Capítulo III:
Tierra de violencia

—¿Hay cementerio en Grana? —preguntó César a Philip Bauer.

El joven movió negativamente la cabeza.

—No. Esto existe desde hace poco y hasta ahora cada uno había enterrado a sus muertos en sus propias tierras. Cada rancho tiene su cementerio.

—Entonces tendremos que llevar a este hombre a su rancho.

—Mejor será que decida Lucy —replicó Philip—. ¿Tardará mucho en volver en si?

—Por mucho que tarde siempre será demasiado pronto —replicó César—. Ojalá despertara dentro de un año o de dos. Cuando se encuentre con esto…

—¡Qué horror! —gimió Philip—. ¿Cuándo terminarán tantas violencias?

—Tal vez nunca o acaso dentro de muy poco. Esta es tierra violenta. Parece hecha para que los hombres se maten en ella. Ayúdeme a conducir a su novia hasta el riachuelo. Desde allí, al menos, no verá este desagradable espectáculo.

Y César indicó con un movimiento de cabeza los cuatro cuerpos que aún colgaban del árbol.

Ayudado por Philip Bauer, César condujo a la desmayada Lucy hasta la orilla del arroyo, colocándola detrás de unos árboles que la protegerían de la horrible visión de la justicia de los hombres. Luego, también con ayuda de Philip, llevó el cadáver de Tobías Banning hasta el pie de un árbol, situado igualmente en un lugar donde no se podían ver los tétricos frutos que pendían del álamo.

—Quédese usted junto a ella y, mientras tanto, yo descolgaré a esos infelices.

César corrió al álamo y, encaramándose a su tronco, cortó con una navaja las cuatro cuerdas, dejando caer los cuatro cuerpos al suelo, luego los alineó debajo del árbol y cerró las heladas pupilas que miraban sin ver el cielo teñido con los rubores del ocaso, o tal vez, enrojecido por el horror que acababa de presenciar.

Apenas acababa de regresar junto a la joven advirtió en ella evidentes señales de que iba a recobrar el conocimiento. Un débil gemido se escapó de los labios de Lucy y, un momento después, entreabrió los ojos. Hubo un instante en que la mirada vagó, imprecisa, como sin comprender lo que estaba viendo.

—¿Qué ha sucedido?… —murmuró, tratando de incorporarse y lanzando un gemido de dolor al mover la cabeza.

—Cálmese, señorita, no…

Era César quien había hablado, y al reconocerle, la joven lanzó un grito de espanto y se sentó, con veloz movimiento.

—¿Usted? —gritó—. ¡Usted estaba con ellos! ¿Dónde está mi padre?

En aquel momento vio a Philip, y en sus ojos y en los de César leyó la respuesta a su pregunta.

—¡Muerto!… ¡Le han asesinado!… ¿Cómo?… ¿Dónde está?

Las miradas de los dos hombres fueron hacia et cuerpo cubierto por la manta.

—¡Dios mío! —sollozó Lucy, sin atreverse a comprobar la verdad de sus terribles temores—. ¿Es él? —tartamudeó.

—Sí, señorita Banning —respondió César—. Sus últimas palabras fueron para usted. Me dijo…

—¡Cállese! —chilló Lucy—. ¡Usted también le asesinó! Estaba entre ellos…

—No, señorita. Me obligaron a acompañarles; pero yo no tengo nada que ver con este suceso. Hice lo que pude por salvar a su padre.

—No debió hacerlo desde el momento en que está vivo… ¡Oh! ¿Pero de qué sirve hablar, ni decir, ni llorar, si ya no puede hacerse nada por él?

Casi de rodillas fue hasta donde yacía el cuerpo de Banning y suavemente lo descubrió. César esperaba verla desmayarse; pero había en Lucy Banning mucha más firmeza y energía de la que podía suponerse viendo su frágil aspecto. Con manos suaves, como si acariciase a un niño dormido, fue tocando la frente, los ojos, las mejillas, los labios y el cuello de su padre, mientras murmuraba:

—¡Pobre papá! Eras bueno, odiabas la violencia y ella te ha matado.

Volvióse de pronto hacia César y Philip y dijo con voz tensa:

—Quizá les parezca ridículo que hable así; pero no lo es. Él era el hombre más bueno del mundo y yo le vengaré. No me queda a nadie en el mundo; pero me bastan mis fuerzas.

—Sus fuerzas son muy pocas, señorita —dijo César—. Debe confiar en otro para que la ayude a vengarse.

