Haverhill, Massachusetts

LA MOCOSA TENÍA OCHO AÑOS LA PRIMERA VEZ QUE CRUZÓ el puente cubierto que salvaba la distancia entre Perdidos y Encontrados.

Ocurrió así. Acababan de volver del Lago y la Mocosa estaba en su dormitorio colgando un póster de David Hasselhoff —chaqueta de cuero negra, esa sonrisa que le sacaba hoyuelos en las mejillas, de pie con los brazos cruzados delante de KITT— cuando escuchó un sollozo de consternación procedente del dormitorio de sus padres.

La Mocosa tenía un pie apoyado en el cabecero de la cama y sostenía el póster contra la pared mientras fijaba las esquinas con cinta adhesiva marrón. Se quedó muy quieta, ladeó la cabeza para oír mejor, no preocupada, solo preguntándose por qué se habría puesto histérica su madre aquella vez. Parecía haber perdido algo.

—… la tenía! ¡Sé que la tenía! —gritaba.

—¿No te la quitarías en el lago? ¿Antes de meterte en el agua? —preguntó Chris McQueen—. ¿Ayer por la tarde?

—Ya te he dicho que no me bañé.

—Pero igual te la quitaste para ponerte crema.

Siguieron con su tira y afloja pero la Mocosa decidió que, por el momento, podía ignorarles. A sus ocho años la Mocosa —Victoria para su profesora de segundo curso, Vicki para su madre, pero la Mocosa para su padre y en su corazón— ya sabía que no había por qué alarmarse con las salidas de su madre. Los ataques de risa y los crispados gritos de decepción de Linda McQueen eran la banda sonora de la vida diaria de la Mocosa y solo muy de vez en cuando merecían su atención.

Alisó el cartel, terminó de fijarlo a la pared y dio un paso atrás para admirarlo. David Hasselhoff, qué guay. Fruncía el ceño tratando de decidir si estaba torcido cuando oyó un portazo y otro grito de angustia —su madre otra vez— y después la voz de su padre.

—No, si ya sabía yo que al final iba a ser culpa mía —dijo—. Lo estaba viendo.

—Te pregunté si habías mirado en el cuarto de baño y me dijiste que sí. Dijiste que lo habías cogido todo. ¿Miraste en el baño sí o no?

—No lo sé. No. Lo más seguro es que no. Pero no importa, porque no la dejaste en el cuarto de baño, Linda. ¿Y sabes por qué sé que no te dejaste la pulsera en el cuarto de baño? Porque te la dejaste en la playa, ayer. Tú y Regina Roeson os disteis un atracón de tomar el sol y de beber margaritas y te relajaste tanto que se te olvidó que tienes una hija y te quedaste dormida. Y entonces te despertaste y te diste cuenta de que llegabas una hora tarde a recogerla al campamento…

—No llegaba una hora tarde.

—Te marchaste histérica. Te olvidaste la crema solar, la toalla y también la pulsera y ahora…

—Y tampoco estaba borracha, si es lo que estás insinuando. Yo nunca llevo a nuestra hija en coche estando borracha, Chris, esa es tu especialidad.

—… y ahora haces lo de siempre, cargarle el muerto a alguien.

La Mocosa apenas era consciente de estar moviéndose, yendo hacia el pasillo en penumbra y hacia el dormitorio de sus padres. La puerta, entornada unos quince centímetros, dejaba ver un trozo de la cama de matrimonio y de la maleta colocada encima. Había ropas sacadas y desperdigadas por la habitación. La Mocosa sabía que su madre, en un arranque de nerviosismo, se había puesto a sacar cosas y a tirarlas por ahí buscando la pulsera perdida, un brazalete de oro con una mariposa engastada hecha de zafiros azul brillante y diamantes pequeñitos.

Su madre caminaba de un lado a otro, de manera que cada pocos segundos Vic podía verla, cuando se situaba en el resquicio del dormitorio que mostraba la puerta entreabierta.

