Capítulo IV:
Soy El Coyote

El jinete acercóse al rancho, manteniéndose de cara al viento. Quería evitar que los perros que suelen guardar los ranchos, donde la carne es abundante y sobra siempre comida para ellos, le descubrieran y diesen la voz de alarma.

Podía haberse ahorrado la precaución, pues, al desmontar bajo un frondoso sauce cuyas ramas besaban la tierra ofreciendo excelente protección para el hombre o caballo que se quisiera ocultar entre ellas, vio, tendidos en el suelo, dos grandes perros lobos. Lo hinchado de sus vientres y la espuma que había brotado de sus bocas indicaba con toda claridad cuál había sido la causa de su muerte.

—Veneno —murmuró el desconocido.

Y como todos los hombres habituados a vivir solos los momentos de peligro, agregó en voz baja:

—¿Habré llegado demasiado tarde?

Dejó el caballo atado a una de las ramas del viejo sauce y saltando la cerca deslizóse hacia el rancho cuyos blancos muros se divisaban a unos cien metros. Caminaba con grandes precauciones, como si avanzase por terreno sembrado de botellas y temiera derribar una de ellas. Al llegar a la puerta escuchó atentamente. Dentro de la casa no se oía ningún ruido y de no haber sabido lo contrario el nocturno visitante hubiera supuesto que la casa se hallaba vacía. Tiró suavemente de la puerta, que era de tela metálica, y estaba destinada a impedir la entrada a las numerosas moscas que durante el día zumbaban en torno del rancho, atraídas por el ganado; luego empujó la otra puerta y notó al otro lado una ligera resistencia. Pasó una mano por la rendija y halló el respaldo de una silla. La apartó lentamente y al fin pudo entrar. A tientas encontró la cerradura y la llave puesta en ella. Era indudable que la persona que cerró la puerta de aquella forma lo hizo para que alguien pudiese entrar sin necesidad de llamar. El misterioso visitante cerró con llave y luego avanzó guiado por el débil resplandor que entraba por las ventanas.

No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Iba deteniéndose junto a cada una de las puertas ante las cuales pasaba y, por fin, al otro lado de la puerta oyó una tranquila respiración. Alguien dormía apaciblemente dentro de aquel cuarto.

Siempre pisando con las mayores precauciones, el hombre retrocedió por el pasillo que había seguido y penetró en otra estancia. El olor a manteca y a comida frita y guisada le indicó que estaba en la cocina. Un rectángulo de luz le permitió localizar la única ventana. A tientas encontró la cortina y la corrió, después cerró contra ella el batiente interior de la ventana y, una vez asegurado de que ninguna luz podía brotar hasta el exterior, el visitante sacó de un bolsillo dos objetos. Uno de ellos tintineó metálicamente cuando lo dejó sobre una mesa junto al otro.

Durante unos segundos, el hombre maniobró en la oscuridad, luego se oyó un chasquido y un haz de chispas brotó de las tinieblas, permitiendo, por un breve instante, ver todo cuanto había en la cocina. Al segundo golpe prendió una llamita en el puñado de yesca disuelto, y con él fue encendida la cerilla que el desconocido había colocado en la mesa. La luz permitió ver al que había encendido. Vestía a la mejicana y se cubría el rostro con un negro antifaz. Guardando la yesca, el eslabón y el pedernal dentro de la bolsa de cuero de donde los había sacado, el enmascarado buscó en el armario de la cocina hasta dar con lo que necesitaba. Era una linterna de las llamadas sordas. El nocturno merodeador la abrió, comprobó que tenía buena provisión de aceite y prendió la mecha, probó luego si funcionaba el mecanismo y cerró la linterna, quedando la cocina sumida en tinieblas, sin que ni un minúsculo rayo de luz descubriera la presencia de la linterna. Luego la volvió a abrir, descubriendo el reflector, y la potente luz llenó la cocina. El hombre volvió a cerrar la linterna y lanzó una suave carcajada.

De nuevo volvió al pasillo, en dirección a la puerta tras la cual había escuchado la respiración del durmiente y, después de asegurarse de que todo seguía igual que antes, comenzó a empujar la puerta. Ésta tenía los goznes bien engrasados y se abrió sin el menor ruido. El hombre entró en la habitación y cerró tras él, quedando pegado a la pared, hasta que sus ojos se habituaron poco a poco a las tinieblas.