—¿En quién?

—En mí, Lucy —dijo Philip.

La joven le miró con extraña seriedad.

—No —replicó al fin—. Tú, no. ¿Quién, eres tú para hacerte cargo de mi venganza?

—Yo soy tu…

—No. Eras. Ya no eres ni puedes volver a ser. Lo que hubo entre nosotros ha quedado roto hoy.

—¡Lucy! —protestó Philip.

—Es inútil. Quizá tu propio padre se interpondría entre nosotros. Él me avisó que tratara de salvar a papá, pues iban a hacer algo malo con él. ¿Crees que querría permitir que su hijo se casara con la hija de un hombre ahorcado?

—Mi padre tendrá que permitir nuestra unión.

—No.

—Señorita, su padre, antes de morir, me dijo que no variara sus decisiones respecto a Philip; supongo que se referiría a este joven. También dijo que todo debía ocurrir como usted había deseado.

—No. Lo de hoy ha cambiado mi vida por completo.

Lucy pareció olvidarse de los dos hombres y se abismó en la contemplación de las inmóviles facciones de su padre. La noche iba llegando poco a poco por Oriente. Parecía como si Lucy Banning quisiera grabar para siempre en su recuerdo aquel rostro que estaba acostumbrada a ver desde su infancia.

En voz baja, para no turbar la abstracción de la muchacha, Philip explicó a César:

—Mi padre me dijo lo que iba a ocurrir y lo que había ocurrido. No comprendo cómo Banning pudo hacer lo que hizo. Y más sabiendo que Carr es implacable.

—¿Cree usted que Tobías Banning era culpable?

Philip miró, extrañado, a César.

—¿Usted lo cree?

—Yo no.

—Entonces, ¿por qué no trató de impedir que le ahorcasen?

—Lo intenté por todos los medios; pero en realidad sólo hubiera conseguido agregar mi muerte a la de otros cinco o seis.

Escuchóse en aquel momento el chirriar de los cubos de unas ruedas y por el camino se vio avanzar una carreta de cuatro ruedas en la que iban dos hombres.

—Es el enterrador —explicó Philip.

César se puso en pie y fue al encuentro de los recién llegados, que estaban ya junto al árbol al pie del cual yacían los cuatro cadáveres.

—¿Ha sido usted quien nos ha ahorrado esa parte del trabajo? —preguntó el más viejo de los dos.

—Sí —contestó César—. ¿Dónde los enterrarán?

—En este mismo sitio —replicó el hombre—. Cualquier lugar es bueno para enterrar a cuatro mejicanos… Bueno, perdone, no he querido ofenderle. Quiero decir que como no tienen familia, nadie insistirá en que se les entierre en un sitio mejor.

—Está bien. Dense prisa. Quisiera que luego condujeran el cuerpo de Banning a su rancho para enterrarlo allí.

—¿A qué rancho? —preguntó el enterrador, mientras su ayudante, sacando uno de los picos que llevaban en la carreta empezaba a cavar la sepultura—. Si se refiere al rancho T.B. debo anunciarle que el sheriff ha marchado hacia allí para incautarse de él. Creo que lo embargan para pagar la indemnización a la familia de Kirkland.

—¡Oh!

César quedó pensativo. Al fin, volviéndose, se dirigió de nuevo junto a Lucy, que seguía arrodillada junto a su padre.

—Señorita —dijo—. ¿Puede atenderme un momento?

—¿Qué? —preguntó Lucy, como si estuviera muy lejos de allí.

—¿Qué quiere usted que se haga con el cuerpo de su padre? Habría que enterrarlo, y si me permite aconsejarla, le diré que ningún sitio mejor que éste. Aquí murió y aquí podrá descansar en paz.

Había un extraño imperio en la voz del californiano. Más que preguntar parecía exigir u ordenar.

—Como quiera —murmuró la joven—. Ahora ya tanto da.

Con un ademán, César indicó a Philip que le siguiera, y los dos fueron a reunirse con el enterrador, a quien pidieron unas herramientas para cavar una fosa.

—Ése es trabajo mío —protestó el hombre.

Philip sacó una moneda de veinte dólares y se la entregó, diciendo:

—Ya está pagado; pero es mejor que lo hagamos nosotros.

Durante una hora, César y Philip se turnaron en la tarea de ahondar la sepultura. Lucy parecía no darse cuenta de nada. Cuando al fin, ya casi de noche, los dos hombres se acercaron a ella, los miró sobresaltada.

