Un año después (después de la mejor fiesta navideña para solitarios de todos los tiempos), un forastero llegó al pueblo. Su nombre era William Johnson, y trabajaba en un cubículo en el interior de un enorme edificio acristalado en Silicon Valle, donde, pasaba toda la jornada haciendo sus cosas delante de un monitor de ordenador. Vivía solo en un apartamento y todas las Navidades se tomaba un par de semanas para viajar a un pueblo donde nadie lo conociera para practicar su peculiar tradición navideña. Ese año había escogido Pine Cove para su pequeña fiesta, y estaba especialmente emocionado porque era la vez que más cerca de que había llevado a cabo la gesta. Se permitió ser descuidado, dado que era su duodécimo viaje navideño consecutivo (número redondo), y sentía que se merecía un regalo. Además, había tenido que atrasar las vacaciones una semana por complicaciones de última hora en un proyecto, así que no le había dado tiempo de llevar a cabo las investigaciones que solía emprender habitualmente. No se podía permitir emplear más tiempo en el viaje.
William nunca se había planteado por qué había elegido la Navidad para practicar su afición. Sencillamente había dado la casualidad que era Navidad la primera vez que lo había celebrado, durante un viaje a Elko, Nevada, para encontrarse con una mujer que había conocido en Usenet. Cuando averiguó que ella no solo no vivía en Elko, sino que no era una «ella» en absoluto, canalizó todas sus frustraciones en un prostíbulo de carretera y vio que le gustaba. Puede que se debiera a que su madre (¡la puta!) nunca le había dado un segundo nombre. Lo normal era tener uno, maldita sea, sobre todo si vas a ser un coleccionista como William.
Mientras conducía la furgoneta alquilada por la calle Cypress, empezó a canturrear Doce días para Navidad con una sonrisa. Doce. En una nevera portátil que llevaba en la parte posterior, empaquetadas al vacío entre láminas de plástico en fila de a uno, alineadas junto al hielo seco como si fueran almohadillas rosas, guardaba once lenguas humanas.
Aparcó enfrente del Cuerno de Caracol, se ajustó el bigote falso, se ahuecó las prendas interiores que llevaba bajo la ropa y que le hacían parecer veinte años más viejo de lo que era, y salió de la furgoneta. El aire rústico, pasado de moda y, por lo general, destartalado del Cuerno de Caracol daba la impresión de ser el lugar perfecto para encontrar su duodécimo trofeo.
—Y una perdiz en un peral —cantó en voz baja para sí.
Aquel año se propusieron un montón de temas para la fiesta de los solitarios.
—Es la puta Navidad —había gruñido Mavis—. Clava un poco de oropel, corta un pino, echa un poco de ron en el ponche y listos. ¿Qué es lo que quieres, el segundo Advenimiento?
En retrospectiva, todo el mundo se sentía un tanto incómodo en relación a la fiesta navideña de solitarios perfecta. La gente había tenido sueños, pesadillas, incluso flashbacks de cosas que nadie recordaba que hubieran pasado en realidad y, curiosamente, lejos de desanimarse, los fiesteros estaban más dispuestos que nunca a participar, a que fuese una fiesta genial, como si algo los empujara a arreglar algo que no estaba roto. La gente no dejaba de hablar de ello desde Halloween, lo cual suponía una importante presión sobre los encargados de planificar la fiesta.
—¿Qué tal una fiesta de Navidad mexicana, una posada[2]? —sugirió Lena Márquez—. Puedo hacer enchiladas, podemos tener piñatas, podemos…
—¡Un burro! —interrumpió Mavis— Una polla gorda como un bate de whiffle-ball.
—¡Mavis! —Lena dijo adiós a su posada cuando la idea entró en el sumidero del espectáculo sexual de Tijuana que había en la imaginación de Mavis.
—Una fiesta de disfraces —propuso Molly con honda gravedad, como si, de hecho, estuviera anunciando el segundo Advenimiento o quizá canalizando un mensaje de Vigoth, el dios gusano.
—No —dijo Theo, que llevaba sentado todo el día en el bar y trataba de no meterse en el tema—. La gente se vuelve rara cuando se disfraza. Siempre pasa en Halloween. Es como un cheque en blanco para actuar como capullos.
Todas las mujeres se quedaron mirando a Theo y, a tenor de sus expresiones, bien podría haberse dicho que acababa de estrujar una mofeta en sus cervezas.
