VIC SALÍA DE CASA DOS DÍAS MÁS TARDE PARA IR EN BICICLETA a la de Willa —su última oportunidad de ver a su MAPS o mejor amiga para siempre antes de marcharse con sus padres a pasar seis semanas en el lago Winnipesaukee— cuando oyó a su madre en la cocina diciendo algo sobre el señor Eugley. El sonido de su nombre le infundió una sensación inmediata y casi paralizante de debilidad y casi necesitó sentarse. Había pasado todo el fin de semana haciendo verdaderos esfuerzos por no pensar en el señor Eugley, algo que no le había resultado difícil porque había estado toda la noche del sábado con una migraña tan fuerte que le daba ganas de vomitar. El dolor había sido especialmente intenso detrás del ojo izquierdo. Como si le fuera a estallar.
Subió los escalones de entrada y se quedó fuera de la cocina escuchando a su madre hablar de tonterías con una de sus amigas, Vic no estaba segura de cuál. Estuvo casi cinco minutos escuchando a escondidas la conversación telefónica de su madre, pero esta no volvió a mencionar al señor Eugley por su nombre. Dijo: No me digas y pobre hombre, pero sin decir su nombre.
Por fin la escuchó colgar el teléfono. Siguió un tintineo y ruido de platos en el fregadero.
Vic no quería saberlo. Le daba miedo saberlo y al mismo tiempo no podía evitar preguntar. Era así de sencillo.
—¿Mamá? —preguntó asomando la cabeza por la puerta—. ¿Has dicho algo del señor Eugley?
—¿Eh? —preguntó Linda. Se inclinó sobre la pila dándole la espalda a Vic. Las cazuelas entrechocaron. Una burbuja de jabón solitaria tembló y estalló—. Ah, sí. Ha vuelto a la bebida. Le encontraron anoche delante del colegio gritando como un loco. Llevaba sobrio treinta años. Desde que… bueno, desde que decidió que ya no quería ser un borracho. Pobre hombre. Dottie Evans me ha contado que esta mañana estaba en la iglesia llorando como un niño pequeño y diciendo que va a dejar el trabajo. Que no puede volver. Supongo que le da vergüenza.
Linda miró a Vic y frunció el ceño con preocupación.
—¿Estás bien, Vicki? Sigues sin tener buena cara. Igual deberías quedarte en casa esta mañana.
—No —dijo Vic con voz rara y hueca, como salida de una caja—. Quiero salir. Que me dé el aire —dudó un momento y dijo—: Espero que no deje el trabajo. Es muy agradable.
—Sí. Y os quiere mucho a los niños. Pero la gente se hace mayor, Vic, y necesita cuidados. Las partes se van desgastando. El cuerpo y también la mente.
Pasar por el bosque no le cogía de camino —había una ruta más directa a casa de Willa atravesando Bradbury Park—, pero en cuanto Vic se montó en la bicicleta decidió que necesitaba dar una vuelta, pensar un rato antes de ver a nadie.
Parte de ella sentía que era mala idea permitirse pensar en lo que había hecho, en lo que era capaz de hacer, en ese don insólito y desconcertante que solo ella tenía. Pero la caja de los truenos estaba destapada y le iba a llevar un tiempo volver a cerrarla. Había soñado despierta con un agujero en el mundo y conducido a través de él en su bicicleta, lo que era una locura. Porque solo un loco pensaría que algo así era posible, salvo por que el señor Eugley la había visto. El señor Eugley había visto lo ocurrido y algo se le había roto por dentro. Algo que le había hecho perder la sobriedad y tener miedo a volver al colegio, donde había trabajado durante más de una década. Un lugar en el que había sido feliz. El señor Eugley —el pobre, viejo y hecho polvo señor Eugley— era la prueba de que el Atajo era real.
Pero Vic no quería pruebas. Lo que quería era no saber nada.
Y, a falta de eso, deseaba que hubiera alguien con quien pudiera hablar, que le dijera que no pasaba nada, que no estaba loca. Necesitaba encontrar a alguien que pudiera explicarle, hacer comprensible un puente que solo existía cuando lo necesitaba y que la llevaba siempre adonde necesitaba ir.
Empezó a bajar por la colina y entró en una bolsa de aire fresco que soplaba a ráfagas.
