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El lado positivo; siempre puedes encontrarte un árbol metido por el trasero

Tras un rato de reflexión, el arcángel Raziel pensó que tampoco le importaba demasiado ser atropellado por un automóvil sueco. Por muy mal que hubieran ido las cosas, le gustaban las barras Snickers, las costillas de cerdo a la barbacoa y el pinacle. También le gustaba Spiderman, Days of our lives y La guerra de las galaxias (aunque el ángel no llegaba a comprender el concepto de ficción, y pensaba que todo eran documentales), pero no había nada mejor que lanzar lluvia incandescente sobre los egipcios o patear el trasero a los filisteos con un rayo (a Raziel se le daba bien el clima), aunque, por lo general, podía prescindir de las misiones a la Tierra, los humanos y sus máquinas en general y (ahora) los Volvo station wagon en particular. Los huesos se le habían soldado bien y las raspaduras de la piel se habían curado a medida que se acercaba a la capilla, pero bien considerado todo, preferiría no volver a ver pasar por encima de un Volvo.

Se sacudió la huella de neumático para todos los climas que se le había quedado en la gabardina y continuaba a lo largo de su angélico rostro. Al pasarse la lengua por los labios, saboreó la goma vulcanizada y pensó que no estaría mala con salsa caliente o quizá virutas de chocolate. La variedad de sabores en el paraíso es escasa y su anfitrión celestial les había ofrecido un bizcocho blando e insípido durante eones, por lo que Raziel había asumido la costumbre de saborear las cosas asquerosas, aunque solo fuera por el contraste. Una vez, en el siglo III a.c., se había tomado la mejor parte de un cubo de orina de camello antes de que su amigo, el arcángel Zoe, se lo arrancara de las manos y le dijera que, a pesar del buqué picante, era malo.

No era su primera misión de Natividad. No, de hecho, había sido el encargado de la primera de todas, pero como se había entretenido echando una partida de pinacle, llegó con un retraso de diez años y había anunciado al propio Hijo prepubescente que encontraría un bebé envuelto en mantillas en un pesebre. ¿Embarazoso? Pues sí. Y ahora, unos dos mil años después, estaba con otra misión de Natividad, y ahora que había encontrado al niño, estaba seguro de que la cosa iría mucho mejor (por una razón: no había pastores a los que asustar, y el hecho de que los hubiera en la primera le había hecho sentirse mal). No, llegada la Nochebuena, la misión estaría cumplida, se agenciaría un plato de costillas y volvería al paraíso a toda prisa.

Pero primero tenía que encontrar el lugar para el milagro.

Había dos coches patrulla del sheriff y una ambulancia en el exterior de la casa de los Barrer cuando Theo llegó.

—Crowe, ¿dónde demonios te habías metido? —aulló el segundo del sheriff antes de que Theo hubiese tenido tiempo de salir del Volvo. El adjunto era un mando del segundo turno y se llamaba Joe Metz. Tenía percha de jugador de fútbol americano, que potenciaba con pesas y maratones de cerveza. Theo se las había visto con él docenas de veces a lo largo de otros tantos años. Su relación había pasado de una leve falta de aprecio a una abierta falta de respeto, que coincidía con la relación de Theo con el departamento del sheriff del condado de San Junípero.

—Vi al sospechoso e inicié la persecución. Lo perdí cerca del bosque a cosa de kilómetro y medio al este de aquí. —Theo decidió que no mencionaría lo que había visto en realidad. Su credibilidad ya estaba bastante maltrecha en el departamento del sheriff

—¿Y por qué no has dado parte? Deberíamos tener unidades por toda la zona.

—Lo hice, y tienes unidades por toda la zona.

—Pues no te oí por la emisora.

—Llamé desde mi móvil. Se me ha roto la radio.

—¿Por qué no se me ha informado?

Theo arqueó las cejas, como si quisiera decir: «quizá porque eres un capullo sin cuello». Al menos eso era lo que esperaba que su gesto diera a entender.

Metz miró la radio que llevaba al cinturón y trató de ocultar que la encendía. De repente, una voz chirrió llamando al oficial de turno. Metz apretó el botón del micrófono que llevaba adosado al hombro del uniforme y se identificó.

Theo se quedó quieto, tratando de no sonreír mientras la voz repetía la situación de la que acababan de hablar. A Theo no le preocupaban las dos unidades que habían mandado al bosque cercano a la capilla. Estaba seguro de que no encontrarían a nadie. Quienquiera que fuese el tipo de negro, sabía desaparecer, y Theo no quería ni imaginar cómo se las arreglaba para hacerlo. Él había vuelto a la capilla, donde había visto al rubio moviéndose entre los árboles antes de desaparecer de nuevo. Había llamado a casa para asegurarse de que Molly estaba bien. Y así era.