—Gran idea —dijo Lena.
—Me apunto —dijo Mavis.
—A todo el mundo le gusta disfrazarse —añadió Molly.
—Que te lo digan a ti —dijo Mavis.
—Y tanto —dijo Lena clavando un codo en las costillas de su amiga.
—Me gusta el disfraz que usaste el año pasado —dijo Theo.
Todas lo volvieron a enfilar con la mirada.
—Oh, demonios, ¿y qué sé yo? —dijo el alguacil—. Yo, con mi cromosoma XY, no sé nada.
—Tucker y yo nos quedamos en casa en Halloween.
El murciélago estaba malito, así que esta será una oportunidad para resarcirnos.
—Y todavía puede que logre pergeñar algo de burro[3] —dijo Mavis.
—Me largo —se rindió Theo— antes de bajarse del taburete y dirigirse a la puerta.
—No seas tan peregrino, Theo —dijo Mavis—. Ya hay uno en el belén de la iglesia.
—Pero ellos no lo hacen —repuso Theo, sin siquiera volverse para decirlo.
Y salió.
—No sabes lo que pasó después de que se tomara esa imagen —gritó Mavis al ausente, como si eso tuviera algún sentido—. Había pastores, por el amor de Dios.
—Tengo un disfraz de Kendra que no me pongo desde las películas —dijo Molly—. Armadura de placas completa, pero, ya sabes, femenina.
—Eso es muy navideño —dijo Mavis.
—Podríamos decorarla —comentó Lena.
—Sí, Mavis, podemos poner acebo y nieve artificial en lo pinchos que sobresaldrían alegremente de los antebrazos.
—Yo quiero ir de Blancanieves —dijo Lena—. ¿Creéis que Tucker se pondrá un disfraz de príncipe encantador si se lo compro?
—Ni hablar —gruñó Lena—. Está demasiado ocupado manteniendo su imagen de cretino que habla con su murciélago de la fruta.
—Nadie aprecia tu sarcasmo, Mavis.
—Pues por lo que a mí respecta, lo de los disfraces puede ser opcional, porque este año voy a hacer tarta de frutas. —Mavis guiñó un ojo y el párpado permaneció estirado hasta que se dio un toque en la sien—. Tarta de frutas especial.
Un hombre de mediana edad, gorro de camionero y ropa de trabajo se había colado en el bar y deslizado sobre uno de los taburetes sin que nadie se diera cuenta, pero Mavis sí que lo vio cuando logró despegar el párpado.
—¿Qué te pongo, bombón?
—Un trago de lo que sea —dijo el forastero.
—¿Estás bien? —preguntó Mavis.
El tipo parecía un poco aturdido. No es que no estuviese acostumbrada, pero le fastidiaba que fuera así si no podía sacar provecho de ello.
—No podría estar mejor —dijo el forastero mientras dirigía la mirada al cuello de Lena.
William Johnson sintió que vivía un momento encantador. Desde la primera vez que se había dedicado a su afición (no es necesario repetirlo, ¿verdad?), nunca había tenido la suficiente fortuna como para toparse con su «candidata» a la primera. Era perfecta, sencillamente perfecta. Delicada y atractiva, orgullosa y determinada, el tipo de mujer que nunca le regalaría una segunda mirada a él. No lo había hecho, ¿verdad? Y qué decir de ese cuello y esas curvas exquisitas. Se estremeció ante la idea de tocarla, de acariciar ese maravilloso cuello mientras sentía el satisfactorio crujido de las vértebras. Entonces la putita sería suya, de la forma que más le placiera, tantas veces como quisiera. Iban a ser las mejores Navidades de su vida.
Se bebió la cerveza, dejó el dinero sobre la barra con una propina justa y esperó fuera, junto a la furgoneta alquilada, fingiendo que estudiaba un mapa hasta que su belleza latina saliera. Vio que se metía en una vieja camioneta Toyota y cuando estuvo a una manzana de distancia, empezó a seguirla por el pueblo.
Una fiesta de disfraces. Perfecto. ¿Qué mejor lugar para pasar desapercibido, moverse entre los lugareños, escuchar sus conversaciones, esperar el momento y hacerse con el premio delante de sus narices? Sí que estaba bendecido, o quizá maldito, pero, en todo caso, sería una maldición maravillosa como ella sola.
Tenía un cuello precioso.
Y si lo crujes
hasta puede decirse que…, eh…, resplandece.
