Capítulo VII:
La muerte de César de Echagüe

Alguien oyó, sin dar importancia al hecho, un disparo de fusil en la llanura.

Más tarde se vio regresar a un jinete hacia Grana.

A las nueve de la noche, un caballo se detuvo frente al hotel en que se hospedaban los Echagüe. Era el mismo caballo en que había partido César, cinco horas antes.

A los relinchos del animal, salieron el dueño del hotel y el mozo de cuadras. El caballo parecía fatigado y en la silla de montar se descubrieron unas manchas oscuras que podían ser de sangre.

—¿Qué significa esto? —preguntó el dueño del hotel al mozo de cuadra.

El joven se encogió de hombros, replicando:

—No sé. Lo habrán matado.

—¿Y por qué han de haberlo matado? ¿No pudo haber caído del caballo?

El dueño del hotel se rascó la cabeza. Verdaderamente era difícil llegar a caerse de aquel caballo, uno de los más mansos que tenía.

—¿Y qué digo yo a su mujer?

El mozo de cuadra se apresuró a replicar, antes de que su jefe pensara en endosarle aquel trabajo:

—Algo tendrá usted que decirle.

—Claro —suspiró el hombre—. Yo tengo que decírselo; pero no es agradable.

—No, no es agradable.

El dueño del hotel se secó el sudor que ya bañaba su frente y, con tardío paso, subió a explicar a Leonor que su marido debía de haber sufrido algún accidente.

Cinco minutos más tarde, Leonor de Acevedo ponía en conmoción el hotel con sus alaridos. Difícilmente se hubiera encontrado una viuda más desolada en todo el Oeste.

Un jinete se acercó al galope a una solitaria cabaña que se levantaba a bastante distancia de Grana. Espoleaba sin compasión a su caballo, y el animal parecía a punto de reventar. A un centenar de metros de la cabaña, el jinete frenó a su caballo hasta detenerlo. Luego le hizo avanzar al paso hasta que una voz le ordenó:

—¡Alto!

—Soy amigo.

—¿De quién? —preguntó el centinela, que permanecía tendido entre los arbustos.

—De la Muerte.

—Adelante.

Reanudó su marcha el recién llegado y a unos veinte metros de la cabaña echó pie a tierra, ató su caballo a una barra a la que estaban atados otros seis o siete caballos y luego dirigióse hacia la cabaña. Otro centinela le cerró el paso.

—¿Eres tú, Ripley? —preguntó.

—Sí —respondió el recién llegado.

—¿Has tenido suerte?

—Regular.

—Puedes entrar. Te están esperando.

Ripley llamó con los nudillos a la puerta de la cabaña y dio su nombre en respuesta a la pregunta que llegó del interior. Al cabo de un minuto o minuto y medio, se abrió la puerta y Calex Ripley entró en la cabaña. Ésta se hallaba ocupada por dos hombres. Uno de ellos era Esley Carr, el otro llevaba el rostro cubierto por una máscara que tapaba por completo sus facciones. Una manta a modo de poncho le cubría el traje. Era indudable que el desconocido procuraba disimular lo mejor posible su identidad.

El sheriff, que era el que había abierto la puerta, la cerró con todo cuidado y, dirigiéndose a Ripley, preguntó:

—¿Cómo ha ido la cosa?

Por toda respuesta, Calex Ripley tiró sobre la mesa, a la que estaba sentado el enmascarado, una cartera, una bolsa, un reloj de oro, dos anillos y una medalla. Estas cuatro últimas cosas envueltas en un ensangrentado pañuelo.

La ansiedad del desconocido era tan grande que no pudo contener su impaciencia y, con mano temblorosa, abrió la cartera, que contenía numerosos documentos. Examinó superficialmente varios de ellos; pero dedicó toda su atención a uno que extendió sobre la mesa, junto a la lámpara de petróleo. Lo leyó sin pestañear y, por fin, movió afirmativamente la cabeza.

Esley Carr acercóse y examinó el documento.

—¿Es la cesión de las tierras de Beach? —preguntó.

El otro movió afirmativamente la cabeza y con voz disimulada, contestó:

—Sí. Ahora debemos dar el golpe definitivo; pero que no falle.

—¿Contra Beach?

