Theo se puso la camisa de policía para la fiesta de Navidad para solitarios. No es que no tuviera otra cosa que ponerse, porque aún le quedaban un par de prendas limpias y una sudadera de pesca en el Volvo que había conseguido llevarse de la cabaña, sino que con la tormenta encima sintió que debía acudir en calidad de oficial de la ley. Su camisa del uniforme tenía unas charreteras en los hombros (sirven para, eh… bueno, sujetar un gorro…, para llevar al loro, ah, no…) que estaban muy chulas y tenían aspecto militar, y además tenía un pequeño orificio en el bolsillo donde podía sujetar la placa y otro donde podía meter un bolígrafo, lo que era muy práctico en medio de una tormenta si lo que se quería era tomar notas de algo así como: «siete de la tarde, aún hace un viento de cojones».
—Vaya, hace un viento de cojones —dijo Theo. Eran las siete de la tarde.
Theo estaba en un rincón de la estancia principal de la capilla de Santa Rosa junto a Gabe Fenton, que vestía una de sus camisas de científico: una prenda caqui con muchos bolsillos, aberturas, botones, huecos, charreteras, cremalleras, tiras de velcro y demás chismes donde perderlo todo irremisiblemente y lijarte los pezones mientras rebuscas en todo ello y dices: «sé que lo tenía en alguna parte».
—Sí —dijo Gabe—. Soplaba a ciento veinte por hora cuando salí del faro.
—¿Lo dices en serio? ¿Ciento veinte millas por hora? Vamos a morir —dijo Theo. De repente se sentía mejor.
—Kilómetros por hora —matizó Gabe—. Ponte delante de mí, me está mirando. —Agarró a Theo por la charretera (¡ajá!) y tiró de él para evitar que lo observaran desdé el otro lado de la sala. Allí, enfundada en un Armani y unos Ferragamos rojos, Valerie Riordan bebía a sorbos un refresco de arándano con soda de un vaso de plástico.
—¿Qué hace ella aquí? —murmuró Gabe—. ¿Es que no ha recibido una oferta mejor de algún ejecutivo guapo o algo así? —Gabe pronunció la palabra «ejecutivo» como si le supiese a podrido y necesitara escupirla antes de que le pusiera enfermo, que era exactamente como quería que sonase. Aunque Gabe no vivía en una torre de marfil, sí que lo hacía cerca de una, y eso le daba una perspectiva sesgada de los negocios.
—El ojo te está temblando de mala manera, Gabe. ¿Estás bien?
—Creo que es culpa de los electrodos. Está muy guapa, ¿no crees?
Theo miró en dirección a la ex novia de Gabe. Se fijó en los tacones, las medias, el maquillaje, el pelo, las líneas de su traje, la nariz, los labios, y se sintió: como si estuviera contemplando un coche deportivo que no se podía permitir, que no sabría conducir y con el que solo podía imaginarse atrapado entre hierros arrugados, aplastados contra un poste telefónico.
—El color de labios va a juego con sus zapatos —dijo Theo, sin responder del todo a su amigo. No era habitual ver esas cosas en Pine Cove. Bueno, Molly tenía un pintalabios negro que iba a juego con sus botas, las que se solía poner sin nada más, pero la verdad era que no quería pensar en ello. De hecho, de momento solo tendría significado si pudiera compartirlo con Molly, cosa que sabía que no iba a ser posible y le produjo unos fugaces celos de los temblores de Gabe.
Las puertas dobles se abrieron y el viento irrumpió en la capilla, se llevó un par de puestos de papel crepé que aún colgaban de la pared y tiró un par de adornos del árbol de Navidad gigante. Tucker Case entró con la chaqueta empapada y una cabeza peluda en la cremallera a medio abrochar.
—No se admiten perros —advirtió Mavis Sand, mientras pugnaba con las puertas para cerrarlas—. Los dos últimos años hemos dejado venir a niños y tampoco me ha gustado la idea.
Tuck empujó la otra puerta hasta cerrada y luego ayudó a Mavis con la suya.