Estúpida canción, se dijo.
—Creo que Val quiere un bebé chino —dijo Gabe Fenton. Se estaba echando unas cervezas con Tucker Case y Theo Crowe en la torre del faro en uno de esos martes únicos sin viento antes de Navidad. Habían dispuesto un conjunto de sillas plegables donde solía estar el faro, desde donde veían jugar a un grupo de delfines.
—¿Como regalo de Navidad? —preguntó Tucker Case—. Eso suena a regalo caro. ¿Por cuánto te puede salir? ¿Diez, veinte de los grandes?
Theo lanzó a Tuck una mirada hosca que reflejaba la que siempre había sido su reacción hacia el piloto. Sin embargo, como de un tiempo a aquella parte daba la impresión de que nunca se iría, Theo y Gabe habían decidido aceptarlo como amigo.
—La pregunta es —terció Theo— si estás listo para ser padre.
—Oh, no quiere compartirlo. Lo quiere para ella sola.
Dice que no soportaría tenerme en casa todo el tiempo porque vivo como un animal.
—Bueno, eres biólogo —dijo Tuck a modo de apología—. Forma parte de tu trabajo.
—Es verdad —admitió Gabe al tiempo que alzaba el puño para darle un golpecillo de reafirmación.
—Verdad —dijo Tuck devolviendo el golpecillo. Se trataba de la versión más grávida y ruda del «choca esos cinco» en alto, por lo general menos extravagante que su hermana de palmas más abiertas, pero no menos ridícula al ser ejecutada por unos advenedizos blancos. «¿Lo pillas, colega? Dabuten».
Theo volvió los ojos y metió un trozo de bizcocho en la boca del labrador que estaba a su lado.
—Ni siquiera le gustas, Gabe. Tú mismo lo has dicho.
—Y, sin embargo, te permite puntuales privilegios carnales —matizó Tuck—. Eso implica, eh…, cierta falta de juicio por su parte. Me gusta eso en una mujer.
—Me gusta cómo huele —dijo Gabe.
—Esa no es razón para tener un bebé con ella —puntualizó Theo.
—Ni para comprarle un regalo caro —añadió Tuck.
—Bueno, ¿y de qué os vais a disfrazar para la fiesta? —preguntó Gabe cambiando de tema a la desesperada.
—Yo creo que de pirata —dijo Theo—. Aún conservo el parche de cuando tuve conjuntivitis el verano pasado.
—¿Y qué tal de agente de la ley? —dijo Tuck con una sonrisa disimulada.
—¿Y tú qué? —preguntó Theo—. ¿De ser humano?
—Yo no voy. Tengo que trabajar —argumentó Tuck.
—¡Serás perro! —exclamó Gabe—. ¿Cómo lo has logrado?
Ante la mención de la palabra «perro», Skinner se desplazó junto al tipo de la comida, por si acaso rondaba por ahí un trozo de bizcocho que se le hubiera pasado por alto.
—Nochebuena es una enorme fiesta de drogas. Se supone que hará frío esta noche. Volaremos en busca de señales de calor desprendidas por laboratorios de metanfetaminas. Espero que uno de esos traficantes ponga a algún novato al cargo de la producción navideña y le explote en las narices. No hay nada más navideño que un laboratorio de metanfetaminas incendiado.
—¿Lo sabe Lena? —inquirió Theo con una ceja enarcada.
—Todavía no. Se requerirá mi presencia a última hora.
—Se pondrá furiosa —dijo Gabe.
—Creo que deberías ir —dijo Theo—. Es importante para ella.
—Quizá me pase después, aunque sea sin disfraz. Las mujeres adoran esperarse la típica decepción y llevarse luego una sorpresa de última hora, algo romántico, como aparecer.
—Dios, eres una comadreja.
—¿Qué? He dicho que iría.
—En realidad, las comadrejas no se merecen la mala reputación que han adquirido —intervino Gabe—. De hecho son…
—¿Crees que podrías quedarte con Roberto? —dijo Tuck a Theo—. Podría ser el loro del pirata.
—Odio las fiestas de disfraces —dijo Gabe—. Es como si revelaras tu verdadera naturaleza a través del disfraz, por mucho que trates de ocultarla.
—Entonces, Tuck —dijo Theo—, deberías ponerte un disfraz de comadreja.
