El sótano

CUANDO SE DESPERTÓ ERA MEDIA TARDE Y LA CASA ESTABA VACÍA. Lo supo en cuanto abrió los ojos, lo supo por la calidad de la quietud. Su madre no soportaba una casa en completo silencio. Cuando se iba a dormir encendía el ventilador. Cuando estaba despierta ponía la televisión o hablaba sin parar.

Vic se levantó de la butaca, cruzó la habitación y se subió a una caja para mirar por la ventana que daba a la fachada de la casa. La mierda del viejo Datsun de su madre, una chatarra con ruedas, no estaba. Vic sintió una alegría malsana al pensar que Linda pudiera estar dando vueltas por Haverhill desesperada, buscándola en el centro comercial, por calles laterales, en las casas de sus amigos.

Podría estar muerta, pensó con voz hueca y portentosa. Violada y dejada por muerta junto al río y sería tu culpa, zorra dominante. Vic tenía toda una reserva de palabras tipo «portentosa» y «dominante». Puede que sacara solo aprobados raspados en el instituto, pero leía a Gerard Manley Hopkins y a W. H. Auden y tenía una inteligencia a años luz de las de sus padres, y lo sabía.

Puso las todavía húmedas deportivas a dar tumbos en la secadora y subió a tomarse un cuenco de cereales Lucky Charms mientras veía la televisión. Sacó la pastilla de emergencia de éxtasis del estuche. A los veinte minutos se encontraba relajada y feliz. Cuando cerraba los ojos sentía una exuberante sensación de estar planeando, igual que un avión de papel remontando una corriente de aire. Tenía puesto el canal Viajar, y cada vez que veía un avión extendía los brazos como si fueran alas y hacía como que se elevaba. El éxtasis era movimiento en forma de pastilla, tan gozoso como circular a toda velocidad y de noche en un descapotable, aunque sin necesidad de levantarse del sofá.

Lavó el cuenco y la cuchara en la pila, los secó y los dejó en su sitio. Apagó el televisor. Se hacía tarde, lo sabía porque la luz que se colaba entre los árboles ya era oblicua.

Volvió al sótano para ver las zapatillas, pero seguían mojadas. No sabía qué hacer. Debajo de las escaleras encontró su vieja raqueta de tenis y una lata de bolas. Pensó en jugar un rato contra la pared, pero primero tenía que hacer sitio, así que empezó a mover cajas. Entonces fue cuando la encontró.

La Raleigh estaba apoyada contra la pared de cemento, escondida detrás de unas cajas destinadas al ejército de salvación. Ver allí su bicicleta la desconcertó. Había tenido un accidente de alguna clase y la había perdido. Vic recordaba a sus padres hablando de ello cuando creían que no les escuchaba.

A no ser. A no ser que no hubiera oído lo que creía haber oído. Recordó a su padre decir que cuando supiera que la bicicleta había desaparecido se quedaría destrozada. Por alguna razón supuso que se había perdido y que su padre no había conseguido encontrarla. Su madre había dicho algo sobre estar contenta de que la Raleigh hubiera desaparecido porque Vic estaba obsesionada con ella.

Y lo había estado, era verdad. Tenía toda una colección de fantasías relacionadas con cruzar con aquella bicicleta un puente imaginario hasta lugares remotos y tierras inexistentes. Había ido con ella hasta un nido de terroristas y rescatado la pulsera desaparecida de su madre, también había ido a una cripta llena de libros donde había conocido a una duende que la había invitado a tomar el té y la había advertido sobre un vampiro.

Vic pasó un dedo por el manillar y terminó con la yema del dedo negra de polvo. Durante todo aquel tiempo la Raleigh había estado allí, acumulando polvo solo porque sus padres no querían que la tuviera. A Vic le encantaba aquella bicicleta, había vivido mil historias con ella, así que claro, sus padres se la habían quitado.

Echaba de menos sus fantasías sobre el puente, echaba de menos a la niña que había sido entonces. Entonces era mejor persona, y lo sabía.

Siguió mirando la bicicleta mientras se ponía las zapatillas (para entonces estaban calentitas y olían fatal).

La primavera estaba en su punto justo, al sol daba la sensación de ser julio y a la sombra, enero. Vic no quería salir andando por la calle y arriesgarse a que su madre la viera, así que empujó la Raleigh hasta la parte de atrás de la casa y continuó por el sendero que conducía al bosque. A partir de ahí, subirse y empezar a pedalear le resultó lo más natural del mundo.

Rio cuando se sentó en la bicicleta. Era demasiado pequeña para ella, casi hasta extremos cómicos. Se imaginó un payaso encajonado en un coche diminuto. Las rodillas le chocaban con el manillar y el culo le sobresalía del sillín. Pero si se ponía de pie sobre los pedales todavía podía montar.

Fue ladera abajo hasta una sombra donde la temperatura era varios grados más baja que al sol y el invierno le respiraba en la cara. Chocó con una raíz y la bicicleta se despegó del suelo. No lo había esperado, así que dio un gritito de sorpresa y felicidad y por un momento volvió a ser la niña de antes. Todavía se sentía bien, con las ruedas girando a sus pies y el viento jugando con su pelo.

