Capítulo IX:
La sentencia del Coyote

Jacob Bauer se había instalado en la pequeña biblioteca de Irah Bolders. Trató en vano de abstraerse en la lectura de algunos dé los libros que allí se guardaban, pero las letras se hacían borrosas ante sus ojos y las palabras escritas perdían todo sentido. Cuando fracasó el cuarto intento, Jacob Bauer tiró violentamente el libro al suelo.

—La conciencia sucia es muy mala para el que tiene ganas de leer, señor Bauer —comentó, a su espalda, una voz.

Bauer volvióse aterrado y lanzando un grito vio acodado a una de las sillas de alto respaldo a un hombre vestido de negro que empuñaba un revólver de largo cañón. Un ancho sombrero mejicano velaba su rostro, pero un reflejo de la luz en el cañón permitió ver que un antifaz le cubría la cara.

—¿Quién es?

El Coyote, para servirle a usted, señor Bauer —replicó el otro.

—¿Cómo ha entrado?

—Por la puerta. Usted no me oyó porque los remordimientos atronaban sus oídos.

—¿Qué quiere decir?

—Tenga la bondad de dejar con mucho cuidado sobre esa mesita su revólver. Luego vuelva a sentarse en el sitio que ocupaba.

Jacob Bauer obedeció, tembloroso.

—Así me gusta. Ahora podemos hablar mejor. Siéntese. Si quiere un cigarro puede encenderlo. No me molesta el humo.

—Pero ¿quién es usted?

El Coyote. Ya se lo dije.

Jacob Bauer se dejó caer en el sillón y miró, con ojos desorbitados, a aquel misterioso ser en el que hasta aquel momento apenas había creído.

El Coyote, cuando se hubo asegurado de que no tenía nada que temer de Bauer, sentóse frente a él, advirtiendo:

—La puerta está vigilada por uno de mis hombres de confianza. Así nadie nos molestará.

—¿Qué quiere de mí?

—En primer lugar quiero que escuche su historia. Tal vez le interese más oír la mía; pero es más importante la de usted. En el año mil ochocientos cuarenta y nueve, usted llegó a San Francisco procedente de Philadelphia. Su pasado era un poco turbio; pero en medio de tanta porquería como el oro atrajo a California, su suciedad pasó casi inadvertida. Usted quiso buscar oro, y encontró tan poco, que se dio cuenta en seguida de que por aquel medio no llegaría nunca a rico, ¿no es así?

—No. Tuve suerte y encontré un yacimiento…

—No, señor Bauer, el yacimiento que encontró usted ya lo había encontrado otro antes. Recogió usted los beneficios y dejó, como recuerdo, un cadáver. Luego fue repitiendo esa operación que resultaba mucho más sencilla y cómoda que romperse la espalda buscando oro por sí solo. Entonces no se hacía llamar Bauer, sino Batman, y bajo ese nombre está reclamado por diversos sheriffs de California. En cambio, no aparece en ningún sitio Jacob Bauer como buscador de oro.

—Carece de pruebas para acusarme.

El Coyote no necesita pruebas, señor Bauer. Pero si las necesitara podría mostrarle unos cuantos boletines en los que se ofrecen premios por su captura. Mejor dicho, por la captura de James Batman, cuyas señas personales son las de usted en todo, hasta en la cicatriz en forma de cruz que tiene en la palma de la mano derecha.

Jacob Bauer cerró los puños; pero no se movió.

—El sheriff Carr reunió unas cuantas pruebas más contra usted; pero fue tan torpe que se las dejó quitar por El Coyote, quien ahora las tiene y podrá utilizarlas contra usted. Son pruebas de sus crímenes en este valle.

—Carr es un canalla.

—Ya lo sé. Carr es la mano y usted era el cerebro. Él ejecutaba los proyectos de usted. Y porque deseaba cubrir bien sus movimientos, marchó usted a Washington a ver al señor Greene. Le expuso la situación del valle y solicitó que enviara a alguien. A alguien que viera y certificase que usted era inocente. Se envió al señor Echagüe, quien vio más de lo que a ustedes les convenía. Sobre todo advirtió una cosa, y era que Carr estaba enterado de su verdadera identidad. ¿Cómo pudo saber Esley Carr que César de Echagüe era cuñado de Edmonds Greene? Sólo a base de que usted se lo hubiera dicho. Y en tal caso, todo demostraba que ustedes trabajaban unidos.

—¿Cómo sabe eso?

