Gunbarrel

EL PRIMER DOMINGO DE OCTUBRE A WAYNE LO DESPERTÓ un tañido de campanas que se oía en toda la manzana. Su padre estaba sentado en el borde de su cama.

—¿Qué estabas soñando? —le preguntó su nuevo y casi delgado padre.

Wayne negó con la cabeza.

—No sé. No me acuerdo —mintió.

—Pensaba que igual estabas soñando con mamá —dijo el Nuevo Lou—. Estabas sonriendo.

—Supongo que estaba pensando en algo divertido.

—¿Algo divertido o algo bueno? —preguntó el Nuevo Lou mirándole curioso con sus Nuevos Ojos de Lou, inquisitivos y brillantes—. Porque no es lo mismo.

—Ya no me acuerdo —insistió Wayne.

Mejor decir eso que contarle que había estado soñando con Brad McCauley y Marta Gregorski y los otros niños de Christmasland. Aunque ya no era Christmasland, solo Lo Blanco. El furioso ruido estático de un canal de televisión que no emitía nada y los niños corrían por él, jugando a sus juegos. El de la última noche se llamaba «muerde al más pequeño». A Wayne le sabía la boca a sangre. Se pasó la lengua por el agujero pegajoso de la boca. En su sueño tenía más dientes.

—Voy a salir con la grúa —dijo Lou—. Tengo trabajo. ¿Quieres venir conmigo? No hace falta. Tabitha puede quedarse contigo.

—¿Está aquí? ¿Se ha quedado a dormir?

—¡No! ¡Claro que no! —dijo Lou. Parecía verdaderamente sorprendido por la idea—. Lo que estoy diciendo es que puedo llamarla para que venga —frunció el ceño en señal de concentración unos instantes y luego siguió hablando, más despacio—: No creo estar preparado para eso ahora mismo, para que se quede a dormir. Sería raro… para todos.

Wayne decidió que la parte más interesante de aquella información era el «ahora mismo», porque quería decir que a su padre podría parecerle bien que Tabitha Hutter se quedara a dormir más adelante, en una fecha sin determinar.

Tres noches antes habían salido los tres de ver una película —era algo que hacían de vez en cuando, ir al cine juntos— y Wayne se había vuelto a tiempo de ver a su padre sujetar a Tabitha Hutter por el codo y besarla en la comisura de la boca. Por la manera en que ella inclinó la cabeza y sonrió un poco, Wayne supo que aquel no era su primer beso. Había sido demasiado relajado, demasiado natural. Entonces Tabitha se había dado cuenta de que Wayne les miraba y se había soltado del brazo de Lou.

—¡Pues a mí no me importaría! —dijo Wayne—. Sé que te gusta. ¡Y a mí también!

—Wayne, tu madre… Tu madre era… Vamos, que decir que era mi mejor amiga es poco, ni siquiera…

—Pero está muerta. Y tú deberías ser feliz. Deberías divertirte.

Lou le miró serio, como un poco triste, pensó Wayne.

—Bueno —dijo—. Lo que te estaba diciendo. Que te puedes quedar aquí si quieres. Tabitha está aquí al lado. Si la llamo viene en tres minutos. Tener una canguro con pistola es todo un lujo.

—No, te acompaño. ¿Adónde has dicho que vamos?

—No te lo he dicho —dijo Lou.

***

TABITHA HUTTER SE PRESENTÓ DE TODAS MANERAS, SIN ANUNCIARSE, y llamó al telefonillo del apartamento cuando Wayne aún seguía en pijama. Lo hacía de vez en cuando, llegaba con cruasanes que ofrecía a cambio de café. Podía haber llevado café también, pero decía que le gustaba el que hacía Lou. Wayne reconocía una mala excusa cuando la oía. El café de Lou no tenía nada de especial, a no ser que te gustara tomarlo con regusto a desengrasante.