—¿Ya? —preguntó.

César asintió con la cabeza.

—Sí, señorita. Es mejor que lo hagamos en seguida.

Lucy fue a levantarse, pero de pronto, cayendo de nuevo de rodillas junto a su padre, abrazó el cuerpo, ya frío, como si quisiera defenderlo contra todo nuevo ultraje; después, lentamente, se puso en pie y volvióse de espaldas. Sólo cuando el cadáver estuvo dentro de la sepultura acudió a ella y con un fino pañuelo cubrió el rostro, después arrancó ramas verdes y las interpuso entre el cuerpo y la tierra.

Una rama seca y resinosa sirvió para alumbrar el final de la fúnebre ceremonia. Philip había hecho una cruz con dos rectas ramas y en una de ellas escribió César:

LO MATÓ LA VIOLENCIA

Cuando todo hubo terminado, César propuso:

—Señorita Lucy, ¿quiere acompañarme al pueblo? Mi esposa la atenderá. Mañana podrá decidir lo que usted quiera.

En aquellos momentos la muchacha encontró un gran alivio en que otros se cuidaran de decidir por ella. Sin despedirse de Philip, acompañó a César y montó en el caballo de éste.

****

Grana era un pueblo nuevo, situado al este del lago Owen, en las últimas tierras feraces antes de llegar al desierto en el que se encontraba el Valle de la Muerte. En realidad estaba formado por dos hileras paralelas de casas que formaban una sola calle en la cual se centralizaba todo el comercio, viviendas y lugares de diversión del pueblo.

A las nueve de la noche, hora en que César y Lucy llegaron allí, el lugar palpitaba de vida. Cuando César y Leonor llegaron allí, aquella mañana, el pueblo les pareció un enorme felino durmiendo plácidamente al sol. Muchas cabezas se volvieron para contemplar a la joven y a su acompañante, y aunque no los oyó, César adivinó los cuchicheos que se cruzaron entre los hombres y las mujeres que llenaban la calle.

Del interior de las tabernas y salas de baile llegaban ecos de música, de canciones alegres, de indiferencia ante el dolor. Con gran alivio llegaron al fin al hotel donde esperaba Leonor.

La joven, inquieta por la tardanza de su marido, permanecía a la puerta del hotel y, al ver a su esposo, corrió ansiosa hacia él, preguntando, con una mirada, quién era aquella mujer que le acompañaba.

—Han matado a su padre —explicó en voz baja César—. Luego te daré más detalles. Se buena con ella.

Leonor comprendió en seguida, y acercándose a Lucy la ayudó a desmontar, haciéndola entrar en el hotel y llevándola a su habitación. César dejó el caballo en manos de uno de los mozos del hotel, que era el que se lo había alquilado y luego, entrando en el establecimiento, pidió al dueño:

—Quiero un cuarto contiguo al que ocupo ahora.

Había dificultades, pues los dos cuartos inmediatos estaban ocupados ya; pero un par de monedas de oro allanaron los obstáculos, y, una hora después, César podía instalarse en la habitación deseada.

Antes había ido a visitar al médico de Grana, un viejo con aspecto de todo menos de médico, que tras mucho buscar en un armario donde guardaba una colección de polvorientos frascos de productos farmacéuticos, pudo dar al californiano unos polvos que, a menos que él se equivocara mucho, harían, dormir veinticuatro horas seguidas a la persona que los tomara.

—Sólo los he usado una vez; pero dieron buen resultado —afirmó.

Cuando César entró en el cuarto destinado a su mujer y a él, encontró a Lucy Banning tendida en un viejo sillón de crin. Tenía la mirada perdida en los trágicos recuerdos de unas horas antes y apenas se dio cuenta de que había entrado César. Sin embargo, cuando el joven le ofreció un vaso lleno de té frío, no demostró extrañeza y bebió maquinalmente, sin darse tampoco cuenta de lo que tomaba.

—¿Quiere acostarse? —propuso Leonor.

Fue necesario repetir la pregunta y, al fin, Lucy asintió con la cabeza.

César salió, y poco después, Leonor reunióse con él, en el otro cuarto.

—Ya duerme —dijo—. ¡Pobre chiquilla! ¿Qué ha ocurrido?

César le explicó detalladamente lo sucedido.

—¡Qué horror! —exclamó Leonor cuando su marido hubo terminado.