A la pregunta de Carr, el otro respondió negando con la cabeza y moviendo la mano derecha en plano, como descargando un golpe seco.

—¿Todos? —preguntó Carr.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Mañana por la noche. Los reuniremos a todos en el rancho. Allí tú los detendrás y luego los dejarás huir y…

—Es muy expuesto.

—Pago bien. Además, aquí tienes pruebas suficientes para ahorcarlos a todos.

El desconocido abarcó con un ademán los objetos propiedad de César de Echagüe. Al hacerlo se fijó en Calex Ripley, que permanecía inmóvil, como esperando nuevas órdenes.

—¿Qué espera? —preguntó a Carr.

Éste inclinóse al oído del que parecía su jefe y le habló unos segundos. El hombre movió varias veces la cabeza como aprobando lo que el sheriff decía y, por fin, mirando al Ripley, pidió:

—Cuéntame cómo fue la cosa.

—Le aguardé en el paso del Zorro, como se me había indicado. Le vi llegar muy despacio y mientras dejaba beber a su caballo, disparé. Cayó sin darse ni cuenta de lo que acababa de ocurrirle. Registré el cadáver y recogí lo que se me había ordenado.

—¿Leíste este documento? —preguntó el de la máscara.

—Claro. ¿Cómo, si no, hubiera podido saber si conseguía lo que me había pedido?

—Claro… ¿Te guardaste el dinero que llevaba encima?

Ripley negó con la cabeza.

—Todo está ahí; pero se me dijo que recibiría quinientos dólares además de lo que encontrara en su poder.

—¿Cuánto hay en la bolsa?

—Mil quinientos en oro.

El enmascarado examinó la bolsa. Era de cuero finamente trabajado y en ella se leían las iniciales C.E. Deshaciendo los cordones que la cerraban la vació sobre la mesa, contando velozmente las monedas de oro.

—Mil quinientos —repitió, siempre con voz desfigurada—. Buen trabajo y bien pagado. ¿Qué más hiciste?

—Enterré el cuerpo.

—¿Dónde?

—Donde nadie podrá hallarlo.

—¿Por qué no quieres que lo hallen?

—Porque hay balazos que tienen marca, y el mío la tenía.

—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó el enmascarado.

—Que por ahora se podrá sospechar de que yo he matado a Echagüe; pero de momento nadie puede demostrar, y quiero que jamás pueda ocurrir lo contrario, que yo le maté.

—Nosotros sabremos guardar el secreto.

—Si yo no sé guardarlo, ¿qué esperanza puedo tener de que otros sean más prudentes que yo? Si lo que les interesaba era que muriese, ha muerto. Los demás ya no es asunto suyo, sino mío.

El enmascarado soltó una suave carcajada.

—Me gusta —dijo—. Eres de la clase que yo prefiero tener a mis órdenes. Carr, dele dos mil quinientos dólares. Es lo prometido.

—¿No se queda lo de la bolsa? —preguntó el sheriff.

—No. La bolsa, el reloj, la cartera y las joyas valen demasiado para malgastarlos. Son las pruebas que necesitamos.

—¡Ah! —rió Carr.

Y dirigiéndose a un rincón de la estancia abrió una pequeña trampa disimulada en el suelo y de ella sacó una caja de acero, de cuyo interior extrajo unos cartuchos de monedas de oro que dejó sobre la mesa. El enmascarado deshizo los cartuchos y con sus enguantadas manos empujó el oro hacia Ripley, que lo recogió ávidamente.

—¿Desean algo más de mí? —preguntó.

—No. De momento, no —replicó el enmascarado. Luego, en voz baja, dijo unas palabras a Carr.

Éste se volvió hacia Ripley y le ordenó:

—Reúnete con los otros, en la cabaña, y espera órdenes para mañana.

Calex Ripley inclinó la cabeza y salió de la cabaña, yendo a reunirse con sus compañeros. Una hora después Esley Carr se reunía con sus catorce hombres y les ordenaba:

—Estad preparados para mañana. Al anochecer tendremos un trabajo.

No explicó cuál sería aquel trabajo; pero todos estaban habituados a cumplir órdenes sin hacer preguntas innecesarias.

