Terry’s Primo Subs

Hampton Beach, New Hampshire

DEJÓ ATRÁS UNA HILERA DE MOTOCICLETAS APOYADAS en la fachada, el acero cromado ardiendo bajo el sol de la tarde. En la ventanilla de pedidos había una fila de chicas vestidas con la parte de arriba de bikinis y pantalones cortísimos, que soltaban risas alegres. Cómo odió oírlas, era como oír cristal hecho añicos. En la puerta tintineó una campana de hojalata.

Las ventanas estaban abiertas y detrás del mostrador había media docena de ventiladores de mesa encendidos que proyectaban aire hacia las mesas, pero aun así hacía demasiado calor. Del techo colgaban largas tiras de papel matamoscas que ondeaban con la brisa. A la Mocosa no le gustó ver aquellas tiras, con insectos pegados que agonizaban y morían mientras la gente comía hamburguesas justo debajo. No se había fijado en ellas cuando había comido allí ese mismo día, con sus padres.

Se sentía revuelta, como si hubiera estado corriendo con el estómago lleno en pleno calor de agosto. En la caja había un hombre corpulento vestido con una camiseta blanca de tirantes. Tenía los hombros peludos y rojos por el sol y una raya color zinc le recorría la nariz. Una etiqueta blanca de plástico en la camiseta decía PETE. Llevaba allí toda la tarde. Dos horas antes Vic había esperado al lado de su padre mientras este pagaba las hamburguesas y los batidos. Los dos hombres habían hablado de los Red Sox, que llevaban una buena racha. Todo apuntaba a que 1986 iba a ser el año en que por fin se acabara la mala sombra. Clemens estaba arrasando. Tenía el trofeo Cy Young asegurado y todavía faltaba más de un mes para que terminara la temporada.

Vic se volvió hacia él, simplemente porque le recordaba. Pero no hizo nada, se limitó a mirarle parpadeando y sin tener idea de qué decir. Un ventilador zumbaba a la espalda de Pete, recogía su olor húmedo, a humanidad, y lo enviaba en ráfagas a la cara de la Mocosa. No, definitivamente no se encontraba bien.

Tenía ganas de llorar, se sentía presa de una sensación de impotencia que le era desconocida. Estaba en New Hampshire, un lugar al que no pertenecía. Había dejado el Puente del Atajo empotrado en un callejón y, de alguna manera, todo aquello era culpa suya. Sus padres se habían peleado y no sabía cómo de lejos estaba de ellos. Necesitaba contárselo a alguien. Necesitaba llamar a casa. Necesitaba llamar a la policía. Alguien tenía que ir a ver aquel puente en el callejón. Sus pensamientos eran un torbellino que le daba ganas de vomitar. El interior de su cabeza se había vuelto un lugar feo, un largo túnel lleno de ruidos molestos y murciélagos revoloteando a gran velocidad.

Pero el hombre corpulento le ahorró la molestia de decidir por dónde empezar. Al verla juntó las cejas:

—Aquí estás. Empezaba a preguntarme si iba a volver a verte. Has vuelto a por ella, ¿no?

Vic le miró sin comprender.

—¿Vuelto?

—A por la pulsera. La de la mariposa.

Pulsó una tecla y la caja registradora se abrió con un campanilleo. La pulsera de su madre estaba al fondo del cajón.

Cuando Vic la vio otro leve escalofrío le recorrió las piernas y dejó escapar un suspiro vacilante. Por primera vez desde que había salido del Atajo para encontrarse, inexplicablemente, en Hampton Beach le parecía comprender algo.

Había vuelto a buscar la pulsera de su madre con la imaginación y, de alguna manera, la había encontrado. No había llegado a salir en la bici. Lo más probable era que sus padres no se hubieran peleado. En cuanto al puente empotrado en el callejón, solo había una explicación para ello. Había llegado a casa, con síntomas de insolación, exhausta y con la barriga llena de batido, se había desplomado en la cama y ahora estaba soñando. Con eso en mente decidió que lo mejor que podía hacer era coger la pulsera de su madre y volver a cruzar el puente, momento en el cual seguramente se despertaría.

Notó de nuevo una punzada de dolor detrás del ojo izquierdo. Se avecinaba un dolor de cabeza. Y de los fuertes. Vic no recordaba haberse llevado nunca los dolores de cabeza a un sueño.

—Gracias —dijo cuando Pete le alargó la pulsera por encima de la barra—. Mi madre estaba preocupadísima. Tiene mucho valor.

—¿Así que preocupadísima? —Pete se metió un dedo meñique en la oreja y lo giró en ambos sentidos—. Supongo que tiene valor sentimental.

—No. Bueno, sí. Era de su abuela, mi bisabuela. Pero también es muy valiosa.

—Ya veo…

—Es una antigüedad —dijo la Mocosa sin estar my segura de por qué necesitaba convencer al hombre del valor de la pulsera.

