Haverhill, Massachusetts

LO SIGUIENTE DE LO QUE FUE CONSCIENTE FUE DE ESTAR SUBIENDO la colina atravesando el bosque de Pittman con el estómago dolorido y la cara febril. A empellones y con las piernas flojas, salió de los árboles y entró en el jardín de su casa.

No veía nada con el ojo izquierdo. Era como si se lo hubieran sacado con un cucharón. Tenía uno de los lados de la cara pegajoso. Como si el ojo le hubiera explotado como una uva y estuviera resbalando por la mejilla.

Se tropezó con uno de los columpios y lo apartó con un golpe que hizo tintinear las oxidadas cadenas.

Su padre había sacado la Harley al camino de entrada y le estaba sacando brillo con una gamuza. Cuando escuchó el entrechocar de los columpios levantó la vista, dejó caer la gamuza y abrió la boca como si fuera a gritar, conmocionado.

—Hostia puta —dijo—. Vic, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?

—Ha sido en la bicicleta —dijo. Tenía la sensación de que eso lo explicaba todo.

—¿Y dónde está la bicicleta? —preguntó su padre y miró detrás de ella, por si estuviera tirada en el jardín.

Fue entonces cuando Vic se dio cuenta de que no iba empujándola. No sabía lo que había sido de ella. Recordaba haber chocado contra la pared del puente, a mitad de camino, y caerse de la bicicleta, recordaba los murciélagos chillando en la oscuridad y volando hacia ella, asestándole golpecitos suaves y afelpados. Empezó a temblar violentamente.

—Me han tirado —dijo.

—¿Cómo tirado? ¿Te ha atropellado un coche? —Chris la cogió en brazos—. Por Dios bendito, Vic, tienes sangre por todas partes. ¡Lin!

Entonces fue lo mismo que otras veces, su padre que la levantaba y la llevaba hasta su habitación, su madre que acudía corriendo y salía a toda prisa a buscar agua y Tylenol.

Solo que aquella no fue como las otras veces, porque Vic estuvo delirando veinticuatro horas, y llegó a tener hasta treinta y nueve grados de fiebre. David Hasselhoff no hacía más que entrar en la habitación, con monedas en lugar de ojos y las manos enfundadas en guantes de cuero negro. Le cogía una pierna e intentaba arrastrarla fuera de la casa, a su coche, que no era Kitt, para nada. Vic se resistía. Gritaba, peleaba y le pegaba y entonces David Hasselhoff le hablaba con la voz de su padre y le decía que no pasaba nada, que tratara de dormir, que estuviera tranquila, que la quería. Pero tenía la cara lívida de odio y el motor del coche estaba en marcha y Vic sabía que era el Espectro.

Otras veces era consciente de haber gritado pidiendo su Raleigh. «¿Dónde está mi bicicleta?», chillaba mientras alguien la sujetaba por los hombros. «¿Dónde está? La necesito. ¡La necesito! ¡Sin la bici no puedo encontrarle!». Y alguien la besaba en la cara e intentaba tranquilizarla. Alguien lloraba. Alguien que se parecía horriblemente a su madre.

Mojó la cama. Varias veces.

Al segundo día fue hasta el jardín delantero desnuda y estuvo allí cinco minutos deambulando, buscando su bicicleta hasta que el señor De Zoet, el anciano que vivía al otro lado de la calle, la vio y corrió hasta ella con una manta. La envolvió y la metió en brazos en casa. Había pasado mucho tiempo desde que Vic cruzara a la casa del señor De Zoet para ayudarle a pintar soldados diminutos y escuchar sus viejos discos, y en los años transcurridos había empezado a considerarle un viejo gruñón nazi y metomentodo que una vez llamó a la policía cuando sus padres, Chris y Linda, estaban discutiendo en voz alta. Ahora sin embargo recordó que le caía bien, que le gustaba su olor a café recién hecho y su curioso acento austriaco. Una vez le había dicho que se le daba bien dibujar. Le había dicho que podría llegar a ser artista.

—Los murciélagos andan revueltos —le dijo al señor De Zoet en tono confidencial mientras este la dejaba con su madre—. Pobrecillos. Creo que algunos se han salido del puente y ahora no saben volver.

Durante el día dormía y por la noche permanecía despierta con el corazón latiéndole demasiado deprisa, asustada de cosas que no entendía. Si un coche pasaba delante de la casa y la luz de sus faros recorría el techo a veces tenía que meterse un puño en la boca para no gritar. El ruido de una portezuela cerrándose le resultaba tan pavoroso como un disparo.

La tercera noche salió de un estado de semiinconsciencia al oír a sus padres hablar en la habitación contigua.

—Cuando le diga que no la he encontrado se va a quedar destrozada. Le encantaba esa bicicleta —dijo su padre.