Distintas partes de la habitación comenzaron a ofrecerse claramente a su mirada. En un lado brillaba tenuemente la luna de un gran armario. Junto a éste se veía una palangana y un jarro de porcelana blanca. De una de las paredes colgaban prendas de ropa blanca. La cama también se veía con bastante claridad, y una sombra oscura en su centro indicaba la posición de un cuerpo humano del que partía la rítmica respiración. A unos dos metros de la cama estaba la ventana.

El desconocido llevó la mano derecha a la culata de uno de sus revólveres y lo desenfundó con gran cuidado.

Allí comenzó una interminable espera. El hombre que esperaba junto al lecho se entretenía calculando el tiempo con ayuda de los latidos de sus sienes.

—Una hora —susurró cuando hubo calculado que habían transcurrido los tres mil seiscientos segundos.

Todo continuaba igual que antes. El durmiente seguía reposando como si estuviera solo, y el hombre que estaba junto a él se esforzaba por pensar en cosas ajenas a aquel otro hombre, por temor a que sus propios pensamientos, centralizándose en él, le despertaran.

De pronto, el casi invisible guardián dejó de contar y clavó la mirada en la ventana. Una oscura silueta acababa de recortarse contra ella. El hombre levantó el revólver. Un solo movimiento con el dedo pulgar bastaría para montar el percutor y disparar luego el arma.

El que estaba al otro lado de la ventana comenzó a forzarla. Oyóse un ligerísimo chasquido, que hablaba mucho en favor de la maestría del merodeador, y la ventana, de las llamadas de guillotina, empezó a levantarse.

El pulgar del centinela curvóse sobre el percutor. En cuanto el otro penetrara en la habitación le daría el alto.

Pero el desconocido que rondaba el rancho no tenia intención de entrar, pues dejó de seguir levantando la ventana y por el espacio que ya quedaba libre introdujo una mano y tiró algo sobre la cama. En seguida desapareció y se oyeron sus pasos alejándose de la casa.

Antes de que el enmascarado tuviera tiempo de salir en persecución del fugitivo, si es que era ésta su intención, oyóse un agudo siseo acompañado de un ruido semejante al arrugar de un viejo pergamino muy seco.

El hombre comprendió que dentro del cuarto había una serpiente de cascabel.

El hallarse encerrado en la misma habitación con una serpiente de cascabel figura entre las aventuras más desagradables que puede correr un hombre. La serpiente de cascabel es cobarde y sólo ataca cuando se ve obligada a defenderse; pero aquélla, recién puesta en libertad después de un prolongado cautiverio, debía de estar loca de furia y dispuesta a atacar sin necesidad de que se la provocase más.

No se podía perder ni un segundo. Con el pulgar de la mano izquierda el enmascarado abrió la linterna sorda y, al mismo tiempo, con el pulgar de la mano derecha levantó el percutor de su revólver. El movimiento fue repetido dos veces con fulminante sucesión y el reptil, que se erguía ya sobre el centro de su cuerpo, dispuesto a herir, fue alcanzado por las dos balas y cayó destrozado sobre la cama, iluminado por el haz de luz de la linterna.

Al mismo tiempo, el durmiente, que debía de tener un sueño muy fuerte, aunque no a prueba de disparos, se sentó en la cama, con los ojos desorbitados por el espanto. Su mano derecha quiso buscar, bajo la almohada, su revólver, pero le contuvo la voz del hombre que le estaba enfocando con la linterna.

—No se moleste, Manoel Beach, no he venido a matarle, sino a salvarle. Vea el regalo que acaban de traerle.

—¿Eh? ¡Ooohhh!

La exclamación que lanzó Beach al ver la serpiente de cascabel terminó en un largo y estrangulado gruñido, al final del cual el hombre pudo decir:

—¡Qué horror!

—Se lo tiraron por la ventana —siguió el otro—. No esperaba que hicieran eso y por poco me cogen desprevenido. Disparé casi sin apuntar.

—Si falla los tiros…, no lo cuento.

—Creo que, en efecto, lo hubiera pasado usted muy mal —rió el desconocido.

—¿Y quién es usted? —preguntó Manoel Beach.

—No me conoce. Soy El Coyote.

—¿Usted es… El Coyote? —tartamudeó Beach.

