Capítulo VIII:
El tribunal del Coyote

En el salón reservado de don Pedro Ortega se encontraban reunidos, además del dueño de la casa, el teniente Ortiz, el comandante Fisher, el teniente Barrow, el sargento Clemens, Charles Adams, el alcalde y el capitán Smithers.

—¿De veras no ha sido usted quien nos ha citado, Ortega? —preguntó el nuevo alcalde.

—Les aseguro que no, señores. Recibí una misteriosa carta en la que se me anunciaba la visita de ustedes, y lo dispuse todo para recibirlos; pero no tengo la menor idea de quién la escribió. Sólo se me dice que esta reunión beneficiará a don César.

—No creo que nada pueda beneficiarle —intervino Fisher—. Se ha comprobado ya que el arma que utilizó contra su excelencia es la misma que se empleó para asesinar al soldado Overbeck.

—¿Cómo puede saberse eso? —preguntó Ortega.

—En primer lugar, porque en ambos casos el acero atravesó el cuerpo y se hundió en la mesa, dejando una marca que en ambos casos coincide con la punta de la daga.

—¿Es que no puede haber otra daga semejante?

—No, señor Ortega. Se trata de un arma muy curiosa, de hoja triangular y, además, de tres filos. Puede decirse que es una daga que se hunde sola, y no es necesario un puño muy recio para hundirla a través del cuerpo de un hombre.

—Pero yo he examinado la parra de que habló el señor Echagüe y en ella he encontrado la señal de la daga.

—Lo creo, señor Ortega; pero eso no demuestra nada. La daga pudo estar hundida allí y luego ser retirada por el propio don César.

—O por otro, comandante —intervino el capitán Smither—. Conocí bien a don César en Los Ángeles, y jamás se habló de él como de que pudiera ser El Coyote. La actuación del Coyote comenzó mucho antes de que don César volviese de Cuba.

—Los cargos contra él son concretos —insitió Fisher.

—Los he repasado y veo en ellos muchos puntos oscuros, mi comandante —dijo Smither—. Si su excelencia estaba encerrado en su despacho ¿cómo pudo ser asesinado? Tenga en cuenta que la llave no estaba sobre la mesa del despacho ni en un bolsillo del general, sino en la cerradura, colocada de forma que era imposible abrir y cerrar aunque se poseyera otra llave. Sin embargo, el crimen se cometió, y casi resultaría comprensible sospechar de un fantasma o cosa por el estilo.

—Estoy seguro de que hallaremos la explicación lógica —dijo Fisher—. De momento tenemos, como prueba bien firme, la de la daga. Pertenecía a César de Echagüe y no hay ningún testigo que pueda probar que quedó en esta casa.

—¿Y no le extraña, mi comandante —intervino el sargento Clemens—, que el asesino abandonara el arma en el lugar del crimen? Hubiera sido más lógico que se la llevase con él.

—¿Quién sino el señor Echagüe pudo cometer el crimen? —preguntó Fisher—. Echagüe estaba ante la única puerta de entrada al despacho. Si mientras él esperaba hubiese entrado alguien, podía decirlo; pero lo cierto es que a no llegar usted con el mensaje, sargento, Echagüe hubiese podido negar su culpa.

—¿No podría tratarse de un suicidio? —preguntó Charles Adams, el alcalde.

—¡Imposible! —exclamaron todos a una los militares.

Un reloj de pie dio las diez y cuarto de la noche.

—Creo que ya va siendo hora de que averigüemos quién ha sido el autor de la broma o de lo que sea esta cita —gruñó Fisher—. He dejado unos trabajos importantes y si no puedo averiguar pronto quién ha escrito las citaciones…

—¡El Coyote las ha escrito y las ha enviado, señores! —anunció una potente voz, desde la puerta del salón.

Volviéronse todos y se hallaron frente a un enmascarado que, apoyado contra la puerta del salón, que había cerrado sin que los demás se dieran cuenta, los tenía encañonados con dos negros y largos revólveres Colt.

—¡El Coyote! —exclamó Smithers.

