Numerosos oficiales de la guarnición de Monterrey habíanse reunido en torno del gobernador. De entre los invitados un médico había acudido para dar la innecesaria noticia de que Julián Carreras, hasta pocos minutos antes alcalde de Monterrey, había muerto.
—Lo asesinó El Coyote.
Estas cuatro palabras eran repetidas por casi todos los allí presentes. Y aunque El Coyote era el héroe de todos los californianos, ninguno de cuantos allí estaban parecían sentir ya admiración por él. Julián Carreras había sido muy querido por todos los habitantes de Monterrey, y su asesinato no tenía justificación ni excusa alguna. Si El Coyote deseaba ayudar a los hijos de California, no podría hacerlo nunca valiéndose de semejantes medios.
El general Curtis, muy pálido y con voz aún temblorosa, dirigiéndose hacia los invitados dijo:
—Les ruego que entren ustedes en la casa. Ha ocurrido un suceso muy grave y necesito la colaboración de todos.
Volviéndose hacia los oficiales, agregó:
—Mientras los invitados se congregan en el salón, ustedes sírvanse buscar linternas y registrar todo el jardín hasta asegurarse de que no queda nadie en él. Es importante que ninguna persona pueda permanecer oculta entre las plantas.
Marcharon los oficiales, regresando poco después provistos de linternas de petróleo y, entretanto, los invitados se fueron dirigiendo hacia la casa, entrando en el salón donde se debía servir la cena. Las mesas habían sido ya apartadas a un lado, y sobre ellas se amontonaban gran parte de los manjares. Excepto los comerciantes norteamericanos, nadie sentía apetito y fueron muchos los que miraron con disgusto el comportamiento de aquellos hombres para quienes la muerte del alcalde de Monterrey carecía de importancia.
—¿Qué opina usted de esto? —preguntó el señor Ortega, dirigiéndose a César de Echagüe.
Éste se encogió de hombros.
—No opino nada, porque no sé nada. Por cierto, que allí veo reunidos a todos sus criados. ¿No hay más?
El dueño de la casa miró hacia el rincón que ocupaban los numerosos servidores de su hogar, o sea, unos treinta y tantos.
—Creo que faltan algunos —replico—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque me ha parecido que no estaban todos —contestó César—. No veo a uno que es alto, ancho de espaldas, de cabello rizado.
—Que yo sepa no tenemos a nuestro servicio ningún criado que responda a esa descripción.
—Sin embargo, yo vi uno, y le apuesto cien pesos de oro a que por algún rincón encontraremos a ese servidor.
—Don César, es usted lo bastante rico para perder, sin lamentarlo demasiado, esos cien pesos de oro —replicó el señor Ortega, famoso por su afición al juego, afición que estaba poniendo amenaza de ruina a su importante hacienda—. Por lo tanto acepto la apuesta, porque sé que voy a ganarla. Venga.
César de Echagüe siguió al dueño de la casa, que le guió hasta donde, respetuosamente inmóviles, estaban los criados de los Ortega. Uno de ellos, tan gordo como importante, saludó con una impecable inclinación a su amo.
—Éste es Tomás, mi mayordomo —presentó Ortega—. Tomás, el señor Echagüe quiere hacerte unas preguntas.
—A sus órdenes, don César —respondió el mayordomo, repitiendo el saludo—. ¿Me permite preguntarle cómo está su esposa?
—Está perfectamente, Tomás.
—Le ruego le transmita mis respetos, señor.
—Así lo haré, Tomás. Sin embargo, antes quisiera preguntarte una cosa. ¿Están aquí todos los servidores de don Pedro Ortega?
—No, señor. Faltan Clementina, Pepita, Nicolás y Francisco.
—¡Ah! Conque faltan cuatro criados. ¿Y dónde debieran estar esos ausentes servidores?
—En el guardarropa, señor.
—¿No se les ha avisado? —preguntó el señor Ortega.
—Jacinta fue a llamarlos; pero encontró el guardarropa cerrado, señor. Supuso que habían venido ya hacia aquí. Luego los soldados no nos dejaron salir.
—Supongo, Tomás, que Nicolás o Francisco, no sé exactamente cuál de los dos, es alto, ancho de espaldas, con el cabello rizado y algo canoso, ¿verdad?
—Perdón, señor —replicó el mayordomo—. Le suplico perdone mi contradicción; pero Nicolás es delgado, de cabello muy liso y muy negro. Y en cuanto a Francisco, nadie sabe por qué es rubio y pequeño. Tampoco tiene el cabello rizado.
—Pero… alguien habrá, entre la servidumbre, que tenga el cabello rizado —objetó César.
—Evelio, señor —respondió el mayordomo.
—¿Y dónde está ese Evelio? —preguntó César.
—Ahí, señor.
Y con un movimiento de cabeza Tomás indicó a un jovenzuelo que no tendría más de dieciocho años, que estaba a pocos pasos de él.
—No… No es ése —murmuró César.
—Perdón, señor —protestó Tomás—. Ése es Evelio. Lo sé mejor que nadie.
