Capítulo V:
La justicia del Coyote

—¿Me ha reconocido? —preguntó el otro, casi apretando el gatillo de su arma.

—La voz.

—¿Cuándo la oyó?

—Oigo las voces de todos los canallas. No podía dejar de oír la suya.

—Será la última que oirá.

—Hubiera preferido oír otra más agradable.

—Siento no poderle complacer. ¿No pregunta cómo he llegado hasta aquí?

—¿Para qué? Ya lo sé. Soltaste la serpiente y al oír los disparos volviste atrás, nos oíste hablar y esperaste en la cocina para que, al marcharme yo, pudieras asesinar tranquilamente a Beach. Cuando me viste entrar se te heló la sangre en las venas; pero reuniste el valor suficiente para avanzar hacia mí y darme el alto. Ahora estás tratando de reunir el valor que te hace falta para arrancarme la máscara. No sabes si matarme antes y verme después el rostro, o si arrancar primero el antifaz. Para esto hace falta más valor que para lo otro. Por lo tanto, me asesinarás y luego verás quién soy, y así no disfrutaré de tu asombro al reconocer a un viejo amigo.

—¿Me crees cobarde, Coyote?

—Sé que lo eres.

—Pues voy a arrancarte la máscara para ver lo amarillo que te pones antes de morir. Quizá seas tan valiente que mueras riendo.

Mick Strauss alargó la mano izquierda hacia el antifaz del Coyote, dispuesto a arrancarlo y descubrir la identidad del hombre que para tantos era un misterio.

La emoción de aquel momento e hizo olvidar que estaba frente a un hombre que había sabido librarse de infinitas situaciones tan peligrosas o más que aquélla. Por eso no vio que El Coyote bajaba lentamente los brazos. Fue sólo un movimiento de unos dos o tres centímetros; pero era cuanto necesitaba el enmascarado para el ataque que se disponía a lanzar. De pronto el brazo izquierdo del Coyote describió un velocísimo semicírculo y su mano pegó de lleno en el revólver, desviándolo y haciendo que el disparo se perdiese en el vacío.

Acompañando aquel golpe, un veloz puñetazo contra la barbilla de Strauss lanzó a éste hacia la pared del fondo.

Pero Mick era un hombre de gran fortaleza y, por ello, los dos golpes del Coyote sólo cumplieron parcialmente su cometido. El primero desvió el revólver; pero no logró arrancarlo de la mano que lo empuñaba, y el segundo, aunque tiró al suelo a Mick, no le quitó el sentido, y el canalla, apenas quedó sentado en el piso de la cocina, levantó la mano derecha y con el pulgar buscó el percutor.

El Coyote tuvo que reaccionar con mayor violencia de la que hubiese querido, y su mano derecha también buscó el revólver. El arma pareció saltar fuera de la bien engrasada funda y su voz resonó en la cocina una fracción de segundo antes de que disparara la de Strauss; pero cuando éste apretó el gatillo la muerte había entrado ya en su corazón y la bala se perdió en el suelo.

—Esta vez nos hemos librado de milagro —murmuró El Coyote.

En aquel momento una voz le llamó desde el interior del rancho, preguntando qué ocurría. El Coyote dirigióse al cuarto de Beach, a quien informó de que el portador de la serpiente estaba tan muerto como el crótalo.

Luego, volviendo a la cocina, tomó un papel y en letras mayúsculas escribió:

HE LLEGADO A GRANA. SÓLO ME MARCHARÉ CUANDO HAYA TERMINADO.

DE LO QUE HE VENIDO A HACER, ESTO SÓLO ES EL PRINCIPIO.

Debajo firmó con un dibujo que no tardaría en ser temido por todos cuantos vivieran al margen de la Ley.

Era la estilizada o ingenua silueta de un coyote, tal como pudiera haberla dibujado un niño.

Hecho esto, guardó el papel en un bolsillo y cargando sobre su hombro el cadáver de Strauss salió del rancho, montó en su caballo y dirigióse hacia el punto donde aquella mañana habían sido ahorcados los cinco hombres. Dejó el cadáver apoyado contra el tronco del árbol que sirvió de patíbulo y clavó en él, con ayuda del cuchillo de Strauss, la nota escrita en casa de Beach. Luego, montando de nuevo a caballo, emprendió el regreso a Grana, deslizóse en el interior del hotel y, entrando en la habitación que debía ocupar, se despojó de su traje nocturno El ruido que hizo atrajo a Leonor, la cual le encontró recargando su revólver.

—¿Qué ha pasado? —preguntó anhelante.

—He matado a dos bichos —replicó si marido. El mejor de ellos era una serpiente de cascabel. El otro era un tal Strauss, que fue el principal culpable de asesinato de Banning. Hubiera preferido cogerlo vivo, pues necesitaba hacerle hablar; pero no tuve más remedio que matarlo.