—Ahora podéis marcharos. No perdáis tiempo.

Todos se dirigieron en busca de sus caballos y, un cuarto de hora más tarde, la cabaña parecía desierta. Esley Carr y el enmascarado salieron de ella. El segundo declaró:

—¡Por fin seremos los amos! Esos cuatro idiotas que nos estorban serán eliminados. Las culpas de todo lo ocurrido hasta ahora recaerán sobre ellos y tú serás el dueño del Valle de Grana.

—Y usted el dueño del Valle de la Muerte.

—Sí. Los dos nos llevamos un buen premió. No se te ocurra sentir más ambiciones de las necesarias, porque podrías quemarte.

—Lo sé, jefe; pero usted, que es maestro en traiciones, no cometa la locura de experimentar en mí. Guardo pruebas que le enviarían a la horca.

—También lo sé, Carr, y quiero que mañana, cuando todo haya terminado, me entregues estas pruebas. Yo te daré otras que podrían enviarte, también, a la horca.

—Mañana se rompe la sociedad. En adelante usted por un lado y yo por otro, jefe.

—Pero siempre buenos amigos, ¿no?

—Siempre… mientras podamos sernos mutuamente útiles.

—Eres un perfecto canalla, Carr.

—Yo diría que somos un par de canallas perfectos, jefe —replicó el sheriff.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

En el momento en que los dos hombres iban a separarse se oyó un movimiento entre los matorrales. Carr empuñó un revólver y levantando el gatillo fue a disparar. Un aullido se elevó en la noche y el enmascarado contuvo al sheriff.

—Es sólo un coyote —dijo—. No hagas ruido.

—Quisiera matar a todos los coyotes —replicó Esley Carr.

—Yo sólo quisiera terminar con uno de ellos —replicó el otro.

—¡Ese maldito Coyote! —gruñó Esley—. ¿Por qué habrá venido aquí?

—¿Le tienes miedo?

—Le tenemos miedo. Después de lo que hizo con Strauss…

—Sospecho que la bala que terminó con César de Echagüe terminó también con El Coyote.

—No creo, jefe. Aquel hombre no se parecía en nada a lo que debe de ser El Coyote.

—Ya veremos. Adiós.

El enmascarado montó en uno de los caballos que aún quedaban atados a la barra y alejóse al galope. Esley Carr le siguió con la mirada, murmurando:

—Ya veremos, cuando esto termine, quién está en manos de quién.

Luego montó a caballo y partió hacia Grana. Unos minutos después una sombra salió de entre la maleza, y en la noche dibujóse la silueta de un hombre alto, delgado, vestido a la mejicana, cuyo rostro estaba cubierto, también, por un antifaz.

—Entre traidores anda el juega —murmuró—. Ellos mismos se condenarán.

De nuevo desapareció el enmascarada entre la maleza y un momento después se escuchó el galopar de un caballo, quebrado, un momento, por el prolongado aullido de un coyote. Era un aullido tan perfecto, que ni los mismos animales salvajes hubieran podido decir si era o no legítimo.

****

Las nueve de la mañana siguiente dieron en el momento en que el sheriff Esley Carr entraba en el hotel donde se hospedaba la señora de Echagüe.

Un viejo minero, veterano de la locura del oro en 1849 que atrajo a California hombres de todo el mundo y de todas las edades, estaba sentado en la acera de tablas, fumando, cansadamente, una pipa hecha de un trozo de mazorca y una delgada caña. El hombre recostaba su fatigada espalda contra un fardo de mantas; útiles de minería, todo ello viejo y polvoriento. No era extraño ver en Grana mineros que regresaban de los Montes Negros, en pleno Valle de la Muerte, o de la inmensa extensión del Desierto Mojave. Por ello Esley Carr apenas dedicó una indiferente mirada al viejo, que siguió fumando como si por su lado no hubiera pasado la representación de la ley en Grana.

—Quiero hablar con la señora de Echagüe —dijo el sheriff al propietario del hotel.

—Está descansando —replicó el hombre—. La pobre está como loca.

El sheriff hizo un gesto de impaciencia.

—De todas formas necesito verla. Envía a alguien para que la prevenga. Mientras tanto, yo examinaré la silla y el caballo del señor Echagüe.

