GEMIDO AGUDO.
Confusión de polvo y motas de fuego danzarinas.
El mundo se sumió en un pañuelo de silencio donde el único sonido era un suave pitido, no muy distinto al de la carta de ajuste de la televisión.
El tiempo se reblandeció y avanzó con la dulce lentitud del sirope deslizándose por las paredes de un frasco.
Vic avanzó entre la atmósfera de destrucción y vio un fragmento de árbol ardiendo del tamaño de un Cadillac caer delante de ella, en apariencia desplazándose a menos de una quinta parte de su velocidad lógica.
En la silenciosa tormenta de escombros —un torbellino de humo rosado— había perdido de vista a Manx y a su coche. Solo atisbó a Wayne, a cuatro patas en el suelo y disponiéndose a levantarse igual que un corredor en los tacos de salida. La niña de pelo largo y rojo estaba detrás de él con el cuchillo, que ahora sujetaba con las dos manos. La tierra tembló y le hizo perder el equilibrio, proyectándola contra el muro de piedra en que terminaba Christmasland.
Vic la esquivó y la niña, Millie, se volvió para verla pasar con su boca de lombriz abierta en un gesto enfermizo de rabia, las hileras de dientes apiñadas en la garganta. La niña empujó el muro para separarse y al hacerlo, este cedió y se la llevó consigo. Vic la vio precipitarse hacia la nada y perderse en la tormenta de luz blanca.
Le pitaban los oídos. Pensaba que estaba llamando a Wayne, pero este echó a correr —sordo y ciego— sin mirar atrás.
La Triumph la ayudó a alcanzarlo. Se dobló por la cintura, lo agarró por la parte de atrás de los pantalones cortos y lo subió en la moto detrás de ella, todo sin necesidad de frenar. Y es que había tiempo de sobra. Todo se movía tan lenta y silenciosamente que Vic podría haber contado cada ascua que flotaba en el aire. El riñón perforado le dolió intensamente por aquel movimiento brusco de la cintura, pero Vic, que empezaba ya a agonizar, no dejó que eso la preocupara.
Del cielo nevaba fuego.
En algún lugar a su espalda, la nieve de cien inviernos ahogó Christmasland como una almohada apretada contra la cara de un enfermo terminal.
Había sido agradable llevar detrás a Lou Carmody abrazándola, oler su aroma a pinos y a taller, pero más agradable aún era volver sentir los brazos de su hijo alrededor de la cintura.
Por lo menos en aquella oscuridad zumbona y apocalíptica no había villancicos. Cómo odiaba Vic los villancicos. Siempre lo había hecho.
Otro árbol en llamas se desplomó a su derecha, chocó contra el empedrado y explotó haciendo saltar brasas del tamaño de platos. Una flecha incendiaria, tan larga como el antebrazo de Vic, rasgó el aire y le hizo un corte en la frente justo encima de la ceja derecha. No lo notó, aunque sí la vio pasar delante de sus ojos.
Metió cuarta sin que le costara ningún esfuerzo.
Su hijo la abrazó más fuerte. El riñón le dio otra punzada. Wayne la estaba exprimiendo hasta dejarla sin vida y era una sensación de lo más dulce.
Vic apoyó una mano sobre las dos de Wayne entrelazadas sobre su ombligo y le acarició los nudillos pequeños y pálidos. Seguía siendo su hijo. Lo sabía porque tenía la piel caliente y no helada y muerta, como los pequeños vampiros de Charlie Manx. Siempre sería suyo. Wayne era oro puro y el oro no se desgastaba.
NOS4A2 apareció a su espalda rodeado de humo. Vic lo oyó a través del silencio muerto y vibrante, escuchó un gruñido inhumano, un rugido de odio de alta precisión perfectamente articulado. Los neumáticos traqueteaban y avanzaban a sacudidas sobre el suelo de roca pulverizada. Los faros iluminaban la tormenta de polvo —aquella borrasca de grava— y la hacían brillar como si fuera una lluvia de diamantes. Manx iba al volante y llevaba la ventanilla bajada.
—¡TE VOY A ASESINAR, BRUJA INMUNDA! —gritó y Vic lo escuchó también aunque amortiguado, como el sonido del mar dentro de una caracola—. ¡OS VOY A ATROPELLAR A LOS DOS! ¡HAS MATADO A LOS MÍOS Y AHORA YO VOY A HACER LO MISMO CONTIGO!
