La mano del chico le quemaba la piel, era como tocar una sartén caliente. Tardó un instante en darse cuenta de que la sensación no era de calor, sino de frío.
El claxon sonó con gran estrépito. En el estrecho espacio del garaje, el ruido era casi insoportable. Vic no sabía por qué había sonado. No había tocado el volante.
—Suéltame. Me estás haciendo daño —dijo.
—Ya lo sé —dijo el chico.
Cuando sonrió Vic vio que tenía la boca llena de pequeños ganchos, hileras de ellos, y cada uno pequeño y delicado como una aguja de coser. Las hileras parecían llegarle hasta la garganta. La bocina sonó otra vez.
El chico levantó la voz y gritó:
—¡Señor Manx, señor Manx! ¡He capturado a una chica! ¡Señor Manx, venga a verlo!
Vic apoyó un pie contra el asiento del conductor y se echó hacia atrás, empujando fuerte con la pierna y tirando del niño hacia delante. Pensó que no iba a soltarla, pues era como si tuviera la mano soldada a su muñeca, la piel congelada contra la suya. Pero cuando tiró por entre los asientos hacia la parte delantera del coche, el niño la soltó. Vic cayó de espaldas contra el volante y la bocina saltó de nuevo. Esta vez sí había sido ella.
El niño daba saltos de entusiasmo en el asiento trasero.
—¡Señor Manx, señor Manx! ¡Venga a ver qué chica tan guapa!
Le salía vapor de la boca y de la nariz.
Vic se cayó del coche por la puerta abierta del conductor. Una vez en el suelo de cemento, se golpeó el hombro con una colección de rastrillos y palas quitanieves, que se le desplomaron encima con gran alboroto.
El claxon sonó una y otra vez, en una serie de estruendos ensordecedores.
Vic se quitó de encima las herramientas de jardín. Cuando logró ponerse de rodillas, se miró la muñeca. Tenía un aspecto horrible, con una quemadura negra con la forma de la mano del niño.
Cerró con fuerza la portezuela del conductor y echó un último vistazo al chico. Tenía expresión impaciente, brillante de excitación. Sacó una lengua negra y se la pasó por los labios.
—¡Señor Manx, se escapa! —gritó y su aliento se congeló al entrar en contacto con el cristal de la ventana—. ¡Venga a ver, venga!
Vic se levantó y dio un paso torpe y tambaleante hacia la puerta lateral que daba al jardín.
El motor de la puerta eléctrica del garaje se despertó con un rugido y la cadena tiró de esta con un clamor chirriante. Vic comenzó a retroceder, tan rápido como pudo. La enorme puerta se levantó más y más hasta dejar ver unas botas negras y unos pantalones gris plata. Vic pensó: ¡El Wraith, es el Wraith!
Rodeó deprisa el coche por la parte delantera. Dos escalones conducían a lo que sabía sería el interior de la casa.
El pomo se giró. La puerta se abrió a la oscuridad.
Vic cruzó el umbral, cerró la puerta a su espalda y empezó a cruzar