LA CHICA SE RETIRÓ EL SOMBRERO CON EL DEDO PULGAR Y DIJO:
—Soy Margaret. Como en el libro: ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, solo que odio que la gente me llame así.
—¿Margaret?
—No. Dios, ya tengo el ego bastante grande —sonrió—. Soy Margaret Leigh. Llámame Maggie. Si entramos para ponerte una t-t-tirita y que te tomes un té, ¿crees que el puente se quedará donde está?
—Pues creo que sí.
—Vale, genial. Espero que tu puente no se largue. Estoy segura de que podemos mandarte de vuelta a casa sin él —podríamos recaudar fondos o algo así— pero igual es mejor que vuelvas como has venido. Para que no tengas que explicarles a tus padres cómo terminaste en Iowa. Aunque bueno, ¡t-t-tampoco estaría mal que te quedaras un tiempo! Tengo una cama en Poesía Romántica. Algunas noches duermo allí. Pero te la podrías quedar tú y yo me acoplaría con mi tío en su remolque, al menos hasta que consiguiéramos el dinero para tu billete de autobús.
—¿Poesía Romántica?
—Estanterías 821 punto 2 a la 821 punto 6. Se supone que no me puedo quedar a dormir en la bibliot-t-teca, pero la señora Howard me deja si es solo de vez en cuando. Le doy pena porque soy huérfana y un poco rara. No pasa nada, me da igual. La gente piensa que dar pena es una cosa horrible, pero yo me digo: ¡Oye! ¡Duermo en una biblioteca y puedo pasarme la noche leyendo! ¿Qué sería de mí si no diera pena? Soy t-t-totalmente adicta a dar pena.
Cogió a Vic del brazo y la ayudó a levantarse. Después se agachó, recogió la bicicleta y la apoyó contra un banco.
—No hace falta que le pongas el candado. No creo que en este pueblo haya nadie lo bastante imaginat-t-tivo como para robar algo.
Vic la siguió por el camino a través de una zona de parque arbolado, hasta la parte trasera del gran templo de piedra de los libros. La biblioteca había sido construida en la ladera de la colina, de manera que era posible entrar por una gran puerta de hierro en lo que Vic dedujo debía de ser un sótano. Maggie giró la llave que colgaba de la cerradura, empujó la puerta hacia dentro y Vic no dudó en entrar. Ni por un momento se le ocurrió desconfiar de Maggie, preguntarse si aquella chica mayor que ella no la estaría llevando a un oscuro sótano con gruesas paredes de piedra donde nadie la oiría gritar. Instintivamente comprendía que una chica que lleva fichas de Scrabble a modo de pendientes y se llama a sí misma adicta a dar pena no suponía una amenaza especial. Además, Vic había estado buscando a alguien que le dijera si estaba loca, no a alguien que estuviera loco. No había motivo para tener miedo de Maggie, a no ser que decidiera que el Atajo podía engañarla deliberadamente, y eso era algo que, de alguna manera, no podía creer.
La habitación al otro lado de la puerta estaba varios grados más fría que el parque de fuera. Vic olió la enorme bóveda llena de libros antes de verla, porque sus ojos necesitaron tiempo para acostumbrarse a la oscuridad cavernaria. Aspiró profundamente el aroma a ficción decadente, a historia desintegrándose y a versos olvidados, y por primera vez reparó en que una habitación llena de libros huele a postre, un tentempié dulce hecho de higos, vainilla, pegamento e inteligencia. La puerta de hierro se cerró a sus espaldas y era tan pesada que hizo un fuerte ruido al chocar contra el marco. Maggie dijo:
—Si los libros fueran chicas y leer fuera follar, est-t-te sería el mayor burdel del país y yo sería la madame más despiadada del mundo. Les zurraría la badana a las chicas y las mandaría a atender a los clientes lo más rápido y con la mayor frecuencia que pudiera.
Vic rio y después se llevó una mano a la boca, al recordar que los bibliotecarios no soportan el ruido.