El guardabarros chocó con la rueda trasera de la moto, que experimentó una fuerte sacudida. El manillar tembló y trató de soltarse de las manos de Vic. Esta lo sujetó con fuerza. De no ser así, la rueda delantera viraría violentamente a un lado o al otro, se caerían de la moto y el Espectro les pasaría por encima.
El guardabarros les embistió de nuevo y Vic se dobló tanto hacia delante que casi tocó el manillar con la cabeza.
Cuando levantó la vista allí estaba el Puente del Atajo, su boca oscura resaltando en la bruma color algodón de azúcar. Vic exhaló largamente y despacio y casi se estremeció de alivio. El puente estaba allí y la sacaría de aquel lugar, de vuelta adonde necesitaba ir. Las sombras que la esperaban dentro eran, a su manera, tan reconfortantes como la mano fresca de su madre en su frente febril. Echaba de menos a su madre, a su padre y a Lou y sentía que no hubieran pasado más tiempo todos juntos. Tenía la sensación de que la estarían esperando —no solo Lou— al otro lado del puente, esperando a que se bajara de la moto para abrazarla.
La Triumph cruzó el umbral de madera del Atajo y empezó a traquetear sobre los tablones. A su izquierda Vic vio la ya familiar pintada verde, tres letras en torpe caligrafía: LOU →.
El Espectro entró en el puente detrás de ella, chocó contra la polvorienta Raleigh y la hizo volar por los aires. Adelantó a Vic por la derecha. La nieve entró rugiendo detrás como una ráfaga atronadora y taponó la entrada al puente igual que un corcho encajado en una botella.
—¡ZORRA TATUADA! —gritó Manx, y su voz resonó en el amplio espacio deshabitado—. ¡PUTA TATUADA Y ASQUEROSA!
El guardabarros embistió de nuevo a la Triumph por detrás y esta derrapó hacia la derecha. El hombro de Vic chocó contra la pared con tal fuerza que estuvo a punto de caerse del sillín. La madera de la pared se rompió y por entre las grietas asomó el furioso ruido blanco. El Atajo retumbó y se estremeció.
—Mamá, hay murciélagos —dijo Wayne con voz queda, una voz de niño más joven y más pequeño—. Mira cuántos.
El aire se llenó de murciélagos salidos de entre las vigas del techo. Volaban de un lado para otro aterrorizados y Vic agachó la cabeza y condujo entre ellos. Uno se le estrelló en el pecho, cayó en su regazo y aleteó histérico antes de remontar el vuelo. Otro le rozó la mejilla con su ala aterciopelada, de una calidez suave, secreta y femenina.
—No tengas miedo —le dijo a Wayne—. No te van a hacer nada. ¡Eres Bruce Wayne! Los murciélagos son tus amigos, chaval.
—Es verdad —dijo Wayne—. Es verdad, soy Bruce Wayne —como si lo hubiera olvidado temporalmente. Quizá así era.
Vic se giró y vio un murciélago chocar contra el parabrisas del Espectro con la fuerza suficiente para dibujar una telaraña en el cristal justo a la altura de la cara de Manx. Un segundo murciélago se estrelló en el otro lado del cristal delantero en una bola de sangre y pelo. Se quedó atrapado en uno de los limpiaparabrisas y agitó frenético un ala destrozada. Un tercero y un cuarto rebotaron en el cristal y se alejaron volando en la oscuridad.
Manx gritaba sin parar, no de miedo, sino de impotencia. Vic no quería oír la otra voz dentro del coche, la voz de niña —«¡Papá, no tan deprisa, papá!»— pero la oyó de todas maneras, ya que el espacio cerrado del puente transportaba y amplificaba los sonidos.
El Espectro perdió el control, viró bruscamente a la izquierda y el guardabarros delantero se dio contra la pared y arrancó casi un metro de superficie de esta, revelando el zumbido de ruido blanco y un vacío inconcebible.
Manx enderezó el volante y el Espectro dio un bandazo hasta chocar con la pared contraria del puente. El sonido de tablones astillándose y saltando era como fuego de ametralladora. Los maderos del suelo debajo del coche también saltaron hechos añicos. Un granizo de murciélagos aporreó el parabrisas, que cedió. Les siguieron más murciélagos, que se metieron dentro golpeando a Manx y a la niña en la cabeza. La niñita empezó a chillar y Manx soltó el volante, manoteando para defenderse.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, criaturas repugnantes! —gritó. Luego dejó de hablar y solo hubo gritos.
