César de Echagüe se estaba arreglando frente al espejo colocado sobre la cómoda. Durante su estancia en Monterrey, había aceptado alojamiento en casa de un amigo que tenía negocios urgentes en Méjico y, por tanto, había podido cederle toda su casa. Como servidumbre, César había llevado, desde los Ángeles, a su fiel Julián Martínez. En aquellos momentos, el capataz del rancho de San Antonio miraba consternado a su amo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó César, mirando a su servidor.
—Nada, mi amo. No me ocurre nada.
—¿Qué piensas?
—No pienso nada.
—Piensas que ayer noche me libré por verdadero milagro, ¿no?
—Mi amo se expuso mucho.
—Sí, me expuse mucho —murmuró César.
—Por fortuna, aquel soldado…
—Aquel soldado mintió, Martínez.
—Pero… —la consternación del capataz aumentó.
—Sin duda, quiere cobrar a buen precio el favor que me hizo. Esta noche he de verle. Llevaré mil pesos en oro.
—¿Sabe quién es usted?
—Claro que lo sabe. Estaba en Los Ángeles cuando terminamos con el general Clarke. Ha ido uniendo datos y sucesos y ha comprendido quién soy. Cuando me recordó que me había hecho un favor, me llamó por mi nombre. Me dio a entender, sin ningún género de dudas, que sabía que yo era El Coyote. Es más, sus últimas palabras fueron: «Tengo que decirle algo, señor Coyote».
—Entonces, está usted a su merced.
—Tal vez. Procuraremos que calle.
Mientras hablaba, César de Echagüe terminó de vestirse y de una caja de caoba sacó un antifaz negro y se lo puso ante el espejo.
—¿Va usted a salir como El Coyote? —preguntó Martínez.
—Es menos peligroso eso que salir como don César de Echagüe. No me interesa que me vean cerca de la taberna de Jacinto.
César terminó de asegurarse el antifaz, luego, de un cajón de la cómoda sacó un cinto del que pendían dos largos revólveres Colt. Como hacía siempre antes de partir para alguna de sus aventuradas expediciones, El Coyote renovó las doce cargas de los revólveres, colocando en cada cilindro seis cebos nuevos y otras tantas cargas de pólvora y balas. Si llegaba el momento de ser precisa su utilización, las armas responderían infalibles.
Asegurado de que los revólveres estaban en orden, los guardó en las fundas. En un bolsillo guardó un cartucho de monedas de oro y, volviéndose hacia Martínez, dijo:
—Ya sabes lo que debes hacer. Si alguien viniese y preguntase por mí, di que estoy durmiendo y que por nada del mundo te atreverías a despertarme.
—Señor, ¿no se expuso ya demasiado ayer? —preguntó el capataz.
César le dirigió una extraña mirada, que terminó en una carcajada.
—No, ayer no me expuse ni la mitad de lo que voy a exponerme durante las noches que dure nuestra estancia en Monterrey. Adiós.
César de Echagüe descendió a la planta baja y, utilizando una puerta excusada, salió a unos descampados, donde ya le aguardaba un caballo. En un campanario dieron las nueve y media. Los restantes relojes repitieron aquellas notas.
Montado en el caballo que le aguardaba allí, César encaminóse, sin prisa y evitando los lugares concurridos, hacia la plaza donde estaba la taberna de Jacinto. Nadia sabía por qué se llamaba así, ya que su dueño era Clemente García y jacintos no los había habido nunca allí, ni en persona ni en flor. Sin embargo, todos llamaban a aquel establecimiento la taberna de Jacinto, y su fama, debida sobre todo a lo excelente de su vino y licores, era muy grande en Monterrey.
César llegó a la vista de la taberna cuando faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Dejando su caballo a unos treinta metros de la taberna, encaramóse hasta una azotea de la taberna. Cada uno de sus movimientos fue realizado con la mayor cautela, teniendo en cuenta las consecuencias que podían resultar de un paso en falso.
Aunque Overbeck no había indicado el punto donde debían reunirse, era lógico suponer que el soldado no esperaba que la reunión tuviese lugar en la sala principal de la taberna, donde habría testigos más que suficientes para que al otro día todo Monterrey supiera que don César dé Echagüe y Clifton Overbeck se habían entrevistado allí. Por tanto, el soldado debía de esperarle en alguno de los reservados del primero y único piso de la taberna.
