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Que tengas unas horribles fiestas

Josh se enjugó las lágrimas de la cara, respiró hondo y siguió de camino a casa. Aún temblaba por la impresión de ver que le clavaban a Papá Noel una pala en el cuello, pero ahora pensaba que quizá no fuese suficiente para salir de sus problemas. Lo primero que su madre diría sería: «¿Qué has estado haciendo hasta tan tarde?», y el idiota de Brian, que no era el padre auténtico de Josh, sino el novio idiota de su madre, diría «seguro que Papá Noel seguiría vivo si no te hubieses quedado en la casa de Sam hasta tan tarde». Así que allí, plantado sobre el escalón, decidió dejarse inundar por una histeria absoluta. Empezó a respirar afanosamente, consiguió que las lágrimas aparecieran y empezó a sollozar. Abrió la puerta aspirando por la nariz. Se dejó caer sobre el felpudo de bienvenida y lanzó un jadeo como si fuese una sirena. No pasó nada. Nadie dijo una sola palabra. Nadie acudió corriendo.

Así que Josh se arrastró hasta el salón dejando sobre la alfombra una hilera de baba que se derramaba desde su labio inferior, mientras canturreaba un mocoso «mamaíta» con la esperanza de que aquello desbaratara su mal humor y la espoleara para protegerlo de Brian, para quien aún no había encontrado un mágico canto de manipulación emocional. Pero nadie lo llamó; nadie acudió a la carrera. El idiota de Brian no estaba repantingado en el sofá como la babosa dormilona que era.

Josh lo rodeó.

—¿Mamá? —llamó con un toque sollozante, dispuesto a estallar en todo su caudal a la mínima respuesta. Fue hasta la cocina, donde parpadeaba la luz del contestador de mamá. Josh se restregó la nariz contra la manga y apretó el botón.

—Hola, Joshy —dijo su madre con voz de alegre agotamiento—. Brian y yo nos hemos tenido que ir a cenar con unos clientes. Tienes una hamburguesa congelada y queso en la nevera. Volveremos antes de las ocho. Haz los deberes. Llámame al móvil si te asustas.

Josh no podía creer la suerte que había tenido. Miró el reloj del microondas. Solo eran las siete y media. ¡Excelente! Libre como un elfo mágico. ¡Sí! Al idiota de Brian le había salido una cena de negocios. Sacó la hamburguesa de la nevera, la metió, con caja y todo, en el microondas, y le dio al botón. No hacía falta quitarle el envoltorio, como decían. Metida en el cartón no estallaría por todo el microondas. Josh no se explicaba por qué no ponían eso en las instrucciones. Regresó al salón, encendió la tele y se sentó en el suelo delante de ella a la espera del pitido del microondas.

Pensó que quizá debería llamar a Sam, pero Sam no creía en Papá Noel. Decía que no era más que una invención de los no judíos para sentirse mejor por no tener un candelabro sagrado, una menorah. Todo eso era una majadería, por supuesto. Los no judíos no necesitaban una menorah. Querían juguetes. Sam decía eso porque estaba furioso porque en lugar de tener Navidad le habían arrancado el pellejo del pene y le habían deseado mazel tov (buena suerte).

—Caramba, no me molaría ser tú —había dicho Josh.

—Somos el pueblo elegido —repuso Sam.

—No para el fútbol.

—Cierra el pico.

—No, ciérralo tú.

—No, tú.

Sam era el mejor amigo de Josh y ambos se entendían, pero ¿sabría Sam qué hacer con respecto al asesinato de una persona importante? En situaciones así, había que acudir a un adulto, Josh estaba seguro de ello. Un incendio, un amigo herido, un tocamiento…, siempre había que decírselo a un adulto, un padre, un profesor o un policía, y así nadie se enfadaría. Pero si te encontrabas con el novio de mamá encendiéndose un petardo del tamaño de un perrito caliente en el taller del garaje, de la policía ni hablar. Eso lo había aprendido en una dura jornada.