Vic aceleró y la moto se propulsó hacia delante recorriendo el Atajo a gran velocidad y cruzando la oscuridad bullente de murciélagos. Corrió hacia la salida a ochenta, noventa, cien kilómetros por hora, como un cohete.
Detrás de ella el morro del Espectro se hundió en el suelo del puente. La parte trasera se levantó. Manx resbaló hacia delante, contra el volante, la boca abierta en un aullido aterrorizado.
—¡Nooo! —pensó Vic que gritaba. O quizá fue «¡Jo, jo, jo!».
El Espectro se precipitó a la nieve y al ruido blanco arrastrando el puente con él. El Atajo pareció doblarse por la mitad y de repente Vic se encontró circulando cuesta arriba. Después se hundió el centro y se levantaron los extremos, como si el puente quisiera cerrarse igual que un libro, una novela que toca a su fin, una historia que tanto el autor como el lector se disponen a olvidar.
NOS4A2 cayó por entre los restos del suelo carcomido y ruinoso del puente, se precipitó a la furiosa luz blanca y al ruido parásito, descendió trescientos metros y veintiséis años, atravesando el tiempo hasta caer en el río Merrimack en 1986, donde quedó arrugado igual que una lata de cerveza. El motor salió por el salpicadero y se empotró en el pecho de Manx como un corazón de hierro de doscientos kilos de peso. Murió con la boca llena de aceite de motor. El cuerpo de la niña que viajaba con él fue arrastrado por la corriente casi hasta el puerto de Boston. Cuando se descubrió su cadáver, cuatro días más tarde, tenía varios murciélagos muertos enredados en el pelo.
Vic aceleró, a ciento veinte, a ciento cuarenta. Los murciélagos salieron del puente y volaron a su alrededor en la noche, todos ellos, todos sus pensamientos, recuerdos, fantasías y sentimientos de culpa: besar el pecho desnudo de Lou la primera vez que le quitó la camiseta; montar su bicicleta de diez marchas en la sombra esmeralda de una tarde de agosto; golpearse los nudillos en el carburador de la Triumph mientras trataba de apretar un tornillo. Era agradable verlos volar, liberarlos, liberarse de ellos, dejar de pensar de una vez. La moto llegó a la salida y voló con ellos. Por un momento planeó en la noche con el motor rugiendo en la gélida oscuridad. Su hijo la abrazaba con fuerza.
Las ruedas aterrizaron de golpe, Vic salió impulsada hacia el manillar y el pinchazo del riñón se convirtió en un dolor desgarrador e insoportable. Conduzca con cuidado, pensó, reduciendo la velocidad mientras la rueda delantera temblaba y cabeceaba y la moto amenazaba con tirarlos a los dos y caer al suelo con ellos. El motor chilló al enfilar el camino de surcos. Vic había vuelto al claro del bosque desde el cual Manx les había conducido hasta Christmasland. La hierba batía frenética contra ambos lados de la moto.
Fue reduciendo la velocidad cada vez más hasta que la moto carraspeó y se calló. Vic metió el punto muerto. Por fin la Triumph se detuvo en el lindero de un bosque y Vic pudo volverse para mirar atrás. Wayne hizo lo mismo, todavía abrazado con fuerza a su cintura, como si siguieran en la moto a ciento veinte kilómetros por hora.
Al otro lado del prado Vic vio el Puente del Atajo y un montón de murciélagos que salían a la noche estrellada. A continuación y muy despacio, la entrada al puente cayó hacia atrás —de repente no tenía nada que la sujetara— y explotó como una burbuja de aire al tocar el suelo, arrugando la hierba alta por efecto de la oscilación.
El niño y su madre miraban lo ocurrido desde la moto. Los murciélagos chillaban bajito en la oscuridad. Vic se sentía serena por dentro. No estaba segura de si le quedaba gran cosa en su interior, aparte de amor, y eso ya era bastante.
Puso el pie en el pedal de arranque. La Triumph suspiró pidiendo perdón. Vic lo intentó de nuevo mientras notaba cosas que se desgarraban en su interior y escupía más sangre. Una tercera vez. El pedal casi se negaba a bajar y la moto no emitía ruido alguno.
—¿Qué le pasa, mamá? —preguntó Wayne con su nueva y suave voz de niño pequeño.
Vic empujó la moto atrás y adelante entre las piernas. La Triumph crujió un poco, pero nada más. Entonces Vic comprendió y rio, una risa débil y seca, pero sincera.
—Nos hemos quedado sin gasolina —dijo.