Capítulo II:
La justicia en el Valle de la Grana

Me alegro de que hables —sonrió Carr—. Así todo será más sencillo. Empieza.

Sheriff, este hombre está diciendo una mentira —dijo Tobías Banning.

—Aún no ha dicho nada, señor Banning —advirtió el sheriff—. Por lo tanto se precipita usted al hablar. Di lo que has de decir, Strauss. Y vosotros, empezad a soltar las armas, pues no me gusta que mis prisioneros conserven los dientes y las garras demasiado agudas.

Los hombres de Banning soltaron las armas que aún llevaban encima y luego, amenazados por los fusiles de los compañeros del sheriff volvieron a levantar las manos.

—Explícate, —ordenó Carr.

Mick Strauss inclinó la cabeza, y Echagüe le observó con profunda atención, tomando nota mental de todos sus gestos y expresiones.

—El señor Banning me dijo que teníamos que comprometer al señor Jacob Bauer —declaró—. Me dijo que era necesario tener una prueba contra él y que lo mejor era meter en sus corrales tres de nuestras reses con nuestra marca. Así podríamos demostrar que era un cuatrero y nadie encontraría extraño que lo ahorcásemos.

—¡Canalla! —rugió Banning, queriendo precipitarse sobre Strauss y siendo contenido por dos de los hombres del sheriff.

—No interrumpa, señor Banning —advirtió Esley Carr—. No me gusta que en mis juicios se cometan irregularidades. Sigue, Mick.

—Escogimos tres animales fáciles de reconocer —siguió Strauss—. El señor Banning quería que fueran así para no tener que perder tanto tiempo buscándolos entre las reses de Bauer y los peones habían marchado a los pastos altos. Metí los tres bichos en el corral y sin que me vieran volví a dar al señor Banning la noticia.

—Te equivocas, Mick —sonrió el sheriff—. Yo te vi. Mi deber es vigilar para que no sigan ocurriendo las cosas que pasan aquí y por ello pude verte; me extrañó que llevaras de paseo a tres animales como aquellos, tomé buena nota de su aspecto y de todo cuanto hacías; vi cómo regresabas al rancho de Banning y cómo poco después, salíais en grupo, armados como para una expedición contra los pieles rojas. Reuní un buen grupo de comisarios y agentes y os seguí. Vi que con las pruebas que vosotros mismos le habíais echado encima os disponíais a ahorcar a Bauer. ¿Cuánto te dio Banning por hacer ese trabajo tan asqueroso?

—Quinientos dólares —tartamudeó Strauss.

—Enséñamelos.

Strauss hundió la mano derecha en el bolsillo y sacó un cartucho de monedas de oro.

—¿Es posible que seas tan canalla? —preguntó Banning, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—Patrón, se trata de mi vida —murmuró Strauss, sin hacer ninguna intención de levantar la cabeza—. Yo ya dije que era muy expuesto lo que íbamos a hacer y si no me hubiese ofrecido tanto dinero nunca hubiera hecho…

—¡Calla, traidor! Merecerías…

—Cálmese y no malgaste el aliento, Banning —advirtió el sheriff—. Le puede hacer falta. Creo que todo está bien claro. Usted hizo traer aquí tres animales suyos para tenerlos como prueba contra Bauer, luego se presentó, hizo el justiciero, buscó las pruebas y en seguida, sin molestarse en más, iba a ahorcar a un inocente.

—Yo creí que era culpable.

—¿Usted creyó que era culpable? ¿Por qué? ¿Porque encontró dos bueyes suyos? Señor Banning, en el Valle de la Grana han estado ocurriendo muchas cosas que no son fáciles de explicar; pero que ahora, al fin, empiezan a tener justificación. Le aseguro que le creía un hombre honrado.

Volviéndose hacia Mick Strauss, el sheriff siguió:

—Has prestado ya tu declaración. Yo la he oído y te declaro culpable de un grave delito que sólo tiene una pena: la muerte. Te condeno a morir de tres disparos de revólver. Como especifican bien las leyes penales, si los disparos no te alcanzan no se podrán hacer más disparos y se te considerará muerto. Puedes empezar a correr, pues voy a disparar.

Al decir esto Esley Carr levantó el revólver de Strauss y apuntando cuidadosamente disparó.

