Molly se deslizó por la puerta trasera de la cabaña y bordeó el muro exterior hasta que pudo contemplar la alta figura que estaba delante de la ventana. El tendido eléctrico caído había dejado de chisporrotear al otro lado de la carretera y la luna y las estrellas apenas lograban horadar la oscuridad. Sin embargo, pudo vislumbrar al hombre que estaba parado delante de la ventana porque su cuerpo estaba envuelto en una especie de fosforescencia.
Es radiactivo, pensó Molly. Vestía la típica gabardina negra que tanto gustaba a los piratas de la arena. Pero ¿por qué un salteador del desierto saldría de su guarida en plena tormenta de lluvia?
Adoptó la postura Hasso No Kamae, la espalda recta, el acero sobre la cabeza, un poco inclinada hacia atrás y a la derecha con la guarda a la altura de la boca y el pie izquierdo por delante. Estaba a tres pasos de lanzar un tajo mortal al intruso. La espada estaba perfectamente equilibrada en su mano, tanto que no parecía pesar. Podía sentir las agujas de pino mojadas bajo los pies descalzos y solo lamentaba no haberse puesto unos zapatos antes de lanzarse a la noche. La fría lluvia contra la piel desnuda le hizo pensar que quizá una sudadera también hubiera sido una buena idea.
El hombre refulgente miraba al rincón opuesto de la cabaña cuando Molly hizo su movimiento. Tres pasos sigilosos y estuvo encima de él, con el filo de su espada cruzado sobre su cuello. Un tirón rápido y el corte llegaría hasta las vértebras.
—Si te mueves, eres hombre muerto —dijo Molly.
—Ah, ah —dijo el hombre refulgente.
La punta de la espada de Molly se extendía unos centímetros más allá del rostro del intruso, quien se quedó mirando el acero.
—Me gusta tu espada. ¿Quieres ver la mía? —dijo.
—Si te mueves, te mato —dijo Molly. Pensaba que no era una de esas cosas que hay que repetir—. ¿Quién eres?
—Soy Raziel —dijo Raziel—. No es la espada del Señor, ni nada de eso. No vale para destruir ciudades, sino para luchar contra uno o dos enemigos o cortar algo de embutido. ¿Te gusta el salami?
Molly no sabía cómo reaccionar. Aquel pirata de la arena refulgente no parecía asustado en absoluto, ni siquiera preocupado por el hecho de que una hoja afilada estuviera besándole el cuello a la altura de la arteria carótida.
—¿Por qué miras por mi ventana en mitad de la noche?
—Porque si mirara el tramo que no es ventana no vería nada.
Molly giró las muñecas y golpeó a Raziel en la cabeza con la espada de plano.
—Ay.
—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí? —inquirió Molly. Volvió a girar la hoja para amenazar con otro golpe, y en ese momento Raziel se apartó, giró y se sacó una espada de la espalda.
Molly dudó un segundo y luego se acercó con un tajo real dirigido contra el hombro del otro. Raziel detuvo el golpe y lo devolvió. Molly interceptó el golpe y volvió a lanzar al ataque, esta vez hacia el brazo izquierdo. Raziel volvió a pararlo, de forma que el filo siguió a lo largo del brazo en vez de atravesarlo. El afilado tashi se llevó, no obstante, un jirón de gabardina, así como una tira de piel del antebrazo.
—¡Oye! —dijo él, mientras miraba a la manga que le colgaba de mala manera.
No había sangre. Solo quedaba una franja oscura donde había estado la piel. Raziel empezó a lanzar mandobles con una infinidad de molinetes que obligaron a retroceder a Molly por el bosque hacia la carretera. Lo hizo sin vacilar, parando algunos tajos, esquivando otros, rodeando árboles y removiendo el pajizo húmedo del suelo a medida que se movía. Lo único que podía ver era a su brillante atacante y su espada, que ahora brillaba también. Estaba todo tan oscuro que solo podía orientarse utilizando la memoria y las sensaciones. Cuando estaba parando un golpe, tropezó en una raíz y perdió el equilibrio. Empezó a arrastrarse de espaldas y se giró, como si quisiera incorporarse. La inercia de Raziel lo empujó hacia delante, su espada buscó en el aire un objetivo que un segundo antes había sido unos centímetros más alto, y cayó sobre la hoja de Molly. Ella estaba inclinada hacia delante, la espada recogida hacia atrás y con Raziel ensartado y con un par de palmos de acero asomando por la espalda. Se quedaron en esa posición durante un instante, él sobre la espada, como un par de perros que necesitaran que alguien les tirara un cubo de agua.