Empuñando precavidamente uno de sus revólveres, El Coyote abrió la trampa que conducía al interior de la casa y descendió por una escalera de madera. Una bocanada de aire enrarecido, con olor a cebollas, ajos y vino, dio de lleno contra el rostro del nocturno visitante. Durante unos minutos permaneció inmóvil, atento a los menores ruidos. Cuando sus oídos se hubieron habituado a aquel ambiente, comprendió que no había nada que temer y, habituado también a la oscuridad, avanzó lentamente por un interminable pasillo que rodeaba toda la casa y a ambos lados del cual abríanse, de trecho en trecho, habitaciones, donde se guardaban trastos viejos, o que servían de dormitorio o de punto de reunión a quienes deseaban pasar inadvertidos. Todas las habitaciones que iba encontrando El Coyote estaban desiertas, y ya desesperaba de que Overbeck hubiera acudido a la cita dada por él mismo, cuando, al doblar uno de los recodos del pasillo, vio una línea de luz debajo de la más cercana de las puertas.
La mano del Coyote oprimió con más fuerza la culata del revólver que empuñaba. Caminando como sobre cristales rotos, avanzó hacia la puerta y estuvo escuchando unos minutos. De dentro de la habitación no llegaba ningún rumor. Tal vez aquel reservado estaba dispuesto para él y para Overbeck, y de los dos él era el primero en llegar.
Empujando suavemente la puerta, César se convenció de que estaba abierta. Luego, quedando a un lado para librarse de una posible emboscada, acabó de abrir la puerta, a la vez que dirigía una rápida mirada al interior.
Al momento abandonó toda precaución y deslizóse dentro del reservado. Éste se hallaba amueblado con una mesa de ennegrecido pino, cuatro sillas y un candil de aceite. Sentado en una de las sillas y caído de bruces sobre la mesa, estaba un hombre vestido con el uniforme del Ejército de los Estados Unidos. Su kepis había caído sobre la mesa.
César se inclinó sobre él y lo tocó suavemente, y sólo cuando, aumentando la sacudida, César le hizo volver la cabeza pudo reconocer en él a Clifton Overbeck, en cuyo rostro se pintaban, inconfundibles, las señales de la muerte.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo del Coyote. Posó una mano en la frente del muerto y la encontró aún caliente. Luego, con ayuda del candil, comprobó que la herida había sido causada con un arma de hoja triangular, que había producido una hemorragia muy escasa.
El Coyote registró rápidamente los bolsillos del muerto, sin encontrar en ellos ningún objeto de especial interés y que no fuera lo que lógicamente podía esperarse encontrar en poder de un soldado. Lo único que se podía considerar interesante era una pistola de dos cañones, muy cortos, que Overbeck había guardado en la caña de la bota derecha.
De pronto, cuando César de Echagüe se disponía a salir de la habitación, su mirada se vio atraída por la mano derecha del muerto. Junto a ella, trazada en el polvo que cubría parte de la mesa, se veía una «C» escrita, sin duda, con un dedo.
El Coyote levantó la mano derecha de Overbeck, y vio que el dedo índice estaba sucio de polvo.
—¿Qué quisiste escribir, infeliz? —preguntó en voz baja, cual si esperase una respuesta del muerto. Luego, comprendiendo que perdía el tiempo permaneciendo allí y que, además, se exponía a un grave peligro, se dispuso a salir fuera del reservado.
La prudencia y las precauciones que instintivamente tomaba siempre y a las que debía El Coyote el estar aún con vida, le salvaron también en aquella ocasión. Antes de salir del reservado se pegó un momento a la jamba de la puerta y, acallando los latidos de su corazón, escuchó atentamente. De la planta baja llegaban, ahogadas, las voces de los bebedores; pero entre aquel ruido sonó otro más próximo, que procedía del chocar de la rodela de una espuela contra otra. Luego sonó una casi imperceptible respiración y, por último, el leve chasquido de un bien engrasado fusil.
El Coyote irguióse, dejando en reposo todos sus músculos. Comprendió que había caído en una trampa y que el corredor estaba lleno de soldados. Sin duda, todos ellos apuntaban con sus fusiles hacia la puerta para saludar su aparición con una descarga cerrada.
De nuevo escuchó El Coyote. Sólo un privilegiado oído como el suyo podía captar la diferencia entre las distintas y leves respiraciones que sonaban en el pasillo. Al cabo de unos segundos, murmuró:
—Seis hombres.
Por lo menos cinco de ellos irían armados de rifles, y el otro, sargento o cabo, quizá llevase un revólver. Si su salida era saludada con una descarga, los cinco soldados quedarían poco menos que desarmados, y a no ser que llevaran bayonetas, sus fusiles serían más un estorbo que otra cosa.