Sólo se escuchó el choque del percusor contra la cámara vacía. Antes de que el sheriff apretara el gatillo, Strauss había echado ya a correr y dirigíase, recto, hacia el muro de adobes que separaba el patio del rancho de los corrales. En el, momento en que lo alcanzaba, el percutor del revólver caía sobre la segunda cámara varía. Y en el mismo instante en que Strauss pasaba las piernas por encima del muro, Carr hizo el tercer disparo en blanco. En el instante en que Strauss llegaba al otro lado, el sheriff hizo el cuarto disparo, y esta vez sonó una detonación. La bala dirigida contra el fugitivo arrancó a éste el sombrero, lo único que asomaba por encima de la valla.

Strauss debió de tenderse en el suelo y escapar a gatas, pues cuando reapareció estaba, al menos, a sesenta metros de Esley Carr. No obstante, la bala disparada por el sheriff levantó una nube de polvo a menos de metro y medio del fugitivo. Éste zambullóse debajo de unos bueyes próximos a él, y lo hizo muy a tiempo, pues en el mismo instante, la tercera bala se hundió en el sitio ocupado por él una fracción de segundo antes.

—¡Tenía la esperanza de darle! —suspiró Esley Carr, guardándose en su faja el revólver disparado. Luego agregó—: Por lo que a Mick Strauss se refiere, hemos terminado. Los demás me acompañarán ante el juez Lewis Freeman.

—Oiga, sheriff —intervino Bauer, que aún seguía con las manos atadas a la espalda—. No quisiera que se extralimitara usted. Al fin y al cabo Strauss puede haber mentido.

—No creo que haya mentido, y no soy hombre que se extralimite, señor Bauer. Quédese en su rancho y no haga tonterías. Ese mejicano que estaba con usted nos acompañará para prestar declaración. Creo que se llama Echagüe, ¿no?

—Si, señor sheriff —replicó el californiano.

—Leí su nombre en el registro del hotel. Conviene saber quiénes son los que llegan a Grana. Vamos. Prevengo a todos los detenidos que si intentan huir dispararemos sobre ellos, y no con revólver, sino con fusil.

Al decir esto, Esley Carr golpeó significativamente la culata de su fusil, que acababa de recargar.

A César de Echagüe le fue ofrecido el caballo de Strauss, mientras sobre otro era atado el cadáver del agente del sheriff que resultó muerto a consecuencia del disparo de Banning. Luego se obligó a montar a Banning y a sus cuatro hombres, colocándolos en el centro del grupo, y la comitiva emprendió el camino de Grana. Jacob Bauer había quedado a la puerta de su casa y al cabo de un momento entró en ella, recogió su viejo revólver, se aseguró de que estaba cargado y montando en uno de sus caballos partió al galope en la misma dirección que el sheriff, pero utilizando un camino distinto.

César de Echagüe se dio cuenta de esto; pero ninguno de los que iban con él pareció notarlo.

El numeroso grupo galopó a través de las verdes tierras, en dirección a una carretera que iba desde Grana hacia el Este, en dirección al desierto al final del cual se encontraba el Valle de la Muerte.

Al remontar una colina, Esley Carr adelantóse y desde la cumbre se le vio agitar los brazos, como si hiciera señas a alguien; luego, volviéndose hacia sus hombres, les indicó con un ademán que avivaran el paso.

Cuando todos llegaron a la cumbre de la colina pudieron ver abajo, en la carretera, detenido junto a unos álamos, un ligero carricoche de muelles, tirado por dos caballos blancos.

—Ahí está el juez Freeman —anunció el sheriff.

Partió al galope, delante de sus compañeros, y todo el grupo le siguió en medio de una nube de polvo y entre el rodar de los guijarros y piedras desprendidas de la ladera por los cascos de los caballos.

Echagüe preguntábase a qué obedecería todo aquello. Había ido a aquel valle por petición de su cuñado, a fin de que investigara ciertas cosas que estaban sucediendo en el Valle de la Grana y que parecían relacionadas con otras que ocurrían en el temido Valle de la Muerte. Edmonds Greene le aconsejó que se pusiera en contacto con Jacob Bauer, y lo había hecho aquella mañana, apenas llegó al valle. Desde entonces los acontecimientos se habían sucedido con verdadera rapidez y estremecedor dramatismo.