Pusieron un anuncio, y la hamburguesa de Josh aún nadaba en microondas, así que pensó si debía llamar al 911 o ponerse a rezar y se decidió por lo segundo. Al igual que pasaba con el 911, no era bueno ponerse a rezar por cualquier tontería. Por ejemplo, a Dios le traía sin cuidado si conseguías pasar con tu bandicoot por el nivel de fuego en la PlayStation, y si te atrevías a pedir ayuda tenías grandes probabilidades de que te ignorara cuando realmente lo necesitaras, como en un examen de lengua o si a mamá le entraba un cáncer. Josh consideró que era algo así como el paso de los minutos en un teléfono móvil, pero aquello era una emergencia de verdad.

—Padre nuestro que estás en los Cielos —empezó Josh. Nunca hay que utilizar el nombre de pila de Dios, era un mandamiento o algo así—, soy Josh Barker, del 671 de la calle Worchester, en Pine Cove, California 93754. Esta noche he visto a Papá Noel, me ha encantado y te doy las gracias por ello, pero luego, justo después de verlo, lo han matado con una pala, y por eso tengo miedo de que no vaya a haber ninguna Navidad y he sido bueno, cosa que seguro sabrás si miras la lista de Papá Noel, así que, si no te importa, ¿podrías resucitarlo y que todo vuelva a estar bien para la Navidad? —No, no, no, eso sonaba demasiado egoista, así que añadió a toda prisa—: Y feliz Hannukah para ti y para todo el pueblo judío, como Sam y su familia. Mazel tov—. Eso sí, perfecto. Se sentía mucho mejor.

Sonó el microondas y Josh corrió hacia la cocina, donde se topó con las piernas de un tipo muy alto ataviado con una larga gabardina negra, de pie junto a la mesa. Josh gritó, y el hombre lo sostuvo de los brazos, lo levantó y lo examinó como si fuera una piedra preciosa o un postre realmente sabroso. Josh pateó y se retorció, pero el hombre de pelo rubio no lo dejó marchar.

—Eres un niño —dijo el rubio.

Josh dejó de dar patadas un segundo y contempló los ojos impasiblemente azules del extraño, que ahora lo estudiaba de la misma forma que un oso examina un televisor portátil mientras se pregunta cómo sacar de ahí a toda esa gente jugosa.

—Pues claro —dijo Josh.

El árbol de Navidad dio un giro brusco hacia la izquierda para entrar en la calle Cypress. Como eso le pareció algo extraño, el alguacil Theophilus Crowe hurgó en la guantera y buscó la luz giratoria azul, que puso sobre el techo de su Volvo. Theo estaba seguro de que había un vehículo en algún lugar debajo de ese árbol de Navidad, pero lo único que alcanzaba a ver en ese instante era el brillo de los faros posteriores entre las ramas traseras. Mientras seguía al árbol y pasaba por el puesto de hamburguesas del Brine's, un piñón del tamaño de un balón se soltó, rodó a un lado y botó hasta una de las bombas de gasolina.

Theo hizo sonar la sirena una vez, apenas un pitido, pensando que sería mejor poner fin a aquello antes de que alguien saliera malparado. Era imposible que el conductor que hubiera bajo el árbol viese la calle con claridad. El árbol iba con la base por delante, por lo que las ramas más anchas cubrían la parte frontal del vehículo. Las ruedas del árbol chirriaron de repente. Apagó las luces, quemó neumáticos en un giro hacia la calle Worchester y dejó tras de sí un rastro de piñones rodantes y un escape con aroma a pino.

En circunstancias normales, si un sospechoso trataba de dar esquinazo a Theo, habría dado parte inmediatamente al sheriff del condado, con la esperanza de conseguir refuerzos, pero estaría acabado si informaba que estaba en plena persecución de un árbol de Navidad que se daba a la fuga. Theo encendió la sirena del todo y aceleró colina arriba en pos de la conífera fugitiva, mientras pensaba por enésima vez aquel día que la vida parecía mucho más fácil cuando fumaba hierba.

—Vaya, no se ve algo así todos los días —dijo Tucker Case, que estaba sentado cerca de una ventana del Café HP, a la espera de que Lena regresara de refrescarse la cara en los aseos. El HP, una mezcla de estilo Tudor y cocina tradicional, era uno de los restaurantes más populares de Pine Cove, y aquella noche estaba hasta la bandera.