—No es un perro —dijo.
Mavis se volvió y clavó la mirada en la cara de Roberto, que emitió un leve ladrido.
—Eso es un perro —dijo ella—. No se parece mucho a un perro, lo admito, pero es un perro. Y lleva puestas gafas de sol.
—¿Y?
—Está oscuro, imbécil. Líbrate del perro.
—Que no es un perro —insistió Tuck, y, para ilustrar su argumento, se desabrochó la chaqueta, cogió a Roberto por las patas y lo lanzó al techo. El murciélago emitió un gañido, extendió las alas correosas y voló hasta la cima del árbol, donde se aferró a la estrella, la giró a medias y se colgó de ella con aspecto un tanto escalofriante a pesar de las alegres gafas rosas.
Todo el mundo, unas treinta personas, dejó lo que estaba haciendo y miró. Lena Márquez, que había estado cortando lasaña en porciones cuadradas en la mesa del bufé, miró también, vio de soslayo a Tuck y apartó la mirada. A excepción del radiocasete, que no dejaba de emitir villancicos reggae, y el viento y la lluvia que aporreaban desde el exterior, reinaba un absoluto silencio.
—¿Qué? —dijo Tuck a todo el mundo—. Actuáis como si no hubieseis visto un murciélago en vuestra vida.
—Parecía un perro —dijo Mavis, a su espalda.
—¿Entonces no tenéis una política de exclusión de murciélagos? —dijo Tuck, sin darse la vuelta.
—Supongo que no. ¿Sabías que tienes un culo estupendo, chico piloto?
—Sí, es una maldición —repuso Tuck. Echó un ojo al techo en busca de algún muérdago bajo el cual pudiera quedar atrapado, vio a Theo y a Gabe y enfiló en línea recta el rincón donde se escondían.
—Oh, Dios mío —dijo Tuck mientras se acercaba—. ¿Habéis visto a Lena, chicos? Está buenísima, ¿no creéis? Cuánto la echo de menos.
—Por Dios, tú también no —dijo Theo.
—Ese gorro de Papá Noel me vuelve loco.
—¿Eso es un Pteropus tokudae? —preguntó Gabe, asomándose furtivamente desde detrás de Theo y haciendo un gesto con la cabeza hacia el árbol y el murciélago.
—No, es Roberto. ¿Por qué te escondes detrás del alguacil?
—Mi ex está aquí.
—¿Esa pelirroja trajeada? —preguntó después de mirar.
Gabe asintió.
Tuck lo miró, luego otra vez a Val Riordan, que ahora charlaba con Lena Márquez, y de nuevo a Gabe.
—Caramba, sacaste los pies de tu banco genético, ¿eh? Permíteme que te estreche la mano. —Rodeó a Theo y le ofreció la mano al biólogo.
—No nos caes bien, ¿sabes? —dijo Theo.
—¿De veras? —Tuck replegó la mano. Se inclinó para mirar a Gabe—. ¿De veras?
—No es para tanto —dijo Gabe—. Es solo que está un poco enfadado.
—No estoy enfadado —dijo Theo, pero la verdad es que sí estaba un poco enfadado. Un poco triste. Un poco fumado. Un poco descompuesto porque la tormenta no hubiese estallado con la fuerza que había deseado y un poco emocionado ante la posibilidad de que aquello acabara como un desastre. Theophilus Crowe sentía una íntima predilección por el desastre.
—Comprensible —dijo Tuck, apretando el hombro de Theo—. Tu mujer era un bomboncito.
—Es un bomboncito —le corrigió Theo, y luego añadió—: ¡Eh!
—Está bien —dijo Tuck—. Has sido un hombre afortunado.
Gabe Fenton estrechó el otro hombro de Theo.
—Es verdad —le dijo—. Cuando Molly no está como una cabra es un verdadero bomboncito. La verdad es que lo es aunque esté como una cabra.
—¡Podéis dejar de llamar a mi mujer bomboncito! Tampoco sé muy bien qué quiere decir eso.