Maggie la condujo por el laberinto en penumbra de las estanterías, por estrechos pasillos con altas paredes forradas de libros.
—Si alguna vez tienes que salir corriendo —dijo Maggie—, por ejemplo, si te persiguiera la policía, recuerda: Mantente siempre a la derecha y sigue bajando las escaleras. Es la salida más rápida.
—¿Crees que voy a tener que salir corriendo de la biblioteca pública de Aquí?
—Hoy no —dijo Maggie—. ¿Cómo te llamas? ¿Tienes que tener algún nombre aparte de Mocosa?
—Victoria. Vic. La única persona que me llama Mocosa es mi padre. Es una broma suya. ¿Cómo es que te sabes mi apodo pero no mi nombre? ¿Y qué querías decir con eso de que me estabas esperando? ¿Cómo podías estar esperándome? Yo ni siquiera sabía que venía aquí hasta hace diez minutos.
—Bueno, enseguida te lo explico. Déjame que t-t-te cure primero la herida y después jugamos a las preguntas y respuestas.
—Creo que las respuestas son más importantes que mi rodilla —dijo Vic. Vaciló un momento y después, con una timidez que le resultaba desconocida, añadió—: Asusté a alguien con mi puente. A un señor mayor muy amable, en donde vivo. Puede que le haya arruinado la vida.
Maggie la miró con ojos que brillaban en la oscuridad de las estanterías. Estuvo un rato observándola con cuidado y después dijo:
—Eso que has dicho no es nada propio de una mocosa. No sé si ese apodo t-t-tuyo te pega mucho. —Las comisuras de su boca esbozaron la más pequeña de las sonrisas—. Si le has hecho daño a alguien, dudo que fuera adrede. Y también dudo que sea un daño irreparable. La gente tiene cerebros de lo más flexibles. Enseguida se reponen. Venga. Tiritas y té. Y respuestas. Está todo por aquí.
Salieron de la zona de estanterías a una sala abierta y fresca con suelo de piedra, una especie de oficina destartalada. Parecía, pensó Vic, el despacho de un detective privado de una película en blanco y negro, y no de una bibliotecaria con pelo punk. Tenía los cinco elementos básicos de la base de operaciones de un detective privado: una mesa metálica gris, un calendario atrasado de fotos de modelos, un perchero, un lavabo con manchas de óxido y un revólver del calibre 38 en el centro de la mesa sujetando unos papeles. También había un acuario, muy grande, encajado en un hueco de un metro y medio de largo en una de las paredes.
Maggie se quitó el sombrero gris flexible y lo colgó del perchero. En la suave luz del acuario su pelo morado metálico brillaba como mil filamentos de neón encendidos. Mientras Maggie llenaba de agua una tetera eléctrica, Vic fue hasta el escritorio para inspeccionar el revólver, que resultó ser un pisapapeles de bronce con una inscripción en la lisa empuñadura: PROPIEDAD DE A. CHÉJOV.
Maggie volvió con tiritas y le hizo un gesto a Vic para que se sentara en una esquina de la mesa. Esta obedeció y apoyó los pies en la gastada silla de madera. El acto de doblar las rodillas le devolvió la sensación de dolor y, con ella, una molesta e intensa punzada en el globo ocular izquierdo. Era como si tuviera el ojo atrapado entre las pinzas de acero de un cirujano y este las estuviera apretando. Se lo frotó con la palma de la mano. Maggie aplicó un paño frío y húmedo a la rodilla de Vic para lavar la tierra de la herida. En algún momento se había encendido un cigarrillo y el humo era dulce y agradable; trabajó en la rodilla de Vic con la silenciosa eficacia de un mecánico comprobando el nivel de aceite de un motor.
Vic examinó con detenimiento la enorme pecera encastrada en la pared. Tenía el tamaño de un ataúd. Un pez koi solitario, con largos bigotes que le daban aspecto de sabio, flotaba apático. Vic tuvo que mirar dos veces antes de identificar visualmente lo que constituía el fondo del acuario. No era un lecho de rocas, sino un revoltijo de fichas de Scrabble, cientos de ellas, pero solo tres letras: P E Z.