—Esto no tiene nada que ver con ayer. Ya te he dicho que no la perdí en la playa. No la perdí. Esta mañana estaba al lado del lavabo, con mis pendientes. Si no la tienen en recepción, entonces es que la ha cogido una de las chicas de la limpieza. Así es como se sacan un sueldo extra. Se quedan con todo lo que los veraneantes se dejan olvidado.

El padre de la Mocosa estuvo un rato callado y después dijo:

—Por Dios, mira que eres fea por dentro. Y pensar que he tenido una hija contigo.

La Mocosa dio un respingo. Sintió que los ojos empezaban a escocerle, pero no lloró. Los dientes fueron automáticamente al labio y se clavaron en él con una fuerte punzada de dolor que le sirvió para ahuyentar las lágrimas.

Su madre no hizo nada por contenerse y se echó a llorar. Volvió a dejarse ver, tapándose la cara con una mano y con los hombros encogidos. La Mocosa no quería que la descubrieran y se alejó de la puerta.

Dejó atrás su dormitorio, el pasillo y salió por la puerta principal. La idea de quedarse en casa le resultaba insoportable. Dentro olía a rancio. El aire acondicionado llevaba apagado toda una semana. Todas las plantas se habían muerto y a eso olían.

No supo adónde iba hasta que estuvo allí, aunque desde el momento en que escuchó a su padre decir lo peor: —Mira que eres fea por dentro— su lugar de destino había sido inevitable. Entró por la puerta lateral del garaje y cogió su Raleigh.

Aquella bicicleta había sido su regalo de cumpleaños en mayo y también, sin lugar a dudas, su regalo preferido de todos los tiempos y del mundo mundial. Cuando, con treinta años de edad, su hijo le preguntara qué era lo más bonito que le habían regalado nunca, Vic pensaría automáticamente en su Raleigh Tuff Burner color azul fosforito con llantas en tono plátano y ruedas gruesas. Era su posesión favorita, más que la Bola 8 Mágica, más que el juego de pegatinas de KISS e incluso más que la consola ColecoVision.

La había visto en el escaparate de Pro Wheelz, en el centro, tres semanas antes de su cumpleaños, cuando estaba con su padre y había soltado un gran ¡oooh! Su padre, divertido, la llevó dentro y convenció al dependiente de que la dejara montar un poco dentro de la tienda. El vendedor le había recomendado fervientemente que mirara otras bicicletas porque pensaba que aquel modelo era demasiado grande para ella, incluso si se bajaba el sillín al mínimo. La Mocosa no sabía de qué le estaba hablando. Aquello era como ser una bruja, como ir montada en una escoba atravesando sin esfuerzo la oscuridad de Halloween a treinta metros de suelo. Su padre, no obstante, hizo como que estaba de acuerdo con el dependiente y le dijo a Vic que se la compraría cuando fuera un poco más mayor.

Tres semanas más tarde se la encontró en el camino de entrada a la casa con un enorme lazo plateado en el manillar.

—Ya eres un poco más mayor. ¿No? —dijo su padre y le guiñó un ojo.

Vic entró en el garaje, donde la Raleigh estaba apoyada contra la pared, a la izquierda de la moto de su padre. Bueno, no era una moto sin más, sino una Harley-Davidson negra de 1979 con motor Shovelhead que todavía usaba para ir a trabajar en verano. Su padre era dinamitero, trabajaba en una cuadrilla de construcción de carreteras volando cornisas con potentes explosivos, casi siempre ANFO, pero en ocasiones TNT puro. Una vez le contó a Vic que había que ser muy listo para sacar beneficio de sus malas costumbres. Cuando Vic le preguntó qué quería decir, su padre le explicó que la mayoría de los tipos aficionados a los explosivos terminaban volando en pedazos o entre rejas. En su caso su vocación le servía para ganar sesenta de los grandes al año y sacaría aún más si alguna vez salía herido; tenía un seguro que era una pasada. Solo el dedo meñique de uno de sus pies valía veinte mil si se lo volaba por accidente. La moto tenía un dibujo aerografiado de una rubia cómicamente sensual con un bikini de la bandera estadounidense, sentada a horcajadas sobre una bomba y con un fondo de llamas. El padre de Vic era lo más. Otros padres construían cosas. El suyo las hacía volar por los aires y luego se marchaba en su Harley fumándose el pitillo que había usado para prender la mecha. Chúpate esa.

