Bajo el gran árbol

—¿QUÉ ES LO QUE HAS DICHO, VICTORIA? —PREGUNTÓ MANX—. ¿Última oportunidad? Sí, pero la tuya, me parece. Ahora que todavía puedes, deberías darte la vuelta y largarte en tu moto.

—Wayne —dijo Vic ignorando a Manx y mirando a su hijo a la cara—. Oye, ¿sigues pensando al revés como te dijo tu abuelita que hicieras? Dime que sí, anda.

Wayne la miró perplejo, como si su madre le hubiera hecho una pregunta en una lengua extranjera. Tenía la boca entreabierta. Luego, despacio, dijo:

—.mamá ,intento lo pero ,difícil Es

Manx sonreía, pero el labio superior se le retiró dejando ver sus dientes torcidos y a Vic le pareció detectar un atisbo de irritación en sus chupadas facciones.

—¿Qué son estas majaderías? ¿Estás jugando a algo, Wayne? Porque a mí me encantan los juegos, siempre que pueda jugar yo también, claro. ¿Qué es lo que acabas de decir?

—¡Nada! —dijo Wayne en un tono de voz que sugería que decía la verdad, que estaba tan confuso como Manx—. ¿Por qué? ¿Qué parece que he dicho?

—Ya te he dicho que es mío, Manx —dijo Vic—. Te he dicho que no te lo puedes quedar.

—Pero si ya le tengo, Victoria —dijo Manx—. Le tengo y no le pienso soltar.

Vic se quitó la mochila del hombro y se la colocó en el regazo. Abrió la cremallera, metió la mano y sacó uno de los apretados paquetes de ANFO.

—Pues si no le dejas ir, me temo que se ha terminado la Navidad para todos nosotros. Voy a mandar este sitio a tomar por culo.

Manx se retiró el sombrero con el pulgar.

—¡Madre mía, mira que eres malhablada! Nunca he podido acostumbrarme a que las mujeres hablen tan mal. Siempre me ha parecido una ordinariez.

La niña rechoncha del abrigo de piel dio otro paso adelante arrastrando los pies. Sus ojos, medio ocultos entre pliegues de piel, arrojaban unos destellos rojos que le recordaron a Vic a un perro rabioso. Vic aceleró un poco y la moto recorrió unos pocos metros. Quería poner un poco de distancia entre ella y los niños que la acorralaban. Le dio la vuelta al paquete de ANFO, encontró el temporizador, lo programó para lo que calculó eran cinco minutos y pulsó el botón para ponerlo en marcha. Esperó entonces que una ráfaga irrevocable y aniquiladora de luz blanca borrara el mundo y se puso tensa en preparación para un último y desgarrador estallido de dolor. Pero no ocurrió nada. Nada de nada. Ni siquiera estaba segura de que el temporizador estuviera en marcha, pues no emitía sonido alguno.

Sostuvo el paquete de ANFO encima de la cabeza.

—Esta cosa tiene un puto temporizador, Manx. Creo que va a saltar en tres minutos, pero me puedo equivocar en dos menos o dos más. Y llevo muchos más en la bolsa. Mándame a Wayne. Mándamelo ahora mismo y en cuanto esté subido a la moto quito el temporizador.

Manx dijo:

—Pero ¿qué tienes ahí? Si parece una de esas almohaditas que te dan en los aviones. Yo he volado solo una vez, de San Louis a Baton Rouge. ¡Nunca más! Tuve suerte de salir vivo. El avión no dejó de dar botes en todo el vuelo, como si colgara de un cordel y Dios estuviera jugando al yo-yo con nosotros.

—Es un paquete de mierda —dijo Vic—. Lo mismo que tú.

—Es un… ¿qué has dicho?

—Es ANFO, un fertilizante enriquecido. Lo empapas en diesel y se convierte en el explosivo más potente que una caja de TNT. Timothy McVeigh destruyó un edificio federal de doce plantas con un par de estos. Lo mismo puedo hacer yo con tu mundo particular y todos sus habitantes.

Incluso a diez metros de distancia Vic podía ver la expresión calculadora en los ojos de Manx mientras pensaba en lo que acababa de oír. Luego su sonrisa se ensanchó.

—No me creo que seas capaz de hacer eso. ¿Volaros a ti y a tu hijo? Tendrías que estar loca.