A través de la distorsión ondulante y tintada de verde de la pecera podía ver lo que había al otro lado: una biblioteca infantil con suelo de moqueta. Cerca de una docena de niños y sus madres formaban un semicírculo irregular alrededor de una mujer vestida con una pulcra falda de tweed, sentada en una silla demasiado pequeña para ella y que sostenía un libro pizarra de manera que los niños pudieran ver los dibujos. Les estaba leyendo, aunque Vic no podía oírla a través de la pared de piedra, por encima del borboteo del motor de aire de la pecera.
—Has llegado justo a tiempo para el Cuentacuentos —dijo Maggie—. Es la mejor hora del día. La única que me int-t-teresa.
—Me gusta tu acuario.
—Limpiarlo es una putada —dijo Maggie y Vic tuvo que apretar los labios para no estallar en carcajadas.
Maggie sonrió y se le dibujaron dos hoyuelos en las mejillas. Era, con sus mejillas regordetas y sus ojos brillantes, más o menos adorable. Un David El Gnomo en versión punk rock.
—Las fichas de Scrabble las puse yo. Me chifla ese juego. Y ahora, dos veces al mes tengo que sacarlas y lavarlas en la pila. Es un verdadero grano en el culo, peor que un cáncer rectal. ¿Te gusta el Scrabble?
Vic miró de nuevo los pendientes de Maggie y por primera vez se dio cuenta de que uno era la letra F y la otra la U.
—Nunca he jugado. Pero me gustan tus pendientes —dijo—. ¿No te traen problemas?
—Que va. Nadie se fija tan de cerca en una bibliotecaria. A la gente le da miedo quedarse ciega por el resplandor de tanta sabiduría comprimida. Para que lo sepas: tengo veinte años y estoy entre los cinco mejores jugadores de Scrabble de todo el estado. Supongo que eso dice más de Iowa que de mí. —Cubrió la herida de Vic con una tirita—. Así está mejor.
Apagó el cigarrillo en una lata medio llena de tierra y se fue a hacer el té. Regresó un momento después con dos tazas desportilladas. Una decía: BIBLIOTECAS, MENUDO CHISSSTE y la otra: NO ME OBLIGUES A PONER MI TONO DE BIBLIOTECARIA. Cuando Vic cogió su taza Maggie se agachó y alargó un brazo para abrir el cajón. Era la clase de cajón en el que un detective privado guardaría su botella de whisky barato. Maggie sacó una bolsita vieja y morada de falso terciopelo con la palabra SCRABBLE estampada en letras doradas desvaídas.
—Me has preguntado cómo supe de ti. Cómo sabía que ibas a venir. S-S-S…
Las mejillas se le enrojecieron por el esfuerzo.
—¿Scrabble? ¿Tiene algo que ver con el Scrabble? —preguntó Vic.
Maggie asintió.
—Gracias por terminar la frase. Muchas personas tartamudas lo odian, que la gente les termine las frases. Pero, como ya te he dicho, yo soy adicta a dar lástima.
Vic notó que se ponía colorada, aunque no había sarcasmo en el tono de Maggie y de alguna forma eso empeoraba las cosas.
—Perdón.
Maggie hizo como si no la oyera. Se sentó en una silla de respaldo recto junto a la mesa.
—Cruzaste el puente en tu bicicleta —dijo Maggie—. ¿Podrías llegar al puente cubierto sin ella?
Vic negó con la cabeza.
Maggie asintió.
—Claro que no. Usas la bicicleta para soñar despierta con el puente y hacerlo real. Y luego usas el puente para encontrar cosas, ¿no? Cosas que necesitas, supongo. Y, da igual lo lejos que estén, s-s-siempre las encuentras al f-f-final del puente, ¿no?