Mavis Sand creía que la mejor tarta de frutas era la que contenía la fruta y la harina justas para que la mezcla de fármacos cuajara. Aquel año, eso significaba un puñado de cerezas de marrasquino y Gold Medal a palo seco. En el último momento flaqueó y añadió medio vaso de azúcar, porque el Xanax (la benzodiacepina) dejaba un regustillo amargo que daba al traste con el flameado de ron 151. También se había pasado la noche cambiando bebidas por veinte dosis de éxtasis (XTC) a un chico de cráneo rapado y tatuado y tantos piercings faciales que parecía que se había restregado la cara en el cubo de los clavos de alguna ferretería. Estaba bastante segura de que las pastillas eran X, pero aunque resultaran ser calmantes veterinarios, la fiesta seria todo un éxito. Mavis siempre había odiado el tono de abstinencia de la fiesta anual y tenía ganas de ver a algunos perder el control en medio de un templo sagrado sin perder ella la compostura.
Ahora, llegada la noche de la fiesta, la tarta del olvido había sido cortada en porciones cúbicas aparentemente inofensivas recogidas en papel encerado rojo y verde sobre una bandeja plateada, como si se tratase de los pétalos de un agradable florecer navideño. Mavis rió para sí mientras colocaba la última porción y luego se fue a la parte de atrás a encender los leños de roble para la barbacoa.
—¿Oléis eso? —dijo Marty por la Mañana (todos los hits fiambres a tu alcance)—. ¡Vamos de barbacoa, gente!
—Bueno, ya dije que la lasaña del año pasado era un error —dijo Bess Leander, que sospechaba de toda forma de comida después de su envenenamiento a manos del marido—. Eso no era comida de Navidad, era pereza.
—Ojalá que canten El buen rey Wenceslao —dijo Esther.
—Estás en el Expreso de Wenceslao, lo has pedido, con Marty por la Mañana en el T-I-S-O-S, radio fiambre para Pine Cove y toda la costa central.
—Ya no estás en la radio, Marty —dijo Jimmy Antalvo.
—Ya lo sé, ¿qué te has creído?
—Eh, ¿creéis que los dos científicos se lo montarán otra vez en el cementerio? —preguntó Jimmy, invadido por el espíritu navideño.
—Oh, sí, eso espero —dijo Malcolm Cowley con sarcasmo—. ¡Nada me apetece más que volver a escuchar cómo dos réprobos follan mientras al fondo suenan banales villancicos! ¡Oh, no te desboques, corazón mío!
—Esa ha sido buena, Malcolm —dijo Marty.
Aquella noche, con la fiesta más que empezada, la carne había quedado poco hecha, sazonada con ajo y romero; la fuente de ponche yacía como los restos de un estanque en medio de un campo de cazuelas de comida ordinaria, ensaladas y sobras. Trozos de la tarta de frutas de Mavis se alineaban como pequeños soldados dispuestos a marchar hacia la locura para gloria de Navidad, del país y del Niño Jesús, ¡demonios!
Los participantes, antes remisos a la idea de una fiesta de disfraces, finalmente habían dado su brazo a torcer y se permitieron deleitarse en la humillación de la festiva derrota. Gabe Fenton se había hecho un disfraz de orca a base de cartón piedra y pintura de aerosol, pero había olvidado hacerse aletas en las mangas, con lo que se encontraba atrapado en un cascarón blanco y negro con los brazos apretados hacia abajo y la cara dentro de la boca de la arca, cubierta con un calcetín negro y las gafas por fuera, y daba la impresión de que una arca se había tragado a un biólogo y regurgitaba la indigesta montura de las gafas.
—Gabe, ¿eres tú? —preguntó Theo.
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Bueno, tus botas de senderismo asoman bajo la cola y creo que eres el único que conoce las proporciones exactas del pene de una orca.
—Sí, son prensiles —asintió Gabe. El apéndice rosado, de casi sesenta centímetros de longitud y tan delgado como una manguera de jardín, golpeó la pierna de Theo—. En realidad pueden penetrar de canto. Estoy trabajando en una manguera de drenaje.
—Encantador —dijo Theo mientras se quitaba el sombrero de diez galones—. Espera a ver el disfraz de Mavis. Deberíais montaros un baile o algo.
—Y tú, se supone que eres un comisario o algo así, ¿no? —preguntó Val Riordan, que rodeaba con el brazo la aleta inútil de Gabe.
—Bueno sí, ya tenía la placa —admitió Theo.
—Creí que te ibas a disfrazar de pirata —dijo Gabe.
