Capitulo VI: Más fuerte que el odio

Lucy Banning despertó a principios de la tarde. Junto a su lecho estaba Leonor y la joven sintió un gran alivio al ver a aquella mujer que tan buena y comprensiva se había mostrado.

—¿Cómo he podido dormir tanto? —murmuró.

—Gracias a un narcótico —explicó Leonor—. Por cierto que fue tan fuerte que ya temíamos que no llegase a despertar nunca.

Lucy miró a su alrededor.

—Pronto podré volver a mi casa —murmuró—. Allí estaremos mejor. Ustedes me acompañarán.

—Lucy —interrumpió Leonor—. Es mejor que sepa usted la verdad. Casi todas sus tierras han sido incautadas. En el mejor de los casos sólo conservará el rancho y los huertos inmediatos. Parece ser que el ganado y los pastos van a parar a manos de Irah Bolders, que ha pagado por ellos la indemnización que se ha de dar a la familia de Kirkland, el hombre que murió a consecuencia del disparo que le hizo su padre.

—Pero… nuestras tierras valían una gran fortuna…

—Tal vez; pero no olvide que está en un sitio donde la ley sólo es ley para algunos. Por ejemplo, para usted. De todas formas, confíe en nosotros. Haremos lo posible por defender sus intereses.

—Pero… ¿dónde está su marido?

César de Echagüe estaba en aquellos momentos entregado a una tarea muy impropia de un hombre, aunque él no parecía concederle importancia a ese hecho. En la parte trasera del hotel había tendido unas cuerdas entre unos cuantos postes y de ellas tendía la ropa que Leonor había lavado poco antes.

Philip Bauer le halló ocupado en ese trabajo y disimulando su asombro, preguntó:

—¿Cómo está Lucy?

—¡Oh, mi buen amigo! —rió César—. Creo que la señorita Banning ha despertado ya. Mi señora la está atendiendo. ¿Desea usted verla?

Philip vaciló un momento.

—Me gustaría… pero…

—¿Qué le ocurre?

—He tenido una discusión un poco violenta con mi padre —replicó el joven—. No quisiera criticarle, porque al fin y al cabo es mi padre; pero me ha dicho que no ve con buenos ojos que yo pretenda casarme con Lucy.

—¿Le ha expuesto las causas?

—Dice que sobre el nombre de su padre pesa una mancha… Además, dice que Banning quiso asesinarle…

—No se preocupe demasiado por eso —rió César—. Su padre rectificará. Si le quiere…

—Me quiere; pero a veces no le comprendo. Él tiene ambiciones. Dice que la hija de Irah Bolders me conviene más.

—¿Por qué?

—Porque heredará una parte de la fortuna de su padre.

—¿Tiene un hijo varón el señor Bolders?

—Sí.

—Comprendo. Bien, suba a ver a su novia y dígale… dígale que ha roto con su padre y que de ahora en adelante usted sólo tendrá lo que gane con su trabajo. Eso le causará buen efecto.

—Pero…

—¿No se atreve a hacer frente a la vida?

—Sí; pero abandonar a mi padre…

—¿Ha vivido siempre junto a él?

—No. En realidad estuvimos separados unos años, mientras él hacía fortuna en California; pero antes y luego siempre ha sido un buen padre para mí.

—Si él le quiere le perdonará. Conviene que el amor sea más fuerte que el odio. Además, yo intervendré a su favor.

Philip Bauer dio efusivamente las gracias a César y entró en el hotel, subiendo al cuarto que ocupaba Lucy. César volvió a su trabajo de tender ropa, y, apenas lo había iniciado, se vio interrumpido por la llegada de dos jinetes. Uno de ellos era Esley Carr.

—Está usted muy lindo, don César —comentó, riendo, el sheriff—. Pocas veces he visto a un hombre ocupado en eso. Y veo que lleva un buen revólver. ¿Desde cuándo? ¿Lo necesita para asustar a las moscas?

—No pierda el tiempo conmigo, Carr —replicó, muy hosco, el californiano—. Vaya a detener a los asesinos que andan sueltos por estos lugares.

En aquel momento se oyeron tres disparos; mas ni el sheriff ni su comisario demostraron interés por ellos.

—Oiga, señor Echagüe —dijo el sheriff—. He sabido que Beach le ha vendido uno terrenos en Ryan.

—Sí.

—La escritura de venta ha sido legalizada muy rápidamente.

—Sí.

—Yo le aprecio y no me gustaría que le ocurriese nada malo.

—Gracias.

—Ha pagado usted a Beach tres mil dólares por esos terrenos de Ryan.

—Sí.

—Le doy seis mil dólares por ellos.

—No.

—¿Le parece poco?

—Sí.

—Le doy diez mil.

—Doce mil.

—Aceptado.

Echagüe se echó a reír.

—Sólo quería saber si estaba dispuesto a pujar mucho, sheriff. Veo que le interesan mucho esas tierras situadas en un lugar infernal, sin agua y sin comodidades. No vendo.

—Se expone usted a graves peligros.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabe. Puedo detenerle.

—Pero no lo hará.

—No esté tan seguro.

—Lo estoy.

—¿Es su última palabra?

—Es la única respuesta que puedo darle. Vine aquí con el exclusivo objeto de comprar esas tierras. No para revenderlas al momento.

—Está bien. Buenas tardes, señor Echagüe. Y feliz viaje.

—No pienso marcharme aún.

—Pero se marchará, ¿no? Si vino a comprar esas tierras, su misión ya está cumplida.

—Es verdad. No había comprendido lo sagaz que es usted. Adiós, sheriff.

Esley Carr y su compañero se alejaron al galope. César los siguió con la mirada y cuando estuvieron lo bastante lejos se quitó el delantal, tiró la ropa dentro del cesto y deslizóse silenciosamente hacia el frondoso roble donde en la noche anterior se había reunido con Calex Ripley.

Rebuscó un momento dentro de uno de los huecos del tronco y sacó un papel doblado en el cual leyó un largo mensaje. Después rasgó el papel y emprendió el regreso al hotel. Subió a la habitación y vio que Philip había ocupado el puesto que Leonor dejara vacante junto a la cama. El joven retenía entre las suyas las manos de Lucy. Sin acabar de entrar, y sin que su presencia fuera advertida por los jóvenes, César de Echagüe retrocedió dirigiéndose a su cuarto. Allí le esperaba Leonor.

—Acaban de traer un mensaje para ti —dijo, tendiendo un papel doblado y sellado.

César rompió el sello de lacre y leyó en voz alta:

Señor Echagüe: He sabido por mi buen amigo Manuel Beach que acaba de adquirir usted de él algunas tierras situadas en Ryan. Por este hecho ingresa usted en la Asociación de Propietarios de Ryan y le agradeceré que, para legalizar ese punto, me visite a las seis de esta tarde en mi rancho, trayendo el documento justificativo de su propiedad. Le saluda atentamente,

IRAH BOLDERS

—¿Qué significa eso? —preguntó Leonor.

—Nada más que el señor Bolders desea verme. Si quiero llegar a su rancho a tiempo, tendré que arreglarme en seguida. Escucha atentamente lo que voy a decirte.

Durante unos diez minutos, César estuvo dando detalladas instrucciones a su mujer; luego cambióse de ropa, hizo un paquete con otras prendas y bajó a solicitar del dueño del hotel que le prestase un caballo, para ir en él hasta el rancho de Irah Bolders.