La Mocosa tenía permiso para montar su Raleigh por los senderos del bosque de Pitman Street, el nombre no oficial que recibía una franja de doce hectáreas de pinos de Virginia y abetos justo a continuación de su jardín trasero. Tenía permiso para ir hasta el río Merrimack y el puente cubierto antes de dar la vuelta.

El bosque continuaba al otro lado del puente —también conocido como Puente del Atajo—, pero Vic tenía prohibido cruzarlo. El Atajo era un puente de setenta años de antigüedad y noventa metros de largo que empezaba a hundirse por el centro. Sus paredes se inclinaban en la dirección de la corriente del río y daba la impresión de ir a desplomarse en cuanto soplara un viento fuerte. Una valla de tela metálica impedía la entrada, aunque los niños habían pelado los cables de acero de uno de los extremos y se colaban a fumar hierba y a darse el lote. El letrero de hojalata de la valla decía DECLARADO PELIGROSO POR EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE HAVERHILL. Era el lugar de reunión de delincuentes, indigentes y perturbados.

La Mocosa había estado allí antes, por supuesto (para qué especificar dentro de qué categoría), a pesar de las amenazas de su padre y del letrero de PELIGROSO. Se había retado a sí misma a colarse por debajo de la valla y caminar diez pasos y nunca se había echado atrás en un reto, aunque fuera contra sí misma. Sobre todo si era contra sí misma.

Dentro hacía varios grados menos y había agujeros entre los tablones del suelo por los que se adivinaba una caída de treinta metros hasta las aguas bravas del río. Por los agujeros en el techo de tela asfáltica entraban haces de luz dorada llenos de polvo. Los murciélagos chillaban estridentes en la oscuridad.

A Vic se le había acelerado el corazón al entrar en aquel túnel largo y oscuro que era un puente que no solo te salvaba de caer al río, sino también de la muerte. Tenía ocho años y se creía más rápida que todas las cosas, más incluso que un puente desplomándose. Su convicción empezó a flaquear, no obstante, en cuanto dio los primeros pasos titubeantes por los tablones viejos, gastados y chirriantes. No había dado diez pasos sino veinte. Pero tan pronto escuchó el primer chasquido se acobardó, reculó y salió por debajo de la valla metálica con la sensación de que se le iba a salir el corazón por la boca.

Ahora cruzó con la bicicleta el jardín trasero de su casa y al instante estaba bajando despendolada por la pendiente, sorteando piedras y raíces hasta entrar en el bosque. Salió de su casa y entró de lleno en una de sus historias imaginarias y patentadas de El coche fantástico.

Iba en el modelo KITT 2000 y circulaba cada vez a mayor velocidad como si tal cosa bajo los árboles, mientras el día de verano se tornaba en un crepúsculo de color limón. Les habían encomendado la misión de recuperar un microchip que contenía la localización secreta de cada uno de los silos nucleares de Estados Unidos. El chip estaba escondido en la pulsera de su madre, era parte de la mariposa de piedras preciosas, hábilmente disfrazado de diamante. Unos mercenarios se habían apropiado de él y planeaban vender la información que contenía al mejor postor: Irán, los rusos, Canadá tal vez. Vic y Michael Knight se acercaban a su escondite por una carretera comarcal. Michael quería que Vic le prometiera que no se arriesgaría sin necesidad, que no se comportaría como una niña tonta, y ella bufaba y ponía los ojos en blanco pero ambos eran conscientes, debido a las exigencias del guión, de que en algún momento tendría que actuar como una niña tonta, poniendo el peligro las vidas de los dos y obligándoles a recurrir a maniobras desesperadas para huir de los malos.

Solo que la historia no le resultaba del todo convincente. Para empezar, saltaba a la vista que no iba en un coche. Iba en una bicicleta, tropezando con raíces, pedaleando rápido, lo bastante para mantener alejados a los mosquitos. Tampoco podía relajarse y ponerse a imaginar cosas como hacía normalmente. No dejaba de pensar. Por Dios. Mira que eres fea por dentro. De pronto tuvo un presentimiento que le encogió el corazón: cuando regresara a casa, su padre se habría marchado. Agachó la cabeza y pedaleó más deprisa, la única manera de dejar atrás aquel pensamiento terrible.