No quería solo eso. También quería encontrar el puente, verlo otra vez. Tenía la cabeza clara y se sentía segura de sí misma, anclada en el momento presente. Era consciente de cada salto y cada sacudida mientras la Raleigh traqueteaba sobre raíces y piedras. Conocía la diferencia entre fantasía y realidad, la tenía presente en sus pensamientos y creía que cuando llegara al camino de tierra el Puente del Atajo no estaría…
Pero sí estaba.
—No eres real —le dijo al puente, emulando inconscientemente al señor Eugley—. Te caíste al río cuando yo tenía ocho años.
El puente se obstinó en seguir donde estaba.
Detuvo la bicicleta y lo miró desde la seguridad que daban los seis metros de distancia. El río Merrimack se agitaba debajo.
—Ayúdame a encontrar a alguien que pueda decirme que no estoy loca —le dijo. A continuación apoyó los pies en los pedales y se dirigió hacia él.
Cuando se acercaba a la entrada vio las letras de siempre en pintura verde de espray en la pared a su izquierda.
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Qué indicación más rara, pensó. ¿No estaba ya allí, es decir, aquí?
Todas las otras veces que había cruzado el Atajo lo había hecho en una suerte de trance, pedaleando de forma automática y sin pensar, como si fuera una prolongación del mecanismo de la bicicleta, lo mismo que las marchas o la cadena.
Esta vez se obligó a ir despacio y a mirar a su alrededor, aunque lo único que quería era salir del puente en cuanto estuvo dentro de él. Combatió el poderoso impulso de darse prisa, de pedalear como si el puente fuera a desplomarse a su espalda. Quería retener los detalles. Estaba medio convencida de que si miraba de verdad al Puente del Atajo, si lo miraba con detenimiento, se disolvería a su alrededor.
Y entonces ¿qué? ¿Qué sería de ella si el puente desaparecía de pronto? Daba igual. El puente persistía, por muy fijamente que lo mirara. La madera estaba vieja, gastada y astillada. Una capa de polvo recubría los clavos de las paredes. Notaba los tablones ceder bajo el peso de la bicicleta. No era posible hacer desparecer el puente con la imaginación.
Como siempre, oía la electricidad estática. Notaba su rugido atronador hasta en los dientes. La veía, veía la tormenta de ruido blanco a través de las grietas de las paredes combadas.
No se atrevía a frenar, a bajarse de la bicicleta y tocar las paredes, a caminar por el puente. Pensaba que si se bajaba de la bicicleta no volvería a subirse. Una parte de ella sentía que la existencia del puente dependía por completo de seguir adelante y no pensar demasiado.
El puente se dobló, se estiró y se dobló de nuevo. De entre las vigas salió polvo. ¿Había visto una paloma revolotear por allí una vez?
Levantó la cabeza para mirar y vio que el techo estaba alfombrado de murciélagos con las alas cerradas alrededor de las protuberancias pequeñas y nudosas de sus cuerpos. Estaban en movimiento constante y sutil, contoneándose, cambiando las alas de posición. Unos cuantos volvieron la cara para mirar a Vic con ojos miopes.
Eran todos idénticos y todos tenían la cara de Vic. Eran rostros retraídos, arrugados y rosáceos, pero Vic se reconoció en ellos. Eran ella a excepción de los ojos, que brillaban encarnados como gotas de sangre. Al verlos notó una fina aguja plateada de dolor atravesarle el globo ocular izquierdo hasta el cerebro. Oía sus gritos agudos, estridentes y subsónicos por encima del siseo y los chasquidos de la corriente de ruido blanco.
Era insoportable. Quería gritar, pero sabía que si lo hacía los murciélagos dejarían el tejado, la rodearían y eso sería su fin. Cerró los ojos y concentró todas sus fuerzas en pedalear hasta el otro extremo del puente. Algo temblaba violentamente. No sabía si era el puente, la bicicleta o ella misma.
Como iba con los ojos cerrados no supo que había llegado a la salida hasta que notó que la rueda delantera tocaba el bordillo. Notó una explosión de calor y luz —seguía sin mirar adónde iba— y oyó un grito. ¡Cuidado! Abrió los ojos en el preciso instante en que la bicicleta chocaba contra el bordillo de una acera de cemento en