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Sobre el tejado, clic, clic, clic

Así que era eso, pensó Ben Miller mientras se metía por la pequeña torre del campanario que coronaba la capilla. Le había llevado diez minutos serrar con el cuchillo del pan las juntas de la trampilla selladas por la pintura, pero lo había conseguido. Había tirado del picaporte y había avanzado lentamente por el árbol hasta la torre. Había el espacio justo para ponerse de pie sobre unas estrechas repisas que rodeaban el acceso. Menos mal que habían quitado la campana hacía tiempo. La torre del campanario estaba rodeada de respiraderos con tejadillos por los que silbaba el viento. Estaba seguro de que podía abrirse camino a patadas por unos respiraderos de cien años para acceder al empinado tejado, optar por el lado que pareciese más seguro, alcanzar el aparcamiento y el Explorer rojo cuyas llaves llevaba. Solo tenía que recorrer cincuenta kilómetros en dirección sur, hasta el puesto de la patrulla de carreteras, y la ayuda estaría de camino.

Todos los años que había pasado en el instituto y la universidad, donde había proseguido su entrenamiento, todas las horas de carrera por el asfalto, las pesas y la natación, las dietas proteínicas, todo ello le había conducido hasta ese momento. Mantenerse en forma todos esos años, durante los cuales nadie parecía preocuparse, finalmente tendría un significado. Lo que no pudiera ganar por velocidad, lo atravesaría con el hombro (había completado sus carreras de medio fondo con una temporada de carreras de velocidad).

—¿Estás bien, Ben? —gritó Theo desde abajo.

—Sí, estoy preparado.

Respiró hondo, apretó la espalda contra uno de los lados de la torre y dio una patada a las tablillas del lado opuesto. Se rompieron a la primera, y estuvo a punto de salir al tejado con los pies por delante. Mantuvo el equilibrio, se revolvió sobre el estómago y salió por atrás hacia el tejado mientras observaba cómo desde abajo una docena de rostros esperanzados seguía sus movimientos.

—Aguantad. Volveré pronto con ayuda —dijo. Luego dio marcha atrás hasta quedar en el vértice del tejado a cuatro patas. La fría humedad imperaba dondequiera que pusiera las manos.

—Dame una alegría, mamón —dijo una voz a la derecha de Ben. Este saltó a un lado y empezó a resbalar por el tejado. Algo lo agarró de la sudadera, lo izó de nuevo, y entonces sintió algo duro y frío contra la frente.

Lo último que escuchó fue cómo Papá Noel decía:

—Joder, qué mañoso para ser un deportista.

En la sala de abajo se oyó un tiro.

Dale Pearson sostuvo al atleta muerto por la parte posterior del cuello mientras pensaba: ¿me lo como ahora o lo guardo para después de la masacre? Abajo, en el suelo, el resto de los muertos vivientes suplicaban alguna migaja. Warren Talbot, el pintor de paisajes, estaba a medio camino del tronco de pino que Dale había utilizado para subir al tejado.

—Porfa, porfa, porfa, porfa —dijo Warren—. Tengo mucha hambre.

Dale se encogió de hombros y soltó el cuerpo de Ben Miller. Luego le dio una patada para que se deslizara hasta la turba hambrienta. Warren echó la mirada atrás, donde había caído el cuerpo, y después volvió a mirar a Dale.

—Serás cabrón. Ahora no conseguiré ni un bocado. Unos repugnantes sonidos de succión ascendían desde abajo.

—Qué le vamos a hacer, Warren. Los muertos y los rápidos. Los muertos y los rápidos.

El pintor muerto se deslizó tronco abajo y se perdió de vista.

Dale tenía una venganza pendiente. Metió la cabeza en la torre del campanario y miró a los horrorizados rostros que lo observaban desde abajo. El biólogo delgaducho estaba escalando el árbol para llegar a la trampilla abierta.

—Sube, sube —gritó Dale—. Ni siquiera hemos empezado con el plato principal.

También vio a su ex, Lena, que lo estaba mirando, así como al rubio que había cargado contra ellos con la mesa del bufé y que, además, la rodeaba con el brazo.

—Muere, zorra. —Se asomó más por la trampilla y apuntó con el revólver a Lena. Vio que sus ojos se abrían de par en par y entonces algo le dio en la cara, algo peludo y afilado. Unas garras horadaron sus mejillas y buscaron sus ojos. Trató de agarrar a su atacante, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Acabó deslizándose por el tejado y aterrizó entre los compañeros que celebraban su festín.

—¡Roberto! —gritó Tuck—. Vuelve aquí.

—Se ha ido —dijo Theo—. Está fuera.

Tuck empezó a escalar por el árbol de Navidad, tras los pasos de Gabe.

—Lo traeré. Deja que suba y lo llame.

Theo sujetó al piloto por la cintura y tiró de él.

—Gabe, cierra la trampilla.

—No —dijo Tuck.

Gabe Fenton miró abajo fugazmente y se le desencajó la mirada al percatarse de la altura a la que estaba. Cerró a toda prisa la trampilla y la aseguró.

—Estará bien —dijo Lena—. Se ha escapado.

Gabe Fenton deshizo el camino por el árbol. Cuando llegó a las ramas más bajas, sintió que unas manos lo asían por la cintura para ayudarlo a ganar suelo. Entonces se giró para encontrarse entre los brazos de Valerie Riordan. Se apartó para no emborronarle el maquillaje, mientras ella terminaba de tirar de él para liberarlo de las últimas ramas.

—Gabe —le dijo—. ¿Te acuerdas cuando te dije que no tenías la mente en el mundo real?

—Sí.

—Lo siento.

—Está bien.

—Solo quería que lo supieras. Por si los zombis se nos comen el cerebro y no tengo otra ocasión para decírtelo.

—Significa mucho para mí, Val. ¿Te puedo dar un beso?

—No, cariño. Me he dejado el bolso en el coche y no llevo encima el pintalabios para retocarme. Pero si quieres podemos echar un último polvo en el sótano antes de morir —le sonrió.

—¿Y qué pasa con el crío del súper?

—¿Y la pornografía de ardillas? —Val alzó una ceja perfectamente perfilada.

—Sí, creo que me gustaría —dijo él, tomándola de la mano, conduciéndola al cuarto trasero y, de ahí, a las escaleras.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Theo Crowe, visiblemente contento de desviar su atención de Gabe y Val—. ¿Alguien lo huele? Decidme que no es…

Skinner estaba olisqueando el aire y gimoteaba.

—¿Qué es eso? —saltó Nacho Núñez, que había seguido la pista olfativa hasta una de las ventanas reforzadas—. Viene de aquí.

—Es gasolina —dijo Lena.