Por toda respuesta El Coyote proyectó hacia su rostro la luz de la linterna, luego la dejó sobre la mesita de noche y, dirigiéndose a la ventana, corrió la cortina.

—Tiene usted demasiados enemigos para dormir tan confiadamente, señor Beach —reprendió El Coyote—. Cualquier serpiente podría haber llegado antes hasta aquí…

—¡Imposible! —exclamó Beach.

Era un hombre de unos sesenta años, de grisáceo bigote, cabello entrecano y facciones muy curtidas por el sol. Usaba camisón de dormir, muy abierto por el pecho, que aparecía sumamente blanco, en contraste con la parte que debía dejar al descubierto la camisa, o sea una porción triangular tan bronceada como la cara.

—Pues ésta llegó —dijo El Coyote levantando con el cañón de su revólver el reptil y tirándolo a la chimenea.

—Pero debió de traerla Blythe o alguno de sus secuaces, pues tengo alrededor de la casa una faja de medio metro de anchura llena de pedruscos de cantos agudos. A las serpientes no les gusta pasar sobre ellos, pues se estropean la barriga.

—Sí, esa visitante fue traída a mano; pero no la envió Blythe.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, desafiador, el viejo.

—¿Por qué no me pregunta cómo supe que corría usted peligro y vine a salvarle?

—Es verdad. ¿Cómo lo supo?

—De la misma forma que supe que no era Peter Blythe quien deseaba asesinarle. Los dos han estado haciendo el tonto y, lo que es mucho peor, haciéndole el juego a alguien que se ha debido de estar riendo de ustedes.

—Oiga, señor Coyote, habla usted de una manera muy extraña. ¿Desde cuándo está en Grana?

—Para usted desde ese momento, y dé gracias a Dios de que no haya llegado más tarde.

—Ya las doy; pero me gustaría…

—No espere que me quite la careta y le diga quién soy —rió El Coyote—. Sería tonto por mi parte el confiar en un hombre tan descuidado como usted. ¿Puede decirme qué opina de lo que está ocurriendo en este Valle?

—No sé. Me han dicho que el sheriff ahorcó a Banning. ¿Es verdad?

—Lo es. Ya no son más que cinco los propietarios de Ryan.

—¡Eh! ¿Por qué dice eso?

—He querido decir que ya sólo quedan cinco propietarios importantes en el Valle de la Grana.

—¡Ah! Lo de Ryan es una tontería que nos está costando mucho dinero. Lo emprendimos por consejo de Irah Bolders y por él continuamos en el asunto.

—¿Es mal negocio?

—No es negocio ni bueno ni malo. Es negocio desastroso.

—En cambio, las tierras del Valle de Grana valen tanto como si estuviesen llenas de oro, ¿no?

—Eso sí que es negocio. ¿Qué será de las de Banning? ¿Se las queda su hija?

—Creo que las han otorgado a la familia de un agente del sheriff que resultó muerto.

—Ya. Si la herida me permitiese levantarme iría a pujar por ellas, pues supongo que la familia las venderá.

—Tal vez. Y por poco también se hubieran subastado sus tierras, señor Beach, pues si la serpiente llega a morderle…

—¿Eh? ¿Cree usted que todo es una trampa para deshacerse de nosotros?

—No, creo que la serpiente cayó del techo, y que a sus hijos los mataron sin ningún motivo, y que a Tobías Banning le asesinaron en un afán de imponer una ley que prácticamente no existe, ya que la justicia no se molesta en detener ni interrogar al hombre que por una discusión de juego mata a un compañero y deja su cuerpo en medio de la calle, mientras él vuelve a reanudar la partida.

—Esley Carr siempre me ha parecido un canalla. Lo que hizo con mi pobre Charles…

—¿Quién cree usted que puede apoyar a Carr?

—No sé… Él está en muy buenas relaciones con Irah Bolders. Casi son carne y uña.

—Irah Bolders es el propietario más importante del Valle de Grana, ¿no es cierto?

—Sí; ha acaparado la mayor parte de las tierras.

—Bien. —El Coyote pareció quedar pensativo unos instantes, luego murmuró—: ¡Qué desarmado estaba usted! ¡Sólo un revólver!

—No —replicó Beach—, tenía dos. Fíjese.

Mostró al Coyote las dos armas, y el enmascarado las cogió como si quisiera examinarlas.

—Buenos revólveres —comentó tras un breve examen.

