En casa

CON LA PUERTA PRINCIPAL NI SIQUIERA LO INTENTÓ, CONVENCIDA de que estaría echado el cerrojo. La ventana de su dormitorio estaba a tres metros del suelo y por supuesto también cerrada. Lo mismo ocurría con las ventanas de la parte de atrás, así como con la puerta de cristal corredera. Pero en el sótano había una ventana que estaría abierta, porque no se podía cerrar del todo. Llevaba años abierta dos centímetros.

Encontró una cizalla oxidada y la usó para cortar la rejilla metálica, después empujó la ventana y se coló por la ranura larga y ancha.

El sótano era una habitación grande y sin terminar con cañerías que recubrían el techo. La lavadora y la secadora estaban en una pared, junto a las escaleras, y la caldera en la contraria. El resto era un batiburrillo de cajas, bolsas de basura con la ropa vieja de Vic y una butaca tapizada con tela de cuadros con una acuarela malísima de un puente cubierto, enmarcada, apoyada en el respaldo. Vic recordaba vagamente haberla pintado en el primer curso de instituto. Era más fea que un culo. Sin ningún sentido de la perspectiva. Se entretuvo un rato pintándole una bandada de pollas voladoras en el cielo con rotulador permanente, luego la tiró al suelo y bajó el respaldo de la butaca de manera que casi era una cama. Encontró ropa en la secadora. Quería secar las zapatillas deportivas pero sabía que el tan-cata-clan despertaría a su madre, así que las dejó en el primer peldaño de la escalera.

Encontró unos anoraks de plumas en una bolsa de basura, se acurrucó en la butaca y se tapó con ellos. La butaca no se ponía del todo horizontal y pensó que le resultaría imposible dormir, así hecha un ocho, pero en algún momento cerró los ojos y cuando los abrió por la ranura de la ventana se veía un trozo de cielo azul.

Lo que la despertó fue un ruido de pisadas arriba y la voz agitada de su madre. Hablaba por el teléfono de la cocina, Vic lo sabía por como caminaba de un lado a otro.

—Claro que he llamado a la policía, Chris —dijo—. Me han dicho que volverá a casa cuando esté preparada para hacerlo —y añadió—: ¡No! ¡No lo van a hacer porque no es una niña desaparecida! Tiene diecisiete años, joder, Chris. A esa edad ni siquiera la consideran fugitiva.

Vic estaba a punto de levantarse y subir cuando pensó: Que le den. Que les den a los dos. Y se arrellanó de nuevo en la butaca.

Mientras tomaba la decisión sabía que era equivocada, que era una cosa horrible, esconderse allí abajo mientras su madre se volvía loca de preocupación en el piso de arriba. Pero registrar el dormitorio de una hija, leerle el diario, quitarle cosas que se había comprado con su dinero también era horrible. Y si Vic se tomaba un éxtasis de vez en cuando, eso también era culpa de sus padres, por haberse divorciado. Era culpa de su padre, por pegar a su madre. Ahora sabía que lo había hecho. No había olvidado el día en que le vio lavarse los nudillos en la pila. Incluso si la muy criticona y cotorra se lo merecía. Deseó tener algo de éxtasis. Guardaba una pastilla en la mochila, dentro del estuche, pero estaba arriba. Se preguntó si su madre saldría a buscarla.

—¡Pero tú no la estás educando, Chris! ¡Eso lo estoy haciendo yo sola!

Linda casi gritaba y Vic percibió llanto en su voz y por un instante casi estuvo a punto de cambiar de opinión. Pero de nuevo rectificó. Era como si el aguanieve caída durante la noche le hubiera traspasado la piel, hasta la sangre, y se la hubiera enfriado. Es lo que quería, frialdad interior, una paz gélida, un frío que dejara insensibles todos los sentimientos dolorosos, que congelara instantáneamente todos los malos pensamientos.

Querías perderme de vista. Pues lo has conseguido.

Su madre colgó el teléfono con brusquedad. Luego lo descolgó y volvió a colgarlo con otro golpe.

Vic se acurrucó debajo de las cazadoras.

En cinco minutos se había dormido otra vez.