El grupo de jinetes había llegado ya donde estaba el juez Freeman, y formaban un semicírculo ante el carricoche. Echagüe observó atentamente al juez. Era un hombrecillo menudo, delgado, vestido de negro, pero con evidente descuido. Su negra levita estaba llena de manchas y su chalina aparecía casi rígida por la mugre. Un sombrero muy sudado le cubría la cabeza, dejando asomar por detrás una rala cabellera gris llena de grasa. Al quitarse un momento el sombrero para secarse el sudor, el juez Freeman dejó al descubierto una cabeza casi enteramente calva.

—¿Qué sucede, sheriff? —preguntó con aguardentosa voz.

Echagüe descubrió en uno de los bolsillos de la levita el cuello de la botella que tenía la culpa de aquella voz y del intenso olor a alcohol que emanaba el juez.

—Hemos detenido a Tobías Banning cuando, ayudado por sus hombres, se disponía a asesinar a Jacob Bauer —declaró Esley Carr, explicando luego brevemente lo ocurrido.

—¿Hay testigos? —preguntó Freeman.

—Mis hombres y ese mejicano —y señaló a Echagüe.

Éste, sonriendo levemente, rectificó:

—Californiano, señor sheriff, y, por lo tanto, súbdito de la Unión.

—Está bien —gruñó Freeman—. Cuente lo que vio.

—Yo estaba en compañía del señor Bauer, hablando de ciertos asuntos…

—¿Qué asuntos? —preguntó Freeman.

—No tienen nada que ver con el caso, señor juez —replicó Echagüe—. Por lo tanto, no es necesario que los mencione. Creo que es uno de los derechos que me concede el Código Penal.

—Está bien, no es necesario que los mencione. Continúe.

—Estábamos hablando cuando, de pronto, llegó el señor Banning, o sea ese caballero que está herido, quien, acompañado por cinco de sus hombres nos amenazó con sus armas y nos detuvo, acusando al señor Bauer de cuatrero. Luego requirió mi presencia como testigo para que le acompañara en el registro a que iba a someter los corrales. En ellos encontró dos bueyes con las marcas suyas y dijo que con tales pruebas tenía derecho a ahorcar al señor Bauer como cuatrero. Quise disuadirle, pero no pude, y cuando ya se disponía a ahorcar al señor Bauer llegó el sheriff y le dio el alto. El señor Banning volvióse y disparó con tan mala fortuna que su bate mató a uno de los agentes del sheriff. Este también disparó, hiriendo en el brazo al señor Banning y desarmándole. Entonces tomó declaración a uno de los hombres de Banning y parece que sacó en claro que el señor Banning había querido…

—Eso lo ha de decir el sheriff —interrumpió Freeman—. Hable usted, Carr.

El sheriff explicó la declaración de Mick Strauss, y Freeman, con evidente mal humor, refunfuño:

—¡Culpable como un maldito!

La expresión extrañó un poco a Echagüe, pero aún le extrañó más lo que siguió luego, pues el juez agregó:

—Se lo entrego a usted, Carr, para que haga con él lo que debe hacerse. Más tarde firmaré la sentencia y todos los demás documentos. Adiós.

El juez Freeman hizo restallar el látigo encima de las cabezas de sus caballos y el carricoche partió velozmente, precipitándose sobre los jinetes que estaban ante él, que tuvieron que apartarse rápidamente para cederle el paso.

Cuando el juez Freeman se hubo alejado, Esley Carr volvióse hacia Banning y pregunto:

—Bien, Tobías, ¿tienes algo que decir antes de que te colguemos?

La áspera pregunta proclamaba lo inevitable de la suerte de Banning, y el autor de ella la consideraba, sin duda, un mero formulismo. Había desmontado y estaba frente a Banning con los pulgares pasados por el cinturón, del que pendían sus armas. A Echagüe le hizo el efecto de un buitre esperando el último estertor de la víctima elegida.

Banning replicó con cansado acento:

—Todo esto es demasiado confuso para mí, Carr. Me acusáis de un delito que no he cometido. Yo no hice llevar mis reses a casa de Bauer. Fue Strauss quien me dijo que habían desaparecido varios animales nuestros y que había seguido sus huellas hasta el rancho de Bauer. Me han despojado de muchas reses y quise escarmentar a los ladrones.

—Ya has oído mi declaración, Tobías —replicó Carr—. Yo vi lo que vi, y no creo que Strauss trabajase en beneficio de otro. Te era demasiado adicto. Buscaste una coartada para que no se te pudiera acusar de asesinato, y así luego podrías decir que obraste en justicia. El juez Freeman entiende mucho de esas cosas y ha visto la verdad. Ha dictado sentencia.