Entonces Molly sacó la espada y se zafó, dispuesta a propinar a su agresor el golpe de gracia que lo abriría en canal desde el cuello hasta la cadera.
—Ay —dijo Raziel, contemplando el agujero que tenía en el plexo solar. Tiró su espada al suelo y se hurgó la herida con los dedos—. Ay —repitió mirando a Molly—. No deberías empalar con esa espada, no se pincha con ese tipo de espada. No es justo.
—Ahora deberías morirte —dijo Molly.
—Pues va a ser que no —dijo Raziel.
—No se puede decir «pues va a ser que no» a la muerte. Es un debate sin sentido.
—Me has pinchado con tu espada y me has rajado la gabardina —dijo el otro mientras alzaba el brazo afectado.
—Y tú te has puesto a merodear por mi casa y a espiarme por la ventana, por no decir que me has amenazado con una espada.
—Solo te la estaba enseñando. Ni siquiera me gusta. Para mi siguiente misión preferiría una honda o algo así.
—¿Misión? ¿Qué misión? ¿Te ha enviado Nigoth? Ya no es mi deidad, que lo sepas. Este no es el tipo de apoyo que necesito.
—No temas —la tranquilizó Raziel—, pues soy un heraldo del Señor, venido para invocar el milagro de la Natividad.
—¿Que eres qué?
—¡No temas!
—No temo, so cretino, te acabo de dar para el pelo. ¿Quieres decir que eres un ángel?
—Venido para traer la felicidad de la Navidad al niño.
—¿Eres un ángel de la Navidad?
—Traigo oleadas de alegría que regocijarán a todos los hombres. Bueno, a todos no. En esta ocasión solo un niño, pero me aprendí de memoria el discurso y me gusta soltarlo.
Molly bajó la guardia, apuntando al suelo con la punta de la espada.
—¿Y cómo es que brillas?
—Es la gloria del Señor —dijo el ángel.
—Vaya por Dios —dijo Molly mientras se daba una palmada en la frente—. Y te acabo de matar.
—Pues va a ser que no.
—No empieces con eso otra vez. ¿Debería llamar a una ambulancia o un cura o algo?
—Me estoy curando. —Levantó el antebrazo y Molly vio cómo la piel brillante se extendía sobre la herida.
—¿Qué demonios se te ha perdido aquí?
—Tengo una misión.
—No digo en la Tierra, sino en mi casa.
—Nos atraen los lunáticos.
Lo primero que se le pasó a Molly por la cabeza fue decapitar al ángel, pero entonces se lo pensó mejor. Estaba en medio de un bosque bajo una lluvia helada y un vendaval, desnuda, con una espada y hablando con un ángel que no estaba anunciando precisamente el Advenimiento. Así que sí, era una lunática.
—¿Quieres entrar? —dijo.
—¿Tienes chocolate caliente?
—Con merengue —dijo la Nena Guerrera.
—Loado sea el merengue —dijo el ángel, con un amago de vahído.
—Entonces vamos —dijo Molly, y se puso en marcha mientras murmuraba—. No puedo creerme que haya matado a un ángel de la Navidad.
—Sí, aquí sí que la has cagado —dijo el narrador.
—Pues va a ser que no —rectificó el ángel.
—¡Atrancad la puerta con ese piano! —gritó Theo.
Los goznes de la puerta principal se habían desprendido y la mesa del bufé se movía bajo los golpes de lo que fuera que los muertos vivientes estuvieran empleando a modo de ariete. Toda la capilla se estremecía con cada golpe.
Roben y Jenny Masterson, propietarios del ultramarinos Brine's, hicieron rodar el piano desde donde estaba junto al árbol de Navidad. Ambos habían pasado por algunos de los momentos más angustiosos de la historia de Pine Cove, y solían mantener la cabeza fría durante las situaciones de emergencia.
—¿Alguien sabe cómo se bloquean las ruedas? —preguntó Robert.
—Tendremos que apuntalarlo de todas formas —dijo Theo, antes de volverse hacia Ben Miller y Nacho Núñez, que parecían haber formado equipo para la batalla—. Vosotros, seguid buscando cosas pesadas para atrancar la puerta.
—¿De dónde han sacado un ariete? —preguntó Tucker Case. Estaba examinando las grandes ruedas de goma del piano y tratando de imaginar cómo bloquearlas.