La camarera, una bonita pelirroja que rondaba los cuarenta, alzó la vista de la bandeja de bebidas que llevaba y dijo:

—Sí, Theo casi nunca persigue a nadie.

—Ese Volvo estaba persiguiendo un pino —dijo Tuck.

—Podría ser —admitió la camarera—. Antes, Theo se metía de todo.

—No, en serio —trató de explicarse Tuck, pero la camarera ya había vuelto a la cocina.

Lena regresó a la mesa. Aún llevaba el top negro bajo la camisa de franela abierta, pero se había lavado el barro de la cara y se había cepillado el pelo, que ahora llevaba suelto alrededor de los hombros. A Tuck le pareció la típica guía india de las películas, atractiva pero dura, que siempre lleva a un grupo de empresarios capullos a un lugar apartado donde son asaltados por una banda de catetos, un oso mutante debido a la exposición excesiva al fosfato de los detergentes de lavandería, o unos espíritus indios enfadados.

—Estás preciosa —dijo Tuck—. ¿Eres india americana?

—¿Por qué sonaba una sirena? —inquirió Lena mientras se sentaba en el asiento de enfrente.

—Nada, cosas del tráfico.

—Esto está mal. —Miró a su alrededor, como si todo el mundo supiera hasta qué punto estaba mal—. Mal.

—No, está bien —dijo Tuck con una gran sonrisa, mientras trataba de hacer centellear sus ojos azules a la luz de las velas, sin saber muy bien dónde estaban los músculos que lograban ese efecto—. Disfrutaremos de una agradable cena, nos conoceremos un poco más.

Ella se inclinó sobre la mesa y susurró con dureza:

—Hay un hombre muerto ahí fuera. Un hombre con el que estuve casada.

—Shh, shh, shh —la hizo callar Tuck posando un delicado dedo sobre sus labios, mientras trataba de parecer reconfortante y, quizá, un poco europeo—. Ahora no es momento de hablar de ello, querida.

—No sé qué hacer —dijo ella. Le agarró el dedo y lo echó hacia atrás.

Tuck estaba retorcido sobre el asiento, removiéndose para aliviar el ángulo antinatural con el que apuntaba su dedo.

—¿Un aperitivo? —sugirió—. ¿Ensalada?

Lena le soltó el dedo y se cubrió la cara con las manos.

—No puedo hacer esto.

—¿Cómo? Pero si solo es una cena —dijo Tuck—. Sin presiones. —En realidad, nunca había tenido muchas citas. Había conocido y seducido a muchas mujeres, pero nunca en una velada con cena y conversación, sino más bien con unas cuantas copas y alguna que otra ordinariez en el salón de un hotel. Pensó que iba siendo hora de que se comportase como un adulto, conocer a la mujer antes de acostarse con ella. Su terapeuta se lo había sugerido justo antes de dejar de tratarlo, justo después de que la hubiera tanteado. No iba a ser tarea fácil. Por experiencia propia, las cosas eran mucho más sencillas cuando las mujeres no llegaban a conocerlo, cuando aún podían proyectar en él esperanzas y fe.

—Acabamos de enterrar a mi ex marido —dijo Lena.

—Claro, claro, pero luego repartimos árboles de Navidad entre los pobres, un poco de amplitud de perspectiva, ¿vale? Un montón de gente entierra a sus cónyuges.

—No en persona, con la pala con la que acaban de matarlos.

—Será mejor que bajes un poco el tono de voz. —Tuck miró a las mesas de alrededor por si alguien estaba escuchando, pero todo el mundo parecía hablar del pino que acababa de pasar a toda prisa por la calle—. Hablemos de otra cosa. ¿Intereses? ¿Aficiones? ¿Películas?

Lena apartó la mano como si no acabara de creer lo que oía y lo miró como diciendo: «¿estás loco?».

—Por ejemplo —insistió él—, anoche alquilé una película muy rara. ¿Sabías que Babes in Toyland era una película de Navidad?

