SU MADRE LE HABÍA DICHO: NI SE TE OCURRA SALIR ANDANDO POR ESA PUERTA, pero Vic no andaba, sino que corría, y además luchando por contener las lágrimas al mismo tiempo. Antes de salir oyó a su padre decirle a Linda: Déjala en paz, bastante mal se siente ya, lo que, en lugar de mejorar las cosas, las había empeorado. Cogió la bicicleta por el manillar y corrió con ella y, al llegar al fondo del jardín, se subió y pedaleó hacia la sombra fresca y aromática del bosque de Pittman Street.
No pensaba en adónde iba. Sencillamente su cuerpo lo sabía y guiaba a la Raleigh cuesta abajo, por la inclinada pendiente de la colina hasta llegar al camino de tierra en que terminaba a casi cincuenta kilómetros por hora.
Fue hasta el río. El río estaba allí. Lo mismo que el puente.
Esta vez lo que se había perdido era una fotografía, una instantánea arrugada de un niño regordete con sombrero vaquero dando la mano a una mujer joven con un vestido de lunares. La mujer usaba la mano libre para sujetar el vestido contra los muslos; el viento soplaba tratando de levantarle la falda. Era la misma brisa que le había despeinado unas pocas mechas de pelo claro que ahora cubrían sus facciones arrogantes, adustas, casi bonitas. El niño apuntaba a la cámara con una pistola de juguete. Aquel pequeño pistolero de ojos desconcertados era Christopher McQueen a la edad de siete años. La mujer era su madre que, para cuando se tomó la fotografía, ya se estaba muriendo de un cáncer ovárico que acabaría con su vida a la venerable edad de treinta y tres años. La fotografía era el único recuerdo que su padre conservaba de ella y cuando Vic quiso llevársela al colegio para usarla en un trabajo de clase de dibujo, Linda se había mostrado contraria. Sin embargo Chris McQueen se había impuesto. Había dicho: Oye, quiero que Vic la dibuje. Es lo más cerca de ella que podrá estar nunca. Eso sí, no la pierdas, Mocosa, porque no quiero olvidarme nunca de cómo era.
A sus trece años Vic era la estrella de la clase de dibujo de séptimo curso con el señor Ellis. Este había elegido su acuarela, Puente cubierto, para la exposición anual del colegio en el ayuntamiento, donde era la única pintura de séptimo curso en una selección de cuadros de octavo que iban de malos a malísimo (Los malos eran innumerables dibujos de frutas contrahechas en cuencos deformes; el malísimo era un retrato de un unicornio saltando con un arco iris que le salía del culo como una flatulencia en tecnicolor). Cuando la Haverhill Gazette publicó un reportaje sobre la exposición, ¿qué cuadro eligieron para ilustrarlo? Desde luego no el del unicornio. Cuando Puente cubierto regresó a casa, el padre de Vic se gastó dinero en un marco de madera de pino y lo colgó en la pared donde antes había estado el póster de Vic de El coche fantástico. Vic se había deshecho de Hasselhoff años atrás. Era un pringado, y el Pontiac Trans Am, una mierda sobre ruedas que perdía aceite. No le echaba de menos.
El último trabajo del curso consistía en «dibujar del natural» y se había pedido a los alumnos que usaran de modelo una fotografía que fuera especial para ellos. El padre de Vic tenía sitio encima del escritorio de su estudio para un cuadro y a Vic le hacía mucha ilusión que pudiera levantar la vista y ver a su madre, a color.
El cuadro ya estaba terminado, lo había llevado a casa el día anterior, el último de colegio, después de que Vic vaciara su taquilla. Y si bien aquella acuarela no era tan buena como Puente cubierto, Vic pensaba que sí captaba algo de la mujer de la fotografía, con esas caderas huesudas que se adivinaban debajo del vestido y una sonrisa entre temerosa y ensimismada. Su padre la había contemplado largo rato y pareció al mismo tiempo complacido y un poco triste. Cuando Vic le preguntó si le gustaba se limitó a decir:
—Sonríes igual que ella, Mocosa. Nunca me había dado cuenta.
El cuadro había vuelto a casa, pero la fotografía no. Vic no fue consciente de que no la tenía hasta que su madre empezó a preguntar por ella el viernes por la tarde. Lo primero que pensó fue que estaría en su mochila, en la habitación. Para cuando llegó la noche, sin embargo, había llegado a la angustiosa conclusión de que no la tenía y de que además no sabía cuándo la había visto por última vez. Para el sábado por la mañana —primer y maravilloso día de vacaciones— la madre de Vic había llegado a la misma conclusión, deduciendo que la fotografía había desaparecido para siempre y, en un estado rayano en la histeria, había dicho que era mucho más importante que una mierda de dibujo del instituto. Fue entonces cuando Vic se puso en marcha, tenía que irse, salir, pues temía que, de quedarse, también ella se pondría un poco histérica, una emoción que no podía sentir.
