Capítulo IV:
La sentencia del Coyote

El general Curtis había retrasado su regreso a Sacramento. En aquellos momentos se paseaba de un lado a otro de la estancia que ocupaba en el palacio municipal, en cuyas paredes se veían aún los retratos de gobernadores españoles y mejicanos.

—¡Otra vez El Coyote se ha burlado de nosotros! —tronó, dirigiéndose a los hombres que estaban frente a él.

Eran éstos el comandante Fisher, el teniente Barrow y el barbudo sargento Clemens.

—La trampa estaba bien dispuesta, excelencia —aseguró Fisher.

—Debían haber llevado más hombres —gruñó Curtis.

—En ese caso, El Coyote se habría dado cuenta de que teníamos la taberna rodeado —indicó el comandante—. Era imposible llevar más hombres si queríamos detenerle.

—Sí, ya lo sé; pero no comprendo cómo se pudo permitir que El Coyote asesinara a Overbeck y escapase ante las narices de cinco soldados que estaban a menos de tres metros de él. ¿Puede usted explicarlo, sargento?

Clemens cerró los puños y, al fin, explicó:

—Vimos que iba a salir y dije a mis hombres que disparasen sobre él, excelencia. En cuanto apagó la luz y oímos ruido en el pasillo, disparamos todos; pero lo que hizo El Coyote fue tirar una silla, contra la cual fueron a dar casi todas las balas. Tan pronto como tuvo la seguridad de que los fusiles estaban descargados, cayó sobre nosotros y con el sable de Overbeck dejó a cuatro de mis hombres sin sentido. El quinto escapó y ha sido ya arrestado.

—¿Y usted qué hizo? —preguntó severamente Curtis.

—Traté de disparar contra él, pero en el momento en que iba a apretar el gatillo de mi revólver, me lo arrancó de la mano de un sablazo. Cuando pude recuperar el arma, él ya estaba lejos.

—La actuación del sargento Clemens ha sido en todo momento digna de elogio, excelencia —aseguró Fisher—. Él fue quien nos indicó la conveniencia de vigilar a Overbeck.

—Explique cómo ocurrió todo —pidió Curtis—. Sólo tengo una referencia muy somera de los acontecimientos.

—Durante la mañana de ayer, Clifton Overbeck estaba muy alegre, y uno de sus compañeros me dijo que había afirmado varias veces que para él se había acabado el pasar necesidad y que pronto podría beber siempre buena ginebra en lugar de mal vino —explicó Clemens—. Recordando lo ocurrido anteanoche, pensé que tal vez sus declaraciones acerca del caballero californiano no respondieran a la realidad y que tal vez esperase un pago importante por su ayuda. Comuniqué mis sospechas al comandante Fisher, y…

Al llegar a este punto, Clemens volvióse hacia el comandante, como esperando que él continuara el relato.

Fisher asintió con la cabeza y continuó:

—Reconociendo que las sospechas del sargento podían tener un gran fundamento, ordené a tres de mis hombres que se turnaran en la tarea de no perder de vista a Clifton Overbeck. Así lo hicieron, y después del rancho le vieron dirigirse a la llamada taberna de Jacinto, una de las principales de Monterrey, muy concurrida por los soldados de la guarnición. Allí se enteraron, por el dueño, que el soldado Overbeck había pedido que se le reservara una de las habitaciones del primer piso para aquella noche, a las nueve y media. Como esto no era corriente, decidí tomar las oportunas medidas para que si el soldado se reunía con El Coyote, éste no pudiese escapar. Al mismo tiempo, como no podíamos asegurar que, realmente, Overbeck se fuese a reunir con ese bandido, dispuse que las fuerzas que debían tender la emboscada fueran las justas. Un mayor despliegue de medios hubiera podido resultar ridículo si la cita de Overbeck era sólo con una mujer. En realidad, sólo obrábamos impulsados por unas sospechas que podían resultar infundadas.

—No lo fueron, y El Coyote se burló de nuevo del Ejército —gruñó Curtis—. Hubiera preferido que no se hubiese hecho nada contra él. Por lo menos, no tendríamos sobre nosotros un nuevo fracaso y ridículo. Pronto nadie en California respetará al Ejército de los Estados Unidos. ¿Qué explicación puede darse del asesinato de Overbeck?