Iba en moto, fue lo siguiente que pensó. En la Harley de su padre. Este le rodeaba la cintura con los brazos y Vic llevaba puesto el casco que le había comprado, negro y cerrado, que le hacía sentirse un poco como dentro de un traje espacial. Volvían al lago Winnipesaukee a buscar la pulsera de su madre; iban a darle una sorpresa. Linda gritaría cuando la viera en la mano de su padre y su padre se reiría, le pasaría un brazo por la cintura, le besaría en la mejilla y ya no estarían enfadados el uno con el otro.

La Mocosa pedaleó a través de la luz parpadeante del sol, bajo las ramas bajas de los árboles. Estaba lo bastante cerca de la autovía 495 para oírlo: el rugido penetrante de un camión pesado reduciendo la marcha, el zumbido de los coches, incluso el estrépito intermitente de una moto circulando en dirección sur.

Si cerraba los ojos podía imaginar que también iba por la autopista, a buen ritmo, disfrutando de la sensación de incorporeidad mientras la moto tomaba las curvas. No reparó en que para entonces y en su imaginación, ya iba sola en la moto, una chica mayor, lo bastante para saber conducir.

Les callaría la boca a los dos. Recuperaría la pulsera, volvería a casa, la pondría encima de la cama de sus padres y saldría sin decir palabra. Los dejaría avergonzados mirándose el uno a la otra. Pero sobre todo se imaginaba en la moto, engullendo kilómetros a toda velocidad mientras la última luz del día abandonaba el cielo.

Dejó la oscuridad con aroma a abeto y enfiló el ancho camino de tierra que llevaba al puente. Elatajo, lo llamaban los del pueblo, en una sola palabra.

Al acercarse vio que la valla de tela metálica estaba caída. Alguien la había arrancado de los postes y estaba tirada en el suelo. La entrada al puente —lo bastante ancha para que pasara un único coche— estaba enmarcada por ramas de hiedra que se mecían suavemente con la brisa que subía desde el río. Detrás había un túnel rectangular que terminaba en un cuadrado de increíble claridad, como si al otro extremo hubiera un valle de trigo dorado, o quizá simplemente oro.

La Mocosa se detuvo… un instante. Pedaleaba como en trance, pedaleaba desde lo más recóndito de su pensamiento y cuando decidió continuar, pasar por encima de la valla e internarse en la oscuridad del puente, no cuestionó demasiado la decisión. Detenerse ahora habría sido un acto de cobardía que no podía permitirse. Además, tenía fe en la velocidad. Si empezaban a saltar tablones seguiría adelante, alejándose de la madera podrida justo antes de que cediera. Si había alguien allí dentro, algún indigente que quisiera ponerle la mano encima a una niña pequeña, lo dejaría atrás antes de que le diera tiempo a reaccionar siquiera.

Pensar en la madera vieja hecha añicos o en un vagabundo intentando agarrarla le llenó el pecho de un terror maravilloso y, en lugar de frenarla, la hizo ponerse de pie y pedalear aún más fuerte. También pensó, con cierta serena satisfacción, que si el puente se caía al río, a una distancia de diez pisos hacia abajo, y ella quedaba aplastada entre los escombros, sería culpa de sus padres por pelearse y obligarla a salir de casa, y que les daría una buena lección. La echarían muchísimo de menos, se pondrían enfermos por el dolor y la culpa y eso era exactamente lo que se merecían. Los dos.

La tela metálica crujía y chasqueaba bajo las ruedas de la bicicleta. La Mocosa se adentró en una oscuridad subterránea que apestaba a rata y a carcoma.

Al entrar vio algo escrito en la pared, a su derecha, en pintura verde de espray. No frenó para leerlo pero le pareció que ponía TERRY’S, lo que era curioso, porque precisamente aquel día habían comido en un sitio que se llamaba Terry’s Primo Subs, en Hampton, que estaba en New Hampshire, en la costa. Era donde paraban siempre que volvían de Winnipesaukee, a medio camino más o menos entre Haverhill y El Lago.