—¿Ahora te das cuenta, tío?

La sonrisa de Manx fue desapareciendo por etapas. Los párpados cayeron y la expresión de sus ojos se tornó triste y decepcionada.

Abrió la boca y a continuación gritó, y cuando lo hizo la luna abrió su único ojo y gritó con él.

El ojo de la luna era saltón y estaba inyectado en sangre, un saco de pus con un iris. La boca era un desgarrón dentado en la noche. Su voz era la voz de Manx, tan amplificaba que resultaba ensordecedora:

¡COGEDLA! ¡MATADLA! ¡HA VENIDO A QUITARNOS LA NAVIDAD! ¡MATADLA AHORA MISMO!

La montaña se estremeció. Las ramas del inmenso árbol de Navidad se agitaron en la oscuridad. Vic soltó el freno y la moto avanzó otros quince centímetros. La mochila llena de ANFO se le resbaló del regazo y cayó sobre el empedrado.

Los edificios temblaron con los gritos de la luna. Vic nunca había vivido antes un terremoto y estaba sin respiración, presa de un terror innombrable que crecía por debajo del nivel del pensamiento consciente, por debajo del nivel del lenguaje. La luna empezó a chillar —chillar y nada más— en un rugido de furia que hacía girar y bailar enloquecidos los copos de nieve.

La niña gorda dio un paso adelante y lanzó el hacha hacia Vic, igual que un apache en una película del Oeste. El filo pesado y romo le dio en la rodilla mala. El dolor fue inmenso.

Vic soltó de nuevo el freno y la Triumph avanzó una vez más. La mochila no se había quedado atrás, sin embargo, porque la moto la arrastraba. Una de las asas se había quedado enganchada al reposapiés trasero, que Lou había bajado cuando se subió con Vic a la moto. Lou Carmody al rescate, como siempre. Seguía teniendo el ANFO, pues, aunque no al alcance de la mano.

ANFO. Llevaba un paquete en la mano, sujeto contra el pecho con la mano izquierda, el temporizador supuestamente en marcha. Aunque no hacía tictac ni ningún otro sonido que sugiriera que estaba funcionando.

Tíralo, pensó. En algún sitio que le demuestre todo el daño que puedes hacer con uno de estos chismes.

Los niños corrieron hacia ella. Salieron de debajo del árbol y llenaron el empedrado. Vic oía sus suaves pisadas a su espalda. Se volvió para buscar a Wayne y vio que la niña alta seguía abrazada a él. Estaban junto al Espectro y la niña continuaba situada a su espalda y le pasaba un brazo con suavidad alrededor del pecho. En la otra mano sostenía el cuchillo con forma de guadaña, que Vic sabía que usaría —contra Wayne— antes de dejarle ir.

Al instante siguiente un niño se abalanzó contra ella. Vic aceleró y la moto saltó hacia delante, dejando al niño tumbado en la carretera, bocabajo. La mochila llena de ANFO enganchada al reposapiés saltó y rebotó en el empedrado cubierto de nieve.

Vic avanzó derecha hacia el Rolls-Royce, como si tuviera intención de estrellarse contra él. Manx cogió a la niña pequeña —¿Lorrie?— y retrocedió hacia la puerta abierta en un gesto protector propio de cualquier padre. Con aquel gesto Vic lo comprendió todo. Todo lo que Manx les había hecho a aquellos niños hasta convertirlos en lo que eran obedecía a un impulso por mantenerlos a salvo, por evitar que el mundo les atropellara. Estaba convencido de hacer lo correcto. Aunque lo mismo les ocurría a todos los monstruos, supuso Vic.

Pisó el freno mientras apretaba los dientes para contrarrestar el dolor punzante y feroz de la rodilla izquierda y giró el manillar. La moto trazó una vuelta de casi ciento ochenta grados. Vic se encontró con una fila de niños, una docena, que corrían hacia ella. Aceleró de nuevo y la Triumph arremetió contra ellos, obligándoles —a casi todos— a dispersarse como hojas secas en un huracán.

Sin embargo uno de ellos, una niña espigada con camisón rosa, siguió agachada y cortándole el paso. Vic quiso seguir adelante, atropellarla, joder, pero en el último momento giró el manillar en un intento por esquivarla. No podía evitarlo, era incapaz de atropellar a una niña.