—Sin duda, Overbeck, que había servido en Los Ángeles, conocía la identidad del Coyote, a quien acaso vio anteanoche en la fiesta de los Ortega —continuó el comandante Fisher—. Debió de citar a ese misterioso bandido para someterlo a un chantaje, y El Coyote, acudiendo a la cita, prefirió cerrar para siempre unos labios tan peligrosos.

—Creo que tiene razón, comandante —admitió Curtis—. ¿Se encontró el arma que utilizó El Coyote para cometer el crimen?

—No, excelencia; pero no resultaría difícil identificarla, pues después de atravesar el cuerpo de Overbeck se hundió en la tabla de la mesa, donde dejó una huella triangular. Hemos retirado de allí la mesa y la tenemos guardada en el cuartel. Además, antes de morir Overbeck escribió con el índice, en el polvo que llenaba la mesa, la letra «C», o sea, la inicial del Coyote. La muerte le impidió completar el nombre. Sin duda, el infeliz ignoraba que a pocos pasos de él estaban sus compañeros y temió que su asesino no pudiese ser identificado.

—¿Se tomó alguna medida para comprobar si César de Echagüe pudo haber estado anoche en la taberna ésa?

—Media hora después, el teniente Barrow se presentó en casa de don César —contestó el comandante, volviéndose hacia el teniente, como invitándole a que relatase lo ocurrido en casa del famoso hacendado.

El teniente explicó:

—Llegué a la casa que ocupa el señor Echagüe y, después de mucho llamar, se abrió la puerta. Apareció el mayordomo y me preguntó a qué venía tanto ruido, Le contesté que deseaba hablar con el señor Echagüe, a lo cual el criado me respondió que su amo no podía recibirme por estar en aquellos momentos descansando. Insistí, y el mayordomo insistió más. Amenacé con pedir una orden judicial y registrar con ella la casa, y entonces una voz que llegaba del interior ordenó al mayordomo que me disparase un tiro, agregando que era imposible dormir con tanto ruido. Al oír aquella voz, reconocí la del señor Echagüe y grité que necesitaba verlo, indicando mi personalidad. Entonces salió envuelto en una larga bata y me preguntó qué motivo me llevaba allí. Le dije que El Coyote había vuelto a las andadas y que lo estábamos persiguiendo por Monterrey. Entonces él preguntó burlonamente si creíamos que estaba en su casa, y me invitó a que la registrase. Le dije que no creíamos semejante cosa, agregando que si había ido a verle era para prevenirle, pues la última hazaña del Coyote había sido asesinar al soldado que la noche antes le había salvado a él de las sospechas que sobre su persona recaían.

—¿Se asombró de la muerte de Overbeck?

—No, excelencia. La aceptó como muy natural y sin importancia.

—¿No trató de fingir dolor ni inquietud?

—En absoluto. Se hubiera dicho que consideraba natural el hecho.

—Muy extraño. Si fuera culpable, hubiera fingido asombro, pesar… ¿Qué aspecto tenía? Quiero decir si parecía levantarse de la cama.

—No, excelencia. Iba bien peinado y perfumado, como si saliera de tomar un baño o de la peluquería.

—¿No parecía regresar de una furiosa cabalgada?

—En absoluto.

Curtis se acarició la barbilla.

—A pesar de todo, ese hombre sabe algo —murmuró—. Es endiabladamente listo y bajo su inofensiva apariencia esconde algo. No debemos perderlo de vista. ¿No opina usted igual, comandante?

—Si vuestra excelencia me permite opinar, diré que no considero al señor Echagüe capaz de hacer ni la mitad de las cosas que se achacan al Coyote. Lo creo incapaz de matar una mosca.

—No niego que eso es lo que parece; pero debo recordarle, comandante, que si hasta ahora El Coyote ha logrado burlar todos los esfuerzos de las autoridades californianas ha sido, sobre todo, porque en la vida real, bajo su verdadera identidad, es muy distinto del caballero andante o bandido generoso que es bajo el disfraz del Coyote.

El comandante Fisher iba a replicar, cuando le interrumpió una vigorosa llamada a la puerta. El sargento Clemens fue a abrir y un soldado le entregó un pliego doblado y sellado.