Le dolía el pecho como si llevara horas y no minutos montando en bicicleta, y le faltaba el aliento, como si estuviera subiendo una cuesta y no circulando sobre terreno llano. Pero cuando vio el puente sintió algo parecido a la paz. No, era mejor que la paz. Notaba cómo toda su mente consciente se desconectaba, se escindía del resto de su persona y dejaba que el cuerpo y la bicicleta hicieran todo el trabajo. Siempre le ocurría así. Había cruzado el puente casi una docena de veces en cinco años, y siempre era más una sensación que una experiencia. No era algo que hiciera, era algo que sentía: la conciencia difusa de estar deslizándose, un sensación lejana de ruido estático, parecida a la de estar adormeciéndose, dejándose envolver por el sueño.
Para cuando las ruedas empezaron a repiquetear sobre los tablones de madera, ya estaba escribiendo mentalmente la historia verdadera de cómo había encontrado la fotografía. El último día de clase se la había enseñado a su amiga Willa. Luego se habían puesto a hablar de otras cosas y Vic había tenido que salir corriendo para no perder el autobús. Ya se había marchado cuando Willa se dio cuenta de que seguía teniendo la fotografía, así que la guardó para devolvérsela. Cuando Vic llegara a casa después de montar en bicicleta tendría la fotografía en la mano y una historia que contar. Su padre la abrazaría y le diría que no había estado preocupado en ningún momento, y su madre pondría cara de tener ganas de escupir. Vic no habría sabido decir cuál de las dos reacciones esperaba con más ilusión.
Solo que esta vez sería distinto. Esta vez, cuando volviera, habría una persona a la que no conseguiría convencer cuando contara su historia verdadera pero en realidad no sobre dónde había estado la foto. Y esa persona era la propia Vic.
Salió por el otro extremo del túnel y enfiló el pasillo ancho y oscuro de la segunda planta del instituto. No eran ni las nueve de la mañana del primer día de vacaciones de verano, así que el espacio en penumbra, con eco y tan vacío, daba un poco de miedo. Vic tocó el freno y la bicicleta gimió con estridencia hasta detenerse.
Tuvo que darse la vuelta. No pudo resistir la tentación de hacerlo. Nadie en su lugar habría podido.
El Puente del Atajo atravesaba la pared de ladrillo del instituto y se adentraba tres metros en el pasillo, tan ancho como este. ¿Habría también una parte fuera, colgando sobre el aparcamiento? Vic no lo creía, pero no podía asomarse por una ventana para comprobarlo sin entrar en una de las aulas. La hiedra bloqueaba la entrada del puente con sus ramas verdes que colgaban flácidas.
La visión del Puente del Atajo le hizo sentirse ligeramente indispuesta y por un momento el pasillo del centro se hinchó a su alrededor, igual que una gota de agua cayendo de una ramita. Se sentía débil, sabía que si no se movía rápido empezaría a pensar y pensar no era bueno. Una cosa era fantasear con viajes al otro lado de un puente largo tiempo desaparecido cuando tenía ocho o nueve años y otra hacerlo a los trece. A los nueve era como soñar despierta. A los trece era engañarse a sí misma.
Sabía que iba al instituto (el nombre estaba escrito en pintura verde al otro lado del puente), pero había supuesto que saldría en la primera planta, cerca del aula de pintura del señor Ellis. En lugar de ello había aterrizado en la segunda, a unos cuatro metros de su taquilla. La había vaciado el día anterior mientras charlaba con los amigos. Habían sido muchas las distracciones y el ruido —gritos, risas, niños que pasaban corriendo—, pero a pesar de ello había revisado con cuidado la taquilla antes de cerrarla por última vez y estaba segura, bastante segura, de haberla vaciado. Pero el puente la había llevado allí y el puente no se equivocaba nunca.
No hay ningún puente, pensó. Willa tenía la fotografía. Iba a devolvérmela en cuanto me viera.
Apoyó la bicicleta contra las taquillas y miró dentro de la suya, por las paredes beis y el suelo oxidado. Nada. Palpó la estantería superior, a quince centímetros sobre su cabeza. Tampoco allí había nada.