—A sus órdenes, capitán —replicó el enmascarado, rozando con el cañón de uno de los revólveres el ala de su sombrero—. Creo que la última vez que nos vimos fue en la Posada Internacional, la noche en que ayudé a escapar a Telesforo Cárdenas ¿no?

—Creo que si —jadeó Smithers, lamentando haberse desprendido de su espada y pistola.

—Me alegro de que haya venido a la cita, capitán. Necesitaré su ayuda.

—¿Cómo se ha escapado de la cárcel? —preguntó Fisher.

El Coyote soltó una carcajada.

—¡Pobre amigo Echagüe! —exclamó—. Le han cargado mis culpas, y las que no son mías. Por lo visto alguno de ustedes ha creído que ese pobre botarate era El Coyote. No, no lo es. Como no me gusta que recaigan culpas sobre quien no las tiene, he venido a interceder por él y a aconsejar que lo pongan en libertad, pues sospecho que no está muy cómodo en el sitio donde se encuentra.

—¿Cómo se atreve a volver después de lo que hizo conmigo? —tartamudeó Charles Adams.

—¿Se refiere a sus orejas? —El Coyote soltó una carcajada—. Fue una buena jugada, señor Adams. Pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. No fui yo quien le desorejó.

—¿No fue usted?

—No. En los últimos tiempos, señores, ha habido alguien que se ha dedicado a jugar al Coyote. Cuando la noticia llegó hasta mí yo me encontraba en la frontera mejicana. Acudí corriendo y me encontré con que en tres noches había asesinado a tres hombres, entre ellos la pieza más grande de mi colección: ¡Un gobernador de California! No, no lo asesiné yo, y, por lo tanto, declino el honor.

—¿Nos ha citado para decirnos esto? —preguntó Fisher.

—No —replicó El Coyote—. Los he reunido para que entre todos descifremos el misterio del falso Coyote. Soy muy celoso de mi fama y no acepto imitadores.

—¿Quiere decir que no fue usted quien cometió esos crímenes? —preguntó Smithers.

—Eso digo, y como ustedes están bien informados de todo, vamos a celebrar una especie de juicio para descubrir al asesino. Empecemos por el asesinato de Julián Carreras. El asesino hizo todo lo posible por comprometer a don César de Echagüe. Conozco muchos detalles complementarios, que ustedes ignoran y que demuestran que el verdadero criminal trató por todos los medios a su alcance de hacer recaer las sospechas sobre don César. El soldado Overbeck echó por tierra los planes del asesino y surtió a don César con una buena coartada. Pero luego Overbeck fue asesinado por ese Coyote, quien pagó así el favor hecho a don César. Yo nunca hubiera asesinado a un hombre tan bueno. Traté de salvarlo; pero llegué tarde. En cuanto al general Curtis tampoco pude hacer nada por él; pero ya que un hombre está en la cárcel pagando una culpa de la que es inocente, quiero intervenir en su favor y aclarar el misterio. Siéntense, señores, y así podremos hablar con toda comodidad.

Ante el imperioso movimiento de los dos revólveres, todos se sentaron. Por su parte El Coyote se acomodó también en un sillón, aunque sin apartar ni un momento los revólveres.

—Empecemos a justificarnos, señores —dijo, luego—. No pretendo ser un santo, ni niego haber ayudado a más de un canalla a salir de este mundo. Ha sido ésa una ocupación a la que me he entregado con mucho gusto y de la que no reniego en modo alguno. Examinemos pues, señores del jurado, los tres casos más recientes.

»E1 asesinato de Carreras tiene todas las trazas de haber sido involuntario. El falso Coyote no pensaba en asesinar, sino sólo en robar y en echar las culpas sobre el señor Echagüe. Falló el intento. Murió el alcalde y luego fue necesario matar a Overbeck; porque había descubierto algo muy importante. ¿Qué había descubierto? Yo lo sé; pero lo diré luego. Pasemos ahora al crimen más importante: El asesinato de su excelencia el gobernador de California.

»Confieso, señores, que yo ya sospechaba del asesino, sobre todo cuando vi la letra escrita por Overbeck antes de morir. Una «C». ¿Qué significaba? ¿La inicial del Coyote? No, significaba otra cosa. Otro nombre.