—¿Puedo hablar con el niño? —solicitó Theo.

—Cuando los de la ambulancia hayan terminado —dijo Metz—. La madre está de camino. Se fue de cena con su novio a San Junípero. El crío parece estar bien, solo un poco sobresaltado, algún que otro cardenal en los brazos donde el sospechoso lo agarró, pero ninguna otra herida que yo haya visto. El niño no ha sabido decir qué quería el tipo. No ha sustraído nada.

—¿Tenemos una descripción?

—El niño no deja de darnos nombres de personajes de videojuegos para que contrastemos. ¿Qué sabemos de Mung-fu el Vencido? ¿Te haces una idea?

—Sí —carraspeó Theo—. Diría que Mung-fu es bastante correcto.

—No me jodas, Crowe.

—Caucásico, pelo rubio largo, una gabardina que le llega hasta el suelo, no le vi los zapatos. Que lo transmitan. —Theo seguía pensando en los profundos hoyos en las mejillas del rubio. Le dio por pensar en el robot fantasma. Videojuegos, claro.

—Desde la central dicen que va a pie —dijo Metz con un meneo de cabeza—. ¿Cómo lo perdiste?

—El bosque es denso en esa zona.

Metz miró al cinturón de Theo.

—¿Dónde está tu arma, Crowe?

—Me la he dejado en el coche. No quería asustar al crío.

Sin pronunciar palabra, Metz se dirigió al Volvo y abrió la puerta del copiloto.

—¿Dónde? —preguntó.

—¿Perdón?

—¿En qué parte de tu coche abierto está el arma?

Theo sintió que los últimos vestigios de su energía se le escapaban. La confrontación no se le daba bien.

—Está en casa.

Metz sonrió como un barman que acabara de recibir la propina de su vida.

—¿Sabes? Puede que seas el tipo perfecto para ir tras el sospechoso, Theo.

Theo odiaba que los sheriffs lo llamaran por su nombre de pila.

—¿Y eso por qué, Joseph?

—El niño ha dicho que puede que el sospechoso sea retrasado.

—No lo pillo —dijo Theo tratando de no sonreír. Metz se alejó meneando la cabeza. Se subió a su vehículo y, cuando pasaba al lado de Theo dando marcha atrás, bajó la ventanilla del copiloto.

—Escribe un informe, Crowe. También necesitamos enviar una descripción del tipo a las escuelas locales.

—Están de vacaciones.

—Joder, Crowe, algún día tendrán que volver a clase, ¿no?

—¿Así que no crees que tus muchachos lo cogerán?

Sin decir más, Metz subió la ventanilla y salió escopetado, como si hubiera recibido una llamada de emergencia.

Theo sonrió mientras se dirigía a la casa. A pesar de lo emocionante, el horror y la rareza de la noche, de repente se sentía bien. Molly estaba a salvo, el niño estaba bien, el árbol de Navidad estaba plantado en la capilla, y no había nada comparable a joder con éxito a un poli pomposo. Se detuvo en el escalón más alto y pensó por un instante que quizá, después de quince años en el cuerpo, debería haber superado ese particular placer.

Ni de coña.

—¿Has disparado a alguien alguna vez? —preguntó Joshua Barker. Estaba sentado en un taburete, delante de la mesa de la cocina. Un hombre de uniforme gris le hacía una revisión exhaustiva.

—No, soy paramédico —dijo el paramédico mientras quitaba el medidor de tensión arterial del brazo de Josh—. Ayudamos a la gente, no la disparamos.

—¿Alguna vez has puesto el chisme ese de la presión arterial en el cuello de alguien y lo has hinchado hasta sacarle los ojos de las órbitas?

El paramédico miró a Theophilus Crowe, que acababa de entrar en la cocina de los Barker. Frunció el ceño. Josh dirigió su atención hacia el desgarbado alguacil y reparó en que tenía una placa adosada al cinturón pero ninguna pistola.

—¿Has disparado alguna vez a alguien?

—Claro —dijo Theo.

Josh estaba impresionado. Conocía a Theo de vista y su madre siempre lo saludaba, pero jamás imaginó que de verdad había hecho ninguna cosa; ninguna cosa guay, en todo caso.