—Porque lo sé todo. Su plan, señor Bauer, era echar tierra a los ojos de Echagüe; pero él ya venía algo prevenido y mencionó su intención de comprar tierras en el Valle de la Muerte. Eso significaba la introducción de un obstáculo destructor en el fino engranaje de su plan. Ese plan se basaba en ir eliminando ganaderos y dejar que otros se aprovecharan de las tierras que dejaban libres en el Valle de la Grana, mientras usted, como socio de la Asociación del Valle de la Muerte, iba reuniendo en un solo fondo suyo todas las tierras de Ryan y de los importantísimos yacimientos de bórax del Valle de la Muerte. ¿Quién iba a sospechar que usted perseguía, en realidad, unas tierras que, aparentemente, no tienen valor alguno? Hizo matar a Banning valiéndose de una trampa canallesca, de la cual formaba parte esencial la declaración de César de Echagüe. Luego, después de haberle fallado sus ataques contra Blythe y Beach, trató de asesinar a Manoel Beach haciendo poner en su cama una serpiente de cascabel. Fui informado e impedí el crimen. Como he venido a impedir que bajo una supuesta apariencia de legalidad, sean asesinados sus compañeros.

—¿Piensa matarme?

—No; pero usted, señor Bauer, ha sembrado mucha cizaña, y ahora la cizaña le mata el trigo. Usted merece la muerte y no me importaría matarle en este mismo sitio; pero existe una persona inocente que pagaría sus culpas sin merecerlo. Me refiero a su hijo. ¿Quiere que le digamos la verdad acerca de su padre?

—¡Philip!

Jacob Bauer palideció mortalmente.

—Por él quise ser rico… Para que no le faltase nada.

—No justifica usted su comportamiento, señor Bauer. Pero lo hecho ya no tiene remedio y, además, está en juego otra felicidad. La de Lucy Banning. Ella y su hijo se aman… Cuando se sepa la verdad acerca de usted, los dos serán desgraciados porque la vergüenza impedirá a su hijo a volver a acercarse a la mujer a quien ama. Y entonces, mientras viva, le maldecirá a usted.

—¡No!

—Sí, Bauer. Su hijo le maldecirá porque, por su culpa, no podrá ser feliz. Es lo que ocurre cuando un padre quiere hallar medios demasiado sencillos para ofrecer la felicidad a sus hijos. Ellos no entienden de esas cosas y no hay nadie más severo para juzgar los defectos de un padre que su propio hijo. Yo podría perdonar y excusar; pero su hijo, cuando sepa la verdad, no le perdonará; porque él tiene fe en usted, le cree honrado, considera que no ha habido jamás un padre más bueno y más honrado que usted, y cuando se dé cuenta de la verdad, se sentirá engañado. Y engañado por el hombre en quien depositó toda su confianza.

—¿Cuánto quiere por su silencio?

—Mi silencio significaría que todos los crímenes de que es usted culpable quedarían impunes. ¿Quién devolverá la vida a César de Echagüe, asesinado con el exclusivo objeto de ofrecer una prueba contra sus propios amigos?… ¿Quién resucitará a Banning? ¿Quién devolverá la vida a los hombres que fueron asesinados para robarles sus tierras? No, no hay precio para mi silencio. A no ser…

—¿Qué? —le preguntó anhelante Bauer.

—A no ser que me entregara las pruebas que usted posee contra Carr. Si me entrega esas pruebas callaré en lo que hace referencia a su pasado. Nadie sabrá jamás quién ha sido usted.

—¿De veras?

—De veras.

—Le traeré las pruebas…

—Sí, pero antes de ir a buscarlas, dígame dónde están. Podría ocurrirle algo y quiero estar prevenido para que Carr no escape a su castigo.

—Están en mi despacho, detrás de un cuadro que representa una playa y unas barcas.

—Bien. Vaya a buscarlas. No, no se lleve el revólver. Déjelo como prenda.

Jacob Bauer se puso en pie y dirigióse hacia la puerta. Antes de que llegara a ella, Calex Ripley la abrió desde fuera y le dejó salir, luego el centinela entró en la biblioteca.

—¿Le deja marchar, jefe? —preguntó al Coyote.

—Sí. ¿Estás seguro de la orden que dio Carr?

—Sí. Nos dijo que disparásemos sobre Bauer si trataba de salir de la casa.

—Entonces… su suerte está echada.

—Pero usted sabía… y le ha dejado marchar.

El Coyote no replicó. Parecía abstraído en sus meditaciones. De pronto, al oír el galope de un caballo, levantó la cabeza y escuchó con nerviosa atención. De súbito, un disparo resonó en la noche, seguido por una descarga cerrada. Luego, varios disparos más de revólver y, por fin, un ominoso silencio.

—Dicté sentencia… y se ha cumplido —murmuró El Coyote—. Él creía, acaso, ir hacia la vida. Creo que así es mejor.

—¿Cómo pudo dejar que marchara a la muerte?

—Debiste ver con qué indiferencia permitió que se asesinara a Banning; pero tú estabas allí y lo sabes mejor que yo. Ahora tenemos que dictar sentencia contra Esley Carr. Dictarla y ejecutarla.

—¿Cómo saldrá del rancho? Está vigilado…

—Este rancho tiene más entradas y salidas secretas que todas las que están visibles. Ni el propio Bolders las conoce. Vamos.

El Coyote apretó un resorte oculto y un trozo rectangular de pared giró suavemente sobre unos invisibles goznes, dejando al descubierto el principio de una escalera que se perdía en las profundidades de la casa.