El ángel había abierto seis sobres de chocolate en polvo y llevaba en la mano todos los bombones de merengue.
—Los atrapan en estas pequeñas prisiones con el polvo marrón. Hay que liberarlos y ponerlos en la taza —explicó el ángel mientras abría otro sobre, vertía el contenido en un cuenco y soltaba los bombones en su taza.
—Mátalo mientras cuenta los bombones —dijo el narrador—. Es un mutante. Ningún ángel podría ser tan tonto. Mátalo, zorra chiflada, es el enemigo.
—Va a ser que no —dijo Raziel con la mirada clavada en la espuma desprendida por los bombones de merengue.
Molly lo miró desde el borde de su taza. A la luz de la vela de la cocina, ciertamente era un tipo llamativo: esos rasgos afilados, el terso rostro, el pelo, y ahora el bigote del chocolate con merengue, por no hablar de la intermitente fosforescencia en la oscuridad, que les había sido de gran utilidad cuando se habían puesto a buscar las velas.
—¿Puedes oír la voz de mi cabeza?
—Sí, en mi cabeza.
—No soy religiosa —dijo Molly. Tenía el tashi bajo la mesa aferrado a la mano libre, con la hoja apoyada sobre los muslos.
—Oh, yo tampoco —confesó el ángel.
—Lo que quiero decir es que, si no soy religiosa, ¿qué haces aquí?
—Los lunáticos. Nos atraen. Tiene algo que ver con la mecánica de la fe. No lo comprendo muy bien. ¿Tienes más? —Extendió el sobre vacío de cacao. Su taza rezumaba espuma de merengue derretido.
—No, hemos gastado toda la caja. ¿Así que te atraigo porque estoy como una cabra y puedo creerme cualquier cosa?
—Sí, eso creo. Y porque nadie te creería. Así que no hay violación de la fe.
—Vale.
—Pero también eres atractiva en otros sentidos —añadió el ángel rápidamente, como si de repente alguien le hubiera pegado un golpe en la cabeza con un calcetín lleno de don de gentes—. Me gusta tu espada y también esas.
—¿Mis tetas? —No era la primera vez que alguien le decía esas cosas, pero sí la primera que un mensajero de Dios se lo decía.
—Sí. Zoe las tiene también. Ella es un arcángel, como yo. Bueno, como yo no, tiene de esas.
—Ajá. ¿Así que también existen ángeles femeninos?
—Oh, sí. No siempre. Todo el mundo ha cambiado desde que vosotros sucedisteis.
—¿Nosotros?
—El Hombre. La Humanidad. Las mujeres. Vosotros. Antes, todos éramos iguales. Pero luego llegasteis vosotros, nos dividieron y nos dieron partes. A algunos les tocaron de esas, a otros, otras cosas. No sé por qué.
—¿Así que tú tienes partes?
—¿Te gustaría verlas?
—¿Tus alas? —preguntó Molly. En realidad no le importaría verle las alas, si es que las tenía.
—No, de eso tenemos todos. Me refiero a mis partes especiales. ¿Te gustaría verlas? —Se levantó y se bajó los pantalones.
No era la primera vez que recibía una oferta así, pero sí la primera que se la hacía un mensajero de Dios.
—No, déjalo. —Lo cogió del antebrazo y lo ayudó a sentarse de nuevo.
—Vale. Entonces debería irme. Tengo que comprobar cómo va el milagro y volver a casa.
—¿El milagro?
—El milagro navideño. Por eso estoy aquí. Oh, mira, tienes una cicatriz en una de ellas.
—Tiene la capacidad de atención de un colibrí —siseó el narrador—. Acaba con su miseria.
El ángel apuntaba a la angulosa cicatriz que presidía la parte superior del pecho derecho de Molly, la que le había producido el extra durante el rodaje de Muerte mecanizada: Nena Guerrera VII. La herida por la que la habían despedido, la cicatriz que había acabado con su carrera como heroína de las películas de acción de serie B.
—¿Duele? —preguntó el ángel.
—Ya no —repuso Molly.
—¿Puedo tocar?
No era la primera vez que alguien se lo preguntaba, pero…, bueno, ya sabéis…
—Vale —dijo.
Sus dedos eran largos y finos, la uñas un poco más largas de lo habitual en un hombre, pensó ella, pero su tacto era cálido y se irradió del pecho hacia el resto del cuerpo.
—¿Mejor? —preguntó, cuando retiró la mano. Molly se llevó la mano al lugar donde el ángel la había tocado. Estaba liso, completamente liso. La cicatriz había desaparecido. La imagen del ángel se volvió turbia entre las lágrimas que hicieron acto de presencia en sus ojos.
—Serás saco de mierda de sacarina sentimental —dijo el narrador.
—Gracias —dijo Molly, aspirando por la nariz—. No sabía que pudieras…
—Se me da bien el clima —dijo el ángel.
—¡Imbécil! —saltó el narrador.
—Me tengo que ir —dijo Raziel, levantándose de la silla—. Tengo que ir a la iglesia para ver sí el milagro ha funcionado.