—Ninguno de estos ha disparado a nadie. —Josh hizo un gesto a los dos oficiales y los dos paramédicos que se agolpaban en la pequeña cocina, con una mirada que rezumaba un «¡nenazas! », con todo el desdén que sus tiernas facciones de siete años eran capaces de aunar.

—¿Y has matado a alguien? —le preguntó a Theo.

—Sí.

Josh no sabía por dónde seguir. Si paraba de hacer preguntas, Theo empezaría con las suyas, como habían hecho los sheriffs, y estaba harto. El señor rubio le había dicho que no hablara con nadie. El sheriff le había dicho que el señor rubio ya no le podía hacerle daño, pero no sabía lo que Josh sabía.

—Tu mamá está de camino —dijo Theo—. Llegará dentro de unos minutos.

—Lo sé, he hablado con ella.

—Chicos —dijo Theo a los otros hombres—, ¿puedo hablar con Josh a solas?

—Ya hemos terminado —dijo el jefe paramédico, y se marchó.

Los dos ofíciales eran jóvenes y estaban deseando que les mandaran hacer algo, aunque fuese salir de la cocina.

—Estaremos fuera preparando el informe —dijo el último en salir—. El sargento Metz ordenó que nos quedáramos hasta que llegase la madre.

—Gracias, chicos —dijo Theo, sorprendido por su simpatía. Seguro que no llevaban en el departamento el tiempo suficiente para aprender a mirarlo con desdén por ser el alguacil de un pueblo, un trabajo arcaico y obsoleto, que diría la mayoría de los polis de la zona.

Cuando se quedaron solos, se volvió hacia Josh.

—Háblame del hombre que entró aquí.

—Ya se lo dije a los otros policías.

—Lo sé, pero me lo tienes que decir a mí. Dime lo que pasó, incluso lo más extraño que te hayas guardado.

A Josh no le gustó que Theo pareciera dispuesto a creerse cualquier cosa. O era un tipo muy agradable o empleaba el mismo lenguaje para bebés que los demás.

—No pasó nada raro. Ya se lo dije a ellos —negó Josh con la cabeza, con la esperanza de parecer más convincente—. No me hizo tocamientos feos. Sé de esas cosas. Nada de nada.

—No me refiero a ese tipo de cosas, Josh. Me refiero a cosas raras que no les has contado porque serían increíbles.

Ahora sí que Josh se quedó mudo. Consideró la posibilidad de echarse a llorar. Aspiró ruidosamente a modo de prueba para ver si podía funcionar. Theo lo cogió de la barbilla y le alzó la cara para que tuviese que mirarlo a los ojos. ¿Por qué hacían eso los adultos? Ahora preguntaría algo sobre lo que sería muy difícil mentir.

—¿Qué estaba haciendo aquí, Josh?

El niño meneó la cabeza, más que nada para sacudirse la mano de Theo y escapar de esa mirada detectora de mentiras.

—No lo sé. Simplemente entró, me agarró y se fue.

—¿Por qué se fue?

—No lo sé, no lo sé. Solo soy un niño. Supongo que porque está loco o algo. O a lo mejor es retrasado. Habla como si lo fuese.

—Lo sé —dijo Theo.

—¿Lo sabes?

—¿Lo sabía?

Theo se acercó.

—Lo he visto, Josh. Hablé con él. Sé que no es un tipo normal.

Josh se sintió como si acabara de respirar hondo por primera vez desde que saliera de la casa de Sam. No le gustaba guardar secretos; volver a casa a hurtadillas y mentir acerca de ello habría sido suficiente, pero contemplar el asesinato de Papá Noel y luego el señor rubio… Pero Theo ya sabía lo del señor rubio.

—Entonces…, ¿entonces lo vio resplandecer?

—¿Resplandecer? ¡Mierda! —Theo se incorporó y empezó a moverse de un lado a otro como si le hubieran dado en la frente con una bola de pintura—. ¿También resplandecía? ¡Mierda! —Parecía un saltamontes encerrado en un microondas en marcha. No es que Josh supiera cómo era, porque eso era cruel y no debía hacerse, pero, ya se sabe, alguien se lo diría alguna vez.

—Así que resplandecía —repitió Theo, como si intentara convencerse de ello.

—No, no quería decir eso. —Josh necesitaba salir de esa. Theo estaba flipando, y ya había tenido suficientes flipadas de adultos por una noche. Pronto llegaría su madre y se encontraría con un puñado de polis en su casa, y daría comienzo la madre de todas las flipadas—. Quiero decir que estaba loco de verdad. Ya sabe; resplandecía de locura.