Hutter había pedido el traslado a las oficinas de Denver para ayudar en la investigación del caso McQueen, que seguía sin archivarse y nunca se archivaría. Vivía en un apartamento en Gunbarrel y solía hacer una comida al día con Lou y Wayne, en teoría para sacarle a Lou información del caso, pero en realidad para hablar de Juego de tronos. Lou había terminado el primer libro la noche antes de que le hicieran la angioplastia y le pusieran el bypass gástrico, las dos cosas a la vez. Hutter estaba allí cuando se despertó, el día después de la operación. Le dijo que había querido asegurarse de que vivía para leer el resto de títulos de la colección.

—¿Qué pasa, chicos? —dijo Tabitha—. ¿Queríais darme esquinazo?

—Tengo trabajo —dijo Lou.

—¿En domingo por la mañana?

—Los domingos también se estropean los coches.

Tabitha bostezó con una mano sobre la boca. Era una mujer menuda, de pelo crespo, que llevaba una desgastada camiseta de Wonder Woman y vaqueros azules, sin joyas ni ningún otro complemento. Aparte de la pistola de nueve milímetros en el cinturón.

—Vale. ¿Me haces un café antes de irnos?

Lou sonrió un poco, pero dijo:

—No hace falta que vengas. Igual tardamos un rato.

Tabitha se encogió de hombros.

—¿Y qué otra cosa voy a hacer si no? Los delincuentes se levantan tarde. Llevo ocho años en el FBI y nunca he tenido motivos para disparar a alguien antes de las once de la mañana. O antes de tomarme el café, en todo caso.

***

LOU PUSO LA CAFETERA AL FUEGO Y SALIÓ A ARRANCAR EL CAMIÓN. Tabitha le siguió hasta la puerta. Wayne estaba solo en el pasillo poniéndose las deportivas cuando sonó el teléfono.

Lo miró, negro y de plástico sobre una mesa auxiliar justo a su derecha. Pasaban pocos minutos de las siete, era temprano para que llamara nadie, pero a lo mejor era algo sobre el trabajo que tenía ahora Lou. Igual la persona que se había quedado tirada con el coche había encontrado a alguien que la ayudara. A veces pasaba.

Descolgó.

El teléfono silbó y a continuación emitió un fuerte rugido de ruido parásito.

—Wayne —dijo una niña con aliento entrecortado y acento ruso—. ¿Cuándo vas a volver? ¿Cuándo vas a venir a jugar con nosotros?

Wayne era incapaz de contestar: tenía la lengua pegada al paladar y el pulso le latía con fuerza en la garganta. No era la primera vez que llamaban.

—Te necesitamos. Tienes que reconstruir Christmasland. Puedes volver a imaginarla entera. Con todas las atracciones, las tiendas, los juegos. Aquí no tenemos nada con qué jugar. Tienes que ayudarnos. Ahora que se ha ido el señor Manx solo te tenemos a ti.

Wayne escuchó abrirse la puerta principal y le dio a FINALIZAR LLAMADA. Colgó el teléfono en el mismo instante en que Tabitha puso un pie en el pasillo.

—¿Ha llamado alguien? —preguntó con serena inocencia en sus ojos gris verdoso.

—Se habían equivocado de número —dijo Wayne—. Seguro que el café ya está.

***

WAYNE NO ESTABA BIEN Y LO SABÍA. LOS NIÑOS QUE ESTABAN BIEN no hablaban por teléfono con niños muertos. Los niños que estaban bien no tenían sueños como los suyos. Pero ninguna de estas cosas —ni las llamadas ni los sueños— era el principal indicador de que Algo le Pasaba. Lo que dejaba claro que Algo le Pasaba era cómo se sentía cada vez que veía un accidente de avión: electrificado, excitado y culpable a la vez, como si estuviera mirando pornografía.