Leonor escondió el rostro entre las manos.

—¡Es horrible! —gimió—. Nunca podré acostumbrarme a esta vida. Siempre que partes a una de esas expediciones tengo la convicción de que no volveré a verte vivo.

—Sin embargo, hubo un tiempo en que lamentaste que El Coyote no volviera a actuar[1] —recordó César.

—Sí; pero entonces no esperaba… ¡oh no, no!

—¿Qué es lo que no quieres decir?

—No tiene importancia, César. Se trata de una tontería. Ya sabes que las mujeres siempre deseamos lo contrario de lo que tenemos. Pero te prometo que nunca seré un estorbo.

—Mañana te necesitaré, Leonor. Es necesario que demuestres ser la más fuerte Nadie se extrañará demasiado de que un hombre como yo se escude detrás de su mujer.

—¿Qué pretendes hacer?

—Muchas veces la mejor defensa es aparentar debilidad. Mañana yo seré débil; pero tú has de ser fuerte. Escucha…

Cuando César de Echagüe hubo terminado de hablar, su esposa le miró incrédulamente.

—Pero se van a reír de ti. Te pondrás en ridículo.

—¿Te importa?

—No… no… Pero…

—Es mejor así. Haz lo que te he dicho ¿Cómo está Lucy?

—Duerme profundamente. ¿No le habrás dado un soporífero demasiado fuerte?

—Creo que no; pero sospecho que el médico que me lo proporcionó no estaba muy seguro de si se trataba de unos polvos para dormir o para envenenar. Vuelve junto a ella. Mañana tenemos mucho trabajo, y sólo quedan unas pocas horas de oscuridad.

Leonor vaciló un momento, como si quisiese decir algo más; pero al fin, decidiéndose, salió del cuarto y regresó al suyo. César guardó los revólveres, cerró cuidadosamente la puerta y la ventana y se tendió en la cama, quedando casi instantáneamente dormido. Como todos aquellos que, por necesidad sólo pueden dormir breves horas, y en los momentos más desiguales, César de Echagüe sabía condensar en dos o tres horas todo el sueño que otros se repartían en siete u ocho.

Ni una sola vez se vio turbado su tranquilo reposar por el recuerdo de las siete muertes de que había sido testigo en aquel día, sin contar la del crótalo. Eran simples incidentes en la vida de aventuras a que se había entregado.

Quizá lo único que turbó un momento su sueño fue una vaga inquietud relacionada con ciertas más vagas palabras de Leonor. ¿Qué habría querido decir?…

A las diez de la mañana, César de Echagüe, vestido con más sencillez que nunca, avanzaba por la calle principal de Grana en dirección a la oficina del sheriff. Junto a él caminaba Leonor, vestida de mejicana. Nadie, al verlos, hubiera supuesto que fuesen los propietarios más ricos de Los Ángeles.

Cuando llegaron ante una de las tabernas más concurridas, un grupo de hombres, reunidos frente a la puerta, los acogió con una estrepitosa y general carcajada.

—¿Habéis visto bailar alguna vez a un mejicano? —preguntó uno de aquellos hombres.

—Yo no; pero tengo muchas ganas —replicó otro.

—¿Querría usted, Don, darnos una exhibición de los magníficos bailes mejicanos?

—Yo… pues… otro día quizá —replicó César, con fingida turbación.

—¿Otro día? ¿Por qué? ¿Es que el sitio no le parece al Don lo bastante bueno? ¿Acaso hay demasiado polvo?

—Entonces lo quitaremos para que el caballero pueda bailarnos un zapateado. ¡Va!

Al decir esto, el hombre desenfundó su revólver y empezó a disparar balas en torno a los pies de César, que inició un violento saltar de un lado a otro, perseguido por las balas que le disparaba el otro. En cuanto vació el cilindro del primer revólver, el hombre desenfundó otro, y luego los demás se unieron al juego, disparando por turno contra los pies de César, que en medio de la calle se entregaba a una frenética danza para evitar la lluvia de plomo que le lanzaban aquellos salvajes.

Cuando todos hubieron vaciado sus armas y se disponían a recargarlas, Leonor entró en acción. Yendo directamente al que había iniciado el juego, le descargó dos violentas bofetadas, mientras César, como si le persiguiese un diablo, salía disparado calle abajo, en dirección a la oficina del sheriff. Mientras tanto, Leonor apostrofaba a los autores de la broma:

—¡Salvajes! ¡Bárbaros! ¿Cómo os atrevéis a tratar así a gente de paz?

Los hombres retrocedían ante ella, desconcertados por una agresión a la que no podían replicar, so pena de convertirse ante todos en unos cobardes que atacaban a una mujer.

