Esley Carr rebuscaba afanosamente por el despacho de Bauer. Necesitaba hallar las pruebas que el estanciero había reunido contra él, y con las cuales le tenía en sus manos, en tanto que él, perdidos los documentos que le arrebató El Coyote, no tenía defensa contra su jefe.
Llevaba dos horas y media buscando y ya desesperaba de encontrar lo que tanto necesitaba cuando, de pronto, su mirada se posó en un cuadro cuya descolorida tela representaba una playa. Al apartar la vista de él, diciéndose que jamás se le ocurriría buscar allí, cuando este mismo pensamiento le dio la idea de que por el hecho preciso de que nadie creería que allí se guardaran unos documentos importantes era muy posible que el cuadro fuera el escondite elegido.
Dirigióse a él y disponíase ya a descolgar el cuadro, cuando una voz que nunca olvidaría, a pesar de haberla oído sólo una vez, le dijo:
—No le aconsejo que toque ese cuadro, sheriff.
Esley Carr no se volvió. No necesitó volverse para saber que detrás de él estaba El Coyote. Permaneció con las manos tendidas hacia el cuadro, e inmóvil, como convertido en piedra.
—Vuélvase, Carr —exclamó, viendo ante él a Echagüe.
—¿Cómo…? ¿Entonces…?
—Sí, entonces Bolders, Blythe, Baker y Beach me vieron de verdad. Fui a prevenirles de lo que les iba a ocurrir… No, Carr, no trate de empuñar su revólver. Caería muerto antes de poder desenfundarlo. Además de César de Echagüe soy El Coyote y si hace usted memoria recordará a un viejo minero que fumaba una pipa de mazorca. Sí, fue el día del incendio. Necesitaba estar cerca de usted, y adopté un disfraz tan bueno que le engañó perfectamente.
—Pero… usted ha muerto…
—No, no soy un fantasma. No morí. Su hombre de confianza era más hombre de confianza del Coyote y no disparó sobre mí. Al contrarío, nos pusimos de acuerdo para fingir mi muerte. Y la fingimos tan bien que ahora hay cuatro hombres prácticamente condenados por haberme asesinado.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Esley Carr.
—¿Qué se merece usted?
Carr permaneció callado y César, siguió:
—Bauer ha muerto. Venía hacia aquí para entregarme unos documentos acerca de usted; pero sus hombres dispararon cumpliendo órdenes de usted y le mataron. De asesinos se valió Bauer para llegar a rico y asesinos le han matado. Es la vieja ley del talión. Mató a hierro y a hierro ha muerto. Usted… Usted sabe quién es El Coyote y, por eso sólo, aunque no hubiera nada peor, tendría que morir.
—¿Me asesinará?
—¿Le asusta la idea de morir asesinado? Es curioso que siempre sean los asesinos los que mueren con más cobardía. Cuando hizo ahorcar a Banning y a aquellos cuatro mejicanos, usted reía alegremente, como viendo un espectáculo. Lástima que ellos no puedan verle ahora.
—¿Me asesinará? —repitió, incrédulamente, Carr.
—No, no le asesinaré. Lleva usted un revólver y le concedo la oportunidad de empuñarlo. Yo no dispararé hasta que su revólver esté fuera de la funda. Es más de lo que usted ha ofrecido a los que han caído en sus manos.
—No me defenderé.
—Como quiera. También yo tengo servidores que le ahorcarán con mucho gusto.
—Podríamos llegar a un acuerdo…
—El Coyote no acepta condiciones de ningún criminal. Veo en su pecho una estrella de sheriff. Es la más indignamente llevada que he conocido. Procuraré metérsela dentro del corazón para que así, cuando le recojan, no vean que El Coyote ha tenido que matar a un representante de la ley.
En este momento César de Echagüe volvió la cabeza a un lado, como atraído por un ruido.
Esley Carr no vaciló en aprovechar aquella oportunidad. Su mano derecha saltó hacia la culata del revólver y lo empuñó frenéticamente; pero en el momento en que levantaba el percusor, el revólver de César de Echagüe disparó una vez. En seguida disparó tres veces más y, antes de que el sheriff del Valle de la Grana cayera sin vida a sus pies, las cuatro balas habían destrozado la estrella de plata, distintivo del cargo que tan canallescamente desempeñó en vida Esley Carr.