Luego, sin soltarlos, dirigióse al hogar y dejando las armas de Beach sobre la repisa de la chimenea inclinóse y de entre la ceniza recogió el cadáver de la serpiente. A la luz de la linterna examinó los colmillos del reptil y, al fin, sonrió, satisfecho. Volvió a tirar el cuerpo del crótalo a la chimenea y recogiendo los revólveres de Manoel Beach los tiró sobre la cama.

—¿A qué viene eso? —preguntó el hombre.

—Por un momento he pensado que tal vez todo había sido una broma. La mordedura de una serpiente no es peligrosa si antes se ha extraído el veneno.

—No entiendo.

—Es muy sencillo. De los seis principales propietarios del Valle sólo podía confiar absolutamente en dos. Uno de ellos, por estar muerto. El otro, por ciertas causas. Ahora también confío en usted. Le mataron a un hijo y le han enviado una serpiente venenosa.

—No entiendo. ¿Por qué se llevó los revólveres?

—Para quitarle, si no era usted honrado, la tentación de disparar sobre mí. Quizá algún día le necesite. Recuerde que le he salvado la vida.

—Ya lo creo que lo recordaré… ¿Qué quiere que haga?

—Explíqueme a qué obedece la fundación Ryan.

—Pues Irah Bolders nos dijo que podíamos adquirir sin dificultades las únicas tierras habitables en aquel endiablado valle, donde en verano no hay quien resista el calor. Dijo que el Valle era rico en minerales, que los dueños del agua seríamos, en realidad, los dueños de todo lo demás, pues si alguien encontraba oro, tendría que gastarlo comprándonos el agua. Como las tierras podían ser de quien las quisiera, adquirimos una porción considerable y Bolders propuso la fundación de una ciudad que, no sé por qué, se bautizó con el nombre de Ryan. Nos la repartimos amistosamente, en partes iguales, aunque ahora, al morir Banning, nuestra parte aumentará con la de él.

—¿Por qué?

—Porque se convino que, si alguno moría sin herederos varones que pudieran continuar su obra, su parte iría a manos de los demás socios.

—O sea que, si además de Banning hubieran muerto usted y Blythe, los demás se hubieran encontrado con sus partes duplicadas.

—Eso es. Pero ¿a quién puede interesarle aquel infierno?

—No sé; pero sí puedo decirle una cosa: que hay en Grana un hombre a quien le interesa comprar tierras en el Valle de la Muerte. Se trata de un caballero californiano un poco ridículo que, si usted quiere, le comprará su parte o lo que quiera venderle.

—¿Quién es ese loco?

—Un tal Echagüe, que ha llegado hoy. Vaya a verle y véndale tierras del Valle de la Muerte. ¿Puede hacerlo?

—Nadie puede impedírmelo.

—Hágalo. Tengo interés en ver lo que sucede. Diga en público que va a vender sus tierras a ese californiano.

—Lo haré; pero ¿debo vendérselas todas?

—No es necesario si no quiere. Basta con que él ingrese en la sociedad. Y ahora, señor Manoel Beach, busque una habitación más segura donde no lleguen ni las serpientes ni los puñales.

El Coyote soltó una burlona carcajada y, cerrando la linterna, salió del cuarto y dirigióse a la cocina. Entró en ella para dejar la linterna donde la había encontrado y se disponía a apagarla cuando una voz le ordenó:

—Quieto, don Coyote. Esta vez ha sido torpe como un niño. Nunca le hubiera creído tan inocente.

El Coyote volvióse lentamente hacia el sitio de donde partía la voz. Una figura entró dentro del haz de luz de la linterna y el californiano vio a un hombre vestido con una especie de dominó sin capucha El desconocido se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas y el rostro hasta los ojos, con un gran pañuelo anudado a la nuca.

Pero lo más importante de su persona era el negro revólver que empuñaba con mano firme. Porque aquel revólver estaba apuntando al corazón del Coyote quien tenia sus armas enfundadas y lo bastante lejos de sus manos para que antes de poderlas alcanzar le alcanzase a él el plomo del otro revólver.

—Creo que he perdido —sonrió El Coyote.

—Cree bien; por fin sabremos quién e el famoso enmascarado que ha estado asustando a los niños en California.

—A los niños y a los canallas como tú Mick Strauss —replicó El Coyote.