—Por supuesto, ¿qué creías que era?

—Bueno, pues pensé que… Vale, te toca a ti, ¿cuál es tu película favorita?

Lena se acercó a Tuck y buscó en sus ojos cualquier atisbo que delatara que estaba de broma. Tuck agitó los párpados, intentando parecer inocente.

—¿Quién eres? —preguntó Lena al fin.

—Ya te lo he dicho.

—Pero ¿a ti qué te pasa? No deberías estar tan…, tan tranquilo mientras yo estoy al borde de un ataque de nervios. ¿Acaso has hecho cosas como esta antes?

—Claro. ¿Bromeas? Soy piloto, he comido en restaurantes de todo el mundo.

—¡No hablo de cenar, imbécil! ¡Ya sé que has cenado antes! ¿Es que eres retrasado?

—Vale, ya está mirando todo el mundo. No se puede decir «retrasado» en público así como así, mucha gente se ofende porque, ya sabes, es retrasada. Es mejor decir «evolutivamente incapacitado».

Lena se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.

—Tucker, gracias por ayudarme, pero no puedo hacer esto. Voy a decírselo a la policía.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.

—Enseguida volvemos —dijo Tuck a la camarera y luego miró a las mesas adyacentes—. Disculpen, está un poco tensa, no ha querido decir «retrasado». —Dicho esto, fue en pos de Lena, llevándose de paso su chaqueta, que colgaba en el respaldo de la silla.

Llegó a su altura justo cuando doblaba la esquina de camino al aparcamiento. La agarró del hombro e hizo que se girara, asegurándose de que viese su sonrisa. Las luces navideñas parpadeaban en rojos y verdes lanzando reflejos sobre su pelo moreno, de modo que el ceño fruncido que le lanzaba pareciese más bien una expresión festiva.

—Déjame en paz, Tucker. Voy a la policía, les diré que no fue más que un accidente.

—No, no lo permitiré. No puedes.

—¿Y por qué no?

—Porque soy tu coartada…

—Si me entrego, no necesitaré una coartada.

—Ya lo sé.

—¿Entonces?

—Quiero pasar las Navidades contigo.

La expresión de los ojos de Lena se suavizó, y uno de ellos empezó a humedecerse.

—¿De veras?

—De veras. —Tuck se sentía algo más que un poco incómodo con su propia honestidad. Se sentía como si le hubiesen derramado café hirviendo en la bragueta y tratase de evitar que los pantalones le tocasen el cuerpo.

Lena extendió los brazos y Tuck se acercó, le tomó las manos y las colocó alrededor de sus costillas por debajo de la chaqueta. Posó su mejilla contra su pelo, inspiró profundamente y disfrutó del aroma de su champú y los residuos de olor a pino. No olía como una asesina, olía como una mujer.

—De acuerdo —murmuró ella—. No sé quién eres, Tucker Case, pero creo que yo también quiero pasar las Navidades contigo.

Hundió el rostro en el pecho del hombre y se mantuvo abrazada a él hasta que tocó algo en su espalda y se escuchó un estridente ruido procedente de la chaqueta. Se separó justo cuando el murciélago de la fruta asomaba su cara perruna por el hombro del piloto y ladraba. Lena dio un respingo y chilló como un conejo metido en una licuadora.

—¿Qué demonios es eso? —inquirió mientras retrocedía por el aparcamiento.

Roberto —dijo Tuck—. Ya te hablé de él.

—Esto es muy raro. Demasiado raro —salmodió Lena caminando en círculos y echando una mirada a Tuck y su murciélago cada dos segundos. Se detuvo—. Lleva gafas de sol.

—Sí, y no creas que es fácil encontrar unas Ray Ban del tamaño de un murciélago de la fruta.

Mientras tanto, en la capilla de Santa Rosa, el oficial Theophilus Crowe al fin había alcanzado al árbol de Navidad fugitivo. Apuntó con los faros del Volvo al perenne sospechoso y se mantuvo a cubierto tras la puerta del coche. De haber tenido un megáfono o algo parecido lo habría utilizado para dar las órdenes pertinentes, pero como el condado no le había dado ninguno, se limitó a gritar.

