VIC SE AGACHÓ, COGIÓ UN TROZO DE ESQUISTO Y LO LANZÓ en horizontal hacia el puente. La piedra chocó contra la madera, cayó al suelo y rebotó. Se escuchó una agitación que provenía del techo del puente. Los murciélagos.
Parecía una alucinación bastante sólida. Aunque era posible que también hubiera imaginado el trozo de esquisto. Si el puente era imaginario, tal vez le diera tiempo a retroceder justo antes de caerse.
O podía cruzarlo en bicicleta. Cerrar los ojos y dejar que la Raleigh la llevara hasta lo que fuera que la estaba esperando.
Tenía diecisiete años, no sentía miedo y le gustaba el ruido del viento agitando la hiedra alrededor de la entrada del puente. Apoyó los pies en los pedales y se puso en marcha. Escuchó los neumáticos traquetear contra la madera y los tablones sacudirse a su paso. La sensación no era de estar cayendo, precipitándose desde una altura de diez pisos al frío ártico del Merrimack. En cambio percibió un estruendo de ruido blanco. También una punzada de dolor en el ojo izquierdo.
Navegó por una oscuridad que le resultaba conocida, con el parpadeo intermitente de electricidad estática colándose entre las grietas de los tablones. Ya había recorrido un tercio del puente cuando vio una casa blanca y lóbrega con un garaje adosado. La Casa Trineo, fuera lo que fuera eso. El nombre no le decía nada y no hacía falta. Intuía, de una manera abstracta, qué era hacia lo que pedaleaba, aunque no supiera exactamente dónde estaba.
Había querido meterse en algún lío y el Puente del Atajo nunca la había decepcionado.