—Sí. Eso es. Lo que pasa es que no sé por qué puedo hacer eso, o cómo lo hago, y a veces tengo la impresión de que todos mis viajes cruzando el puente son imaginarios. A veces creo que me estoy volviendo loca.
—No estás loca, ¡eres creativa! Eres muy creat-t-tiva. Yo también. Tú tienes tu bicicleta y yo mis fichas con letras. Cuando tenía doce años vi un juego de S-S-Scrabble de segunda mano en un rastrillo, costaba un dólar. El tablero estaba montado y alguien había formado ya la primera palabra. Cuando lo vi, supe que tenía que ser mío. Habría pagado lo que fuera y, de no haber estado en venta, lo habría cogido y habría salido corriendo. La primera vez que estuve cerca de aquel tablero fue como si la realidad se estremeciera. Un tren eléctrico se encendió solo y empezó a circular por sus vías. Calle abajo, la alarma de un coche saltó. En el garaje había un televisor encendido y cuando vi el S-S-Scrabble se volvió loco. Empezó a emitir ruido blanc-c-c…
—Ruido blanco —dijo Vic, olvidando la promesa que acababa de hacerse a sí misma de no terminar ninguna de las frases de Maggie por mucho que esta tartamudeara.
A Maggie no pareció importarle.
—Sí —dijo.
—A mí me pasa algo parecido —dijo Vic— cuando estoy cruzando el puente. Oigo ruido blanco todo el rato.
Maggie asintió, como si aquella fuera la cosa más normal del mundo.
—Hace unos minutos se fueron los plomos. Nos quedamos sin luz en toda la biblioteca. Por eso supe que estabas cerca. En realidad tu puente es un cortocircuito, igual que mis fichas. Tú encuentras cosas y mis fichas me deletrean cosas. Me dijeron que venía la Mocosa por un puente. Llevan meses hablando de ti como locas.
—¿Me lo enseñas? —pidió Vic.
—Creo que debo. Me parece que en parte estás aquí para eso. Igual mis fichas tienen algo que deletrearte.
Deshizo el nudo, metió la mano en la bolsa y sacó algunas fichas que desparramó sobre la mesa.
Vic se volvió para mirarlas, pero no eran más que un montón desordenado de letras.
—¿Dicen algo?
—Todavía no. —Maggie se inclinó sobre las letras y empezó a separarlas con el dedo meñique.
—Pero ¿van a decir algo?
Maggie asintió.
—¿Porque son mágicas?
—No creo que tengan nada de mágicas. Con cualquier otra persona no funcionarían. Simplemente son mi cuchillo. Algo que puedo usar para abrir un agujero en la realidad. Creo que t-t-tiene que ser una cosa que te guste mucho. A mí siempre me han encantado las palabras y el Scrabble me permite jugar con ellas. Ponme en un torneo de Scrabble y estate segura de que alguien va a salir con el rabo entre las piernas.
Para entonces había dispuesto las letras de manera que decían: LA MOCOSA PODRÍA CANTAR EN SOL O RE P T C R.
—¿Qué significa p-t-c-r? —preguntó Vic girando la cabeza para leer las fichas de arriba abajo.
—Ni idea, todavía no lo he descifrado —dijo Maggie frunciendo el ceño y moviendo de nuevo las fichas.
Vic dio un sorbo de té. Estaba caliente y dulce, pero en cuanto lo hubo tragado notó el pinchazo de sudor frío en la ceja. Los fórceps imaginarios que le apretaban el ojo izquierdo se tensaron un poco más.
—Todos vivimos en dos mundos —dijo Maggie en tono distraído mientras estudiaba las letras—. Está el mundo real, con todos sus hechos y reglas, una lata. En el mundo real hay cosas que son verdad y otras que no lo son. La mayor parte del t-t-tiempo el mundo real es un asco. Pero todos vivimos también en el mundo que tenemos en la cabeza. Un paisaje interior, un mundo hecho de pensamientos. En un mundo hecho de pensamientos —en un paisaje interior— cada idea es un hecho. Las emociones son tan reales como la gravedad. Los sueños son tan poderosos como la historia. Las personas creativas, los escritores como Henry Rollins, por ejemplo, pasan mucho tiempo en su mundo de pensamient-t-tos. Los muy creativos, sin embargo, pueden usar un cuchillo para cortar las costuras que unen los dos mundos, pueden juntarlos. Tu bicicleta. Mis fichas. Esos son nuestros cuchillos.