Dentro del puente cubierto los sonidos eran distintos. Oyó el río, treinta metros por debajo, pero más que agua corriente sonaba a ruido blanco, a electricidad estática en una transmisión de radio. No miró abajo por miedo a ver el río por alguna de las grietas en los tablones. Ni siquiera miró a los lados, sino que mantuvo la vista fija en el final del puente.

Atravesó rayos titubeantes de luz blanca. Cada vez que cruzaba uno de esos haces blancos y delgados como obleas notaba, en el ojo izquierdo, una especie de punzada. El suelo daba la desagradable sensación de estar a punto de ceder. Su único pensamiento, de solo tres palabras, era ya casi estoy, ya casi estoy, al compás con el movimiento de los pies en los pedales.

El cuadrado de luz al final del puente se expandió e intensificó. A medida que se acercaba percibió un calor casi brutal que emanaba de la salida. Olía, inexplicablemente, a loción bronceadora y a aros de cebolla. No se le pasó por la cabeza preguntarse por qué en el otro extremo del puente tampoco había una valla.

Vic McQueen, más conocida como la Mocosa, inspiró profundamente y salió del Atajo hacia la luz del sol mientras las ruedas de su bicicleta golpeteaban primero madera y después asfalto. El zumbido y el rugido de la electricidad estática se interrumpieron de repente, como si de verdad hubiera estado oyendo interferencias en la radio y alguien acabara de apagar el interruptor.

Avanzó unos pocos metros antes de comprender dónde estaba y entonces el corazón le dio un vuelco antes de que sus manos tuvieran tiempo de llegar a los frenos. Se detuvo con tal brusquedad que el neumático trasero bailó y derrapó sobre el asfalto, levantando tierra.

Estaba detrás de un edificio de una sola planta, en un callejón asfaltado. A su izquierda y contra la pared de ladrillo había un contenedor y una colección de cubos de basura. Uno de los extremos del callejón estaba bloqueado con un gran tablón de madera. Al otro debía de haber una carretera, porque se oía ruido de tráfico circulando y el fragmento de una canción que se escapaba de un coche: Abra-abra-cadabra… I wanna reach out and grab ya…

Vic supo enseguida que estaba en el lugar equivocado. Había estado lo bastante a menudo en el Atajo, mirado desde las altas orillas del Merrimack al otro lado como para saber lo que había allí: una colina boscosa, verde, fresca y tranquila. Ni carretera, ni tienda, ni callejón. Se volvió y estuvo a punto de gritar.

El Puente del Atajo ocupaba todo el callejón a su espalda. Estaba incrustado entre el edificio de ladrillo de una sola planta y otro de cinco pisos de altura de cemento encalado y cristal.

El puente ya no pasaba sobre un río, sino que estaba empotrado en un espacio que apenas podía contenerlo. Vic empezó a temblar de pies a cabeza. Cuando escudriñó la oscuridad distinguió en la distancia las sombras teñidas de esmeralda del bosque de Pittman Street al otro lado.

Se bajó de la bicicleta. Las piernas le temblaban con espasmos nerviosos. Llevó la Raleigh hasta el contenedor y la apoyó contra uno de sus lados. Descubrió que le faltaba valor para pensar detenidamente en el Atajo.

El callejón apestaba a alimentos fritos pudriéndose al sol. Necesitaba aire fresco. Dejó atrás una puerta con mosquitera que daba a una ruidosa cocina llena de vapor y se dirigió a la alta valla de madera. Abrió la puerta que había a uno de los lados y salió a un camino estrecho que conocía muy bien. Había estado en él solo unas horas antes.

Cuando miró a su izquierda vio una extensa franja de playa y después el océano, las verdes crestas de las olas brillando cegadoras bajo el sol. Chicos con bañador jugaban al frisbee, saltando para presumir de agilidad y después tirándose por las dunas. Los coches circulaban por el bulevar paralelo al mar, casi pegados los unos a los otros. Vic dobló la esquina con piernas temblorosas y levantó la vista hacia la ventanilla de