La semana anterior, cuando iba con su padre en el camión, habían visto una ardilla cruzar la carretera corriendo delante de un coche y morir aplastada y Wayne había soltado una carcajada repentina e inesperada. Su padre se había vuelto a mirarle perplejo, había fruncido los labios para hablar, pero no había dicho nada, disuadido tal vez por la expresión conmocionada y triste de Wayne. Este no quería pensar que una cosa así era divertida, una ardillita haciendo zig en lugar de zag, espachurrada por un neumático Goodyear. Aquella era de la clase de cosas que hacían reír a Charles Manx. Pero es que no podía evitarlo.

Hubo una vez en que vio un vídeo en YouTube sobre el genocidio en Sudán y se descubrió sonriendo.

También estaba la historia de una niña secuestrada en Salt Lake City, una bonita chica de doce años, rubia y con sonrisa tímida. Wayne había visto la noticia en el telediario transido de emoción, sintiendo envidia de la pequeña.

Y luego estaba la sensación recurrente de que tenía tres hileras extra de dientes, ocultas en algún lugar detrás del paladar. Se pasaba la lengua una y otra vez por la boca e imaginaba que las notaba, una colección de pequeñas cordilleras justo debajo de las encías. Ahora sabía que la pérdida de sus dientes normales era algo que había imaginado, una alucinación producida por el sevoflurano, lo mismo que había imaginado Christmasland (¡mentiras!). Pero el recuerdo de estos otros dientes era más real, más vívido, que las cosas que hacía cada día: el colegio, las visitas al psicólogo o las comidas con su padre y Tabitha Hutter.

En ocasiones se sentía como un plato llano roto por la mitad y después pegado, pero cuyas partes no terminan de encajar. Una de ellas —la que correspondía a su vida antes de Charlie Manx— desentonaba microscópicamente con la otra. Si Wayne se alejaba un poco y miraba el plato mal pegado no lograba entender que nadie quisiera quedárselo. Ya no servía para nada. Al pensar aquello Wayne no sentía el más mínimo desánimo, y eso era parte de problema. Hacía mucho tiempo que no sentía nada parecido a la desesperación. En el funeral de su madre había disfrutado mucho cantando los himnos.

La última vez que vio a su madre con vida la estaban metiendo en una camilla por la parte de atrás de una ambulancia. Los paramédicos tenían prisa. Había perdido mucha sangre. Le trasfundieron tres litros en total, suficientes para mantenerla viva toda la noche, pero tardaron demasiado en tratarle el riñón y el intestino perforados, no se dieron cuenta de que su propio cuerpo la estaba envenenando.

Wayne había corrido a su lado sujetándole la mano. Estaban en el aparcamiento de suelo de grava de unos almacenes, carretera abajo de la casa en ruinas de Charlie Manx. Más tarde Wayne se enteraría de que en aquel aparcamiento sus padres habían hablado por primera vez.

—Estás bien, cariño —le había dicho Vic. Sonreía, aunque tenía la cara salpicada de sangre y porquería. Una herida le supuraba encima de la ceja derecha y le habían metido un tubo con oxígeno por la nariz—. El oro no se desgasta. Lo bueno dura, por muy mal que lo trates. Estás bien y lo vas a estar siempre.

Wayne sabía a qué se refería su madre. Le estaba diciendo que no era como los niños de Christmasland. Le estaba diciendo que seguía siendo él mismo.

Pero eso no era lo que le había dicho Charlie Manx. Charlie Manx había dicho que no había manera de quitar la sangre de la seda.

Tabitha Hutter dio un sorbo a su café y miró por la ventana que estaba sobre el fregadero.

—Tu padre ha sacado ya el camión. ¿Coges una chaqueta por si hace frío y nos vamos?

—Sí, vámonos —dijo Wayne.