La moto cabeceó peligrosamente en las piedras resbaladizas y perdió velocidad, y la niña aprovechó para subirse. Clavó sus garras —porque eran garras de bruja, con las uñas largas y dentadas— en la pierna de Vic y, tras tomar impulso, se sentó en el asiento trasero.

Vic aceleró de nuevo y la moto saltó hacia delante, ganando velocidad conforme trazaba el círculo de la rotonda.

A su espalda, la niña emitía ruidos, gruñidos y bufidos como los de un perro. Una mano rodeó la cintura de Vic y esta casi gritó al contacto con el frío, un frío tan intenso que quemaba.

La niña cogió un trozo de cadena con la otra mano, la levantó y golpeó con ella la rodilla izquierda de Vic, como si de alguna forma supiera dónde hacerle más daño. Fue como si un petardo explotara detrás de la rótula de Vic, que sollozó y lanzó el codo hacia atrás. El codo le dio a la niña en plena cara y la piel blanca pareció esmalte resquebrajado.

La niña gritó —un sonido ahogado y roto— y, al volverse a mirarla, a Vic se le puso el estómago del revés y perdió el control de la Triumph.

La bonita cara de la niña se había deformado y mostraba ahora unos labios que se ensanchaban como la boca de una lombriz, un agujero rosa irregular rodeado de dientes que le llegaban hasta la garganta. Tenía la lengua negra y el aliento le olía a carne podrida. Abrió la boca hasta que fue lo bastante grande para que alguien le metiera un brazo por la garganta y después hundió los dientes en el hombro de Vic.

Fue como si se lo cortaran con una sierra mecánica. La manga de la camiseta y la piel debajo de esta se fundieron en una masa sanguinolenta.

La moto se volcó hacia la derecha, levantó chispas doradas al tocar el suelo y derrapó sonoramente por el empedrado. Vic no supo si saltó o se cayó, solo que rodaba dando tumbos por el suelo.

¡LA TENEMOS, LA TENEMOS! ¡HAY QUE RAJARLA! ¡MATARLA!

Gritó la luna y la tierra tembló bajo ella como si pasara un camión pesado a toda velocidad.

Vic yacía con los brazos en cruz y la cabeza contra las piedras. Miró los galeones plateados de nubes en el cielo (muévete).

Trató de evaluar la gravedad de sus heridas. Ya no notaba la pierna izquierda (muévete).

La cadera derecha le quemaba y le dolía. Levantó un poco la cabeza y el mundo bailó a su alrededor con una brusquedad que le produjo náuseas (muévete muévete).

Parpadeó, y por un instante el cielo estuvo poblado no de nubes, sino de electricidad estática, un remolino cargado de partículas blancas y negras (MUÉVETE).

Se apoyó sobre los codos y miró a la izquierda. La Triumph la había llevado hasta la mitad del círculo. Hasta una de las carreteras que conducían al parque de atracciones. Examinó la rotonda y vio niños —hasta cincuenta quizá— que corrían en silencio hacia ella en la oscuridad. Detrás estaba el árbol tan alto como un edificio de diez plantas y, detrás de este, en algún lugar, estaban el Espectro y Wayne.

La luna la miró furiosa desde el cielo con su ojo protuberante horrible e inyectado en sangre.

¡TIJERAS PARA EL VAGABUNDO! ¡TIJERAS PARA LA BRUJA!

Aulló la luna. A continuación, y por un instante, desapareció, como un televisor cuando se cambia de canal. El cielo era un caos de electricidad estática. Vic hasta lo oía silbar.

MUÉVETE, pensó y de repente se encontró de pie y cogiendo la moto por el manillar. La levantó haciendo fuerza con todo el cuerpo y gritó cuando una nueva oleada de dolor fulminante le recorrió la rodilla izquierda y la cadera.

La niña con boca de lombriz había salido disparada contra la puerta de una tienda situada en una esquina. ¡La Tienda de Disfraces de Charlie! Estaba recostada contra la puerta y meneaba la cabeza como si necesitara despejarse. Vic reparó en que el paquete plástico de ANFO había terminado de alguna manera entre los tobillos de la niña.