Inclinó la cabeza una vez más y cambió las fichas de sitio con decisión. Ahora decían: LA MOCOSA ADORA AL RARO NENE RICO.
—No conozco a ningún rico —dijo Vic.
—También eres un poco joven para tener un nene —dijo Maggie—. Qué difícil. Ojalá tuviera otra es-s-s…
—Entonces mi puente es imaginario.
—No cuando vas en la bicicleta. Entonces es real. Es un paisaje interior llevado al mundo normal.
—Pero tu bolsa de fichas de Scrabble no es más que una bolsa. En realidad no es como mi bicicleta. No hace nada que sea obviamente imposible.
Pero mientras Vic hablaba Maggie cogió la bolsa, desató el cordón y metió la mano. Las fichas entrechocaron, tintinearon y chasquearon como si hubiera muchísimas. A la mano le siguieron la muñeca, el codo y el resto del brazo. La bolsa tenía quizá una profundidad de quince centímetros, pero al instante el brazo de Maggie desapareció dentro de ella hasta el hombro, sin que el falso terciopelo se abultara siquiera. Vic la oyó escarbar más y más profundo, entre lo que sonaba como miles de fichas.
—¡Hala! —gritó Vic.
Al otro lado del acuario, la bibliotecaria que estaba leyendo cuentos a los niños miró a su alrededor.
—En realidad es un agujero inmenso —dijo Maggie. Ahora era como si el brazo izquierdo se le hubiera separado del hombro y el miembro amputado llevara, por alguna razón, una bolsa de fichas de Scrabble a modo de remate—. Estoy buscando en mi paisaje interior, no en una bolsa, a ver si encuentro las fichas que necesito. Cuando digo que tu bicicleta o mis fichas son un cuchillo para rajar la realidad no estoy hablando en sentido metafórico.
La presión espantosa en el ojo de Vic aumentó.
—¿Puedes sacar el brazo de la bolsa, por favor? —preguntó.
Con la mano que tenía libre, Maggie tiró del saquito rosa y el brazo reapareció. Dejó la bolsa en la mesa y Vic oyó las fichas tintinear.
—Sí, es bastante grimoso —dijo Maggie.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Vic.
Maggie inspiró profundamente, casi suspiró.
—¿Cómo es que hay gente que habla doce idiomas? ¿Cómo consigue hacer Pelé su famosa chilena? Te toca y te toca, supongo. Poquísima gente tiene el atractivo, el talento y la suerte suficientes para ser una est-t-trella de cine. Poquísima gente sabía tanto de palabras como el poeta Gerard Manley Hopkins. ¡Sabía lo que eran los paisajes interiores! Él fue quien se inventó la palabra. Algunas personas son est-t-trellas del cine, otras estrellas del fútbol y t-t-tú eres supercreativa. Es un poco raro, pero también lo es nacer con ojos de distinto color. Y no somos las únicas. Hay más personas como nosotras, yo las he conocido. Y las fichas me han llevado a ellas. —Maggie se inclinó de nuevo hacia las letras y empezó a moverlas de un lado a otro—. Por ejemplo, una vez conocí a una chica que tenía una silla de ruedas, preciosa, antigua, con ruedas blancas. La usaba para desaparecer. Lo único que tenía que hacer era moverla hacia atrás, hacia lo que llamaba el Callejón Torcido. Ese era su paisaje interior. Podía entrar en su silla de ruedas en aquel callejón y abandonar la exist-t-tencia, pero seguir viendo lo que ocurría en nuestro mundo. No hay civilización sobre la tierra que no tenga historias sobre gente como tú y como yo, gente que usa tótems para darle la vuelta a la realidad. Los indios navajo…
Pero su voz bajaba de volumen, se apagaba.