—Pero esa sentencia no es válida —protestó Banning.

—¿Porqué?

—No se dictó legalmente. No había jurado.

—Te equivocas, Tobías. Todos nosotros actuamos de jurado, y todos te reconocimos culpable. ¿No es cierto, muchachos?

Los hombres del sheriff asintieron con la cabeza. Sólo permanecieron inmóviles los cuatro peones de Banning y César de Echagüe.

—Además —siguió Carr—, está el asesinato de Kirkland. Eso no puedes negarlo. Le mataste con tu revólver.

—Pero en nuestra nación existen leyes y derechos que no se han tenido en cuenta. Exijo que me juzgue un tribunal competente…

—Tobías, no puedes pedir lo que no estabas dispuesto a conceder. También Jacob Bauer tenía derecho a un tribunal y a unas leyes. Sin embargo, tú ibas a horcarle sin ninguna formalidad. Es ya demasiado tarde para pedir justicia. La justicia va a actuar en ti. Los de tu clase son como los indios, los mejores son los que están muertos. Puedes rezar, creo que es lo único que concedías a Bauer. No se te negará a ti. Y vosotros, también podéis rezar, pues colgaréis con él —agregó Carr, dirigiéndose a los cuatro peones mejicanos de Banning.

Un coro de lacrimosas protestas se elevó de los cuatro cautivos.

—Señor Carr, creo que se extralimita usted —advirtió César.

El sheriff volvióse hacia el californiano.

—Señor Echagüe —dijo—. Usted viene de un lugar que, comparado con éste, se halla en plena civilización. Tenemos que ser implacables, y si fuésemos de otra manera nos arrollarían. Ninguno de esos peones merece vivir. Son gente de mala raza…

—Son de mi raza, señor sheriff —advirtió Echagüe.

—No. Usted es californiano, o sea, súbdito de la Unión. Esos otros son canalla mejicana, venida a robar y a asesinar. Cuanto más matemos, mejor para nosotros… y para ustedes.

—Pero el juez sólo ha dictado una sentencia.

—Para esos otros no hace falta sentencia. Los norteamericanos tenemos derecho a matar mejicanos, de la misma forma que tenemos derecho a matar coyotes.

—Pero hay un coyote al que todavía no han podido matar —dijo César.

—¿Qué quiere decir? ¿Se refiere a ese fantástico Coyote que ha estado metiendo miedo a los niños de las orillas del Pacífico?

—Sí. Yo, en su lugar, señor sheriff, no asesinaría a esos cuatro mejicanos. Podría echar sobre usted la venganza del Coyote.

—¿Es usted admirador de ese bandido?

—No tengo por qué admirarle, ni temerle, ni odiarle; pero sé que existe y que se dedica a vengar a sus compatriotas.

—Pues aguardaré su venganza —rió Carr—. Dicen que tira muy bien; pero no creo que me supere. Vea. —Con rápido movimiento, Esley Carr desenfundó uno de sus revólveres y lo disparó al aire. Una golondrina, o, mejor dicho, sus restos, cayeron a los pies de Echagüe.

—No está mal —sonrió el joven—. Tira usted bien; pero las referencias que tengo del Coyote son mejores. No busque su venganza. Deje en libertad a esos hombres y…

—Y deje también en libertad a mi padre —ordenó en aquel instante una voz femenina.

Todos se volvieron hacia el lugar de donde había llegado la voz y, detrás de uno de los álamos, vieron a una muchacha de unos veinte años, que apuntaba a Carr con un pesado fusil de corto cañón y gran calibre.

Echagüe la contempló lleno de admiración. La joven estaba muy pálida y sus labios temblaban convulsivamente; pero sus manos sostenían con firmeza el arma, que apuntaba directamente al pecho del sheriff.

—Si no sueltan en seguida a papá dispararé sobre usted, señor Carr.

El amenazado echóse a reír.

—Señorita Banning, déjese de juegos, y no se entrometa en este asunto.

Mientras decía esto dirigió una mirada a uno de sus hombres, que tenía en las manos una larga cuerda trenzada. Lucy Banning, con la mirada fija en el sheriff, no pudo ver el movimiento del hombre y la primera noción que tuvo de él fue al caer sobre sus hombros un lazo que tiró violentamente de ella haciendo que el fusil se disparase al aire. Luego la joven cayó hacia atrás y su cabeza chocó contra el tronco del árbol junto al cual estaba. El golpe resonó violentamente y la muchacha se desplomó sin sentido.