—Solo es una antigüedad si tiene valor. Si no vale nada, no es más que una baratija.

—Es de diamantes —dijo la Mocosa—. De diamantes y de oro.

Pete rio. Una risa cáustica y seca, como un ladrido.

—En serio —dijo la Mocosa.

—Qué va. Es bisutería. Eso no parecen diamantes. Debe de ser circonita —repuso Pete—. ¿Y ves por dentro el anillo, que se está poniendo plateado? El oro no se desgasta. Si es bueno aguanta, por mucho tute que le des —arrugó el ceño en un gesto de inesperada compasión—. ¿Estás bien? No tienes muy buena cara.

—Estoy bien. He tomado mucho el sol.

Lo cual sonaba de lo más maduro. Pero lo cierto era que no se encontraba bien. Estaba mareada y las piernas no dejaban de temblarle. Quería salir, alejarse de esa mezcla apestosa de sudor de Pete, aros de cebolla y fritanga. Quería despertarse de aquel sueño.

—¿Estás segura de que no te apetece algo frío? —preguntó Pete.

—Gracias, ya me tomé un batido cuando vine a comer.

—Si te has tomado un batido, desde luego no ha sido aquí —dijo Pete—. A lo mejor en McDonald’s. Aquí lo que servimos son granizados.

—Tengo que irme —dijo Vic, haciendo ademán de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta.

Notaba cómo el rostro quemado por el sol de Pete la miraba con preocupación y le agradeció que fuera tan comprensivo. Pensó que, a pesar de su peste a sudor y de sus modales bruscos, era un buen hombre, de esos que se preocupan por una niña con aspecto de no encontrarse bien, sola en Hampton Beach. Pero no se atrevía a decirle nada más. Tenía las sienes y el labio superior húmedos de un sudor febril y necesitaba concentrarse mucho para controlar el temblor de las piernas. El ojo izquierdo volvía a darle latigazos, esta vez algo más suaves. La convicción de que se estaba imaginando aquella visita a Terry’s, de que estaba dando tumbos por un sueño especialmente vívido era difícil de mantener, como intentar sujetar una rana en la mano.

Salió y caminó a buen paso por el asfalto recalentado, dejando atrás el aparcamiento y las motos apoyadas contra la pared. Abrió la puerta de la alta valla de madera y salió al callejón, detrás de Terry’s Primo Subs.

El puente no se había movido. Sus paredes exteriores seguían pegadas a los edificios situados a ambos lados. Mirarlo mucho rato seguido le hacía daño. En el ojo izquierdo.

Un cocinero o friegaplatos —algún empleado de la cocina— estaba en el callejón junto al contenedor. Llevaba un delantal manchado de grasa y de sangre. Cualquiera que se fijara en aquel delantal probablemente pasaría de comer en Terry’s. Era un hombre menudo con la cara cubierta de vello y antebrazos tatuados en los que destacaban gruesas venas, que miraba el puente con una expresión medio ofendida, medio asustada.

—Pero ¿qué cojones? —dijo el hombre. Miró confundido a Vic—. ¿Has visto eso, niña? Pero ¿se puede saber qué cojones es eso?

—Es mi puente —dijo Vic—. No se preocupe, que ahora mismo me lo llevo.

No tenía muy claro qué quería decir con aquello. Cogió la bicicleta por el manillar, le dio la vuelta y la empujó en dirección al puente. Corrió un poco y levantó la pierna para montarse.

La rueda delantera chocó contra los tablones del suelo de madera y Vic desapareció en la siseante oscuridad.

El sonido, aquel absurdo rugido de interferencias, aumentó conforme cruzaba el puente subida en la Raleigh. A la ida había pensado que era el ruido del río, pero no. En las paredes había largas grietas y por primera vez Vic se fijó en ellas mientras las dejaba atrás a gran velocidad. Atisbó un fulgor blanco intermitente, como si al otro lado de la pared estuviera el televisor más grande del mundo atascado en un canal que no retransmitía nada. Una tormenta azotó el puente torcido y decrépito, una ventisca de luz. Notó cómo este se combaba ligeramente mientras el aguacero batía las paredes.

Cerró los ojos, no quería ver nada más. Se puso en pie y pedaleó en dirección al otro lado del tiempo. Probó una vez más con su salmodia tipo plegaria de antes —ya casi estoy, ya casi estoy— pero se encontraba demasiado cansada y enferma para concentrarse durante mucho tiempo en nada. Solo oía su respiración y la electricidad estática rugiendo furiosa, una cascada interminable de ruido cada vez más fuerte, hasta alcanzar una intensidad desquiciante y, luego, un poco más todavía, hasta que Vic sintió ganas de gritar basta, la palabra le venía sola a los labios, basta, basta, los pulmones se le llenaron de aire para gritar, y fue entonces cuando la bicicleta entró en