—Es algo que decimos en las islas —dijo Tuck—. Lo que quiero decir es que no tienes nada de lo que avergonzarte. Los dos habéis tenido una buena trayectoria. No creo que vaya a perder el juicio para siempre. Sabes, Theo, de tanto en tanto Eraserhead se ve con Tinker Bell, o Sling Blade Carl se case con Lara Croft; esas cosas nos dan esperanza, pero, no se puede contar con ello. Porque los tíos como nosotros deberíamos estar solos si algunas mujeres no tuvieran un profundo sentido de autodestrucción. ¿Me equivoco, profesor?
—Es verdad —dijo Gabe con un gesto parecido al de jurar sobre la Biblia. Theo lo atravesó con la mirada.
—Con el tiempo, la mujer cae en la cuenta —continuó Tuck.
—Lo único que pasa es que ha dejado de tomarse la medicación.
—Lo que sea —dijo Tuck—. Solo digo que es Navidad y deberías estar contento de haber engañado a alguien para que te amara.
—La voy a llamar —dijo Theo. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa de policía y apretó el botón del número de casa.
—¿Val lleva pendientes de perlas? —preguntó Gabe—. Se los compré yo.
—Salpicaduras de diamantes —dijo Tuck, mirando por encima del hombro.
—Maldita sea.
—Mirad a Lena con su gorro de Papá Noel. Esa mujer tiene un talento con el oropel, no sé si me explico.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir —admitió Gabe.
—Yo tampoco. Solo ha sonado raro —dijo Tuck.
Theo cerró de golpe el teléfono.
—Os odio a los dos.
—No lo hagas —dijo Tuck.
—¿No hay línea? —preguntó Gabe.
—Voy a ver si la radio de la policía que tengo en el coche funciona.
La lluvia inundaba el patio trasero de la capilla mientras los muertos se tiraban unos a otros del fango.
—Esto parecía más fácil en las películas —dijo Jimmy Antalvo, que estaba enterrado en el barro hasta la cintura, mientras Marty por la Mañana y el nuevo de rojo tiraban de él. Las palabras de Jimmy salían un poco correosas y viscosas, entre el barro y una estructura facial que en su mayoría consistía en cera funeraria y alambre—. Pensé que nunca llegaría a salir de ese ataúd.
—Chico, estás mejor que una pareja que acabamos de sacar —dijo Marty por la Mañana mientras señalaba a una pila de frágil carne descompuesta y animada que antaño había sido un electricista. La masa pastosa emitió una especie de gemido.
—¿Quién es? —preguntó Jimmy. La lluvia torrencial le había limpiado el barro de los ojos.
—Se llama Alvin —dijo Marty—. Es lo único que hemos entendido de todo lo que ha dicho.
—Antes hablaba mucho con él —dijo Jimmy.
—Ahora es diferente —dijo el tipo del uniforme rojo—. Ahora estás hablando de verdad, no solo pensando en ello. A ese le ha vencido la garantía del equipamiento de voz.
Marty, que en vida había sido muy corpulento, pero que había adelgazado desde su muerte, se inclinó y agarró bien el brazo de Jimmy y dio un tirón. Se produjo un sonoro chasquido y Marty cayó de espaldas sobre el barro. Jimmy Antalvo meneaba la manga vacía de su chaqueta de cuero mientras gritaba:
—¡Mi brazo! ¡Mi brazo!
—Joder, tenían que haberte cosido eso mejor —dijo Marty con el brazo en el aire mientras la mano huérfana parecía gesticular en una tétrica versión de saludo de desfile.
—Toda esta jerigonza de muertos es asquerosa —dijo Esther, la maestra de escuela, que estaba a un lado, junto a otros que ya habían salido de sus sepulturas. La lluvia estaba arrancando los últimos harapos de su mejor vestido de los domingos, que con el tiempo había quedado reducido a unos colgajos de calicó—. No puedo con ella.