César de Echagüe cerró fuertemente los ojos. Necesitaba habituarse a las tinieblas, pues en ellas se reñiría la próxima batalla. Con movimientos seguros, a pesar de no ver nada, fue hasta Clifton Overbeck y, tomando infinitas precauciones, le quitó el sable, desenfundándolo con gran cuidado y sin el menor ruido delator. Luego, sosteniendo el sable bajo el brazo y cogiendo con una mano el candil y con la otra una de las sillas, avanzó de espaldas hacia la puerta, haciendo que la sombra de su cuerpo se proyectara sobre el suelo del pasillo. Al llegar al umbral, apagó el candil y, moviendo los pies como si corriera, lanzó la silla hacia el lado opuesto que ocupaban los emboscados.
El estruendo de la silla al chocar contra las paredes del corredor fue cortado por una descarga cerrada, que repercutió en todo el edificio y al que siguió un alarido del Coyote, que hizo creer a los que habían disparado que alguna de las balas había llegado a su destino.
Pero en seguida fueron arrancados de su error, pues a través de la densa nube de sofocante humo de pólvora cayó sobre ellos una sombra armada de un pesado sable de caballería que, certeramente manejado, comenzó a caer de plano contra los soldados. En un momento, cuatro de ellos se desplomaron sin sentido. El quinto huyó hacia el otro extremo del pasillo, mientras el barbudo sargento que mandaba el grupo levantaba su revólver para disparar contra la casi invisible sombra.
César apenas vio el hombre, pero captó el brillo del arma y dirigió contra ella la punta de su sable, haciendo saltar el revólver, que se disparó inofensivamente.
El fogonazo permitió ver al Coyote el asustado rostro del sargento, que, tras una brevísima vacilación, echó mano a su sable. Pero también permitió ver a César la escalera que conducía a la planta baja del edificio, y antes de que el sargento pudiera desenfundar su arma, El Coyote había salvado de un solo salto el primer tramo de escalera y, después de otro salto inverosímil, apareció en el descansillo, desde el cual se dominaba toda la sala de la taberna de Jacinto.
—¡El Coyote! —gritaron a la vez todos los allí presentes, que desde hacía unos minutos tenían la mirada fija en el descansillo y en la puerta por donde llegaban los rumores de la lucha.
—Buenas noches, caballeros —saludó el enmascarado, desenfundando uno de sus revólveres, mientras con la mano derecha agitaba el sable—. Supongo que todos ustedes son gente de paz. Demuéstrenlo apartándose a la derecha.
La orden fue obedecida en masa, y cuando El Coyote saltó por encima de la baranda de madera y fue a caer en el centro de la sala, nadie trató de cerrarle el paso.
Arriba se oían voces de mando e imprecaciones, pero nadie apareció en persecución del fugitivo. Entonces El Coyote, en vez de salir por la puerta principal, saltó el mostrador de roble, tras el cual se encontraba, temblando de miedo, el dueño de la taberna, a quien el enmascarado golpeó suavemente con el plano del sable, logrando, sin proponérselo, un absoluto desmayo del tabernero, que sin duda se creyó poco menos que descuartizado. En seguida, empujando la puerta que conducía al interior de la casa, El Coyote cruzó un par de habitaciones y llegó a la cuadra, donde había unos quince caballos, todos ellos con las marcas del Ejército.
Teniendo en cuenta que él sólo había hecho frente a seis soldados, era fácil suponer que los nueve restantes se hallaban apostados en lugares desde donde fuera fácil impedir la huida del Coyote, si éste, contra toda lógica, conseguía librarse de la trampa.
César de Echagüe no se entretuvo lo más mínimo. A sablazos cortó las bridas de los caballos, dejándolos libres. Cuando los quince animales formaron un confuso remolino, César clavó el sable en una de las vigas del techo y evitando a los caballos abrió la puerta de la cuadra.
Los soldados que habían sido apostados unos momentos antes en las azoteas inmediatas, desde las cuales cubrían todas las salidas de la taberna, vieron, de pronto, cómo sus caballos salían al galope asustados por una detonación que acababa de sonar dentro del corral.
Los quince caballos salieron despavoridos y después de cruzar la calle partieron en tres distintas direcciones, antes de que sus amos pudieran hacer nada por detenerlos. Sólo cuando ya estaban demasiado lejos para que fuese posible intentar nada, vieron llenos de asombro cómo sobre el lomo de uno de los caballos que hasta entonces había ido, como los demás, sin jinete, aparecía un hombre vestido de negro, cuyo traje era, inconfundiblemente, el del Coyote.
Sonaron unos disparos inútiles y el fugitivo, que había salido de la cuadra oculto bajo el vientre del caballo, agitó su sombrero, picó espuelas y se perdió en las oscuras callejuelas de Monterrey.
Una vez más, El Coyote había escapado a la cita con la muerte.