—La mitad del bosque se ha venido abajo esta noche —dijo Lena—. Los pinos Monterrey no tienen raíz principal. Lo más seguro es que hayan encontrado uno lo bastante ligero como para transportarlo.
—Dadle la vuelta —dijo Tuck—, apuntaladlo contra la mesa.
El ariete volvió a golpear las puertas y estas se abrieron unos centímetros. La mesa que atrancaba los pomos se dobló y empezó a partirse. Tres brazos se colaron por la apertura y asomó una cara con el ojo medio salido de la cuenca podrida.
—¡Empujad! —gritó Tuck.
Empujaron el piano contra la mesa y la puerta volvió a cerrarse de golpe sobre los brazos que sobresalían. El ariete volvió a hacer de las suyas, abrió las puertas de nuevo y empujó a los hombres hacia atrás con un castañeteo de los dientes. Los brazos de los muertos vivientes empezaron a empujar desde la apertura. Tuck y Robert dieron un empujón al piano para volver a cerrar las puertas. Jenny Masterson se puso de espaldas al piano para presionar con el peso de su cuerpo y dirigió una mirada a los espectadores, unas veinte personas que parecían aturdidas o demasiado asustadas para moverse.
—¡No os quedéis ahí parados, inútiles de mierda! Ayudadnos a reforzar la maldita puerta. Si entran se comerán vuestros cerebros también.
Cinco hombres cruzaron entre ellos los haces de sus linternas en plan «¿tú, yo, nosotros?», se encogieron de hombros y corrieron para ayudar.
—Bonita arenga —dijo Tuck, mientras sus zapatillas chirriaban en el suelo a medida que empujaba.
—Gracias, se me da bien dirigirme al público —dijo Jenny—. Hace veinte años que soy camarera.
—Ah, sí, tú nos atendiste en el HP's. Lena, mira, es la camarera que nos atendió la otra noche.
—Me alegro de verte, Jenny —dijo Lena, en el mismo instante en que el ariete golpeaba la puerta otra vez y la tiraba al suelo—. No te he visto en la clase de yoga…
—¡Despejad el camino, despejad el camino, despejadlo! —ordenó Theo. Nacho Núñez y él cruzaban la sala con un banco de roble de unos dos metros de largo. Por detrás, Ben Miller trataba de arrastrar otro banco él solo. Varios de los hombres que sujetaban la barricada rompieron filas para echarle una mano.
—Reforzad el piano con estos bancos y clavadlos al suelo —dijo Theo.
Los cruzaron encima del piano y Nacho Núñez se encargó de clavarlos al suelo. Se movían un poco con cada embestida, pero aguantaron bien. Al cabo de unos segundos, los golpes cesaron. Una vez más, solo se escuchaba el sonido de la lluvia y el viento. Todo el mundo recorrió la sala con sus linternas a la espera de qué sería lo siguiente.
Entonces oyeron la voz de Dale Pearson a un lado de la capilla.
—Por aquí. Traedlo por aquí.
—Por la puerta trasera —gritó alguien—. Se lo llevan a la puerta trasera.
—¡Más bancos! —gritó Theo—. Clavadlos a la parte de atrás, deprisa, esa puerta no es tan sólida como la de delante, no aguantará ni dos embestidas.
—¿Y no pueden simplemente atravesar la pared? —preguntó Val Riordan, que trataba de unirse al esfuerzo de mantener la línea a pesar de la desventaja que representaban sus zapatos de tacón de quinientos dólares.
—Recemos para que no se les ocurra —dijo Theo.
Supervisar a los muertos vivientes era peor que tratar con una cuadrilla de obreros llena de borrachos y retrasados. Al menos, los obreros vivos contaban con todos sus brazos y la mayor parte de su coordinación física. Aquel puñado era bastante pastoso. Una veintena de ellos estaban transportando un tronco de pino roto de quince centímetros de ancho y tan largo como un coche.
—Moved el puto árbol —gruñó Dale—. ¿Para qué demonios os pago?
—¿Nos está pagando? —preguntó Marty por la Mañana, que estaba a la mitad del tronco, sosteniéndolo por una rama puntiaguda—. ¿Nos están pagando por esto?
—No me puedo creer que te hayas zampado todos los sesos —dijo Warren Talbot, el pintor muerto—. Se suponía que eran para todos.
—Cerrad la puta boca y llevad el puto árbol a la puerta de atrás —gritó Dale mientras agitaba el revólver.
—La pólvora les da un toque a pimienta muy agradable —se defendió Marty.
—No sigáis —dijo Bess Leander—, que me muero de hambre.