Theo respingó.
—Al parecer Molly ha tenido alguna que otra mala experiencia con piratas.
—Lo siento —se disculpó Gabe—. ¿Os habéis peleado?
Theo asintió tristemente.
—¿Está ella aquí? —preguntó Val, con una pequeña reverencia previsora. Theo había intentado no mirar a la psiquiatra, pero allí estaba, atrayendo toda la atención hacia sí.
Valerie Riordan llevaba una minifalda de vinilo negro, unas botas de fulana rojas de tacón de aguja alto y un top con transparencias; su cuello se derramaba en un escote impresionante cuyas hombreras exteriores eran sendos lóbulos frontales de plástico, que solía utilizar para decorar la mesa de café de su despacho. En la parte externa del muslo derecho llevaba un tatuaje de henna con las palabras «EGO», «ID» y «SUPEREGO», mientras que en el otro se podía leer: «DESEO», «NEGACIÓN» y «OBSESIÓN». En la cara interna del muslo derecho, casi oculta bajo la micro minifalda, se intuía la palabra «LUJURIA», mientras que en el mismo lugar de su homólogo, en una ubicación igualmente provocativa, lo que podía leerse era «CULPA». Con la inteligente aplicación de pestañas falsas, brillantina y excesivo pintalabios rojo, el maquillaje le otorgaba esa expresión de perpetua sorpresa que suele asociarse a las muñecas hinchables.
—Soy un polvo mental —dijo Val.
—Sí, está claro, pero ¿de qué vas disfrazada? —preguntó Theo.
Entonces oyó un bufido que salía de la orca al tiempo que la psiquiatra clavaba en el suelo un tacón de aguja y se contoneaba hacia la fuente del ponche.
—Voy a pagar por eso —dijo Gabe.
—Lamento contagiar mi miseria —dijo Theo.
—No pasa nada, ha merecido la pena
Entonces Gabe se fue en busca de Skinner, que merodeaba por la sala disfrazado de reno. Theo se limitó a buscar por la sala a una Nena Guerrera enfadada.
Gabe se topó con Estelle Boyette y Catfish Jefferson junto a una bandeja con queso y galletitas. Estelle, artista a sus 60 años, se había disfrazado de Madre Naturaleza. Vestía una diáfana túnica y había decorado su larga melena gris con brillantina y hojas. Lucía unos pétalos de flores pegados a la cara y a los brazos con pegamento de contacto. Tenía el aspecto de lo que habría resultado de la unión entre Stevie Nicks y una carroza de la Rose Bowl. Su compañero, Catfish, el blusero, llevaba su habitual sombrero de fieltro y el traje gris de zapa de toda la vida sobre una camisa de trabajo, todo ello aderezado con la habitual dentadura de oro con el trozo de rubí en el centro. Un solitario cascabel pendía de un cordel plateado del mástil de su guitarra National Steel.
—¿De qué se supone que te has disfrazado? —preguntó Gabe.
—De risueño.
—¿Y eso cómo se sabe?
—No llevo puestas mis gafas de sol.
—Palabra…
—No sigas.
—Lo siento.
—Toma un poco de tarta de frutas —ofreció Mavis a Lena, que iba disfrazada de Blancanieves. Tucker Case Había querido acudir como uno de los siete enanitos, hasta que Lena le informó de que, mientras Gruñón, Mocoso y Tímido eran miembros originales de los siete, no era el caso de Cachondo, y por mucho que se acolchara el paquete en sus pantalones cortos de enanito, eso no iba a cambiar. Así que Tuck fingió que lo llamaban de la DEA y dio el pego con que se iba al trabajo.
Mavis manejaba el cuchillo de trinchar, cortando generosas rodajas de sanguinolenta carne de buey y disponiéndolas en los platos de los que iban pasando por delante, aunque no quisieran.
—Soy vegetariana —dijo una mujer que iba disfrazada de hada.
—Qué vas a ser vegetariana. Cómetelo. Pareces la muerte comiendo galletitas, y yo conozco a la muerte; he estado removiéndole la ensalada durante años solo para poder seguir respirando.
La mujer se alejó, con el plato de carne sujeto con tantos remilgos como si fuesen desechos radiactivos.
—Dios santo, Mavis —dijo Lena, e hizo una pausa mientras le daba un mordisco a una de las porciones psicoactivas.
—¿Qué? Si haces un trato, lo cumples, ¿no?