***

SE APELOTONARON DENTRO DEL CAMIÓN GRÚA, WAYNE EN EL medio. Hubo un tiempo en el que los tres no habrían cabido, pero el Nuevo Lou no ocupaba tanto espacio como el viejo Lou. El Nuevo Lou tenía un look a lo Boris Karloff en Frankenstein, con brazos larguiruchos y desgarbados y un estómago hundido bajo el pecho fornido. También tenía cicatrices a lo Frankenstein, que arrancaban a la altura del cuello de la camiseta, le recorrían el cuello y terminaban detrás de la oreja izquierda, donde le habían hecho la angioplastia. Después de esta y de que le pusieran el bypass gástrico, la grasa simplemente se derritió, igual que un helado al sol. Lo más llamativo eran sus ojos. Parecía imposible que perder peso le cambiara los ojos a alguien, pero Wayne era ahora más consciente de ellos, de su mirada intensa e inquisidora.

Wayne se acomodó junto a su padre y a continuación se inclinó hacia delante porque algo se le había clavado en la espalda. Era un martillo, no forense, un martillo corriente, de carpintero, con un mango de madera desgastado. Wayne lo puso en el asiento junto a su padre.

La grúa se encaminó al norte desde Gunbarrel, subiendo por carreteras serpenteantes entre abetos centenarios hacia un cielo azul inmaculado. Abajo en Gunbarrel hacía calor donde daba el sol directamente, pero allí arriba las copas de los árboles se mecían inquietas en una brisa fresca que transportaba la fragancia de los álamos de colores cambiantes. Las laderas de las colinas tenían vetas doradas.

—Y el oro no se desgasta —susurró Wayne. En cambio las hojas no hacían más que caerse, cruzando la carretera, surcando la brisa.

—¿Qué has dicho? —preguntó Tabitha.

Wayne negó con la cabeza.

—¿Qué tal si ponemos la radio? —preguntó Tabitha y alargó la mano para encenderla.

Wayne no habría sabido explicar por qué prefería el silencio, por qué la idea de la música le asustaba.

Con un fino trasfondo de electricidad estática, Bob Seger explicaba su afición al rock and roll de los viejos tiempos. Aseguraba que si a alguien se le ocurría poner música disco cogería la puerta y se iría.

—¿Dónde ha sido el accidente? —preguntó Tabitha y Wayne percibió con indiferencia un atisbo de sospecha en su voz.

—Ya casi estamos —dijo Lou.

—¿Ha habido heridos?

Lou dijo:

—Es un accidente que ocurrió hace algún tiempo.

Wayne no supo adónde iban hasta que dejaron la tienda-gasolinera a la izquierda. Claro que ya no era una tienda-gasolinera, no lo era desde hacía una década. Los surtidores seguían a la entrada, uno de ellos ennegrecido, la pintura quemada después de incendiarse el día que Charlie Manx se detuvo allí a repostar. Las colinas al norte de Gunbarrel tenían su propia colección de minas abandonadas y ciudades fantasma, y no había nada extraordinario en una casa estilo refugio con las ventanas rotas y nada dentro excepto sombras y telarañas.

—¿Qué es lo que tiene pensado, señor Carmody? —preguntó Tabitha.

—Una cosa que me pidió Vic que hiciera —dijo Lou.

—Entonces quizá no deberías haber traído a Wayne.

—Más bien me parece que no debería haberte traído a ti —dijo Lou—. Tengo la intención de manipular pruebas.

Tabitha dijo:

—Bueno. Esta mañana no estoy de servicio.

Lou dejó atrás la tienda y al cabo de medio kilómetro aminoró la marcha. El camino de grava a la Casa Trineo quedaba a la derecha. Cuando Lou lo cogió, el ruido estático subió de volumen imponiéndose a la voz arenosa y afable de Bob Seger. Era imposible sintonizar nada en los alrededores de la Casa Trineo. Incluso a la ambulancia le había costado enviar un mensaje inteligible al hospital de Gunbarrel. Al parecer tenía que ver con los contornos de los salientes de las montañas. En los desfiladeros de las Rocosas era fácil perder de vista el mundo de abajo, y entre los picos, los árboles y los fuertes vientos el siglo XXI se convertía en mero constructo, en una noción que el hombre había impuesto al mundo y a la que la roca era por completo ajena.

