Y SE CAYÓ, RASPÁNDOSE LA RODILLA DERECHA.
Vic se tumbó de espaldas sujetándose la pierna.
—Au —dijo—. Au au AU au.
La voz subía y bajaba distintas octavas como un músico practicando escalas.
—¡Carambolas! ¿Estás bien? —Una voz salía de alguna parte de la deslumbrante luz del sol de mediodía—. Deberías tener más cuidado y no pegar esos saltos.
Vic guiñó los ojos y acertó a ver a una joven flacucha no mucho mayor que ella —tendría unos veinte años— con un sombrero flexible puesto de manera que dejaba ver un pelo morado fosforito. Llevaba un collar hecho de anillas de latas de cerveza y pendientes de fichas de Scrabble; tenía los pies embutidos en unas All Star abotinadas, sin cordones. Se parecía a Sam Spade, si Sam Spade hubiera sido una chica y tuviera un bolo de fin de semana tocando como telonero para un grupo ska.
—Estoy bien. Solo me he hecho un raspón —dijo Vic, pero la chica ya no la escuchaba y miraba atentamente el Atajo.
—Siempre he querido que hubiera un puente aquí —dijo la chica—. No podía haber caído en un sitio mejor.
Vic se incorporó sobre los codos y miró el puente, que ahora se extendía sobre un torrente ruidoso y ancho de aguas marrones. Aquel río era casi tan ancho como el Merrimack, aunque las orillas eran más bajas. Hileras apretadas de abetos y robles centenarios poblaban los márgenes del agua, que discurría a menos de medio metro debajo de un terraplén arenoso y precario.
—¿Eso es lo que ha hecho? ¿El puente ha caído? ¿Así de repente? ¿Del cielo?
La chica continuaba mirándolo. Tenía una de esas formas de mirar imperturbables y apáticas que Vic asociaba con el hachís y con los aficionados a la música de Phish.
—Mmm, no. Ha sido más bien como ver revelarse una polaroid. ¿Has visto alguna vez una polaroid revelándose?
Vic asintió pensando en cómo el recuadro marrón químico palidecía lentamente y los detalles iban encontrando su sitio, los colores cobraban intensidad y los objetos adquirían su forma.
—Pues tu puente se ha «revelado» donde había un par de robles. Adiós, robles.
—Creo que tus robles volverán cuando me vaya —dijo Vic, aunque, ahora que lo pensaba, debía admitir que no tenía ni idea de si eso era así. Tenía la sensación de que sí, pero no podía dar fe de ello—. No pareces demasiado sorprendida de que mi puente haya aparecido salido de ninguna parte.
Se acordaba del señor Eugley, de cómo había temblado y se había tapado los ojos y le había gritado que se fuera.
—Estaba pendiente de ti. No sabía que fueras a hacer una entrada tan alucinante, pero sí sabía que —y sin previo aviso la chica con sombrero dejó de hablar a mitad de la frase. Abrió los labios para pronunciar la siguiente palabra, pero esta no salía y puso cara de esfuerzo, como si intentara levantar algo pesado, un piano o un coche. Los ojos le sobresalían. Las mejillas se le encarnaron. Se obligó a expulsar el aire y después siguió hablando tan abruptamente como había parado— t-t-tal vez no podías llegar como las personas normales. Perdona, soy t-t-tartamuda.
—¿Estabas pendiente de mí?
La chica asintió pero miraba de nuevo el puente. Con voz lenta y somnolienta dijo:
—Tu puente… no llegará hasta el otro lado del río Cedar, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿adónde va?
—Haverhill.
—¿Eso está aquí, en Iowa?
—No, en Massachusetts.
—Pues sí que vienes de lejos, chica. Estás en el cinturón del maíz, donde todo es plano, excepto las damas.
Por un momento Vic estuvo segura de que la expresión de la chica había sido lasciva.
—Perdona, pero… ¿te importa que volvamos a la parte de que estabas pendiente de mí?
—Pues claro, hija. ¡Llevo meses esperándot-t-te! Ya pensaba que no venías. Eres la Mocosa, ¿no?
Vic abrió la boca pero no le salían las palabras.
Su silencio era respuesta suficiente y su sorpresa claramente agradó a la otra chica, que sonrió y se metió un mechón de pelo fluorescente detrás de la oreja. Con su nariz respingona y orejas algo puntiagudas tenía cierto aire de elfo. Aunque quizá eso fuera un efecto del paisaje. Estaban en una colina verde, a la sombra de robles frondosos, entre el río y un edificio de gran tamaño que desde detrás parecía una catedral o una universidad, una fortaleza de cemento y granito con torres blancas y estrechas ranuras a modo de ventanas, perfectas para disparar flechas.
—Pensé que serías un chico. Estaba esperando uno de esos niños que odian la lechuga y se meten el dedo en la nariz. ¿Te gusta la lechuga?
—No me vuelve loca.
La chica cerró sus diminutos puños y los agitó por encima de su cabeza.
—¡Lo sabía! —Luego bajó los puños y frunció el ceño—. ¿Te metes mucho el dedo en la nariz?
—Límpiate el moco, y no harás poco —dijo Vic—. ¿Lo decís en Iowa también esto?
—¡Pues claro!
—Pero ¿en qué parte?
—¡Aquí! —dijo la chica del sombrero.
—Bueno ya —empezó a decir Vic, ya un poco molesta—. Ya lo sé, pero quiero decir, aquí ¿dónde?
—En Aquí, Iowa. Es el nombre del pueblo. Ahora mismo estás en la carretera que llega desde la bella localidad de Cedar Rapids a la biblioteca pública de Aquí. Y ya sabes por qué has venido. Estás hecha un lío con lo de tu puente y quieres entender lo que pasa. Pues chica, ¡es tu día de suerte! —Dio una palmada—. ¡Ya tienes bibliotecaria! Te puedo ayudar a entender lo que necesitas y, de paso, recomendarte algún buen libro de poesía. Es mi trabajo.