—¡Salga del coche con las manos por delante y gírese hacia mí!

De haber tenido un arma, la habría desenfundado, pero se había olvidado la Glock en la estantería alta del armario, junto al espadón mellado de Molly. Se dio cuenta de que la puerta apenas le cubría el tercio inferior del cuerpo, así que se agachó y subió la ventanilla. Luego, como se sentía algo torpe, cerró de un golpe la puerta y se encaminó hacia el árbol.

—Maldita sea, salga del árbol. ¡Ahora mismo!

Oyó una ventanilla que bajaba y luego una voz.

—Santo Dios, oficial, qué vigoroso parece —dijo una voz que le resultaba familiar. En alguna parte bajo el árbol, había un Honda CRV que contenía a la mujer con la que se había casado.

—¿Molly? —Debería haberlo sabido. Incluso cuando se tomaba sus medicamentos seguía siendo «artística». Así era ella.

Las ramas del enorme pino se movieron y de entre ellas emergió su mujer, con un gorro de Papá Noel verde, vaqueros, zapatillas rojas y una chaqueta vaquera con ribetes en las mangas. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo que le llegaba hasta la espalda. Podría haber pasado por una elfa motorizada. Evitó las ramas como si estuviese esquivando las palas de un helicóptero y finalmente salió.

—Mira a este magnífico hijo de puta —dijo con un gesto hacia el árbol. Rodeó a Theo por la cintura y lo atrajo hacia sí, arqueando un poco la pierna—. ¿No es maravilloso?

—Sin duda es…, eh…, grande. ¿Cómo lo has puesto sobre el coche?

—Me llevó un tiempo. Lo icé con unas cuerdas y luego coloqué el coche debajo. ¿Crees que se notará en la parte que se ha arrastrado por la carretera?

Theo miró el árbol de un lado a otro y de arriba abajo y se detuvo en el tubo de escape que asomaba entre las ramas.

—No has comprado esto en ninguna tienda, ¿verdad? —No estaba seguro de querer saberlo, pero tenía que preguntar.

—No, hubo un problema con eso. Pero me he ahorrado un montón de dinero. Mi espadón ha quedado para el arrastre, pero mira qué hijo de puta. ¡Mira a ese glorioso bastardo!

—¿Lo has cortado con tu espada? —A Theo no le preocupaba tanto con qué lo había cortado, como de dónde lo había sacado. Tenía un secreto en el bosque, detrás de la cabaña.

—Claro. No tenemos ninguna sierra de cuya existencia no me haya enterado, ¿no?

—No. —En realidad sí que la tenían, en el garaje, escondida detrás de unas latas de pintura. La había escondido cuando sus momentos «artísticos» se hicieron más frecuentes—. Ese no es el problema, cielo. Creo que es demasiado grande.

—No —dijo ella, mientras rodeaba el árbol y se colaba entre las ramas para apagar el motor—. Ahí es donde te equivocas. Mira, la capilla tiene puertas dobles.

Theo miró. Era cierto que la capilla tenía puertas dobles. Una solitaria lámpara de mercurio iluminaba el aparcamiento de gravilla, pero la pequeña capilla blanca era claramente visible, tras la cual asomaban vagamente las lápidas sombrías del cementerio donde en los últimos cien años se habían plantado pinares.

—Y el techo está a diez metros en su parte más alta.

Este árbol apenas llega a los nueve. Lo metemos por la base y lo enderezamos. Necesitaré tu ayuda, pero, ya sabes, no te importa.

—¿Ah, no?

Theo se quedó alucinado cuando Molly se abrió la chaqueta y le mostró sus pechos favoritos hasta la llamativa cicatriz que surcaba la parte superior del derecho y que parecía una curiosa ceja morada. Era como aterrizar de repente entre dos tiernas amigas, ambas un poco pálidas por no haber estado expuestas al sol, unas criaturas apocadas por el tiempo, pero con las rosas naricitas alerta, vigorizadas por el frío nocturno. Y tan pronto como aparecieron, la chaqueta se cerró y Theo se sintió como si le hubieran dado con una puerta en las narices y lo hubieran dejado solo en el frío de la noche.