ANFO, pensó —la palabra había adquirido la cualidad de mantra— y se inclinó a coger la mochila, aún enganchada al reposapiés trasero. La soltó, se la colgó del hombro y se sentó en la moto.

Los niños que corrían hacia ella deberían estar chillando, o lanzando gritos de guerra o algo, pero en lugar de ello avanzaban en una marea silenciosa, saliendo del círculo nevado de la rotonda y desperdigándose por el empedrado. Vic saltó sobre el pedal de arranque.

La Triumph tosió y nada más.

Saltó de nuevo. Uno de los tubos de escape, que se había soltado y colgaba encima del suelo, expulsó gases acuosos, pero el motor se limitó a emitir un sonido cansado y ahogado y se murió.

Una piedra golpeó a Vic en la parte posterior de la cabeza y un dolor negro le estalló detrás de los ojos. Cuando recuperó la visión el cielo estaba otra vez lleno de electricidad estática —por un momento solamente— y a continuación se volvió borroso y reapareció poblado de nubes y oscuridad. Vic pisó de nuevo el pedal de arranque.

Oyó rechinar de bujías que se negaban a hacer contacto, que se fundían.

El primero de los niños la alcanzó. No iba armado —quizá era el que había tirado la piedra—, pero tenía la mandíbula desencajada y su boca era una caverna de obsceno color rosa con una hilera tras otra de dientes. Cerró la boca en la pierna desnuda de Vic y sus dientes ganchudos perforaron carne y desgarraron músculo.

Vic aulló de dolor y pataleó con la pierna derecha para alejar al niño. El talón chocó con el pedal de arranque y el motor se encendió. Giró el acelerador y la moto salió disparada hacia delante. El niño perdió pie y quedó atrás, tirado en el suelo.

Vic miró a la izquierda mientras enfilaba la carretera lateral hacia el Trineo Ruso y el Tiovivo de Renos de Papá Noel.

Veinte, treinta, quizá hasta cuarenta niños echaron a correr por la carretera detrás de ella, muchos de ellos descalzos, sus talones resonando en el suelo de piedra.

La niña que había salido despedida contra la Tienda de Disfraces de Charlie estaba sentada y se inclinó hacia delante para coger el paquete de plástico blanco con ANFO que tenía entre los pies.

Hubo un fogonazo de luz blanca.

La onda expansiva de la explosión arrugó el aire y lo combó por efecto del calor, y por un momento Vic pensó que levantaría la moto y la haría volar.

Todas las ventanas de la calle estallaron. El fogonazo blanco se transformó en una bola de fuego gigante. La Tienda de Disfraces de Charlie se hundió y desintegró en una avalancha de ladrillos llameantes y una tormenta de cristal pulverizado y brillante. Lenguas de fuego salieron a la calle y atraparon a una docena de niños como si fueran monigotes, arrojándolos a la oscuridad de la noche. Los adoquines se desprendieron del pavimento y volaron por los aires.

La luna abrió la boca y se disponía a gritar horrorizada, su único ojo henchido de furia, cuando la onda expansiva alcanzó el cielo de mentira y todo él tembló como una imagen reflejada en un espejo de feria. La luna, las estrellas y las nubes se deshicieron en un campo de nieve blanca y eléctrica. La explosión prosiguió calle abajo. Los edificios se estremecieron. Vic aspiró una bocanada de aire quemado, humo de diésel y ladrillo pulverizado. Después la onda expansiva cedió y el cielo, con un parpadeo, volvió a ser el mismo de antes.

La luna chilló y chilló, con una intensidad casi tan violenta como la explosión.

Vic pasó a toda velocidad junto a un salón de espejos y un museo de cera y se dirigió hacia el carrusel en marcha y brillantemente iluminado, donde en lugar de caballos había renos. Una vez allí frenó y detuvo la moto con un coletazo de la rueda trasera. Tenía el pelo erizado por el calor de la explosión y el corazón le latía con dificultad.