No paró aquí la cosa, pues Leonor, arrancando de manos de uno de aquellos hombres el revólver que acababa de recargar, empezó a dispararlo hacia los pies de los otros, con tan mala puntería, que se hizo bien patente que le tenía sin cuidado agujerear cualquiera de aquellos pies. En menos de un minuto quedó dueña del campo y entonces, poniéndose en jarras y echando el busto hacia delante, increpó a los que la miraban desde las ventanas de la taberna:

—Salid a dar la cara, cobardes. Sois muy valientes cuando los demás no tienen armas; pero en cuanto os veis frente a una mano armada, os volvéis unos completos cobardes.

Destrozando con un último balazo uno de los cristales de la taberna, Leonor, convertida en un verdadero marimacho, se metió el revólver en el cinto que ceñía el talle y volviendo despectivamente la espalda a los que la contemplaban llenos de asombro, fue a reunirse con su marido, que la aguardaba en el despacho del sheriff.

Esley Carr sonrió burlonamente al ver entrar a Leonor, y la mirada que dirigió luego a César de Echagüe fue de indudable desprecio. Sin embargo, se abstuvo de hacer ningún comentario, y cuando César y su esposa se hubieron acomodado en unos malos sillones, preguntó:

—¿A qué debo el honor?

—Venimos para saber qué hay de las propiedades de la señorita Banning —dijo Leonor, adoptando la actitud de la mujer habituada a llevar la voz cantante en su hogar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Carr.

—Lo que he dicho, señor sheriff. Ayer llegaron hasta nosotros ciertos rumores acerca de que el rancho Banning había sido incautado por usted.

—Es cierto —respondió Esley Carr.

—¿Por qué lo ha hecho?

—Para cubrir la indemnización que se ha de pagar a la familia de Kirkland, el agente que resultó asesinado por el señor Banning.

—¿A cuánto asciende? —preguntó, casi al momento Leonor, a la vez que reprendía con una mirada a su marido.

—A cien mil dólares.

—¡Caramba! —exclamó Leonor—. Me parece mucho dinero para pagarlo por la vida de un hombre.

—Es la ley.

—Ayer noche asesinaron a un hombre delante de nuestro hotel —dijo César.

—Y no le vimos a usted tomar cartas en el asunto —siguió Leonor.

—¿Por qué piden eso?

—Porque la señorita Banning ha buscado refugio entre nosotros y queremos defender sus intereses. Al fin y al cabo obró muy precipitadamente al juzgar y ejecutar al señor Banning y a sus hombres.

—¡Señora! —gritó Carr—. En este pueblo yo soy…

—Él es la ley, Leonor —interrumpió César, dirigiéndose a su mujer—. Si sigues así se enfadará y te ahorcará. Y déjele ya, pues tenemos que ir a ver al señor Beach.

—¿Para qué han de ver a Beach? —preguntó Carr.

—Para hablarle de una compra de tierras.

—¿Qué tierras?

—¿Entra eso dentro de sus atribuciones? —preguntó, bostezando, César.

—No… no. Es sólo curiosidad…

—Recuerde que deseo hablar con Mick Strauss —dijo Leonor.

—Sí, queremos hablar con él.

—No podrá ser —replicó Carr.

—¿Por qué?

—Porque Strauss ha abandonado estas tierras.

La decepción pintóse en los semblantes de César y Leonor. Nadie hubiera podido adivinar que era fingida.

—¿Le vio marchar usted? —preguntó, al fin, Leonor—. Si no le vio usted, seguiremos buscándole.

—¡Claro que le vi!

La mirada de César se fijó en un papel doblado que el sheriff tocaba nerviosamente. Era el mensaje del Coyote; pero Carr sólo hizo mención indirecta a él. Durante varios minutos pareció luchar con el deseo de preguntar algo y, al fin, tomando una decisión, abordó el tema.

—Óigame, don César, yo podría hacer algo por usted y por la señorita Banning si usted quisiera ayudarme.

—¿Yo?

—No te comprometas a nada, César —advirtió su mujer—. Oigamos antes lo que ese hombre quiere proponernos.

—La señorita Banning podría conservar una pequeña parte de sus tierras, es decir, la casa del rancho y los terrenos circundantes, con lo cual tendría para vivir. El señor Bolders ofrece una suma bastante importante por todo lo demás y la familia de Kirkland se conformad con ese dinero.

—Bien, continúe.

—Ustedes han vivido en Los Ángeles ¿no?

—Creo que sí —rió César—. ¿Por qué?

—Últimamente El Coyote actuó mucho por allí, ¿no?

—¡Ah! ¿Llegó ya El Coyote? —preguntó Echagüe.

—¿Por qué pregunta eso?