César de Echagüe contempló un momento el cadáver; luego, de encima de la mesa de trabajo de Bauer tomó una hoja de papel y escribió:
MI SENTENCIA FUE DE MUERTE. ADJUNTO LAS PRUEBAS.
Luego sacó de detrás del cuadro los documentos que probaban los delitos que sobre su conciencia tenía Esley Carr, y los dejó, junto con la nota, prendidos con un alfiler, en el cadáver del sheriff.
Por fin, apagando la luz, César de Echagüe regresó hacia el rancho de Bolders, e introduciéndose por entre unos matorrales, entró en una estrecha cueva que, poco a poco, se fue ensanchando hasta convertirse en un pasadizo que le llevó a una cámara subterránea de la cual partían varias escaleras ascendentes. El joven subió por una de ellas y, a los pocos momentos, los asombrados ganaderos que llenos de tristes pensamientos aguardaban en el salón del rancho el nacimiento del nuevo día, vieron, por segunda vez, aparecer a César de Echagüe, que penetró por una puerta secreta que se abría en el fondo de la gran chimenea.
—Esta vez no quiero hacer el fantasma —sonrió el joven—. Al contrario, vengo a ayudarles a escapar. Síganme.
Como nada podía ser peor que lo pronosticado para el día siguiente, los cuatro hombres siguieron a César, que los guió hasta fuera del rancho.
—Es la primera noticia que tengo de la existencia de este pasadizo —declaró, asombrado, Bolders.
—Fue construido por los españoles —explicó César—. Y en unos tiempos en que convenía tener salidas secretas por si acaso los indios sitiaban el rancho. Cierta persona me indicó el camino. Por eso me aparecí ante ustedes, utilizando el camino que conducía a la puerta secreta de la chimenea.
—¿Pero no estaba usted muerto? —preguntó Beach, mientras se dirigían hacia Grana, dejando el rancho inútilmente vigilado por los hombres de Carr.
—No. Esley Carr dio orden de matarme; pero un amigo me ayudó y me hizo ver la conveniencia de permanecer oculto y dejar creer en mi muerte.
—Carr nos la cargó a nosotros —dijo Baker—. Quería acabar con todos.
—Asesinó a Bauer —dijo Echagüe—. Le vi caer acribillado a balazos a la puerta del rancho, cuando trataba de huir, quizá en busca de socorros. Mañana podrán volver a recoger su cuerpo. Ahora es mejor que nos dirijamos a Grana. Una vez se demuestre que estoy vivo, cesarán todos los cargos contra ustedes y podrán reparar sus culpas.
—¿Qué culpas? —preguntó Bolders.
—Las de la ambición —contestó César—. Deben devolver a sus dueños, si pueden encontrarlos, las tierras que les quitaron y, desde luego, a la hija de Banning deberán entregarle lo que era de su padre. Y no olviden que hay cierta persona que les vigila y a la cual deben, en realidad, su salvación.
—¿Quién es esa persona? —preguntó Beach.
—La misma que le salvó a usted la vida.
—¿El Coyote?
—Sí. Él me salvó a mí, me enseñó los caminos secretos y me dijo, hace un momento, que Esley Carr había sido ejecutado. También me dijo que lo mismo que ha hecho con Esley Carr podrá hacer con otros.
—Creo que tiene razón —murmuró Bolders—. Hemos sido demasiado ambiciosos y por ello hemos podido ser víctimas de los manejos de ese canalla de Carr.
Estaban ya cerca de Grana y César anunció:
—Les dejo, pues quiero dar a mi esposa la noticia de que estoy vivo.
Todos se rieron y se despidieron alegremente de él.
César entró en el hotel, causando el asombro y hasta el terror del propietario, y subió a su habitación, donde Leonor, que había sabido de antemano la verdad, fingió una alegría que superaba, en ruido, a la demostración de dolor que había dado cuando se le comunicó la noticia de la supuesta muerte de su marido.