»Si estudiamos los tres crímenes veremos algo muy curioso que debiera haber enfocado en seguida las sospechas de usted, comandante. ¿Qué persona estuvo presente en el lugar de las tres muertes? Haga memoria mientras yo continúo.

»E1 gobernador Curtis fue amenazado de muerte, al parecer, por mí. ¿Qué interés podía yo tener en matarlo? Ninguno. Por muchos gobernadores que yo llegara a matar, nunca podría terminar con todos ellos. El general Curtis no me había hecho ningún daño ni tenía yo motivos de odio contra él. Pero el general estorbaba a alguien. Existe en este país un pleito entre los que desean abolir la esclavitud y los que prefieren que continúe. En realidad nadie piensa en los negros, sino en sus manejos políticos y comerciales. Pero sea lo que sea, lo cierto es que tan pronto como se abre un nuevo territorio cerca del Sur, ya se llame Kansas o California, Norte y Sur se disputan su posesión. California no se ha visto libre de esa contienda. Los abolicionistas ganaron el primer combate y colocaron de gobernador al general Curtis; pero los esclavistas se han adjudicado el segundo encuentro al eliminar a Curtis y poner en su puesto a Lafargue. Si en la lucha no estuvieran pisoteando a un inocente, o sea al señor Echagüe, yo no intervendría. Pero como su vida corre peligro, creo que debo ayudar a los compatriotas.

»Su excelencia recibió una sentencia de muerte y la sentencia se ha cumplido. ¿Cómo? De una forma muy sencilla; pero tan ingeniosa que si el asesino no hubiera querido remarcar bien su coartada, quizá me hubiese desconcertado a mí también.

»Repasen bien los acontecimientos de ayer noche. El gobernador se retira a su despacho después de citar a don César. Como quiere arreglar algunos detalles, se encierra en el despacho y trabaja unos minutos, mientras el señor Echagüe espera fuera. Pasa el tiempo, no abre, llama el señor Echagüe con los nudillos a la puerta. No recibe contestación y, creyendo, sin duda, que ha ocurrido algo grave, el señor Echagüe trata de ir en busca de socorro. Mientras tanto llega el sargento Clemens. Llama a la puerta, hace un ruido terrible, y nadie contesta. Sin embargo, el ruido sería capaz, casi, de ser oído por un sordo; pero no por un muerto. Por eso el gobernador no responde. Al ruido que arma el sargento, acuden varias personas, entre ellas usted, comandante, y todos ven cómo el sargento echa abajo la puerta y se encuentra con que el gobernador ha sido asesinado. ¡Misterio profundo! Y lo hubiera sido casi total, si el sargento Clemens, al querer explicar su comportamiento, no hubiera cometido el error de quererse explicar demasiado. No hacía falta tanta prolijidad, sargento. Usted había leído la carta que escribió el supuesto Coyote. Sabía la amenaza que pesaba sobre el gobernador. Sin embargo, según su propia declaración, que yo escuché desde sitio seguro, cuando usted echó abajo la puerta creyó, de buena fe, según dijo, que el gobernador Curtis estaba dormido. ¿Es cierto que le creyó dormido, sargento Clemens?

—No creo que sea obligación mía contestar a su pregunta.

—Puede que tenga usted razón; pero sé que el comandante Fisher recuerda sus palabras, aunque, por lo visto, no advirtió nada extraño en su declaración. Pues bien. Yo pregunto: ¿Es lógico que el sargento Clemens, que sabía que una amenaza de muerte pesaba sobre el gobernador Curtis, creyese, después de haber aporreado la puerta, que el gobernador estaba dormido? Creo que todos cuantos vieron al gobernador caído de bruces sobre la mesa pensaron, al momento, que estaba muerto. Sólo el sargento Clemens, el único hombre que estuvo en el escenario de los tres crímenes, creyó que estaba dormido.

—¿Qué insinúa usted? —preguntó, despectivo, Clemens.

El Coyote nunca insinúa, señor mío. El Coyote afirma que usted mató a Carreras, a Overbeck y a Curtis.

—¿Cómo pudo matar al gobernador? —preguntó Smithers.