—Habrá suficiente para todos cuando, consigamos entrar —les animó Arthur Tannbeau, el granjero de cítricos.
Dale sabía que no funcionaría. Eran demasiado enclenques como para dar la suficiente potencia al ariete. Los vivos ya estarían montando barricadas en la puerta de atrás.
Apartó a algunos de los compañeros más descompuestos y asignó a otros que parecían conservar buena parte de su fuerza original, y aun así lo que intentaban era subir un estrecho tramo de escaleras con un tronco de más de cuatrocientos kilos. Incluso una cuadrilla de gente viva y sana no lo tendría fácil en ese barrizal. El tronco golpeó la puerta con un batacazo anémico. La puerta cedió lo justo para revelar que los vivos acababan de reforzarla.
—Olvidadlo, olvidadlo —dijo Dale—. Podemos llegar a ellos de otras maneras. Buscad en el aparcamiento las llaves de los coches.
—¿Un alunizaje? —dijo Marty por la Mañana—. Me encanta.
—Algo así —dijo Dale—. Chico, tú, el de la cara de cera, pareces un loco de la velocidad, ¿sabes hacer puentes?
—Con un solo brazo no —barboteó Jimmy Antalvo—. El chucho se ha llevado el otro.
—Han parado —dijo Lena. Estaba tratando las heridas de Tuck. La sangre impregnaba los vendajes de las costillas.
Theo se apartó del piloto y recorrió la sala con la mirada. Las luces de emergencia empezaron a fallar mientras él iluminaba a los demás con su linterna como si buscase sospechosos.
—Nadie se ha dejado las llaves en el coche, ¿verdad?
Hubo murmullos de negación y meneo de cabezas.
Val Riordan le apuntó con una ceja enarcada perfectamente pintada. Delataba una pregunta muda.
—Porque eso es lo que yo haría —dijo Theo—. Atravesaría la pared con un coche a toda velocidad.
—Eso sería terrible —dijo Gabe.
—El aparcamiento tenía dos dedos de agua y barro la última vez que lo vi —comentó Tucker Case—. Será difícil acelerar en esas condiciones.
—Mirad, tenemos que conseguir ayuda —dijo Theo—. Alguien tiene que salir para buscarla.
—No llegará muy lejos —advirtió Tuck—. En cuanto abráis esas puertas o rompáis una ventana; ellos estarán ahí esperando.
—¿Y qué hay del tejado? —propuso Josh Barker.
—Cállate, niño —dijo Tuck—. No hay forma de llegar al tejado.
—¿Le vamos a cortar la cabeza ahora? —preguntó Josh—. Hay que cortársela por la columna vertebral para que no sigan volviendo.
—Mirad —dijo Theo apuntando con la linterna al centro del techo. Había una trampilla—. La habían pintado y sellado, pero era indudable que estaba allí.
—Conduce a la vieja torre del campanario, —dijo Gabe Fenton—. Ya no hay campana, pero si que conduce al tejado.
Theo asintió.
—Desde el tejado alguien podría indicarnos dónde están antes de emprender ninguna acción.
—Esa trampilla está a diez metros de altura. No hay forma de llegar hasta allí.
De repente, les llegó un ladrido de murciélago desde las alturas. Media docena de linternas reaccionaron para localizar a Roberto, que colgaba del revés de la estrella del árbol.
—El árbol de Molly —dijo Lena.
—Parece lo bastante sólido —aventuró Gabe Fenton.
—Iré yo —dijo Ben Miller—. Sigo en buena forma. Puedo hacerlo.
—Ahí lo tenéis, esa es la prueba —dijo Tuck, junto a Lena—. Nadie con las pelotas disminuidas se ofrecería voluntario para algo así.
—Yo tengo un viejo Tercel —dijo Ben—. No creo que queráis que corra en busca de ayuda en eso.
—Lo que necesitamos es un Hummer —dijo Gabe.
—Sí, o quizá una caricia —dijo Tuck—, pero eso viene después. Por ahora, necesitamos cuatro ruedas.
—¿De verdad quieres intentarlo? —preguntó Theo a Ben.
El atleta asintió.
—Tengo más oportunidades de lograrlo. Me limitaré a atravesar a los que no pueda adelantar a la carrera.
—Entonces de acuerdo —dijo Theo—. A ver si llevamos ese árbol al centro de la sala.
—No tan deprisa —dijo Tuck, dándose golpecitos en los vendajes—. Me da igual lo rápido que sea el minihuevos, pero Papá Noel todavía tiene dos balas en la pistola.