Epílogo que es principio de otra aventura del Coyote

Doce días habían transcurrido desde la solución del misterio que había azotado Monterrey como un asolador huracán. Edmonds Greene, el cuñado de César de Echagüe, estaba en Monterrey, sentado frente a su pariente y amigo. Leonor estaba sirviendo el café y los licores.

—Bien, César, espero que me explicarás todo lo ocurrido —declaró Greene—. ¿Qué sucedió?

—Es una historia endiablada —suspiró César—. La cosa empezó en el baile que se celebró en casa de Ortega. Quiso la casualidad que Carreras y yo discutiésemos un poco acaloradamente y que yo, para lucir mi habilidad con el cuchillo, clavara mi daga en el tronco de una gruesa parra. Apenas acababa de hacerlo, un criado me avisó que una dama deseaba verme. Bajé al sitio que el criado indicó, y tras mucho buscar no encontré la dama por ningún sitio. Pensé que se trataría de un error y regresé hacia la casa, cuando un hombre tropezó conmigo. Un momento después, tropecé con el teniente Barrow, quien me explicó que El Coyote acababa de asesinar a Carreras.

»A1 oír esto empecé a sospechar que se me hubiese tendido una trampa, y al meter las manos en los bolsillos tropecé con un paquetito que un momento antes no estaba allí. Busqué un sitio solitario y saqué el paquete. Contenía un antifaz negro y unas joyas. Alguien, sin duda el primero con quien tropecé, me las había metido en el bolsillo con la sana intención de que al ser registrado recayeran sobre mí las culpas.

»No era aquél momento de entretenerse y procedí a desprenderme de lo que debía acusarme: pero al hacerlo pensé que en alguna otra prenda de mi propiedad se podían haber ocultado otras cosas, y, por ello, aprovechando que la atención de todos estaba fija en el cielo, donde estallaban los cohetes, entré en el guardarropa y, al registrar mi capa, encontré en ella un revólver recién disparado.

—¿El que sirvió para matar a Carreras? —preguntó Greene.

—Sí. Decidí tirarlo también al jardín e iba a salir cuando oí que volvían los criados encargados del guardarropa. Tomé una capa, que resultó ser la del gobernador, y envuelto en ella y con la cabeza cubierta por un gran sombrero de copa, dominé a los criados, los encerré en el guardarropa, salí al jardín y una vez allí escondí el revólver, la capa y el sombrero.

»Durante todo el rato estuve tratando de averiguar quién podía haber descubierto mi secreto, cargándome con unas culpas de las que era inocente.

»En cuanto empezó el interrogatorio, me di cuenta de que me iba a resultar muy difícil justificarme, pues el criado que me diera el aviso de que me aguardaba una dama no aparecía por ninguna parte, y aunque no tengo pruebas de ello, todo demuestra que era el mismo Clarke, debidamente disfrazado.

»Cuando sin nadie que probara mi coartada vi que Clifton Overbeck salía en mi ayuda, me asusté más que me alegré. Aquel soldado tenia más aspecto de listo y podía descubrirme fácilmente. En realidad me descubrió y me lo dio a entender con toda claridad, llamándome Coyote y citándome a la noche siguiente. Acudí a la cita; pero Clarke, que sospechó lo que Overbeck había descubierto, es decir, su identidad al mismo tiempo que la mía, logró anticiparse fingiendo que me tendía una trampa y le asesinó. Luego hizo lo posible para matarme.

—¿Crees que Overbeck descubrió a Clarke? —preguntó Greene.

—Estoy seguro. Aunque Clarke había disimulado sus facciones con una gran barba postiza, hay detalles en el andar, en el moverse, en los ademanes y gestos, que son inconfundibles, sobre todo para quien, como Overbeck, había servido mucho tiempo a las órdenes de Clarke.

»Al asesinarse al gobernador, y verme abrumado de pruebas acusatorias, comprendí que se buscaba mi perdición, y como ya sospechaba del llamado sargento Clemens, empecé a reflexionar y pronto di con la solución.

»No fue difícil. Sólo una persona podía conocer mi identidad. Esa persona era Clarke. Después de nuestro encuentro en el rancho Acevedo, Clarke huyó. Pero quizá no tan pronto como creímos. Pudo quedarse unos días allí, comprobar que yo estaba herido y adivinar que era El Coyote. Siendo él un perseguido por la justicia no podía encontrar ningún beneficio en acusarme a mí; pero cuando, entrando en relación con los elementos esclavistas vio la posibilidad de que sirviéndoles podría ganar dinero y deshacerse de mí, vengando así su derrota, lanzóse de lleno a la lucha y comenzó a tejer a mi alrededor una tupida tela de araña en la que, sin darme cuenta, me vi cogido. Primero, adoptando mi personalidad, cometió delitos que debían hacerme antipático y odioso; luego, ya más seguro, y de nuevo en el Ejército, preparó el golpe final que debía servirle para eliminar al gobernador de California y al Coyote, satisfaciendo así los intereses de sus amos y su venganza personal.

—¿Para qué utilizó la barba postiza? —preguntó Greene.

—Para desfigurarse. Eso ante todo. Luego, también la necesitaba para poder aparecer en un momento dado sin barba y adoptar la personalidad del Coyote. Si hubiera ido sin barba le habrían reconocido, y si la barba hubiese sido legítima nadie le habría creído El Coyote. Era muy expuesto; pero él confiaba poderse deshacer de mí. Una vez eliminado al Coyote hubiera podido dejarse crecer la barba natural y pasar inadvertido hasta el momento de regresar a Nueva Orleans.

»Por fortuna Leonor me ayudó mucho. En cuanto llegó supo la verdad acerca de los crímenes que se me achacaban y obedeció las instrucciones que le daba en la carta. Vistióse con un traje exacto al que yo llevaba y encima se puso un vestido de mujer. Luego, a la hora fijada fue a verme a la cárcel adoptando una actitud que desconcertó al carcelero. Una vez en la celda ella me dio el traje de mujer y mientras yo me lo ponía fuimos fingiendo una discusión. Así pude salir de la cárcel, recoger en un lugar determinado mis ropas y armas, ir a casa de Ortega, matar a Clarke, volver a vestirme de mujer, regresar a la cárcel y ocupar de nuevo el puesto de Leonor. Ella volvió a salir y el carcelero no se enteró de que durante un par de horas yo estuve fuera de la prisión. No sabiéndome en libertad provisional, quedó bien demostrado que no era El Coyote.

—¿Y no lo eres? —preguntó en voz baja Edmonds.

—Tal vez conviene dejar de serlo por algún tiempo.

—Lo lamentaría, pues he venido a ofrecerte un importante trabajo.

—¿Tú?

—Sí, yo. Un trabajo en el peor lugar de toda California. Como es el Valle de la Muerte.

—¿A favor de quién he de realizar ese trabajo?

—A favor de las personas honradas que exponen su vida en aquellos lugares. No hay premio material. No tendrás ninguna ayuda del Gobierno, y sólo tú, yo, y tu esposa sabremos la verdad.

—Es bastante —sonrió El Coyote—. Me pondré en marcha en seguida.

—Puedes, y creo que debes, ir con tu mujer. Así nadie sospechará nada.

—¿Llevar a Leonor?

—Sí, disfrazada. Escucha bien lo que voy a decirte.

FIN