Lena asintió, con un aire un poco triste de repente.
—Se supone que sí.
—¿Te han dado plantón?
—Tenía que irse a trabajar.
—Será cerdo.
Justo en ese instante, una extraña versión del Zorro apareció junto a Lena y le ofreció un vaso de ponche.
—Un refresco, mi señora —dijo el Zorro.
—Gracias —dijo Lena mientras trataba de averiguar quién se escondía tras el antifaz—. La tarta de frutas está un poco… —echó una mirada a Mavis por encima del hombro, quien le quitó un mechón de pelo negro de los ojos—. Estoy un poco seca.
—¿Y el disfraz de nuestra maravillosa anfitriona es…? —preguntó el Zorro.
—Un burro[4] con una polla como un bate —gruñó Mavis, como si fuese evidente, sobre todo teniendo en cuenta que había cosido un bate de verdad al disfraz.
—Por supuesto —admitió el Zorro. Sonrió y observó como se bebía Blancanieves el ponche que él mismo había aderezado con Rohypnol.
Oh, era perfecta, su pequeña Blancanieves latina. El disfraz del Zorro había sido un arranque de genialidad. Ni siquiera había tenido que ocultar el cuchillo serrado que utilizaba para hacerse con sus trofeos. Allí estaba, justo en su cinturón al lado del sable de mentira. También le gustaba la sensación de las botas altas. No se las quitaría mientras zanjaba el asunto con su invitada.
Solo tendría que recorrer unos pocos pasos desde la puerta de atrás, luego atravesar el cementerio y el bosque hasta llegar a la furgoneta que lo esperaba en la siguiente manzana. Si jugaba bien sus cartas, nadie los vería siquiera marcharse de la fiesta. Miró el reloj y le echó unos cinco minutos, diez a lo sumo.
—¿Le gustaría bailar? —le propuso a Lena, cuando empezó a sonar una canción de la nueva ola de los ochenta.
Al principio ella pareció reticente y bajó la mirada hacia el sayo azul, como si esperase que los pájaros del mismo color le ayudaran a emitir una respuesta.
—Venga, es Nochebuena —dijo William Johnson—. Anímate.
—Bueno, vale —accedió Lena, y dejó que el otro la llevara hasta el centro de la capilla.
La Nena Guerrera de Allende la Frontera cruzó la puerta con la espada desenvainada y una armadura de metal que se adaptaba perfectamente a sus curvas. Unos peligrosos pinchos sobresalían de sus antebrazos, hombros y guanteletes, mientras que el yelmo estaba coronado por una calavera sonriente de metal con cuernos de carnero. A última hora, después de la pelea con Theo acerca de si su elección del disfraz de pirata era para irritarla, había decidido prescindir de los adornos navideños. En lugar de ello, allí donde la piel era visible, el estómago, la cara y los muslos, se había pintado la piel con cera brillante para zapatos de color negro. Si el diablo hubiese encargado a Smith & Wesson la fabricación de una stripper, algo muy parecido a Molly habría salido contoneándose del mismo infierno.
Tras una breve visita a la mesa del bufé, donde se había hecho con medio kilo de carne asada y una porción de tarta de frutas, se retiró cerca del árbol de Navidad, cerca del belén y del murciélago, evitando en todo momento una mirada de su marido. Vaya, acabaría perdonándolo antes de que acabara la noche, lo sabía, pero antes tendría que sufrir.
Eso fue antes de meterse la porción de tarta. Cuando la constitución de una es delicada y el desorden de la personalidad linda con una Nena Guerrera, unas medicaciones no siempre obran igual que otras. Un cóctel equilibrado de Xanax y éxtasis, que debería incitar una perezosa euforia en una persona normal (la presunción de Mavis en todo momento), no hizo sino hundir más a Molly en el guacamole de la irrealidad, cuya primera manifestación fue sentirse algo amenazada por los tres Reyes Magos y los pastorcillos.
—Puedo con ellos —se dijo.
—Pues eso espero —dijo el murciélago, que colgaba al revés de una rama del árbol. Roberto iba de general Douglas MacArthur, más que nada porque coincidía con el general muerto en su afinidad por las gafas de sol, pero también porque Tuck se las había reglado para conseguir en eBay una pequeña pipa y un sombrero de oficial con agujeritos ya, hechos para las orejas.
—No miden más que veinte centímetros —señaló el peludo general con un toque de su acento filipino.