El propietario del hotel dio, resignadamente, una orden a uno de sus empleados y, abandonando su puesto al otro lado del mostrador, acompañó a Carr hasta la cuadra donde le mostró el caballo y la silla de montar.

El sheriff sacó esta última al sol y la examinó detenidamente, fijándose, sobre todo, en las manchas.

—Sí, son de sangre —dijo al fin.

—Pero están en un sitio muy raro —comentó el dueño del hotel.

—No es raro —replicó Carr—. Coloca la silla sobre el caballo. Supongo que no se os habrá ocurrido lavar el caballo.

—No, no lo hemos hecho.

—Pues sácalo al sol, para que podamos verlo mejor.

El caballo fue sacado de la cuadra a la que se llegaba por un estrecho callejón formado por el espacio que separaba el hotel de la casa vecina. Carr examinó el animal y la silla y, señalando unas oscuras y alargadas manchas, indicó:

—Todo está bien claro. El señor fue herido en la cabeza y cayó, seguramente, muerto. Luego el asesino cargó con el cadáver sobre el caballo y la sangre corrió por la silla y por el vientre del animal. Seguramente ese pobre hombre está enterrado en algún sitio del desierto o de la pradera.

El viejo minero escuchó atentamente las palabras del sheriff, comentando con ronca voz:

—Yo sé de un millón y medio de sitios en donde se puede enterrar un hombre sin que nunca más se dé con él.

—Yo también, viejo —replicó Carr. Y Volviéndose al dueño del hotel ordenó—: Guarde el caballo tal como está. Haremos venir al juez Freeman para que tome nota de todo esto. Será necesario para el juicio o para la encuesta.

Un momento después apareció el empleado, anunciando que la señora de Echagüe bajaría en seguida a hablar con el sheriff.

Diez minutos más tarde, Leonor, muy pálida, aparecía en el vestíbulo del hotel.

—No le he recibido en mi habitación porque la comparto con Lucy Banning —explicó—. La pobre habría pasado un mal rato viéndole a usted. Al fin y al cabo usted asesinó a su padre.

—Señora —protestó Carr—. Yo no asesiné a nadie. Hice cumplir una sentencia.

Leonor le contuvo con un ademán.

—Es igual —dijo—. No discutamos de cosas pasadas. ¿Para qué me quiere? ¿Sabe algo de mi marido?

Carr inclinó la cabeza.

—Desgraciadamente no puedo traerle ninguna noticia agradable ni alentadora. Creo, y todas las pruebas que poseo lo confirman, que su marido no volverá.

—¿Lo han asesinado?

—Así parece.

—Y en ese caso la ley se cruzará de brazos…

—No, señora —protestó Esley Carr—. En este caso la ley actuará implacablemente. Tenemos pistas que nos conducirán hacia sus asesinos; pero necesitamos algunos datos.

Esley Carr sacó una libreta de tapa de hule y un lápiz cuya punta parecía hecha a mordiscos.

—¿Puede decirme qué objetos de valor llevaba su esposo encima?

—Solía llevar algo más de mil dólares en oro en una bolsa marcada con sus iniciales —contestó Leonor.

—Tenga la bondad de describirme la bolsa.

—Era de cuero muy fino y lleno de adornos que imitaban un bordado. Se cerraba con un cordón de cuero trenzado, de cuyos extremos pendían dos monedas de oro, una de ellas española, de Carlos III, y la otra mejicana.

Esley Carr escribía rápidamente.

—¿Llevaba reloj? —preguntó luego.

—Sí, un reloj inglés con una inscripción en el interior de la tapa de la esfera.

—¿Puede decirme qué inscripción era ésa?

—Sí… decía: «A mi muy amado esposo. Leonor».

—¿Llevaba alguna cartera? —preguntó Carr, después de haber tomado nota de la inscripción.

—Sí. Una cartera de piel negra que contenía diversos documentos que no puedo especificar; pero todos los cuales estaban a su nombre.

—Bien. ¿Y joyas? ¿Llevaba alguna joya característica?

—El anillo de matrimonio, que era un aro de oro sencillo, y una sortija con un brillante, que fue de mi madre y que yo le regalé. También llevaba un gran rubí.

—¿Nada más?