—Vale, no me importa —dijo, tratando de ganar algo de tiempo para que la sangre regresara a su cerebro—. ¿Cómo sabes cuánto mide el techo de la capilla?

—Por las fotos de la boda. Te saqué de ellas y te utilicé para medir todo el edificio. Medía cinco Theos.

—¿Recortaste nuestras fotos de boda?

—Las buenas no. Venga, ayúdame a sacar el árbol del coche. —Se giró de golpe y la chaqueta describió un abanico tras ella.

—Molly, me gustaría que no salieras así.

—¿Te refieres a esto? —Se volvió agarrando las solapas.

Y allí estaban de nuevo, sus amiguitas de las naricitas rosas.

—Ocupémonos del árbol y luego nos lo hacemos en el cementerio, ¿vale? —Dio un saltito para subrayarlo y Theo asintió, siguiéndola como una espoleta. Tenía la impresión de que le estaban manipulando, esclavizándolo gracias a su debilidad sexual pero no veía por qué iba a ser eso algo malo. Después de todo, estaba entre amigas.

—Cariño, soy un oficial de la ley, no puedo…

—Venga, seré mala. —«Mala» sonaba a «deliciosa», lo que precisamente quería insinuar.

—Molly, después de cinco años juntos, no sé si debemos ser malos. —Pero, mientras lo decía, Theo caminaba hacia el enorme espécimen perenne en busca de las cuerdas que lo aseguraban al Honda.

Cerca, en el cementerio, los muertos, que habían estado escuchando todo el rato, empezaron a murmurar ansiosamente acerca del árbol de Navidad nuevo y la exhibición sexual que estaba a punto de producirse.

Los muertos lo habían oído todo: niños que lloraban, el chirrido de ventanas, confesiones, condenas, preguntas que nunca podrían responder; desafíos de Halloween, borrachos delirantes que invocaban a los espíritus o sencillamente se disculpaban por seguir respirando; brujas de pega que salmodiaban a los espíritus indiferentes, turistas que frotaban las lápidas con papel y carbón vegetal como si fuesen perros curiosos rascando para entrar en la tumba. Funerales, confirmaciones, comuniones, bodas, danzas, infartos, sexo adolescente, despertares extraños, vandalismo, el Mesías de Haendel, un nacimiento, un asesinato, ochenta y tres misterios de la pasión, ochenta y cinco cabalgatas de Navidad, una docena de novias que ladraban a las lápidas como leonas de mar de Tafetán mientras sus hombres les daban lo suyo al estilo perrito, una y otra vez, parejas que necesitaban algo oscuro y con olor a tierra húmeda para provocar un revulsivo en sus vidas sexuales. Los muertos lo habían oído todo.

—¡Oh sí, oh sí, oh sí! —gritaba Molly, montada a horcajadas sobre el oficial, quien se retorcía en un incómodo lecho de rosas de plástico unos pocos metros por encima de una maestra de escuela muerta.

—Siempre se creen que son los primeros. Ooooo, hagámoslo en el cementerio —dijo Bess Leander, cuyo marido le había puesto dedalera en el té de su último desayuno.

—Lo sé, hay tres condones usados sobre mi tumba, solo de esta semana —dijo Arthur Tannbeau, cultivador de cítricos, fallecido hacía cinco años.

—¿Cómo lo sabes?

Lo oían todo, pero su visión estaba limitada.

—El olor.

—Eso es asqueroso —dijo Esther, la maestra de escuela.

Es difícil escandalizar a los muertos. Esther fingió asco.

—¿Qué es todo ese ruido? Estaba durmiendo. —Era Malcolm Cowleyt el librero, infarto de miocardio mientras leía a Dickens.

—Theo Crowe, el alguacil, y la loca de su mujer se lo están montando en la tumba de Esther —dijo Arthur—. Apuesto a que no se está tomando la medicación.

—¿Cinco años casados y aún hacen estas cosas? —Desde su muerte, Bess había adoptado una actitud feroz contra toda relación.