—Quería decir que si fuesen reales podría con ellos —matizó Molly, segura de que el rey más cercano extendía la mano sobre el incienso.
—¿Has visto a Lena? —preguntó casualmente el murciélago.
—No. La he estado buscando. Se disfrazó de Blancanieves, ¿no? ¿Tuck consiguió disfrazarse de enano?
—Tuck no está aquí. Ella acaba de largarse con otro tipo.
—Estás de broma…
—Parecía un poco piripi.
—Lena no bebe.
—No he dicho que pareciera borracha.
—¿Crees que debería ir a buscarla?
—Es tu amiga. ¿Me podrías acercar una de esas rodajas de piña si pasas cerca de la mesa del bufé?
—Cógete una tú mismo. Puedes volar.
—Lo haría, pero ese burro con la polla gigante me acojona un poco.
—En eso tienes razón —admitió la Nena Guerrera, completamente ajena al hecho de que estaba hablando con un mamífero volador que fumaba en pipa.
—¿Qué está haciendo con la orca?
William condujo a Lena hasta un alto monumento que había en el centro del cementerio y allí la apoyó.
—Oh, jo —se lamentó ella al darse cuenta de que se había manchado el vestido de Blancanieves. Mientras se le caía la cabeza, se reía nerviosamente—. Ya no soy Blancanieves.
Las drogas habían cumplido con su cometido, pero la chica estaba más alerta de lo que sus demás regalos de Navidad solían estar. Indefensa, sí, pero despierta. Eso estaría bien, pero que muy bien. Siempre que no le diera por gritar.
—Tú tranquila —dijo William. Colocó la mano sobre la garganta de ella y la empujó contra el monumento. Pensó que, dado su grado de alerta, quizá debería llevarla hasta la furgoneta para terminar esa parte, pero estaba tan buena, tan atractiva… ¿Y qué más oportunidades iba a tener de ser el Zorro en un cementerio?
Sacó el cuchillo de su funda mientras soltaba a Lena y ella se deslizaba hasta quedar sentada y apoyada contra la lápida.
—Ups —dijo ella.
¿Porqué sigue hablando? Nunca solían hablar llegados a ese punto. La había visto beber algo de café para acompañar la tarta de frutas, pero una taza de café no debería contrarrestar la dosis que le había puesto en el ponche.
—Tuck me quiere. No puede evitar ser un bribón —dijo Lena.
— Cállate, zorra. —William la golpeó en la cabeza con la base del cuchillo, y cuando abrió la boca para lanzar un «ay», le agarró la lengua con los dedos y tiró de ella.
Extraño. Entre todas las sensaciones fascinantes que lo ponían al borde del frenesí (la textura de la lengua, la piel, el pelo, el cuchillo, la anticipación), entre todas ellas, creyó captar el aroma de cera para zapatos. Extraño.
—Zo, za Zo, zi —dijo Lena, que equivalía a decir «hola, Molly», pero como había un asesino en serie cogiéndole por la lengua no sonaba tan claro como debería.
El asesino se volvió en el preciso momento en que algo frío y afilado le besaba la mejilla. Sintió el corte en la piel y el fluir de la sangre hasta el cuello.
—Suéltale la lengua —dijo la negra aparición. Lo único que podía ver era una larga espada que desaparecía entre trazos metálicos que delimitaban la silueta de una mujer. Soltó la lengua y escondió el cuchillo bajo el antebrazo.
—Arriba —ordenó la sombra sin aflojar la presión de la hoja contra la mejilla mientras él obedecía. Dolía horrores. Mantuvo la mano del cuchillo a un lado y esperó.
—Ay —se lamentó Lena—. Molly, no me siento bien. Debe de haber sido la tarta. —Trató de incorporarse, pero se tambaleó a un lado de la lápida.
Molly pasó junto al asesino para intentar cogerla, y fue entonces cuando este hizo su movimiento y su cuchillo describió un decidido arco hacia su pecho.
Molly sintió el golpe seco contra el esternón, escuchó un marcado crujido y se volvió con la espada alzada a la altura del cuello. Antes de completar el giro, el asesino ya estaba en el suelo. Vio algo parecido a una flor roja que se abría en su frente y unos ojos como pozos abiertos hacia las estrellas. Una figura alta, con un sombrero y una Glock de nueve milímetros en mano, salió de entre la niebla con la luz de la capilla proyectándose a modo de halo sobre su cabeza y sus hombros.