Leonor reflexionó.

—Sí —contestó al fin—. Una medalla de oro que representaba a San José llevando en brazos a Jesús.

—Bien. ¿Recuerda algo más?

—No…

Desde hacía unos momentos se oían voces excitadas en la calle, y en aquel instante aumentaron y precisáronse. La palabra «Fuego» fue repetida varias veces y de pronto entró en el hotel uno de los agentes del sheriff, anunciando:

—Se está quemando su casa, jefe.

Esley Carr se puso en pie de un salto y, sin despedirse de Leonor, corrió a la calle. Una larga hilera de hombres se estaban pasando ya los cubos de agua para intentar dominar las llamas que habían prendido dentro de la oficina del sheriff. Este quedó un momento desconcertado; luego, recordando algo que guardaba dentro de la oficina, echó a correr hacia la casa y, desoyendo los consejos de sus amigos, penetró entre el humo y el fuego, y llegó milagrosamente, hasta su despacho. De un tirón volcó la mesa y debajo de ella apareció un pequeña trampa. La levantó y del hueco que dejó al descubierto sacó una cajita de metal y de dentro de ella unos papeles doblados. Iba a guardarlos en su bolsillo cuando una voz le ordenó:

—Démelos, Carr. Yo los guardaré mejor que usted.

Esley volvióse y, entre el humo, como un terrible fantasma, vio a un hombre vestido de negro y con el rostro cubierto por un antifaz. Su mano derecha empuñaba firmemente un revólver de seis tiros que apuntaba al pecho del sheriff.

—¿Quién es… usted? —tartamudeó Carr, aunque comprendía de sobra quién era aquel hombre.

—Soy El Coyote, Esley. Me interesan mucho esos documentos.

—¿Para qué? —tartamudeó el sheriff.

—Para utilizarlos contra quien usted y yo sabemos. Pero cuide mucho de que la persona esa no se entere de que usted ya no los tiene, porque entonces su vida, amigo Carr, no valdría ni dos centavos de plomo.

Mientras hablaba El Coyote tendía la mano a Carr, quien, temblando, entregó los documentos.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Espere un minuto y luego haga lo que le parezca; pero le advierto que si intenta seguirme, sus amigos recogerán su cadáver, no el mío.

Una ráfaga de viento llenó de humo el despacho. Carr, con los ojos irritados y llorosos trató de seguir la negra figura; pero el humo parecía haberla absorbido, y cuando al fin el humo volvió a disiparse, Carr se encontró solo. El chisporroteo de las llamas era tan intenso, que comprendió que si permanecía más tiempo allí su vida correría peligro. Recogiendo unos documentos que en realidad no le importaban, Carr precipitóse hacia la salida y cuando se hubo lavado los ojos pudo contemplar cómo el fuego devoraba el resto del edificio.

Aquel incendio no había sido casual. Alguien había prendido fuego a la casa con el deliberado propósito de hacerle buscar las pruebas que él poseía contra su compañero en la jefatura de la banda. La persona que hizo aquello sabía positivamente que él sólo se cuidaría de salvar aquellas pruebas, y aguardó a que él las sacara para apoderarse tranquilamente de ellas. Ahora Carr estaba desarmado frente a su enemigo. Si éste quería traicionarle podría hacerlo, porque poseía, a su vez, pruebas terribles contra él.

—Pero si ha sido El Coyote entonces quien más peligro corre es… Quizá no intente nada contra mí y yo pueda seguir adelante…

Las meditaciones de Esley Carr se vieron interrumpidas por el minero de la pipa de mazorca, quien, acercándose a él, le dijo:

—¡Lástima de casa, señor sheriff!

Carr encogióse de hombros.

—Ya levantaremos otra —replicó.

—Quizá sí —replicó el minero, encogiéndose, también, de hombros—. Quizá sí; pero hágala de piedra, sheriff. Tardan más en quemarse.

Esley Carr gruñó algo entre dientes y desatando su caballo montó en él y salió del pueblo. Necesitaba ver a alguien. Y sólo después de verle y de comprobar que no se había movido de su casa, estaría tranquilo. Como excusa podría dar la de que Leonor de Acevedo había proporcionado todos los datos que se necesitaban acerca de su marido.