—Para su excelencia el gobernador —informó el soldado—. Lo acaban de traer.

Retiróse el soldado y Clemens, después de cerrar la puerta, fue a entregar el pliego al gobernador.

Éste examinó un momento el papel. En aquella época no estaba generalizado el uso de los sobres, y la dirección se escribía en el dorso del papel que se utilizaba para la carta, después de doblada ésta de forma que al sellarla por el otro lado quedara cerrada.

Curtis rompió el sello de rojo lacre y desdobló la carta. La leyó rápidamente y al terminar la tiró sobre la mesa, lanzando un juramento militar.

—¿Malas noticias, excelencia? —preguntó el comandante.

Por respuesta, Curtis tendió la carta al comandante, diciéndole:

—Léala en voz alta, Fisher. Éste tomó la carta y leyó:

Al excelentísimo señor gobernador de California:

Mi querido general: Anteanoche pude haber terminado con su vida, cosa que hubiera regocijado en extremo a los buenos californianos. No lo hice, e hice mal. Usted no reconoció mi buena voluntad y ayer noche, en pago a mi compasión, me tendió usted una trampa, en la que estuve a punto de caer. No caí, porque no es el general Curtis el hombre indicado para terminar conmigo. En cambio, yo voy a dictar una sentencia contra usted. Es una sentencia de muerte y será ejecutada esta noche. A las doce en punto, California estará sin gobernador.

Lo promete,

EL COYOTE

—¿Qué le parece tanta audacia? —preguntó Curtis.

—Realmente, no creo que sea El Coyote quien ha escrito esto, excelencia —replicó Fisher—. Los californianos son muy amigos de bromas y sospecho que esto es una broma de muy mal gusto.

—Puede serlo —admitió Curtis—. ¿Quién ha traído la carta?

El sargento Clemens salió apresuradamente y regresó unos minutos más tarde con la información de que había sido traída por un muchacho a quien conocían los centinelas. En aquel momento lo estaban buscando.

Media hora después, el muchacho, muy asustado, comparecía ante el gobernador. Clemens lo acompañaba.

—Explica al señor gobernador lo que sabes —ordenó el sargento en español.

—¡Le juro, señor, que no hice nada malo! —gimió el chiquillo.

—Ya lo sé, pequeño —le tranquilizó Curtis—. Se trata sólo de la carta que trajiste hace una hora. ¿Quién te la dio?

—Un señor, en la plaza.

—¿Cuándo te la dio?

—Esta mañana, a las nueve. Me dijo que la trajese cuando las campanas dieran las once. Me dio tres pesos.

—¿Te había encargado otras veces que llevases cartas? —preguntó el gobernador.

—No, señor. No le conozco. No le he visto nunca.

—¿Quieres decir que nunca te había dado encargos de ésos? —preguntó Curtis.

—No, señor.

—¿No le habías visto nunca?

—No, señor.

—¿Vestía bien?

—Llevaba una capa que le tapaba casi los ojos.

—¿Y la barba? —preguntó Clemens.

—No…, no llevaba barba, señor.

Curtis dirigió una aprobadora mirada al sargento. A su vez, preguntó:

—Pero sí llevaba bigote, ¿no es cierto?

—Me parece que sí, señor.

—¿Vestía como nosotros o como tus compatriotas?

—No se le veía el traje, señor.

—¿Te dijo si la carta era importante?

—Sí, señor. Me dijo que era muy importante, y que si dejaba de traerla, me ahorcarían. En cambio, si la traía podría gastar tranquilamente mi dinero.

—Enséñame ese dinero.

El chiquillo sacó tres monedas de plata y las entregó a Clemens, que a su vea las pasó al gobernador. Se trataba de monedas acuñadas en Méjico, con la efigie de Carlos III de España. Aunque la moneda norteamericana era la oficial de California, seguían circulando las antiguas monedas coloniales.

—Esto no nos indica nada —murmuró el gobernador—. En fin, sargento, creo que puede dejar libre al muchacho. Toma, pequeño, para que te compres algo más.

Al decir esto, Curtis entregó al muchacho una moneda de un dólar, que fue a reunirse con las otras tres. Luego, llamando a un lado a Clemens, el gobernador ordenó:

—Que sigan al muchacho y que me digan si habla con alguien. Diga al comandante Fisher que vuelva a verme.