Se volvió para echar un vistazo a la extensión de escombros que había sido la plaza del mercado. Necesitó un momento para asimilar —para aceptar— lo que veían sus ojos. Primero un niño, luego otro y a continuación un tercero salieron de entre el humo y echaron a andar carretera abajo hacia ella. A uno todavía le salía humo del pelo carbonizado. Otros se sentaban a ambos lados de la calle. Vic vio como uno se retiraba con cuidado cristales del pelo. Debería haber estado muerto, pues había salido despedido contra una pared de ladrillo, cada hueso de su cuerpo debía estar hecho astillas. Y sin embargo allí estaba, poniéndose de pie, y Vic comprobó que, de tan exhausta como se encontraba, aquello no le causaba demasiada sorpresa. Porque los niños atrapados en la explosión estaban ya muertos antes de que la bomba detonara. Y ahora no estaban ni más muertos ni tampoco menos decididos a ir a por ella.

Se quitó la mochila del hombro y comprobó su contenido. Estaba todo allí. Lou había conectado temporizadores a cuatro de los paquetes de ANFO, uno de los cuales ya no estaba. En el fondo de la mochila quedaba otro par de paquetes, pero sin temporizador.

Se colgó de nuevo la mochila al hombro y prosiguió camino, dejó atrás el Tiovivo de Renos y recorrió unos cientos de metros hasta el final del parque, donde la esperaba el gran Trineo Ruso.

Estaba en marcha, pero vacío. Los vagones simulaban trineos rojos traqueteando con gran estruendo sobre los raíles, subiendo y bajando en la oscuridad. Era una montaña rusa de las antiguas, de las que tan populares habían sido en la década de 1930, hechas por completo de madera. La entrada era una cara enorme y sonriente de Papá Noel. Había que meterse dentro de su boca.

Vic sacó un paquete de ANFO, fijó el temporizador en cinco minutos y lo lanzó a la mandíbula abierta de Papá Noel. Estaba a punto de marcharse cuando su mirada se posó por casualidad en la montaña rusa y vio los cuerpos momificados. Docenas de hombres y mujeres crucificados, la piel ennegrecida y marchita, sin ojos y con las ropas mugrientas y hechas jirones. Una mujer con calentadores rosas que no podían ser más ochenteros estaba desnuda de cintura para arriba; de sus pechos perforados colgaban adornos de Navidad. Había también un hombre apergaminado con pantalones vaqueros y abrigo grueso y una barba que recordaba a la de Jesucristo, con una corona de acebo en lugar de espinas en la cabeza.

Vic seguía mirando los cadáveres cuando un niño salió de la oscuridad y le clavó un cuchillo en la región lumbar.

No podía tener más de diez años y una sonrisa dulce y encantadora le dibujaba hoyuelos en las mejillas. Iba descalzo y vestía pantalones de peto y camisa a cuadros, y sus rizos rubios y su mirada serena lo convertían en un perfecto Tom Sawyer. El cuchillo se hundió hasta la empuñadura, atravesando músculo, el tejido elástico debajo de este y quizá perforando el intestino. Vic sintió un dolor como nunca había sentido, una punzada intensa y sobrenatural en las entrañas y pensó, verdaderamente sorprendida: Me ha matado. Acabo de morirme.

Tom Sawyer sacó el cuchillo y rio alegre. Wayne no había reído nunca con tanta despreocupación. Vic no sabía de dónde había salido aquel niño. Era como si hubiera aparecido por ensalmo; la noche se había espesado y producido un niño.

—Quiero jugar contigo —dijo este—. Quédate y así jugamos a tijeras para el vagabundo.

Vic podría haberle pegado, dado un codazo, una patada, algo. Pero en lugar de ello aceleró y se limitó a alejarse de él. El niño se hizo a un lado y la dejó marchar, todavía con el cuchillo en la mano, húmedo y brillante con la sangre de Vic. Continuaba sonriendo, pero sus ojos revelaban perplejidad y tenía el ceño fruncido, como si se preguntara: ¿He hecho algo malo?

Los temporizadores no eran precisos. El primer paquete de ANFO había sido programado para explotar a los cinco minutos, pero había tardado casi diez. Vic había programado el del Trineo Ruso exactamente igual, lo que debería haberle dado tiempo de sobra para alejarse, pero no había avanzado ni cien metros cuando explotó. El suelo se arrugó bajo sus pies y se rizó igual que una ola. Era como si el aire ardiera. Vic inspiró una bocanada de aire que le quemó los pulmones. La moto avanzó a trompicones mientras el viento abrasador le abofeteaba los hombros, la espalda. Notó una nueva punzada en el abdomen, como si estuvieran apuñalándola de nuevo.