Lou detuvo el camión y se bajó para apartar una valla azul de la policía. Después siguieron camino.

El camión grúa traqueteó por el sendero sin asfaltar hasta casi la puerta de la casa en ruinas. Las hojas de zumaque enrojecían con el frío otoñal. En alguna parte, un pájaro carpintero arremetía contra un pino. Después de que el Nuevo Lou aparcara, de la radio solo salía ruido parásito.

Si Wayne cerraba los ojos podía ver a los niños de la electricidad estática, esos niños perdidos en el espacio entre realidad y pensamiento. Los tenía tan cerca que casi podía oír sus risas por debajo del silbido de la radio. Se estremeció.

Su padre le puso una mano en la pierna y Wayne abrió los ojos y le miró. Lou estaba fuera del camión, pero se había asomado a la cabina para apoyar una de sus manazas en la rodilla de Wayne.

—No pasa nada, Wayne —dijo—. No pasa nada. Estás a salvo.

Wayne asintió, pero su padre le había interpretado mal. No estaba asustado. Temblaba, pero de emoción. Los otros niños estaban tan cerca, esperando que volviera con ellos y soñara hasta hacer realidad un mundo nuevo, una nueva Christmasland con atracciones, comida y juegos. Tenía la capacidad de hacer algo así. Todo el mundo la tenía, en realidad. Necesitaba algo, una herramienta, un instrumento de placer, de diversión que pudiera usar para hacer un agujero en este mundo y cruzar a su paisaje interior secreto.

Notó la cabeza metálica del martillo contra su cadera, lo miró y pensó: Puede. Coge el martillo y aplástale la cabeza a tu padre. Cuando imaginaba el ruido que haría —el golpe penetrante y hueco del acero contra el hueso— sentía cosquillas de emoción. Darle un martillazo a Tabitha en esa cara redonda, de zorra guapa y lista, partirle las gafas, saltarle todos los dientes. Eso sería divertido. Imaginarla con los labios carnosos cubiertos de sangre le producía una descarga inconfundiblemente erótica. Y cuando hubiera acabado con ellos se iría a dar una vuelta por el bosque, volvería a la pared de roca, donde había estado el túnel de ladrillo que conducía a Christmasland. La golpearía, le daría con el martillo hasta abrir una rendija por la que entrar. La emprendería a martillazos hasta abrir un agujero en este mundo por el que escabullirse de vuelta al otro, al mundo de pensamientos donde le esperaban los otros niños.

Pero mientras seguía dándole vueltas, fantaseando con la idea, el padre le quitó la mano de la pierna y cogió el martillo.

—¿De qué va todo esto? —dijo Tabitha entre dientes, antes de soltarse el cinturón de seguridad y bajar por su lado del camión.

El viento susurró entre los pinos. Los ángeles se mecieron. Bolas plateadas refractaban la luz en haces brillantes y policromados.

Lou salió del camino y se dirigió hacia el terraplén. Levantó la cabeza —ahora ya tenía una sola barbilla y bastante bonita— y volvió sus ojos de tortuga sabia hacia los adornos en las ramas. Pasado un rato cogió uno, un ángel blanco que tocaba una trompeta dorada, lo dejó encima de una piedra y lo hizo añicos con el martillo.

Hubo un momentáneo silencio en el sonido de estática de la radio.

—¿Lou? —preguntó Tabitha mientras rodeaba la parte delantera del camión y Wayne pensó que si se ponía al volante y metía la directa podría atropellarla. Se imaginó el sonido que haría su cráneo contra la rejilla y empezó a sonreír, la idea era bastante divertida, pero entonces Tabitha se fue hacia los árboles. Wayne parpadeó rápidamente para apartar aquel pensamiento horrible, macabro y maravilloso y saltó también del camión.