—¿Estáis bien? —preguntó Theo—. Os dije que los disfraces hacen que la gente se comporte de forma rara.
Molly miró la abolladura en su armadura. El acabado negro había desaparecido y delataba la placa de acero que tenía debajo. Sonrió al alguacil. Pintada de negro en plena noche parecía la gata de Cheshire.
—Pues sí, ese era su problema: el disfraz.
—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?
—Eh, gente, mirad esto —dijo Jimmy Antalvo—. Hay un tipo nuevo.
—Oye, novato —dijo Marty por la Mañana—, soy Marty en directo desde Pine Cove, con los mejores hits especialmente para ti.
—¿Dónde…, dónde estoy? —inquirió William Johnson—. Está oscuro.
—Estás muerto, cretino —dijo Malcolm Cowley, que odiaba los cambios tanto como la mayoría de otras cosas.
—Anda, un compañero nuevo —dijo Esther—. Qué emocionante. ¿Te sabes la letra de El buen rey Wenceslao?
Molly y Mavis atendieron a Lena a base de café y simpatía junto al piano, mientras, en la puerta, Theo explicaba a un grupo de detectives del departamento del sheriff lo que había pasado. Ya habían encontrado la furgoneta de William Johnson, con sus instrumentos de tortura y la colección de lenguas humanas, así que todo el mundo estaba seguro de que Theo sería considerado un héroe, lo cual les irritaba hasta un grado insospechado.
Un especialista médico de urgencia había echado un ojo a Lena y, tras declararla sana pero definitivamente hecha polvo, recomendó que acudiera a un hospital por su seguridad, cosa que ella no hizo aduciendo que Tucker Case iría a recogerla. Unos minutos más tarde, cuando Mavis trataba de recordar a Molly por trigésimo séptima vez que era una actriz retirada y no la Nena Guerrera de Allende la Frontera (y, por lo tanto, era: libre del juramento de sangre y del deber de llevarse al tipo del sombrero de fieltro a casa y follar hasta que ninguno de los dos pudiera andar), Tucker Case atravesó la entrada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el piloto. Iba vestido como Amelia Earhart. Unos rizos rubios sobresalían de un gorro de vuelo de cuero sobre el que descansaban las gafas de vuelo. El conjunto estaba acompañado por una bufanda de seda, botas y pantalones de montar, y una gran placa con alas que rezaba «Amelia Earhart» en grandes letras marcadas, por si alguien pasaba por alto las otras pistas.
—Tuck —lloró Lena mientras corría hacia sus brazos—. Sabía que vendrías.
—Sí, bueno, ya sabes, pensé que…
—¿Y me echaste de menos? —Se escurrió entre sus brazos.
—¿Estás…, eh, Lena, estás borracha?
—Lo siento, he tenido una mala noche.
—No pasa nada. Culpa mía. Debí quedarme.
—Un asesino en serie ha intentado cortarle la lengua —dijo Mavis como si tal cosa—. Theo le ha pegado un tiro.
—Vaya. Bien, entonces no soy el malo de la historia —dijo Tuck.
—Eres mi héroe —dijo Lena, que estaba cayéndose al suelo por momentos.
—¿Alguien me puede ayudar a meterla en el coche? —pidió Tuck a Molly y Mavis.
—Claro —dijo Molly. Cogió a su amiga por los pies y se metió sus piernas bajo el sobaco mientras Tuck hacía lo propio con el otro extremo—. ¿Por qué Amelia Earhart?
—Ya sabes, por lo de piloto y eso. Y esperaba montar un rollito caliente en plan bollero bajo el árbol de navidad si Lena me perdonaba.
—Eso habría sido encantador ——dijo Lena.
—Vale —parpadeó Tuck—, vamos al coche. —Miró por encima del hombro a Mavis e hizo un gesto con la cabeza hacia el miembro que llevaba cosido—. Buen elemento el que llevas ahí, Mavis.
—Voy justo detrás de ti, piloto.
Y mientras Amelia Earhart y Kendra, la Nena Guerrera Allende la Frontera, metían a la Blancanieves dopada en el coche, y una loquera doctora en medicina se lo hacía con una orca doctorada en filosofía sobre la tumba de un pinchadiscos, el general Douglas MacArthur, el murciélago de la fruta, voló hacia la copa del árbol de Navidad, describió medio giro mientras se aferraba a la estrella y dijo:
—Feliz Navidad y buenas noches a todos.