El Trineo Ruso se desplomó con un enorme estruendo, igual que una gigantesca hoguera. Uno de los vagones se desprendió y voló envuelto en llamas, un misil de fuego que atravesó la oscuridad y se estrelló contra el Tiovivo de Renos, haciendo astillas los blancos corceles. El acero chirrió y Vic se volvió justo a tiempo de ver una nube de fuego y humo en forma de hongo elevarse sobre los restos del Trineo Ruso.

Apartó la vista y aceleró para rodear la cabeza humeante de un reno de madera, un amasijo de astas despedazadas. Enfiló una calle lateral que, pensó, la llevaría de vuelta a la rotonda. La boca le sabía mal. Escupió sangre.

Me estoy muriendo, pensó con sorprendente serenidad.

Apenas aflojó la marcha al pasar junto a la gran noria. Era hermosa, con miles de fuegos fatuos distribuidos por sus radios de treinta metros de longitud. Las cabinas con capacidad para hasta doce personas, cristales tintados de negro y lámparas de gas ardiendo en el interior giraban como en un sueño.

Vic sacó otro paquete de ANFO, fijó el temporizador en cinco minutos, más o menos, y lo lanzó al aire. Quedó enganchado a uno de los radios de la noria, cerca del núcleo central. Vic se acordó de su vieja Raleigh, de la manera en que giraban las ruedas y en cuánto le gustaba la luz del otoño en Nueva Inglaterra. Ya nunca volvería. No volvería a ver aquella luz. La boca se le seguía llenando de sangre. Estaba sentada en sangre. La punzada en la región lumbar volvía una y otra vez. Solo que no se trataba de un dolor convencional. Lo que Vic experimentaba era dolor, pero también, como cuando una mujer da a luz, una experiencia superior, la sensación de que lo imposible se hacía posible, de que tenía encomendada una misión de enorme magnitud.

Siguió adelante y pronto estuvo en la rotonda central.

La Tienda de Disfraces de Charlie —un cuadrado en llamas que apenas conservaba forma de edificio— estaba en la esquina, a unos cincuenta o sesenta metros. Al otro lado del árbol de Navidad gigante se encontraba aparcado el Rolls-Royce. Vic veía el resplandor de sus faros delanteros bajo las ramas. No redujo la marcha, sino que continuó directa al árbol. Se quitó la mochila del hombro izquierdo, metió la mano mientras dejaba la otra en el acelerador, encontró el último paquete de ANFO con temporizador, giró el dial y pulsó el botón que lo ponía en marcha.

La rueda delantera de la moto dejó la acera y empezó a circular sobre hierba cubierta de nieve. La oscuridad producía sombras, niños que aparecían delante de ella. Vic no estaba segura de si se apartarían, pensó más bien que se quedarían donde estaban para obligarla a pasar entre ellos.

A su alrededor todo se iluminó en un gran estallido de claridad rojiza y por un instante Vic vio su propia sombra, imposiblemente larga, correr delante de ella. Los niños formaban una fila desordenada e irregular, fríos muñecos con pijamas ensangrentados, criaturas armadas con trozos de madera, cuchillos, martillos, tijeras.

El mundo se llenó de un rugido y del estrépito de metal torturado. No había dejado de nevar y la onda expansiva hizo caer a los niños al suelo. Detrás de Vic, la noria erupcionó en dos chorros de fuego y la inmensa estructura circular cayó en bloque tras desprenderse de sus anclajes. El impacto sacudió el mundo y precipitó el cielo de Christmasland a un frenesí de electricidad estática. Las ramas del gigantesco abeto se clavaron en la noche en una suerte de gesto histérico, un gigante que luchaba por su vida.

Vic se deslizó bajo las ramas salvajes y ardientes. Cogió la mochila del regazo y la estrelló contra el tronco. Su regalo de Navidad para Charles Talent Manx.

A su espalda, la noria entró rodando en el pueblo acompañada de la inmensa reverberación del hierro chocando contra piedra. Luego, lo mismo que una moneda que rueda sobre la mesa y pierde impulso, se inclinó hacia un lado y cayó sobre un par de edificios.