—El sexo posmatrimonial es tan prosaico… —terció Malcolm de nuevo, siempre tan aburrido con la muerte provinciana de un pequeño pueblo.

—Un poco de sexo post mórtem, eso sí que me vendría bien —dijo el difunto Marty por la Mañana, el mejor DJ de la KGOB, al que habían pegado un tiro, una Víctima pionera de los robos de automóviles cuando las bandas melenudas dominaban las ondas—. Fiesta en la tumba, ya me entendéis.

—Escuchadla. Me encantaría deslizarle el hueso dentro —dijo Jimmy Antalvo, que se había comido un poste a lomos de su Kawasaki y se había convertido en un eterno joven de diecinueve años.

—¿Cuál de todos? —crepitó Marty.

—Lo del nuevo árbol de Navidad suena maravilloso —dijo Esther—. Espero que canten El buen rey Wenceslao este año.

—Si lo hacen —esputó el librero enmohecido—, me retorceré en mi tumba.

—Tú deseas —dijo Jimmy Antalvo—. Demonios, yo deseo.

Los muertos no se retorcían en sus tumbas, no se movían, ni siquiera podían hablar, salvo unos a otros, con voces carentes de aire. Lo que hacían era dormir, despertarse para escuchar, charlar un poco, y luego, a la larga, no despertarse más. A veces les llevaba veinte años, y otras hasta cuarenta, antes de echarse la larga siesta, pero nadie recordaba haber escuchado una voz más antigua que eso.

A dos metros por encima, Molly había puntualizado sus últimos corcoveos orgásmicos con un «¡voy… a… lavar… tu… Volvo… cuando… volvamos… a… casa! ¡Sí! ¡Sí! ¡Si!».

Luego profirió un suspiro, cayó hacia delante y acarició con la nariz el pecho de Theo mientras recuperaba el aliento.

—No entiendo lo que quieres decir con eso —dijo Theo.

—Quiere decir que te voy a lavar el coche.

—Ah, ¿no es un eufemismo, como «lava el viejo Volvo», guiño, guiño, codazo, codazo?

—No. Es tu recompensa.

Ahora que habían terminado, Theo tenía problemas para ignorar las flores de plástico que tenía bajo la espalda desnuda.

—Pensé que esto era mi recompensa. —Hizo un gesto a sus muslos desnudos, que tenía a ambos lados, los hoyos que había hecho con sus rodillas en el suelo, su pelo extendido por su pecho.

Molly se irguió rápidamente y lo miró.

—No, esto era tu recompensa por ayudarme con el árbol de Navidad. Lavarte el coche es tu recompensa por esto.

—Ah —dijo Theo—. Te quiero.

—Oh, creo que me vaya poner enfermo —dijo una nueva voz de difunto, proveniente de más allá del bosque.

—¿Quién es el nuevo? —quiso saber Marty por la Mañana.

La radio del cinturón de Theo, que en ese momento tenía a la altura de las rodillas, crepitó:

—Alguacil de Pine Cove, responda. ¿Theo?

Theo se sentó de forma extraña y cogió la radio.

—Adelante, te recibo.

—Theo, tenemos un 207 A en el 671 de Worchester. La víctima está sola y puede que el sospechoso siga por la zona. He enviado dos unidades, pero están a veinte minutos.

—Puedo estar allí en cinco —dijo Theo.

—El sospechoso es un hombre blanco, 1.80, pelo rubio largo y viste una gabardina larga negra.

—Recibido, voy de camino. —Theo intentaba subirse los pantalones con una mano mientras manejaba la radio con la otra.

Molly ya estaba de pie, desnuda de cintura para abajo, sosteniendo los vaqueros y las zapatillas en un rollo bajo el brazo izquierdo. Extendió una mano para ayudar a Theo a levantarse.

—¿Qué es un 207?

—No estoy seguro —admitió Theo mientras dejaba que ella lo impulsara hacia arriba—. Puede ser un intento de secuestro o un intruso armado.

—Tienes flores de plástico pegadas al culo.

—Lo más probable es que sea lo primero, no dijo nada de disparos.

—No, déjalas, te quedan muy monas.