Molly lo acompañó a través del salón, hasta la puerta. Cuando le abrió la puerta, el viento lamió la gabardina y ella pudo ver las puntas de las alas blancas que escondía debajo. Sonrió en una mezcolanza de carcajadas y llanto.
—Adiós —se despidió el ángel y se adentró en el bosque.
Cuando Molly se disponía a cerrar la puerta, algo oscuro pasó volando por ella. Las velas del salón se apagaron, por lo que lo único que pudo ver fue una sombra que se perdía en la cocina. Cerró la puerta y trotó hasta la cocina con la espada dispuesta. La luz de una vela le reveló una sombra sobre la ventana, de la que se desprendían dos ojos naranja que brillaban en la oscuridad.
Cogió la vela y avanzó hacia el bulto hasta que pudo verlo. Se trataba de algún tipo de animal y colgado de la persiana, sobre el fregadero, parecía una toalla negra con una diminuta cara de perro. No parecía peligroso, no más bien un poco tonto.
—Esto es el colmo. Mañana mismo vuelvo a tomarme la medicación, aunque tenga que pedirle prestado el dinero a Lena.
—No tan deprisa —advirtió el narrador—. Estarás muy sola cuando me vaya. Y volverás a ponerte la ropa normal. Vaqueros, camisetas… No puedes hacerla.
Molly ignoró al narrador y se acercó al bicho que colgaba de la persiana hasta que estuvo a unos centímetros.
—Los ángeles son una cosa —dijo, mientras lo contemplaba—, pero no tengo ni la menor idea de qué demonios eres tú, chavalín.
—Murciélago fruta —dijo Roberto.
—A lo mejor es español —dijo el narrador—. ¿Has notado el acento?
—Voy a salir —dijo Theo Crowe, agarrándose al árbol de Navidad.
—Aún le queda una bala —dijo Tucker Case.
—Van a quemarnos aquí dentro. Tengo que salir.
—¿Para qué? ¿Les vas a quitar las cerillas?
Lena agarró a Theo por el brazo.
—Theo, no serán capaces de provocar un incendio con esta lluvia y este viento. No salgas. Ben no llegó a dar ni dos pasos.
—Si consigo alcanzar un todoterreno, quizá pueda pasarles por encima —argumentó Theo—. Val me ha dado las llaves de su Range Rover.
—Eso no va a funcionar —discrepó Tuck—. Son muchos. Quizá te puedas quitar de encima a los más débiles, pero el resto huirá a los bosques donde no puedas alcanzarlos.
—Bien. ¿Sugerencias? Este lugar va a arder como la yesca, con o sin lluvia. Si no hacemos algo, nos van a asar vivos.
Lena miró a Tuck.
—Puede que Theo tenga razón. Si consigue que huyan a los bosques, es posible que el resto tengamos la oportunidad de llegar hasta el aparcamiento. No podrán cogernos a todos.
—Bien —asintió Theo——. Dividid a la gente en grupos de cinco y seis personas. Que el más fuerte de cada grupo lleve la llave de un todoterreno. Aseguraos de que todo el mundo sabe adónde tiene que ir cuando salga. Cuando oigáis que el claxon del Range Rover toca «afeitado y corte de pelo» significará que he hecho todo lo posible. Que todo el mundo salga pitando.
—Vaya, has pensado todo eso con el colocón —dijo Tuck—. Estoy impresionado.
—Que todo el mundo esté listo. No pienso salir a ese tejado hasta que todo esté asegurado.
—¿Y qué pasa si lo que escuchamos es un tiro? ¿Qué pasa si te atrapan antes de que puedas llegar al coche?
Theo sacó un juego de llaves del bolsillo y se lo pasó a Tuck.
—Entonces será tu turno, ¿no crees? Val también ha traído la llave de repuesto.
—Un momento. No pienso salir ahí fuera. Tú tienes la excusa de que estás fumado, eres poli, tu mujer te ha echado de casa y tu vida es una ruina. A mí me van bien las cosas.
—¿Cuando el alguacil Crowe se vaya podremos cortarle la cabeza? —quiso saber Joshua Barker.
—Bueno, puede que no del todo —rectificó Tuck.
—Me voy —dijo Theo—. Que todo el mundo se prepare junto a la puerta.
El larguirucho alguacil se dirigió al árbol de Navidad.
Tuck observó cómo lo escalaba hasta el techo y se volvió a los demás.
Se produjo un chirrido en la parte frontal de la capilla y todos se quedaron mirando. Las luces amarillas de uno de los vehículos se encendieron.
—Alguien quiere largarse —gritó Dale—. Os dije que no perdierais de vista el tejado.
—Ya estaba vigilando —dijo Jimmy Antalvo meneando el único brazo que le quedaba—. Pero está oscuro de cojones y no se ve una mierda.
Mientras recorrían a la carrera el lateral de la capilla hacia la parte delantera, pudieron ver que una sombra oscura se deslizaba desde el tejado para aterrizar en el suelo.