Una ráfaga de viento le revolvió el pelo.

Lou cogió un adorno plateado espolvoreado de purpurina, una bola del tamaño de una pelota de béisbol, y le asestó un golpe con el martillo como si fuera un bate de beisbol. La bola de purpurina explotó en una bonita polvareda de cristal opalescente e hilos de cobre.

Wayne permaneció cerca del camión, mirando. A su espalda, a través del rugido del ruido blanco, oía un coro infantil cantando un villancico. Decían algo sobre fieles que tenían que ir a adorar. Las voces sonaban lejanas, pero nítidas y dulces.

Lou destrozó un árbol de Navidad de cerámica y un pastel de porcelana espolvoreado con purpurina dorada y copos de nieve de hojalata. Empezó a sudar y se quitó el chaquetón de franela.

—Lou —repitió Tabitha, desde el borde del terraplén—. ¿Por qué haces eso?

—Porque uno de estos adornos es el suyo —dijo Lou y señaló a Wayne con la cabeza—. Vic lo trajo casi entero, pero necesito recuperar el resto.

El viento aulló más fuerte. Los árboles se inclinaron. Daba un poco de miedo ver cómo las ramas se movían de un lado a otro. Volaban agujas de pino y hojas.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Me conformo con lo mínimo: es decir, que no me detengas.

Lou le dio la espalda y cogió otro adorno, que aplastó con un tintineo musical.

Tabitha miró a Wayne.

—Nunca me ha gustado lo mínimo si puedo hacer más. ¿Te apetece echar una mano? Parece divertido.

Wayne tuvo que admitir que era verdad.

Tabitha usó la culata de su pistola y Wayne una roca. Dentro del coche, el coro navideño fue subiendo de volumen hasta que incluso Tabitha lo oyó y dirigió una mirada interrogante hacia el camión. Lou en cambio lo ignoró y siguió aplastando hojas de acebo y coronas de alambre, y a los pocos segundos el ruido blanco atronó de nuevo, ahogando la canción.

Wayne destrozó ángeles con trompetas, ángeles con arpas, ángeles con las manos unidas en una plegaria. Destrozó a Papá Noel con todos sus renos y todos sus elfos. Al principio reía. Luego dejó de resultarle tan divertido. Después de un rato le dolían los dientes. La cara le ardía, luego la notó fría, luego tan fría que le quemaba con un calor helado. No sabía por qué y tampoco se detuvo demasiado a pensarlo.

Se disponía a destrozar un cordero de cerámica con un trozo de esquisto cuando por el rabillo del ojo detectó algo moverse y descubrió a una niña de pie junto a las ruinas de la Casa Trineo. Llevaba un camisón mugriento —que había sido blanco una vez pero ahora estaba básicamente rojo por los manchurrones de sangre seca— y tenía el pelo todo enmarañado. Su cara bonita y pálida parecía acongojada y lloraba en silencio. Tenía los pies ensangrentados.

Pómosch —dijo y el sonido casi se perdió en el viento. Pómosch. Wayne nunca había oído la palabra rusa para «ayuda», pero entendió lo que decía la niña.

Tabitha se fijó en que Wayne miraba algo, se volvió y vio a la niña.

—Dios mío —dijo—. Lou. ¡Lou!

Lou miró a la niña que estaba en el jardín, Marta Gregorski, desaparecida desde 1991. Tenía doce años cuando se la vio por última vez en un hotel en Boston y ahora, veinte años más tarde, seguía teniendo la misma edad. Lou no pareció sorprenderse demasiado al verla. Tenía aspecto cansado, rostro ceniciento y el sudor le corría por las mejillas flácidas.

—Tengo que terminar, Tabby —dijo—. ¿La ayudas tú?

Tabitha se volvió y le miró asustada y perpleja. Enfundó el arma, se dio la vuelta y echó a andar deprisa sobre las hojas muertas.