Se le estaba revolviendo el estómago, tal era la preocupación que sentía. Quería encontrar la foto, salir de allí para poder empezar cuanto antes a olvidarse del puente. Pero si la fotografía no estaba en la taquilla, entonces no sabía dónde buscar. Se disponía a cerrar la puerta cuando se detuvo, se puso de puntillas y pasó la mano de nuevo por la estantería superior. Incluso entonces estuvo a punto de no tocarla. De alguna manera una esquina de la fotografía se había colado por la parte de atrás del estante, así que estaba vertical, pegada a la pared del fondo de la taquilla. Vic tuvo que meter la mano y alargar el brazo todo lo que era capaz para tocarla.
La empujó con las uñas, moviéndola de un lado a otro hasta que se soltó. Se apoyó de nuevo sobre los talones, ruborizándose de alegría.
—¡Sí! —dijo y cerró la taquilla de un golpe.
El conserje, el señor Eugley, estaba en la mitad del pasillo, con la fregona metida dentro del gran cubo amarillo con ruedas y paseando la vista de Vic a la bicicleta de Vic y de esta al Puente del Atajo.
El señor Eugley era un viejo encorvado que, con sus gafas de montura dorada y sus pajaritas, tenía más aspecto de profesor que la mayoría del personal docente. También trabajaba ayudando a los escolares a cruzar la calle y el día antes de las vacaciones de Semana Santa siempre tenía preparadas bolsitas de gominolas para los niños que pasaban a su lado. Se rumoreaba que el señor Eugley había cogido aquel trabajo para estar rodeado de niños, porque los suyos habían muerto en un incendio doméstico años atrás. Por desgracia los rumores eran ciertos, solo que pasaban por alto el detalle de que había sido el señor Eugley quien provocó el incendio al quedarse dormido con un pitillo encendido en la mano después de una borrachera. Ahora en lugar de hijos tenía a Jesús y en vez del bar, las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Estando en la cárcel había abrazado la religión y la sobriedad.
Vic le miró y el señor Eugley le devolvió la mirada mientras abría y cerraba la boca como una carpa. Le temblaban violentamente las piernas.
—Tú eres la niña McQueen —dijo con un fuerte acento de Maine que no pronunciaba las erres. Respiraba con dificultad, como si estuvieran estrangulándolo—. ¿Qué es eso de la pared? Por Dios, ¿es que me estoy volviendo loco? Parece el Puente del Atajo, que no había visto desde hace siete años.
Tosió, una vez y otra más. Era un sonido húmedo, extraño y ahogado que tenía algo de espeluznante. El sonido de un hombre sometido a una gran tensión física.
¿Cuántos años tendría? Vic pensó: Noventa. Se equivocaba en casi veinte años, pero setenta y uno seguían siendo bastantes para un ataque al corazón.
—No pasa nada —dijo—. No… —empezó a decir, pero no sabía cómo continuar. ¿No qué? ¿No grite? ¿No se muera?
—Ay, Dios mío —dijo el señor Eugley—. Ay, Dios mío —solo que pronunciaba «Dios» como si fueran dos sílabas: di-os. La mano derecha le tembló con furia cuando la levantó para taparse los ojos. Empezó a mover los labios—. Di-os. El Señor es mi pastor, nada me falta…
—Señor Eugley —Vic lo intentó de nuevo.
—¡Vete! —gritó este—. ¡Vete y llévate tu puente! ¡Esto no está pasando! ¡No estás aquí!
Seguía tapándose los ojos con la mano. Empezó a mover de nuevo los labios. Vic no le oía, pero por cómo los ponía adivinaba las palabras que decía. En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas.
Vic dio la vuelta a la bicicleta. Pasó un pie por encima y empezó a pedalear. También a ella le fallaban un poco las piernas, pero en un momento estuvo sobre el puente y deslizándose hacia la siseante oscuridad y el olor a murciélago.
Miró atrás una vez, cuando estaba a medio camino. El señor Eugley seguía allí, con la cabeza gacha y rezando, una mano sobre los ojos y la otra sujetando la fregona pegada al cuerpo.
Vic siguió pedaleando, con la fotografía en una mano sudorosa, hasta salir del puente, y se internó en las sombras cambiantes y juguetonas del bosque de Pittman Street. Supo, antes siquiera de darse la vuelta para mirar —lo supo por la risa musical del río más abajo y por el elegante balanceo de los pinos en la brisa— que el Puente del Atajo había desaparecido.
Siguió adelante y se adentró en el primer día de verano mientras el pulso le latía de forma extraña. Durante todo el viaje de vuelta la acompañó una aprensión que hacía que le dolieran hasta los huesos.