—Pues yo me alegro de que ya no la tenga —dijo su madre—. Lo único bueno que va a salir de todo esto es que ya no volverá a montarla.

Su padre dejó escapar una risa áspera.

—Qué bonito.

—Pero ¿tú te acuerdas de las cosas que decía de la bicicleta el día que volvió? ¿Lo de montarla para encontrar la muerte? Creo que eso es lo que estaba haciendo mentalmente, cuando estaba tan enferma. Marcharse en la bicicleta para huir de nosotros y llegar al… yo qué sé. Al cielo. Al más allá. Casi me muero del susto, Chris. No quiero volver a ver ese trasto en la vida.

Su padre estuvo callado un momento y luego dijo:

—Sigo pensando que deberíamos haber denunciado un atropello.

—Esa fiebre tan alta no es de un atropello.

—Entonces es que ya estaba mala. Dices que la noche anterior se acostó pronto. Que estaba pálida. Bueno, pues igual es eso. Igual tenía fiebre y montó por donde había coches. No se me va olvidar nunca cómo estaba cuando llegó a casa, sangrando por un ojo, como si llorara… —se interrumpió y cuando volvió a hablar su voz era distinta, desafiante y no del todo amable—. ¿Qué?

—Pues que… no entiendo por qué llevaba ya una tirita puesta en la rodilla izquierda.

Durante un rato Vic solo oyó la televisión. Luego su madre dijo:

—Le vamos a comprar una de marchas. En cualquier caso ya le tocaba cambiar de bicicleta.

—Y rosa —murmuró Vic para sí—. Ahora va a decir que la va a comprar rosa.

En cierto sentido Vic era consciente de que la pérdida de la Raleigh marcaba el final de algo maravilloso, de que había forzado demasiado las cosas y perdido la más valiosa de sus posesiones. Era su cuchillo, y parte de ella sabía ya que era poco probable que otra bicicleta fuera capaz de atravesar la realidad y volver al Puente del Atajo.

Deslizó una mano entre el colchón y la pared y buscó debajo de la cama hasta encontrar los pendientes y la hoja de papel doblada. Había tenido la presencia de ánimo suficiente para esconderlos la tarde que volvió a casa y desde entonces seguían debajo de la cama.

En un arranque de lucidez psicológica, poco común en una niña de trece años, Vic se dio cuenta muy pronto de que recordaría todos sus viajes cruzando el puente como las fantasías de una niña con mucha imaginación y nada más. Cosas que habían sido reales —Maggie Leigh; Pete, de Terry’s Primo Subs; encontrarse al señor Pentack en la bolera Fenway— con el tiempo se convertirían en meras ensoñaciones. Sin su bicicleta para llevarla de vez en cuando al otro lado del Atajo sería imposible seguir creyendo en un puente cubierto que aparecía y desaparecía por ensalmo. Sin la Raleigh, la única y definitiva prueba de sus excursiones en busca de cosas eran los pendientes que sostenía en el hueco de la mano y un poema fotocopiado de Gerard Manley Hopkins.

F U, decían los pendientes. Cinco puntos.

—¿Por qué no te vienes con nosotras al lago? —decía con voz lastimera la madre de Vic al otro lado de la pared. Linda y Chris estaban hablando ahora de marcharse de la ciudad durante el verano, algo que la madre de Vic estaba deseando más que nunca, después de la enfermedad de esta—. ¿Se puede saber qué tienes que hacer aquí?

—Mi trabajo. Y si quieres pasar tres semanas en el lago Winnipesaukee, entonces prepárate a dormir en una tienda de campaña. Ese sitio al que te empeñas en ir cuesta ochocientos pavos al mes.

—¿Y te parece que pasar tres semanas yo sola con Vic son vacaciones? ¿Tres semanas haciendo de madre soltera, mientras tú te quedas aquí para trabajar tres días a la semana y el resto del tiempo hacer lo que sea que haces cada vez que te llamo al trabajo y me dicen que has salido con el supervisor? A estas alturas tenéis que haber supervisado ya hasta el último palmo de Nueva Inglaterra, vamos.

Su padre dijo algo más en un tono grave y feo que Vic no entendió y después subió el volumen del televisor, tanto que era probable que el señor De Zoet lo oyera desde el otro lado de la calle. También hubo un portazo tan fuerte que los vasos de la cocina tintinearon.

Vic se puso los pendientes y desdobló el poema, un soneto del que no entendía una sola palabra pero que ya le encantaba. Lo leyó a la luz de la puerta entreabierta, murmurando los versos para sí, recitándolo como si fuera una plegaria —en cierto modo lo era— y pronto dejó atrás cualquier pensamiento triste sobre sus padres.