—De una manera muy sencilla y delante de infinidad de testigos. Echando abajo la puerta del despacho, entrando en él y hundiendo una daga, ideal para esos trabajos, en la nuca del gobernador.

—Señor Coyote —dijo Clemens—. No creo que usted y yo debamos discutir sobre ese punto, ya que sus acusaciones son tan falsas como su personalidad, pues el verdadero Coyote está en la cárcel. Usted quiere ayudarle y para ello recurre a un disfraz. Pero ya que estamos en plan de discutir ¿puede decirme cómo, si el gobernador Curtis no estaba ya muerto cuando yo llamé a la puerta, no me oyó?

—La respuesta es muy sencilla, opio. Opio en gran cantidad, adquirido en San Francisco y vertido en la cafetera especial del gobernador. El señor Curtis era muy aficionado al café y ayer noche tomó una cantidad enorme de esa infusión. El opio no tardó en hacerle efecto y en cuanto estuvo en su despacho y bajó la vista sobre la mesa, quedó dormido como un tronco. Usted, que había cuidado de verter el opio en la cafetera, aprovechando un descuido muy lógico del camarero, dejó pasar el tiempo preciso para que el opio hiciera todo su efecto. Entonces subió con el mensaje que usted se encargó de hacer retrasar y aporreó la puerta, llamó al gobernador, hizo ruido, y luego, cuando vio que se acercaban los testigos, derribó la puerta y como tiene un brazo muy fuerte, clavó el puñal sin necesidad de dejarlo caer de muy alto. Todos los que le vieron entrar en el despacho, vieron, también, a Curtis caído de bruces sobre la mesa. Nadie sospechó la verdad. Quizá ni los que le pagaron para que cometiese el crimen.

—No estamos ante un tribunal —intervino Fisher—. Pero ya que ha presentado una acusación tan excelente, ¿puede decirme por qué mató el sargento Clemens al soldado Overbeck?

—Desde luego. El crimen fue cometido para cerrar los labios de Overbeck. Éste procedía, como el capitán Smithers, de la guarnición de Los Ángeles, y me extraña, capitán, que no haya reconocido aún en el sargento Clemens a un antiguo superior suyo. Overbeck fue más sagaz.

—No comprendo —murmuró Smithers.

—Overbeck fue muy sagaz —siguió El Coyote—. Incluso al ser asesinado comprendió de donde procedía el golpe y empezó a escribir un nombre que empieza con «C».

—¿Qué nombre? —preguntó Fisher, interesado a su pesar.

—Con un mismo principio, Overbeck hubiera podido escribir dos nombres: Clemens y…

Sonriendo burlonamente, El Coyote levantó uno de los revólveres y siguió, dirigiéndose al sargento:

—¿Quiere que lo diga?

Clemens se había puesto en pie y su mano derecha avanzaba lentamente hacia la culata de su revólver. Era el único de todos los presentes que iba armado.

—Me alegro de que decida hacer eso —siguió El Coyote—. Ha vuelto a perder usted, general Clarke.

El falso sargento desenfundó su revólver e hizo un disparo al mismo tiempo que El Coyote disparaba una de sus armas. La bala de Clemens fue a hacer añicos un gran espejo. La del Coyote se alojó en el corazón de su adversario, que se desplomó sin pronunciar ni una palabra, pero con los ojos dilatados por el asombro. Durante un momento quedó de rodillas, luego, cayó de bruces, y fue a quedar de espaldas.

—Tenía que acabar así —murmuró El Coyote—. Hemos ahorrado trabajo al verdugo.

—¿Ha dicho usted que ese hombre era el general Clarke? —preguntó Smithers.

—Sí, capitán. Usted siguió a sus hombres antes del gran escándalo que provocó su degradación. Arránquele la barba postiza y reconocerá en el sargento Clemens al general Clarke.

Como temiendo cometer un sacrilegio, el capitán inclinóse sobre el cadáver y tiró suavemente de la barba. Ésta era, realmente, postiza, y cedió sin dificultad.

Al ver el rostro que aparecía, Smithers lanzó una exclamación.

—¡El general Clarke!