—¡No sabe cuánto me alegro de que esté vivo! —aseguró Lucy a la vez que estrechaba la mano del californiano—. ¡Fue usted tan bueno conmigo!
—Yo también me alegro mucho —aseguró Philip, que no se apartaba de la muchacha.
César les miró un momento en silencio y luego anunció:
—Tengo que darles malas noticias, señor Bauer. Se refieren a su padre.
—¿Qué…?
—Murió cuando intentaba salir del rancho de Bolders para buscar socorro. Dispararon sobre él y murió instantáneamente.
Philip Bauer inclinó la cabeza y un estremecimiento recorrió su cuerpo. No llegó a llorar, pero su emoción era tan grande que le habría sido imposible pronunciar ni una sola palabra. Lucy acercóse lentamente a él, y apoyó una mano en su espalda. La hermandad de dolores los unía con lazos todavía más fuertes.
—Vamos —dijo César, saliendo de la habitación—. Tendrán muchas que decirse.
—También yo tengo algo que decirte, César —sonrió Leonor.
—¿Qué?
Estaban en el pasillo y César volvióse hacia su mujer.
—¿No comprendes? —preguntó ésta.
—¿El qué?
—Lo que tengo que decirte.
—¿Cómo he de comprenderlo?
—No es tan difícil.
—Pero… ¿No será que…?
—Eso mismo —sonrió, ruborizándose, Leonor.
—¿De veras? —gritó César.
—De veras —respondió Leonor.
—Pero ¿estás segura?
—Segurísima.
—¡Oh!
César de Echagüe parecía un niño. Casi saltaba de alegría.
—¿Cuándo será?
—Dentro de unos cinco meses.
—¿Y será un muchacho?
Leonor ruborizóse aún más.
—¡Claro que será un muchacho! —exclamó César de Echagüe.
—Luego, levantando el rostro de su mujer, preguntó:
—¿Por qué has tardado en decírmelo?
—¡Pero si varias veces intenté decírtelo con un poco de disimulo y tú eras más torpe que una tortuga!
—¿Cómo iba yo a creer…? ¡Oh! Voy a decirlo a todo el mundo.
—No, César, eso debemos hablarlo sólo nosotros. Entra en tu cuarto.
Una vez en la habitación contigua, Leonor siguió:
—Ésta debe ser tu última aventura. De ahora en adelante, El Coyote habrá muerto. Vas a tener muchas responsabilidades y no quiero que el padre de mi hijo ande por esos mundos esquivando balas.
César quedó pensativo, murmuró:
—Creo que tienes razón. Ha llegado el momento de colgar las armas después de la última lucha. El Coyote ha muerto. Quizá le eche un poco de menos, pues ha llegado a ser un gran amigo mío.
—Estoy segura de que te alegrará su muerte. Además, creo que ya no es necesario. Pronto la ley y el orden imperarán en California.
Dos detonaciones casi simultáneas resonaron en aquel momento en la calle. Leonor y su marido corrieron a la ventana y, como en respuesta a las palabras pronunciadas por Leonor, vieron cómo en el centro del arroyo, un hombre caído de bruces, con los brazos en cruz y un revólver cerca de la mano derecha, se estremecía en los últimos estertores de la agonía, mientras otro, a unos quince pasos de distancia, estaba arrodillado en el suelo y trataba de levantarse, apoyándose en un revólver de largo cañón.
Un grupo de curiosos esperaba el resultado de sus esfuerzos, y sólo cuando, perdidas las fuerzas y la vida, el hombre rodó también por el suelo, acercáronse los demás y alguien avisó al enterrador.
Leonor abrazó fuertemente a su marido y, adivinando sus pensamientos, murmuró a su oído:
—Deja que sean otros los que expongan su vida. Tú ya has hecho tu parte de trabajo.
—Tal vez; pero nunca se ha trabajado bastante cuando la seguridad de los demás está en juego.
—Entonces…
—Sí, El Coyote ha muerto hoy; pero quizá resucite algún día.
FIN