De un arbusto detrás de Marta salió un niño, de diez años y pelo oscuro, vestido con un sucio uniforme azul y rojo de alabardero de la Torre de Londres. Los ojos de Brad McCauley eran a la vez tristes, interrogantes y asustados. Miró largamente de reojo a Marta y rompió en sollozos.

Wayne se giró sobre sus talones y los miró a los dos. En el sueño de la noche anterior Brad había llevado el uniforme de alabardero. Se sentía mareado y tenía ganas de sentarse, pero cuando se balanceó hacia atrás —a punto de caerse al suelo— su padre le sujetó poniéndole una de sus manazas en el hombro. Aquellas manos no acababan de pegar con el cuerpo del Nuevo Lou, le restaban armonía a su esqueleto ya de por sí grande y desgarbado.

—Oye, Wayne —dijo Lou—. Oye. Límpiate la cara en mi camiseta, si quieres.

—¿Qué? —preguntó Wayne.

—Estás llorando, chaval —dijo Lou y alargó la otra mano, en la que tenía fragmentos de cerámica de una luna hecha añicos—. Llevas llorando ya un rato, así que supongo que este era el tuyo, ¿no?

Wayne encogió los hombros con un espasmo. Trató de contestar, pero no lograba arrancarle ningún sonido a la garganta. Las lágrimas en sus mejillas le quemaban en el frío viento y entonces fue incapaz de controlarse y hundió la cara en el estómago de su padre, echando de menos por un momento al viejo Lou, aquella mole osuna y reconfortante.

—Lo siento —musitó con voz ahogada y extraña. Se pasó la lengua por la boca pero ya no notaba los dientes secretos, algo que le produjo tal explosión de alivio que necesitó agarrarse a su padre para no caer al suelo—. Lo siento, papá. Ay, perdóname, por favor —hablaba jadeante y entre sollozos.

—¿Perdonarte por qué?

—No sé. Por llorar. Por llenarte de mocos.

Lou dijo:

—Nadie tiene que pedir perdón por llorar, colega.

—Me encuentro mal.

—Sí, lo sé. No pasa nada. Creo que lo tienes se llama condición humana.

—¿Es muy grave?

—Sí. De hecho me temo que es siempre mortal.

Wayne asintió.

—Bueno, supongo que eso es bueno.

Detrás de ellos, a lo lejos, Wayne oía la voz serena y reconfortante de Tabitha, preguntando nombres, diciéndoles a los niños que no pasaba nada, que se iba a ocupar de ellos. Pensó que, si se daba la vuelta, vería quizá a una docena de ellos y que el resto debía de estar en camino, saliendo de entre los árboles, dejando atrás la electricidad estática. Oía llorar a algunos. La condición humana era contagiosa, al parecer.

—Papá —dijo Wayne—. ¿Te importa que este año nos saltemos las Navidades?

Lou dijo:

—Como Papá Noel intente colarse por nuestra chimenea le mando de vuelta con una patada en el culo. Te lo prometo.

Wayne rio. Una risa que tenía más de sollozo. Eso era bueno.

De vuelta a la carretera escucharon el rugido de una moto acercándose y a Wayne se le ocurrió la idea —una idea descabellada y horrible— de que podría ser su madre. Los niños habían vuelto de algo parecido a la muerte y a lo mejor ahora le tocaba a ella. Pero no era más que un tipo cualquiera dando una vuelta en su Harley. Pasó junto a ellos con un ruido atronador mientras el cromado de su carrocería arrojaba destellos. Era ya principios de octubre, pero bajo la luz directa e intensa del sol de la mañana todavía hacía calor. Se acercaba el otoño, al que seguiría el invierno, pero por el momento todavía hacía buen tiempo para montar en moto.

***

Empezado el 4 de julio de 2009

Terminado en las vacaciones de 2011

Joe Hill, Exeter, New Hampshire