—Eso no es lo que me has dicho.

—¿Ah, no?

—Resplandecía de verdad, ¿a que sí?

—Bueno, no todo el rato. Solo durante un rato. Luego se limitó a mirarme.

—¿Por qué se fue, Josh?

—Dijo que ya tenía lo que necesitaba.

—¿Y qué era? ¿Qué se llevó?

—No sé. —A Josh empezaba a preocuparle el alguacil. Parecía que iba a lanzarse hacia él de un momento a otro—. ¿Está seguro de que quiere seguir con lo del resplandor, alguacil Crowe? Quizá me haya equivocado. Soy un niño. Nuestros testimonios suelen ser poco fiables.

—¿Dónde has oído eso?

—En CSI.

—Esos tíos lo saben todo.

—Tienen los chismes más chulos.

—Ya —dijo Theo con melancolía.

—Usted no puede usar chismes de polis tan chulos, ¿verdad?

—No. —Ahora sí que pareció triste.

—Pero ha disparado a un tipo, ¿verdad? —dijo Josh alegremente para levantarle la moral.

—Era mentira. Lo lamento, Josh. Será mejor que me marche. Tu mamá vendrá pronto. Díselo todo. Ella se encargará de ti. Los oficiales se quedarán contigo hasta que llegue. Nos vemos, chaval. —Theo se arregló el pelo y salió de la cocina.

Josh no quería decírselo a su madre y tampoco quería que Theo se marchara.

—Hay algo más —dijo. Theo se volvió.

—Está bien, Josh, me quedo por aquí.

—Alguien ha matado a Papá Noel esta noche —balbuceó Josh.

—La niñez se acaba demasiado pronto, ¿verdad, hijo? —dijo Theo apoyando la mano sobre el hombro de Josh.

Si Josh hubiera tenido una pistola, le habría pegado un tiro, pero como era un niño desarmado decidió que, de todos los adultos, el alguacil mentecato era el único que podría creer lo que había visto que pasó con Papá Noel.

Los dos oficiales de policía entraron en la casa con la madre de Josh, Emily Barker. Theo esperó a que abrazara a su hijo hasta vaciarle los pulmones, luego le aseguró que todo estaba en orden y salió por patas. Cuando bajaba los peldaños del porche, vio algo que emitía un brillo amarillento en la rueda delantera de su Volvo. Se volvió para asegurarse de que ninguno de los oficiales estaba mirando fuera y se agachó junto a la rueda. Extendió la mano y sacó una madeja de pelo rubio que se había quedado adherida a la llanta. Se la guardó rápidamente en el bolsillo de la camisa y montó en el coche sintiendo como si palpitara contra su pecho, como si estuviera viva.

La Nena Guerrera de Allende la Frontera tuvo que admitir que estaba impotente sin la medicación y que su vida se había descontrolado. Molly registró el acontecimiento en el pequeño libro de Drogadictos Anónimos de Theo.

—Impotente —se dijo, mientras recordaba el día que los mutantes la habían encadenado a una roca en la guarida del monstruo malo en Acero fronterizo: la venganza de Kendra. De no ser por la intervención de Selkirk, el arrogante pirata de la arena, sus entrañas seguirían colgando de las estalagmitas de la cueva.

—Eso pica, ¿eh? —dijo el narrador.

—Cállate, eso nunca ocurrió de verdad.

—¿O sí? Lo recordaba como si hubiese ocurrido.

El narrador era un problema. El problema, a decir verdad. Si solo hubiese sido un comportamiento un poco errático, podría haberlo sobrellevado hasta principios de mes y volver a tomarse la medicación sin que Theo se diese cuenta, pero entonces apareció el narrador. Sabía que necesitaba ayuda. Recurrió al libro de Drogadictos Anónimos que había sido el constante compañero de Theo en la lucha contra sus hábitos con la droga. Siempre hablaba de trabajar cada paso y decía que no lo habría conseguido sin ellos. Necesitaba hacer algo para reforzar la línea, cada vez más difusa, que separaba a Molly Michon, planificadora de fiestas, cocinera de bizcochos, actriz retirada, de Kendra, asesina de mutantes, rompecabezas y mujer tentadora.

—«Paso 2» —leyó—. «Convéncete de que hay un poder trascendental que es capaz de restaurar nuestra cordura». —Se quedó pensando por un momento y miró por la ventana de la cabaña que daba a la parte delantera en busca de los faros del coche de Theo. Esperaba poder pasar por los doce pasos antes de que llegara a casa.