—¿No tienes hambre? —dijo el nuevo mientras el agua llena de barro se escurría por su barba de Papá Noel. Fue el primero en salir, porque no había tenido que salir de un ataúd—. Pues nada, cuando saquemos al chico te volvemos a meter en tu agujero.
—No he dicho eso —se defendió Esther—. No me importaría picar algo, algo ligero. A Sand, quizá. No creo que esa mujer tenga sesos suficientes para untarlos en una galletita.
—Entonces cierra el pico y ayuda a sacar a los demás.
No muy lejos, Malcolm Cowley contemplaba desilusionado a uno de los miembros menos articulados de los muertos vivientes que acababan de salir de su tumba y lucía sus buenas porciones de hueso entre la carne podrida. El librero muerto se retorcía la chaqueta de lana y sacudía la cabeza cada dos por tres.
—¿De repente todos somos unos glotones? —dijo—. Pues a mí siempre me ha gustado el mobiliario sueco moderno por su diseño funcional y no por ello menos elegante, así que cuando nos hayamos sorbido los sesos de todos esos juerguistas tengo ganas de buscar una de esas tiendas de las que tanto he oído hablar en las bodas de la capilla. Primero a comer, y luego a Ikea.
—Ikea —canturrearon los muertos—. Primero a comer, luego a Ikea.
—¿Me puedo comer el cerebro de la mujer del alguacil? —preguntó Arthur Tannbeau—. Me da a mí que va a estar picante.
—Primero sacamos a todo el mundo y luego comemos —dijo el nuevo, que estaba acostumbrado a decir a la gente lo que tenía que hacer.
—¿Quién se ha muerto y te ha nombrado jefe? —inquirió Bess Leander.
—Todos vosotros —repuso Dale Pearson.
—No le falta parte de razón —dijo Marty por la Mañana.
—Creo que mientras vosotros termináis aquí me daré un paseo por el aparcamiento. Cáspita, parece que no ando muy bien —dijo Esther arrastrando un pie hacia atrás y horadando un surco en el barro—. Pero lo de Ikea suena a deliciosa aventura para después del almuerzo.
Nadie sabe por qué, pero lo que más gusta a los muertos después de comerse los sesos de los vivos es el mobiliario prefabricado asequible.
En el aparcamiento, Theophilus Crowe veía como el agua acumulada en las orejas se sustituía por babas de perro.
—Bájate, Skinner. —Theo empujó al gran perro y activó el micrófono de la radio de la policía. Había ajustado los controles, pero no obtuvo más que unas voces lejanas, unas palabras por aquí, un poco de estática por allá. Al caer sobre el coche, la lluvia hacía tanto ruido que Theo tuvo que poner la cabeza debajo del salpicadero para escuchar mejor por el pequeño altavoz y Skinner, por supuesto, se lo tomó como una invitación para lamer más lluvia de las orejas de Theo.
—¡Ay, Skinner! —Theo agarró el hocico del perro y lo apuntó hacia el asiento. No era el hecho de estar calado hasta los huesos, ni el aliento del perro, que era considerable, sino el ruido. Había demasiado ruido. Theo buscó la consola que había entre los asientos y encontró medio palito para perros envuelto. Skinner se tragó el pequeño palo de carne y saboreó la grasienta bendición pegando las costillas a la oreja de Theo.
Theo apagó la radio de mala gana. Uno de los problemas de vivir en Pine Cove rodeados de los omnipresentes pinos Monterrey era que los árboles de Navidad dejaban de parecer árboles de Navidad, y empezaban a parecer mapas para el polvo plantadas hacia arriba, un gran velero de agujas y conos en lo más alto de un tronco largo y delgado y un sistema de raíces estilo tortilla; en definitiva, un árbol tremendamente propenso a caerse si sopla mucho viento. Así que, cuando El Niño hizo acto de presencia con sus tormentas, los primeros en fallar fueron los repetidores de los teléfonos móviles y la televisión por cable, que perdieron la energía; luego el pueblo perdió el suministro general de energía y las líneas telefónicas pararon de funcionar, dejando a toda la localidad incomunicada. Theo lo había visto antes y no le gustaba la perspectiva. La calle Cypress estaría inundada antes del amanecer y la gente estaría remando sobre la agencia inmobiliaria y las galerías para mediodía.