—¡Quieto, Banning! —ordenó Carr, impidiendo que el condenado acudiera en socorro de su hija—. Hemos perdido ya demasiado tiempo. Usted, señor Echagüe, puede marcharse, si no quiere ver cómo se ahorca a cinco canallas.

—Usted tiene la fuerza, sheriff —replicó—. No puedo hacer nada; pero insisto en afirmar que creo que se precipita usted demasiado.

—Yo no opino igual que usted y, como ha dicho muy bien, tengo la fuerza. ¿Se marcha?

—Me quedaré a auxiliar a la señorita. ¿Desea usted algo para su hija, señor Banning?

Éste tragó saliva y, haciendo un esfuerzo por serenar su voz, replicó:

—Dígale que merezco lo que me pasa, pues yo también quise utilizar la violencia contra un hombre que era inocente. Dígale que mi suerte no debe influir en sus decisiones respecto a Philip. Que todo siga como ella deseaba. Dígale, también, que muero pensando en ella.

César desmontó de su caballo y fue a arrodillarse junto a Lucy Banning. Lo hizo con una determinada intención, pero cuando su mano se cerró en torno de la culata del revólver que la joven llevaba en el bolsillo de su falda de ante, la mano de uno de los agentes de Carr se cerró sobre su muñeca, mientras una voz le decía, muy bajo:

—No sea loco. Le matarían antes de que pudiera disparar. Es lo que están esperando.

César soltó el arma y sacando un pañuelo dirigióse a un arroyuelo que brotaba de entre los árboles, humedeció la tela en el agua y volviendo junto a la joven, sin mirar al que le había advertido, refrescó las sienes de la hija de Banning.

Hasta sus oídos llegaban los lamentos de los cuatro mejicanos, que repetían sus protestas.

—¡Esto no es justo, señor! —decía uno—. A mi no me importa morir, pero que sea legalmente, y que se me permita confesarme…

Un estrangulado gemido interrumpió la protesta, y un momento después se oyeron otros tres. El sol, que marchaba hacia el ocaso, proyectó sobre la tierra cuatro trágicas sombras, a las que un momento después se unió la de Banning.

César apretó los dientes y cerró los puños.

—Parece que eso le afecta mucho, señor Echagüe —comentó, riendo, el sheriff.

César volvió hacia él su descompuesto semblante.

—Eso es un crimen, señor sheriff. Si así es la justicia que impera en el Valle de la Grana, no me extraña que ocurran las cosas que suceden.

—Si no fuésemos implacables con los culpables, nos veríamos destruidos, señor —contestó el sheriff—. Esto servirá de lección a todos.

Las cinco sombras oscilaban lentamente en el suelo. Una de ellas aún se estremecía; pero un minuto después, los cinco cuerpos sólo eran movidos por la suave brisa que iba muriendo con el día.

César dejó de atender a Lucy. Era preferible que no viera aquella muestra de la justicia del Oeste. Al cabo de cinco minutos, Carr anunció:

—Creo que ya deben de haber muerto todos. Luego enviaré al enterrador a que se haga cargo de esos cuatro. La señorita Banning puede llevarse el cuerpo de su padre. Vamos.

Todos partieron al galope, y César quedó solo, en compañía de la desmayada joven y de los cinco cuerpos que pendían del árbol.

Durante unos minutos César permaneció inmóvil, observando el débil respirar de Lucy Banning. Un violento galope le arrancó de su abstracción y, al levantar la cabeza, vio a un joven jinete que, saltando de su caballo, corría hacia él.

Se trataba de un hombre de unos veinticinco años, alto, rubio, de rostro honrado y atractivo.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó, teniendo sólo ojos para Lucy—. ¿Está herida?

—Sólo desmayada. ¿Quién es usted?

—Soy Philip Bauer… y hasta esta mañana era el novio de Lucy. Ahora —digirió una mirada de horror al cuerpo de Tobías Banning—. Ahora ya no sé lo que soy.

César miró fijamente al joven y luego, con triste sonrisa, murmuró:

—Los dos son jóvenes y quizá algún día puedan olvidar esto. Ayúdeme a bajar el cuerpo de ese pobre hombre.

Cinco minutos después el cadáver de Tobías Banning estaba tendido en el suelo y cubierto por la manta que Philip Bauer había traído en su caballo.