—Sí —prosiguió El Coyote—. Era él. Overbeck le reconoció y quiso descubrir a don César la verdadera identidad del sargento; pero Clarke se enteró de lo que iba a ocurrir y utilizando la daga que había sacado del tronco de la parra donde la dejó clavada don César, organizó una trampa para cazar al Coyote y, al mismo tiempo, deshacerse de Overbeck. Mientras sus hombres encerraban los caballos él subió al reservado y, sin ninguna dificultad, asesinó de una puñalada a Overbeck. ¿Quién iba a sospechar nada? Cuando llegó El Coyote cargó con todas las culpas.

»Los motivos de ese desgraciado eran muy numerosos. Por mi culpa él tuvo que abandonar el cargo de jefe de las fuerzas de ocupación de Los Ángeles. Destrocé su vida y juró vengarse. Él fue quien cortó las orejas al señor Adams y cometió varios robos importantes. Quería echar mucho barro sobre El Coyote. Luego, de acuerdo con los del Sur, aceptó asesinar al gobernador. Consiguió hacerlo, pero no ha podido recibir el premio que esperaba. Registren su alojamiento y hallarán en él muchas pruebas de que no les he mentido.

—Pero el general Clarke estaba declarado en rebeldía —tartamudeó Fisher.

—Ya ha sido juzgado y ejecutado —replicó El Coyote—. Ahora, caballeros, les digo adiós. Presenten mis respetos a don César de Echagüe y sáquenlo pronto de la cárcel. En cuanto a usted, comandante, empiece a preparar sus excusas.

El Coyote se puso en pie, guardó los revólveres y, retrocediendo de espaldas, salió del salón. Los que quedaron dentro le oyeron cerrar con llave la puerta, y unos segundos después, escucharon el galope de un caballo.

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El carcelero vio entrar de nuevo a Leonor de Acevedo, quien, con voz llorosa, pidió:

—Quiero ver a mi esposo. ¡Pobrecito! ¡Qué injusta he sido con él! Aquella mujer era una prima suya.

Como al decir esto tiró sobre la mesa una bolsa llena de monedas de oro, el carcelero se apresuró a abrir la reja y la puerta de la celda.

Esta vez no se oyeron gritos ni imprecaciones, y diez minutos después, Leonor pidió que volvieran a abrir. Salió jurando a su marido no apartarse de su lado y volver cada día a verle; luego, con paso lento salió de la prisión y volvió a la casa que ocupaba en Monterrey.

—¿Ha tenido éxito? —preguntó Martínez.

—Todo resuelto —contestó Leonor, dejándose caer en un sillón—. El culpable era el general Clarke. Ha muerto. Esta vez el disparo del Coyote ha sido certero.

A la mañana siguiente, después de cumplir los trámites necesarios, César de Echagüe, que se había afeitado el bigote y parecía más joven que nunca, fue puesto en libertad, recibiendo toda clase de explicaciones y excusas.

—Tuvo usted razón, don César —dijo Fisher—. Debo pedirle que me perdone; pero eran tantas las pruebas que había contra usted…

—No soy rencoroso, comandante —contestó el joven—. Sé que en todo momento creyó usted cumplir con su deber. En cuanto a errores, en la vida, todos cometemos alguno, más o menos grave.

—Es usted muy generoso, don César.

—Soy comprensivo, nada más.

Y sonriendo de una manera muy extraña, que ni Fisher, ni Barrow, ni Smithers comprendieron, César de Echagüe subió al coche en que le esperaba su esposa y, sentándose, perezosamente, ordenó al cochero:

—A casa, pronto. Quiero tomar un buen baño.

Viéndole alejarse, Fisher comentó:

—¡Y pensar que yo le creí El Coyote!

—Se necesita, realmente, mucha imaginación para creer semejante cosa —dijo Barrow.

—¡Pero había tantas pruebas contra él! —exclamó Fisher.

—Pruebas acumuladas con la intención de perjudicarle —dijo Smithers.

Y tras un breve silencio, agregó:

—Casi me alegro de que la historia del Coyote vuelva a ser limpia. Esos crímenes eran impropios de él.