Algo golpeó el coche. Theo encendió los faros, pero la lluvia caía con tanta vehemencia y los cristales estaban tan empañados con el aliento del perro que no pudo ver nada. Dio por sentado que se trataba de una pequeña rama de árbol. Skinner ladró y su ladrido resonó estruendoso en el habitáculo cerrado. Podría ir a patrullar al centro del pueblo, pero con el Cuerno cerrado por Nochebuena no se imaginaba por qué tendría nadie que estar rondando aquella zona. ¿Volver a casa? ¿Intentarlo con Molly? La verdad es que ella estaba mejor equipada con su Honda a tracción a las cuatro ruedas para conducir por el temporal y era lo suficientemente lista como para quedarse en casa. Intentó no tomarse personalmente el hecho de que no hubiera acudido a la fiesta. Trató de tomarse en serio las palabras del piloto de que no se merecía a una mujer como ella.
Miró hacia abajo y allí, envuelta en papel burbuja sobre el salpicadero, estaba la pipa de cristal. Theo la cogió, la contempló, se sacó de uno de los bolsillos una lata de película llena de brotes verdes y empezó a llenar la pipa.
Theo quedó momentáneamente cegado por el destello del mechero, al tiempo que algo arañaba la carrocería del coche. Skinner brincó al asiento delantero y ladró a la ventana, meneando el rabo contra la cara de Theo.
—Tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Theo, pero el gran perro estaba ahora rascando el panel de vinilo de la puerta. Consciente de que luego tendría que lidiar con un enorme perro mojado, pero también de que tenía que plantar un pino o algo, Theo decidió abrir la puerta del pasajero. Skinner saltó hacia fuera y el viento la cerró tras él.
Hubo un alboroto fuera, pero Theo no podía ver nada y supuso que Skinner estaba hurgando en el barro. El alguacil se encendió la pipa y se perdió en las burbujas de reconfortante humo.
Fuera del coche, a menos de tres metros, Skinner arrancaba tan alegremente la cabeza de una maestra de escuela. Sus brazos y piernas se agitaban y su boca no paraba de moverse, pero el animal ya había arrancado buena parte de la desmejorada garganta y meneaba su cabeza de un lado a otro entre las mandíbulas. Un avezado lector de labios habría podido deducir que Esther estaba diciendo «solo quería probar un poco de su cerebro. Esto está completamente fuera de lugar, jovencito».
Seguro que me gano una regañina por esta, pensó Skinner.
Theo salió del coche y metió los pies en una papilla de barro hasta los tobillos. A pesar del frío, el viento, la lluvia y el lodo que le chorreaba por las botas, Theo suspiró, ya que estaba profunda y tristemente fumado, deslizándose hacia un cómodo lugar donde todo, incluida la lluvia, era culpa suya y tenía que aprender a vivir con ello. No era un episodio sensiblero de autocompasión de las que se derivan de un güisqui irlandés, ni una reprimenda airada empapada en tequila, ni siquiera un arranque de paranoia, sino más bien un poco de melancolía, de odio hacia uno mismo y la comprensión de lo fracasado que era.
—Skinner, vuelve aquí. Venga, chico, vuelve al coche. Theo apenas podía ver a Skinner, pero el perro estaba de espaldas arrastrando algo que parecía un montón de ropa mojada, como si mordisquease una y otra vez con la boca abierta y la lengua colgando.
Probablemente sea un mapache muerto, pensó Theo, tratando de quitarse la lluvia de los ojos. Yo nunca he estado tan contento. Nunca lo estaré.
Dejó al perro con su fiesta particular y se arrastró de nuevo hacia la fiesta. Sintió una mano al cuello mientras trataba de alcanzar con dificultad las puertas dobles y luego creyó escuchar un lamento cuando las cerró tras de sí, pero seguramente era el viento. La verdad es que no parecía el viento, pero tenía que serlo.