—¿Por qué pregunta usted por El Coyote? Supongo que no lo necesita para que le ayude a detener asesinos.

—¿Y por qué no?

—Porque me parece usted un hombre capaz de detenerlos y ahorcarlos sin necesidad de ayuda.

—Déjese de suposiciones y responda lo que le pregunto.

—Efectivamente, El Coyote actuó bastante en Los Ángeles. ¿Está satisfecho de mi respuesta?

—Es sólo una respuesta parcial. ¿Desde cuándo actúa El Coyote en California?

—Eso tendrá que contestárselo mi mujer; que es una gran admiradora de ese bandido. Yo estaba en La Habana cuando El Coyote empezó a actuar. O en Méjico. No lo recuerdo con exactitud.

—Hace cuatro años —contestó Leonor.

—¿Conocen su identidad?

César y Leonor soltaron una carcajada.

—¡Por Dios! Si supiésemos quién es El Coyote lo hubiéramos denunciado a las autoridades.

—La personalidad del Coyote es doble —siguió Carr—. Existe el enmascarado a quien todos conocen sin conocerlo, y ha de existir otra persona muy distinta. Bajo esa doble personalidad, El Coyote, puede actuar impunemente.

—Eso dicen —suspiró César—. En Los Ángeles, desde que volví, no he oído hablar de otra cosa. Todos preguntan: ¿Quién es El Coyote? Y nadie lo sabe.

—Pero si una persona apareciera siempre en los lugares donde actúa El Coyote podría suponerse que fuera él. ¿Han visto ustedes en Grana a alguien conocido? Quiero decir alguien que estuviese en Los Ángeles por el tiempo en que El Coyote actuaba allí.

—No. A menos que sospeche usted de mi marido —contestó Leonor.

Una carcajada se escapó de los labios del sheriff.

—No, señora, no sospecho de él. ¿Cómo iba a sospechar del ca…? —Al llegar aquí Carr se contuvo y haciendo un esfuerzo termino—: ¿Cómo iba a sospechar de un caballero como él?

—Claro —bostezó César—. ¿Cómo iba a sospechar de mí? ¡Qué tonterías dices a veces, Leonor! Dejemos al señor Carr y vayamos a hablar con el señor Beach. Estoy deseando comprar esas tierras de Ryan.

—¿Quieren comprar tierras en Ryan? —preguntó, súbitamente interesado, el sheriff.

—Sí, eso quiero —respondió César.

—Ryan está en el Valle de la Muerte.

—Eso creo.

—Es un lugar terrible. Además no hay agua…

—En Ryan hay agua abundante.

—¿Y qué piensa hacer allí?

César se encogió de hombros.

—Tuve un sueño en el cual yo me encontraba en Ryan comprando tierras, y vi que de aquellas tierras salía una especie de sal que se llama bórax, y que usted no debe de conocer. Esa sal se llevaba en unas carretas enormes tiradas por veinte mulas. Estoy seguro de que fue un aviso providencial y quiero comprobar si es cierto.

—¿Y el señor Beach quiere venderle esas tierras?

—Se las quise comprar al señor Bauer, pero los acontecimientos me lo impidieron. También pensaba comprar al señor Banning; pero usted me lo impidió. Ahora procuraré que el señor Beach me las venda, si nadie se interpone.

Carr no replicó nada, y César, poniéndose en pie, salió de la oficina, seguido por su mujer. Al quedar solo, el sheriff se acarició la barbilla unos momentos, luego abrió un cajón y sacó de él unos documentos, los consultó y frunció el entrecejo; luego, descargando un puñetazo sobre la mesa guardó aquellos documentos y abrió el papel en el que aparecía el mensaje del Coyote.

—¡Está bien! —gruñó—. ¡Veremos quién terminará con quién!

Esley Carr tenía la frente bañada en sudor y al ir a sacar un pañuelo para enjugárselo, un papel revoloteó hasta el suelo. Inclinóse a recogerlo y vio que era una nota. Al abrirla lo primero que vieron sus ojos fue la inconfundible cabeza de un coyote como firma de este mensaje:

YO TERMINARÉ CONTIGO. TE DOY VEINTICUATRO HORAS PARA ABANDONAR TU PUESTO.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Carr. ¿Cómo había llegado hasta allí aquel mensaje que contestaba tan amenazadoramente a la pregunta que él acababa de formularse?

Recordó las palabras de César de Echagüe y de su esposa. ¿Y si aquel californiano que demostraba tanta cobardía y, al mismo tiempo, tenía respuestas tan mordientes, fuera en realidad El Coyote?

—De todas formas es mejor terminar con él —decidió Carr—. Tanto si es o no El Coyote, se interpone en nuestro camino. Es un obstáculo que necesitamos eliminar.