Vic vio que la cara de Maggie adquiría una expresión de triste discernimiento. Miraba fijamente las fichas. Vic se inclinó hacia delante y las miró también. Le dio tiempo justo a leerlas antes de que la mano de Maggie las apartara con gesto rápido.
LA MOCOSA PODRÍA ENCONTRAR AL ESPECTRO.
—¿Qué significa? ¿Qué es el Espectro?
Maggie le dirigió una mirada de ojos brillantes que transmitía miedo y culpabilidad a partes iguales.
—Carambolas —dijo.
—¿Es algo que has perdido?
—No.
—Pero algo que quieres que encuentre. ¿Qué es? Te puedo ayudar si…
—No. No, Vic. Quiero que me prometas que no vas a ir a buscarle.
—¿Es un hombre?
—Es un problema. El peor que puedas imaginar. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce?
—Trece.
—Vale. Así que t-t-t —se quedó atascada, incapaz de seguir. Tomó aire profunda y nerviosamente, sacó el labio inferior y se lo mordió con tal fiereza que casi hizo gritar a Vic. Exhaló y siguió hablando sin rastro de tartamudeo— tienes que prometérmelo.
—Pero ¿por qué tu bolsa de Scrabble iba a querer que supieras que yo puedo encontrarle? ¿Por qué iba a decir una cosa así?
Maggie negó con la cabeza.
—No funciona así. Las fichas no quieren nada, lo mismo que el cuchillo tampoco quiere nada. Puedo usar las fichas para llegar hasta hechos que están fuera de alcance, igual que se usa un abrecartas para abrir el correo. Y esto… esto es como recibir una carta bomba.
Maggie se chupó el labio inferior y se pasó la lengua una y otra vez por la superficie.
—Pero ¿por qué no debo buscarle? Tú misma has dicho que estoy aquí para que tus fichas me dijeran algo. ¿Por qué iban a hablar de este tal Espectro si luego no tengo que ir a buscarle?
Pero antes de que Maggie pudiera responder, Vic se inclinó hacia delante y se apretó el ojo izquierdo con la mano. No pudo evitarlo y soltó un leve gemido de dolor.
—Tienes muy mala cara. ¿Qué pasa?
—El ojo. Se me pone fatal cada vez que cruzo el puente. Igual es porque llevo aquí un rato ya sentada contigo. Normalmente mis viajes son rápidos.
Entre su ojo y el labio de Maggie aquella conversación estaba resultando de lo más dolorosa para ambas.
Maggie dijo:
—La chica de la que te he hablado, la de la silla de ruedas, ¿te acuerdas? Cuando empezó a usarla estaba sana. Era de su abuela y sencillamente le gustaba jugar con ella. Pero si se quedaba demasiado rato en el Callejón Torcido se le dormían las piernas. Para cuando la conocí estaba paralizada de cintura para abajo. Usar estas cosas tiene un precio, que lo sepas. Mantener el puent-t-te en su sitio te está costando algo ahora mismo. Deberías usarlo solo muy de cuando en cuando.
Vic dijo:
—¿Qué te cuesta a ti usar las fichas?
—Te voy a contar un secreto. ¡No siempre he sido t-t-tartamuda!
Y sonrió de nuevo con la boca ensangrentada. Vic tardó unos instantes en darse cuenta de que esta vez el tartamudeo de Maggie había sido fingido.
—Venga —dijo esta—. Tienes que volver ya. Como sigamos aquí mucho tiempo te va a explotar la cabeza.
—Será mejor que me cuentes lo del Espectro, o se te van desparramar los sesos por la mesa. No pienso irme hasta que me lo cuentes.
Maggie abrió el cajón, metió dentro la bolsa del Scrabble y después lo cerró con innecesaria violencia. Cuando volvió a hablar por primera vez no había en su voz rastro alguno de cordialidad.