En aquel momento sonaron unos disparos en la calle y, al asomarse a la ventana, vieron en medio del arroyo un hombre caído de bruces mientras otro, que todavía empuñaba un revólver, se convencía, a puntapiés, de que su bala había sido certera; luego se guardó el arma y volvió a entrar en la taberna de donde había salido. El cadáver quedó tendido en el polvo, sin que nadie pareciera sentir demasiado interés por él.

—¡Y ellos creen que están civilizando esta tierra! —exclamó Leonor.

—Es inevitable —replicó César—. Toda creación ha de ser violenta para provocar una reacción igualmente violenta que termine con la violencia. Es la eterna ley.

—Dirás que no es ley.

—Ahora no; pero luego vendrá. Acuéstate, cuida de esa pobre muchacha mientras yo voy a hablar con alguien.

César abrió una maleta de tela de alfombra y de un falso fondo extrajo un traje de tela muy fina. Se lo puso. Era negro. De uno de sus bolsillos sacó un antifaz negro también y se lo colocó de forma que fuera imposible perderlo; después se ciñó dos revólveres y un cuchillo de afilada hoja. Por ultimo se cubrió la cabeza con un sombrero mejicano, distinto del que había usado aquella tarde, y completó su atavío con un sarape a modo de capa.

—Por Dios, ten mucho cuidado —suplicó Leonor.

César le acarició las mejillas, replicando:

—Ya es hora de que El Coyote intervenga en Grana. Adiós.

Salió al pasillo, después de asegurarse de que estaba desierto, y, deslizándose hasta una ventana que daba a la parte posterior de la casa, salió por ella; gateando por un tejadillo saltó al fin al suelo y se perdió entre los árboles.

Caminó un buen rato protegido por la vegetación y, por fin, llegó junto a un viejo roble. Una vez allí lanzó un prolongado aullido de coyote. Al cabo de un minuto lo repitió y casi al momento una sombra surgió de entre la maleza. Era un hombre que avanzó con paso firme hasta el árbol. Era el mismo que había impedido a César de Echagüe empuñar el revólver de Lucy Banning.

—Buenas noches —saludó El Coyote.

—Buenas noches, jefe —replicó el hombre.

—¿Tienes noticias?

—Sí. Se han incautado de las tierras de Banning para pagar la indemnización a Kirkland. Han inventado una falsa familia que a su vez venderá las tierras a quien dé más por ellas.

—¿Qué mas?

El hombre bajó la voz y habló rápidamente al oído de su jefe. Formaba parte de la agrupación de servidores y agentes que El Coyote iba reuniendo para su justiciera misión. Cuando terminó de hablar, El Coyote dijo:

—Muy bien, Ripley. Siga vigilando. Si ocurriese algo avíseme. Pero evite descubrir su juego como ha hecho esta tarde con Echagüe. No debió prevenirle.

El otro miró, sobresaltado, a su jefe.

—¿Cómo ha sabido…? —tartamudeó.

—No se preocupe. El Coyote lo sabe todo.

—Es que quieren deshacerse de él.

—Ya lo sé. Le defenderemos. ¿Qué han planeado contra él?

—Mañana le provocarán. Saben que ha venido comisionado por el señor Greene.

—¿Quién lo ha descubierto?

—No sé; pero su plan era obligarle a que saliera en defensa de Banning. Le salvó el no llevar armas.

—Bien. Si ocurriese algo deje una nota en este árbol y luego dispare tres tiros contra cualquier cosa.

—Ya recuerdo las instrucciones que me dio.

—¿Qué es lo que sabemos de la ciudad de Ryan?

—Se está levantando en pleno Valle de la Muerte. Pero si siguen muriendo sus dueños, pronto no será de nadie.

—Es verdad. En el Valle de la Grana ocurren cosas que no se comprenden como no sea mirando hacia el Valle de la Muerte. Adiós, Ripley. Guárdese.

—Adiós, jefe —replicó el hombre, desapareciendo en la oscuridad. Un momento después, El Coyote montaba en un caballo que encontró atado a una pequeña encina y, picando espuelas, alejóse en dirección a las tierras de pastos.

Por un momento pensó en Calex Ripley, el hombre a quien había salvado la vida unos meses antes y que estaba dispuesto a servirle hasta la muerte, a pesar de ignorar por completo su verdadera identidad.

—Yo ya no puedo trabajar solo —murmuró, mientras se alejaba de Grana—. Para mi nueva lucha necesito soldados abnegados y heroicos.

A poca distancia aulló un coyote; pero éste era legítimo, y sus ojos brillaron, fosforescentes, en las tinieblas de la pradera.