No fue directa al río, sino que siguió un sendero estrecho que atravesaba horizontalmente la ladera de la colina. Cruzó por unos arbustos y se encontró entre un grupo de niños que habían formado un círculo alrededor de una fogata en un cubo de basura. Se pasaban un porro.

—¡Dadme una calada! —gritó al pasar pedaleando a su lado y haciendo como que les robaba el peta.

El chico que lo sostenía, delgaducho y con pinta de zumbado, vestido con una camiseta de Ozzy Osbourne, se sorprendió tanto que se atragantó con el humo. Vic sonrió mientras se alejaba, y entonces el chico del porro se aclaró la garganta y gritó:

—¡A lo mejor si vienes y nos la chupas, so zorra!

Se alejó pedaleando en el aire frío. Una asamblea de cuervos que graznaban en las ramas de un abeto de tronco grueso hizo comentarios sobre ella cuando pasó por debajo.

A lo mejor si vienes y nos la chupas, pensó, y por un momento la chica de diecisiete años en la bicicleta de niña se imaginó dando la vuelta, bajándose y diciendo: Vale, ¿quién es el primero? Total, su madre ya pensaba que era una puta y Vic odiaba decepcionarla.

Por unos momentos se había sentido bien, atajando a través de la ladera de la colina en su vieja bicicleta, pero el sentimiento de felicidad se había consumido y dejado una estela de furia fría y afilada. Aunque ya no estaba segura de con quién estaba furiosa. Su ira no tenía un blanco específico, era un suave torbellino de emociones que giraba al ritmo de los radios de la bicicleta.

Pensó en ir hasta el centro comercial, pero la idea de devolverle la sonrisa a otras chicas en la zona de restaurantes la irritaba. No estaba de humor para ver a nadie conocido y no quería que le dieran consejos. No sabía adónde ir, solo sabía que tenía ganas de meterse en algún lío. Y estaba segura de que si seguía dando vueltas no tardaría en hacerlo.

En cuanto a su madre, sin duda pensaría que Vic ya se había metido en ese lío y que yacía desnuda y muerta en alguna parte. Se alegraba de haberle metido esa idea en la cabeza. Lamentaba que, para cuando llegara la noche, se terminaría la diversión y su madre sabría que seguía con vida. Casi deseaba que hubiera una forma de que Linda no se enterara nunca de lo que había sido de ella, de desaparecer de su propia vida, de marcharse y no volver jamás. Qué maravilla, dejar a su padre y a su madre preguntándose si estaba viva o muerta.

Disfrutó pensando en los días, en las semanas que pasarían echándola de menos, atormentados por espantosas fantasías sobre lo que podría haberle ocurrido. La imaginarían bajo el aguanieve, tiritando y sufriendo, subiendo agradecida al primer coche que se parara a recogerla. O quizá pensaran que seguía con vida en alguna parte, encerrada en el maletero de un coche antiguo (Vic no era consciente de que, en su imaginación, el coche antiguo tenía una marca y un modelo determinados). Y nunca sabrían por cuánto tiempo la habría retenido el viejo (había decidido que el conductor tenía que ser un viejo, porque su coche también lo era) o qué había hecho con ella y con su cadáver. Eso sería peor para ellos que la muerte, el no saber con qué persona horrible se había cruzado Vic, a qué lugar solitario la había llevado, cuál había sido su fin.

Para entonces había llegado al ancho camino de tierra que llevaba al Merrimack. Las bellotas estallaban bajo las ruedas de la bicicleta. Escuchó el murmullo del río más adelante, discurriendo sobre el lecho de rocas. Era uno de los sonidos más bonitos del mundo y levantó la cabeza para disfrutar del panorama, pero el Puente del Atajo le tapaba la vista.

Vic apretó el freno y dejó que la Raleigh se detuviera suavemente.

El puente estaba aún más desmoronado de lo que lo recordaba, todo él inclinado hacia la derecha de manera que parecía que un golpe de viento podría tirarlo al Merrimack. La entrada torcida estaba enmarcada por ramas de hiedra. Olía a murciélagos. Al otro extremo Vic atisbó una mancha de luz.

Tembló de frío… y también de algo parecido al placer. Supo, con bastante certeza, que en su cabeza algo iba mal. Ninguna de las veces que había tomado éxtasis había tenido alucinaciones. Supuso que para todo había una primera vez.

El puente estaba esperando a que lo cruzara. Cuando lo hiciera sabía que se precipitaría en la nada. La recordarían como la chica colocada que se tiró en bicicleta por un barranco y se partió el cuello. La idea no la asustó. Era lo segundo mejor que podía pasarle, después de ser secuestrada por algún viejo asqueroso (el Espectro) y desaparecer para siempre.

Al mismo tiempo, aunque sabía que el puente no estaba allí, parte de ella quería averiguar lo que había al otro lado, donde la estructura de madera se apoyaba en el suelo de tierra.

En la pared de dentro, a la izquierda, había escritas dos palabras con pintura de espray verde.