—No hables como una… —Dudó, bien porque no encontraba la palabra adecuada o porque no le salía.
—¿… mocosa? —preguntó Vic—. ¿A que ya empieza a pegarme mi apodo?
Maggie exhaló despacio con las aletas de la nariz hinchadas.
—No estoy de broma, Vic. El Espectro es alguien de quien debes mantenerte alejada. No todos los que podemos hacer estas cosas somos gente buena. No sé gran cosa del Espectro, salvo que es un tipo viejo con un coche viejo. Y que el coche es su cuchillo. Pero es que el cuchillo lo usa para degollar. Se lleva a niños a dar una vuelta y les hace algo. Los utiliza (como si fuera un vampiro) para seguir con vida. Los lleva a su paisaje interior particular, un sitio malo que soñó una vez, y los deja allí. Cuando salen del coche ya no son niños. Ni siquiera son humanos ya, sino criat-t-turas que solo podrían vivir en ese lugar frío que es la imaginación de Espectro.
—Y todo eso ¿cómo lo sabes?
—Por las fichas. Empezaron a hablarme del Espectro hace un par de años, después de que secuestrara a un niño en Los Ángeles. Entonces trabajaba en la Costa Oeste, pero las cosas cambiaron y empezó a centrarse en el este. ¿Viste la not-t-ticia sobre aquella niñita rusa que desapareció en Boston? ¿Hace solo unas semanas? ¿La que se esfumó junto a su madre?
Vic la había visto. Donde ella vivía no se había hablado de otra cosa durante varios días y su madre había visto cada reportaje televisivo sobre el caso con una suerte de fascinación horrorizada. La niña desaparecida era de la edad de Vic, tenía el pelo oscuro y era delgada, con una sonrisa tímida, pero bonita. Una monada. ¿Crees que estará muerta?, le había preguntado la madre de Vic a su marido, y este había contestado: Más le vale.
—La niña Gregorski —dijo Vic.
—Sí. Un conductor de limusina fue a su hotel a recogerla, pero alguien lo dejó inconsciente y se llevó a Marta Gregorski y a su madre. Era él. El Espectro. Vampirizó a la niña y después la tiró donde tira a todos los otros niños que ha usado, en ese mundo imaginario suyo. Un paisaje interior que nadie querría visitar. Como tu puente, solo que más grande. Mucho más grande.
—¿Y qué pasó con la madre? ¿También la vampirizó?
—No creo que pueda alimentarse de adultos. Solo de niños. T-t-tiene a alguien que trabaja para él, una especie de Renfield que le ayuda con los secuestros y se ocupa de los adultos. ¿Sabes quién es Renfield?
—¿El sicario de Drácula o algo así?
—Más o menos. Sé que el Espectro es muy viejo y que ha tenido unos cuantos Renfield. Les cuenta mentiras, les llena la cabeza de patrañas, lo mismo hasta los convence de que son unos héroes en lugar de secuestradores. Así es como le resultan más útiles. De esa manera, cuando se descubren sus crímenes puede echarle la culpa a los cretinos que ha reclutado como ayudantes. Lleva mucho tiempo llevándose niños y se le da muy bien esconderse. He averiguado muchos detalles de él, pero nada que me ayude a identificarlo.
—¿Por qué no puedes preguntarle a las fichas cómo se llama?
Maggie parpadeó y luego dijo con un tono mezcla de tristeza y algo de perplejidad:
—Son las reglas. En el S-s-scrabble no sirven los nombres propios. Por eso las letras me dijeron que venía la Mocosa, no Vic.
—Y si yo lo encuentro, descubro cómo se llama y qué aspecto tiene —dijo Vic—, ¿podríamos detenerle?
Maggie dio una palmada en el escritorio, tan fuerte que las tazas de té saltaron. Tenía ojos furiosos… y asustados.