Más allá de la noria volcada, más allá de las ruinas del Trineo Ruso, un enorme bloque de nieve que se había desprendido de los picos de la montaña alta y oscura empezó a descender hacia Christmasland. Los rugidos ensordecedores de las explosiones y los edificios derrumbándose no habían sido nada comparados con aquel sonido. De alguna forma era más que un sonido, era una vibración que sacudía los huesos. Una explosión de nieve golpeó las torres y las delicadas tiendas situadas al fondo del parque de atracciones, que quedaron aniquiladas. Paredes de roca coloreada salieron despedidas delante del alud y al momento fueron sepultadas por él. El final del pueblo se desplomó sobre sí mismo y desapareció bajo una gigantesca ola de nieve, un maremoto lo bastante ancho y profundo para engullir toda Christmasland. La cornisa bajo la nieve tembló con tal fuerza que Vic se preguntó si no iba a desprenderse de la montaña y hundir el parque entero en… ¿en qué? En el vacío que aguardaba detrás de la retorcida quimera de Charlie Manx. Los estrechos cañones por los que discurrían las carreteras se inundaron con un río de nieve lo bastante caudaloso para engullir todo lo que encontraba a su paso. El alud no se limitó a caer sobre Christmasland, sino que la borró por completo.

Cuando cruzaba la rotonda con la Triumph Vic vio el Espectro. Estaba cubierto por una fina película de polvo de ladrillo, el motor zumbaba y los faros iluminaban un aire lleno de partículas, miles de millones de granos de cenizas, nieve y rocas flotando en un viento caliente y lleno de chispas. Vic vio a la hija pequeña de Charlie Manx, la que se llamaba Lorrie, en el asiento del pasajero, mirando por la ventana hacia la repentina oscuridad. En pocos segundos todas las luces de Christmasland se habían apagado, todas sin excepción, y la única fuente de claridad procedía de la electricidad estática del cielo.

Junto al maletero abierto del coche, Wayne se retorcía en un intento por liberarse de la niña que se llamaba Millie. Millie lo sujetaba por detrás con una mano aferrada a un trozo de la parte delantera de la camiseta blanca mugrienta de Wayne. En la otra tenía aquel curioso cuchillo ganchudo. Intentaba clavárselo en la garganta, pero Wayne la sujetaba por la muñeca, no le dejaba levantar la mano y mantenía la cara apartada del filo.

—¡Tienes que obedecer a papaíto! —le gritaba la niña—. ¡Tienes que meterte en el maletero! ¡Ya has dado bastante guerra!

Y Manx. Manx se movía. Hacía un instante estaba en la puerta del conductor ayudando a entrar a su adorada Lorrie en el coche, pero ahora caminaba por el suelo irregular balanceando el martillo plateado, con ese abrigo de legionario que le daba un aire militar abotonado hasta el cuello. Tensaba con fuerza la mandíbula.

—¡Déjale, Millie, no tenemos tiempo! —aulló—. ¡Déjale y vámonos!

Millie hundió sus dientes de lombriz en la oreja de Wayne. Este chilló, dio manotazos, se apartó y el lóbulo de su oreja se desgajó del resto de su cara. Bajó la cabeza y, al tiempo que hacía esto y con un movimiento como de descorchar una botella, se escabulló de su camiseta, dejando a Millie con un harapo vacío y manchado de sangre en la mano.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Wayne.

Algo que sonaba igual dicho del derecho que del revés. Corrió dos pasos, resbaló en la nieve y cayó a cuatro patas sobre la calzada.

El polvo se agitaba en el aire. Varios cañonazos sacudieron la oscuridad, bloques de piedra cayeron sobre piedra y ciento cincuenta mil toneladas de nieve, toda la nieve vista e imaginada por Charlie Manx, se precipitó hacia ellos arrasando todo a su paso.

Manx estaba a seis pasos de Wayne y se dirigió hacia él con el martillo plateado en alto, dispuesto a dejarlo caer sobre la cabeza gacha del niño. Era un martillo diseñado para aplastar cráneos, y destrozar el de Wayne sería un juego de niños.

—¡Apártate de mi camino, Charlie! —aulló Vic.

Manx se volvió para mirarla cuando pasó a su lado a toda velocidad. La estela de la moto lo atrapó y le hizo tambalearse hacia atrás.

Luego el último lote de ANFO, la mochila entera, explotó debajo del árbol y pareció llevarse con él el mundo entero.