—Nigoth, el dios gusano, será mi mayor poder —declaró, mientras cogía el espadón roto de la mesa de café y amenazaba con él al televisor Sony Wega, que se burlaba de ella desde el rincón—. En el nombre de Nigoth saldré airosa y cerniré el infortunio sobre todo mutante o pirata de la arena que se cruce en mi camino, pues su vida será sacrificada y sus cojones sangrientos decorarán el árbol totémico de mi guarida.

—Y los malvados se encogerán de miedo ante la grandeza de tus lascivos y bien formados muslos —dijo el narrador con un robusto entusiasmo.

—Ni que decir tiene —añadió Molly—. Vale, paso 3. «Orienta tu vida hacia Dios mientras que lo intentas comprender».

—Nigoth exige un sacrificio —gritó el narrador—. ¡Una extremidad! ¡Córtatela y colócala sobre el llameante cuerno púrpura del dios gusano mientras aún se retuerce!

Molly agitó la cabeza para quitarse al narrador un poco de encima.

—Tío —dijo. Molly Seldon llamaba «tío» a todo el mundo. A Theo se le había pegado en sus patrullas por el parque donde los muchachos practicaban con el monopatín y ahora lo empleaba para expresar incredulidad ante un comportamiento o un alegato. La inflexión correcta de la palabra debería sonar a: «Tíooo, por favor, tienes que estar de broma o alucinando, o ambas cosas, para sugerir tal cosa». Últimamente, Theo había practicado con «tío, eso apesta, tronco», pero Molly le había prohibido su uso fuera de casa, porque no había nada más ridículo que poner la jerga del hip-hop en boca de un hombre blanco, cuarentón y tan desgarbado como un ave marina. «Un albatros de hombre, tronca», solía corregirla Theo.

Visto el trato que le era propinado, el narrador decidió rebajar las exigencias.

—¡Entonces un dedo! El dedo cercenado de la Nena Guerrera.

—Ni hablar —dijo Molly.

—Un mechón de pelo. Nigoth lo exige…

—Había pensado en encender una vela para simbolizar la recuperación de mi mayor poder. —Y, para ilustrar su sinceridad, cogió un encendedor de la mesa y encendió una de las velas aromáticas que guardaba en una bandeja que había en el centro de la mesa.

—¡Entonces un pañuelo con mocos! —tanteó el narrador.

Pero Molly ya estaba en el paso 4 del manual.

—«Realiza un exhaustivo y valiente inventario moral de ti mismo». No tengo ni idea de lo que quiere decir esto.

—Que me folle por la oreja un mono araña ciego si lo he pillado —dijo el narrador.

Molly decidió no hacer caso al narrador. Después de todo, si los pasos funcionaban como esperaba que lo hicieran, no tardaría en desaparecer. Hurgó en el pequeño manual azul en busca de una aclaración.

Tras leer un poco más, parecía que había que hacer una lista con todos los defectos de su carácter.

—Apunta que estás como una puta cabra —dijo el narrador.

—Ya lo tengo —saltó Molly. Luego se dio cuenta de que el libro recomendaba hacer una lista de despechos. No estaba muy segura de lo que debía hacer con ellos, pero en un cuarto de hora había llenado tres páginas con una amplia variedad de despechos, incluidos los padres, Hacienda, el álgebra, los eyaculadores precoces, las buenas amas de llaves, los automóviles franceses, las maletas italianas, los envoltorios de CD, los test de inteligencia y el capullo que escribió «cuidado, el pastel puede estar caliente si se calienta» en los envoltorios de las pop tarts.

Hizo una pausa para darse un respiro y se disponía a leer el paso 5 cuando unos faros cruzaron el patio frontal de la cabaña. Theo había llegado a casa.

—«Paso 5» —leyó Molly—. «Confiesa a tu poder supremo y a otro ser humano la naturaleza exacta de tus agravios».

Cuando Theo atravesó la entrada, Molly, espadón roto en mano, agitó la vela de canela dedicada al dios gusano Nigoth y dijo:

—¡Lo confieso! ¡No pagué impuestos entre 1995 y 2000, he devorado la carne radiactiva de los mutantes y me cago en tus muertos por no acuclillarte cuando meas!

—Hola, cariño —dijo Theo.

—Cierra el pico —dijo la Nena Guerrera.

—¿Quiere decir eso que no me vas a lavar el Volvo?

—¡Silencio! Me estoy confesando, ingrato.

—¡Ese es el espíritu! —dijo el narrador.