Salió el sargento, y poco después entró Fisher, que parecía muy preocupado.

—No se ha averiguado nada —declaró—. El chiquillo ese pertenece a una familia muy honrada, que hasta ahora no ha aparecido relacionada en absoluto con El Coyote.

—Posiblemente, todo será una broma encaminada, quizá, a hacerme suspender la fiesta de esta noche —comentó el gobernador.

—¿No sería más prudente suspenderla? —preguntó Fisher.

—No. Sería declarar que el gobernador de California tiene miedo al Coyote. Al contrario, quiero que se celebre. Tomaremos todas las precauciones necesarias para que la amenaza no pueda realizarse; pero quiero que esta noche todo Monterrey se reúna en los salones de esta casa. El gobernador corresponde a la fiesta que le fue ofrecida por la ciudad.

—Es una imprudencia, general. A nadie le extrañaría que la fiesta se suspendiese en señal de duelo por la muerte del alcalde.

—El alcalde Carreras ha sido ya enterrado. Su puesto ha sido ya ocupado por un alcalde interino que, si no es muy del gusto de los monterrecinos, en cambio, es enemigo declarado del Coyote. Creo que ha sido una buena idea colocar en ese puesto a Charles Adams. Un hombre a quien El Coyote dejó sin orejas, no resulta un alcalde muy vistoso, pero sí eficaz. Creo que ahora la milicia, si es necesaria, responderá mejor que nunca a su cometido.

Una nueva llamada a la puerta interrumpió la conversación. Era el sargento Clemens. Parecía muy afectado y en respuesta a la pregunta del gobernador, declaró:

—Excelencia, por todo Monterrey corre la noticia de que El Coyote ha sentenciado a muerte a vuestra excelencia.

Una débil sonrisa apareció en el rostro de Curtis.

—Como ve, Fisher, no me queda otro remedio que dar la fiesta. En el peor de los casos, será más útil a California un gobernador asesinado que un gobernador cobarde. El cargo obliga. Además, no creo que El Coyote pueda llegar a cumplir su amenaza.

—Vigilaremos a don César…

—Vigilen también a los demás —interrumpió Curtis—. Sospecho de nuestro amigo Echagüe, pero también sospecho de otras personas. No olviden que hubo grandes influencias para que mi cargo fuera ocupado por un gobernador que representase los intereses del Sur, o sea de los esclavistas.

—¿Sospecha vuestra excelencia del vicegobernador Lafargue?

Curtis se encogió de hombros ante la pregunta de Fisher.

—Comandante —replicó—: La guerra contra Méjico fue muy popular en el Sur y muy impopular en el Norte. Nosotros, los militares, debemos sentir agradecimiento hacia el Sur, que fue quien realizó el mayor esfuerzo para aumentar nuestro territorio, y, por mi parte, hubiera cedido de buen grado al señor Lafargue, representante del Sur, el cargo de gobernador, pero soy soldado y cumplo órdenes. Hay quienes olvidan eso y creen que un afán personal me llevó a este cargo.

—Entonces, ¿cree que El Coyote actúa en interés del partido del Sur?

—No sé nada, pero no me extrañaría. En fin, no vale la pena hablar de lo que apenas conocemos. Hasta luego, comandante.

Al quedarse solo, Curtis sentóse a su mesa de trabajo y, sacando un pliego de papel, empezó a escribir una larga carta para Washington. En ella exponía detalladamente los manejos a que se estaba entregando el partido del Sur para ganar California a la causa de los esclavistas, y advertía que, en caso de su muerte, el puesto de gobernador sería ocupado, hasta el final de la legislación, o sea durante más de tres años, por Georges Lafargue, que en las elecciones celebradas había sido vencido por unos miles de votos, ocupando así el puesto de vicegobernador. Cuando hubo terminado, selló la carta y ordenó que fuese enviada con toda urgencia a su destino por un correo especial. Luego, en el cuaderno de notas que siempre llevaba encima, escribió:

Esta noche, a las once y media o a las doce, debo hablar con César de Echagüe y aclarar de una vez qué relación existe entre El Coyote y él.