—¡Pero bueno, Vic! ¿Es que no me estás escuchando? ¡Si le encontraras podrías morir y entonces sería culpa mía! ¿Crees que quiero tener ese peso sobre mi conciencia?
—Pero ¿y qué pasa con todos esos niños que va a secuestrar si no hacemos nada? ¿No sería como mandarlos a la…? —Vic dejó que su voz se apagara al ver la cara de Maggie.
Las facciones de esta revelaban dolor y malestar. Pero alargó un brazo, sacó un pañuelo de papel de una caja y se lo ofreció a Vic.
—El ojo izquierdo —dijo sosteniendo el pañuelo humedecido—. Estás llorando. Venga, Vic, tienes que volver. Ahora.
Vic no protestó cuando Maggie la cogió de la mano y la condujo fuera de la biblioteca y por el camino bajo la sombra de los robles.
Un colibrí bebía néctar de los bulbos transparentes que colgaban de uno de los árboles mientras agitaba las alas como pequeños motores. Las libélulas volaban llevadas por corrientes térmicas, sus alas brillantes como el oro en el sol del Medio Oeste.
La Raleigh estaba donde la habían dejado, apoyada contra un banco. Más allá había una carretera de asfalto de un solo carril que rodeaba la parte trasera de la biblioteca y luego estaba la ribera alfombrada de hierba del río. Y el puente.
Vic hizo ademán de coger el manillar, pero antes de que le diera tiempo Maggie la sujetó por la muñeca.
—¿Crees que es buena idea que entres ahí? ¿Tal y como te encuentras?
—Hasta ahora nunca me ha pasado nada malo —dijo Vic.
—Tienes una manera de explicar las cosas que no es nada t-t-tranquilizadora. ¿Estamos de acuerdo entonces en lo del Espectro? Eres demasiado pequeña para andar por ahí buscándolo.
—Vale —dijo Vic, enderezando la bicicleta y subiéndose a ella—. Soy demasiado pequeña.
Pero mientras lo decía pensaba en la Raleigh y en la primera vez que la había visto. El dependiente había dicho que era demasiado grande para ella, había dicho que quizá cuando fuera un poco mayor. Y luego, tres semanas más tarde, por su cumpleaños, allí estaba, a la puerta de su casa. Bueno, había dicho su padre , ya eres mayor ¿no?
—¿Cómo podré saber si has cruzado el puente? —dijo Maggie.
—Siempre lo consigo —dijo Vic.
El sol era una cabeza de alfiler que se clavaba en su ojo izquierdo. El mundo se volvió borroso. Por un momento Maggie Leigh se duplicó y cuando volvió a ser una le estaba tendiendo a Vic una hoja de papel doblada en cuatro.
—Toma —dijo—. Todo lo que no me ha dado tiempo a contarte sobre los paisajes interiores y lo que se puede o no hacer está explicado aquí por un experto en la materia.
Vic asintió y se guardó el papel en el bolsillo.
—¡Ah! —la llamó Maggie. Se tiró del lóbulo de una oreja, después del otro y deslizó algo en la mano de Vic.
—¿Qué son? —dijo Vic mirando las fichas de Scrabble en la palma de su mano.
—Un escudo —dijo Maggie—. Y también la guía breve de una t-t-tartamuda sobre cómo enfrentarse al mundo. La próxima vez que alguien te decepcione, póntelos. Te sentirás más fuerte. Garantía de Maggie Leigh.
—Gracias, Maggie. Por todo.
—Para eso est-t-tamos. Una fuente de sabiduría, esa soy yo. Vuelve a que te rocíe con ella cuando quieras.
Vic asintió de nuevo, no se sentía capaz de decir nada más. El sonido de su propia voz amenazaba con hacerle añicos la cabeza, como una bombilla bajo un zapato de tacón de aguja. Así que en lugar de ello le apretó la mano a Maggie y esta hizo lo mismo con ella.
Luego se inclinó hacia delante, puso los pies en los pedales y enfiló la oscuridad y la mortífera electricidad estática.