—Sí, ya sé que lo sabes —sonrió César de Echagüe—; pero he querido decir que ése no es el criado que yo he visto esta noche. ¿No hay otro?
—No, señor. Excepto Clementina, Pepita, Nicolás y Francisco, todos los demás están aquí.
—Creo que ha perdido la apuesta, amigo Echagüe —rió el señor Ortega.
—Sí, tendré que pagarle los cien pesos —sonrió a su vez César—. Amigo Tomás, has hecho ganar cien pesos a tu amo. Si hubiera habido entre la servidumbre un criado alto, ancho de hombros, fornido, de cabellos rizados y grises, hubiera ganado yo.
Tomás pareció profundamente apenado. Dirigiéndose a César le dijo:
—Le suplico, don César, que perdone mi culpa al no haber contratado un criado que respondiera a esa descripción. Le prometo que en su próxima visita a esta casa, habrá un criado así. Aunque tenga que enviarlo a buscar a San Francisco.
—Te lo agradeceré —rió César—. Y si antes supieses algo de él, te ruego me lo comuniques.
El mayordomo prometió hacerlo así y César y el dueño de la casa volvieron hacia donde antes habían estado.
—Aquí van los cien pesos —dijo el joven, sacando del bolsillo cinco monedas de oro de a veinte dólares cada una y tendiéndolas a su anfitrión que, sonriendo algo avergonzado, vaciló entre guardarlas y devolverlas. Al fin, comprendiendo que César de Echagüe consideraría una ofensa que él rechazara aquel dinero, lo guardó asegurando:
—En realidad le robo este dinero, amigo César. Sabía perfectamente que estaba usted en un error.
—Le aseguro, amigo Ortega, que doy muy a gusto esos cien pesos. Me ha convencido usted de una cosa que ya sospechaba.
—¿Qué sospechaba usted? —preguntó, extrañado, don Pedro Ortega.
—Pues sospechaba que no tenía usted ningún sirviente que fuese algo fuerte y de cabellos rizados y grises.
—¿Se burla usted de mí?
—Al contrario. Pero le advierto, amigo mío, que de haberlo querido hubiese podido oponer a la declaración de su mayordomo el testimonio de su excelencia el gobernador de California. Si no me engaño, antes de poco el propio general Curtis le preguntará lo mismo que yo.
—¿Trata de decir que mi mayordomo y yo hemos mentido? —preguntó, con intenso rubor, don Pedro Ortega.
—Nada de eso —sonrió Echagüe—. Pero esta noche ha tenido usted, sin saberlo, un criado tal como yo se lo he descrito. Usted no lo sabía. Su mayordomo tampoco lo sabía; y quizá sus sirvientes tampoco lo sabían; pero la realidad sigue en pie.
—No comprendo…
—No se esfuerce. Ahí viene el señor gobernador. Oigamos lo que tiene que decirnos.
No parecía muy alegre ni satisfecho el general Curtis. Dirigió una sombría mirada a los allí reunidos y por fin preguntó:
—¿Están aquí todos los invitados y los habitantes de la casa?
La pregunta había sido hecha, implícitamente, a don Pedro Ortega, por lo cual éste avanzó hacia el gobernador y contestó:
—Sólo faltan cuatro de mis criados.
—¿Qué criados?
—Los que tenían a su cargo el guardarropa.
—Que los busquen.
—El guardarropa estaba cerrado —explicó Ortega.
—Que lo abran y comprueben si están dentro o no —dictó el gobernador—. Que alguien acompañe a los soldados.
El propio mayordomo de los Ortega guió a un oficial y a cuatro soldados hasta el guardarropa. Vieron en seguida que la llave estaba en la cerradura, y el mayordomo la abrió, convencido de que dentro encontraría, descuartizados, a los cuatro sirvientes. En vez de ello los encontró vueltos de espaldas a la puerta y tan inmóviles que tanto Tomás como los soldados sospecharon, por un momento, que fuesen maniquíes o estuvieran petrificados.
—¿Qué significa esto? —preguntó el mayordomo.
Al reconocer su voz, las dos muchachas y los dos hombres se volvieron y comenzaron a explicar a la carrera todo lo malo que les había ocurrido. Al fin el oficial cortó la algarabía e hizo salir a los cuatro prisioneros, a quienes guió hasta el salón.
—Estaban encerrados en el guardarropa, excelencia —anunció al gobernador—. Parece ser que un enmascarado les obligó a entrar allí y los encerró.
La atención del gobernador y de todos los presentes centróse en los cuatro sirvientes. Tanto los criados como las doncellas estaban visiblemente asustados.
—Habrá que tomar nota de lo que digan —indicó Curtis—. Quizá sus declaraciones nos sirvan de algo. Señor Ortega. ¿Cuál es el más inteligente de esos cuatro?
El dueño de la casa se volvió hacia Tomás, como traspasándole la pregunta del gobernador. El mayordomo se permitió indicar que, sin ser ninguna lumbrera, Pepita era la más despierta.
—Bien, Pepita —empezó el gobernador—. ¿Cómo te llamas?
—Pepita González, excelentísimo señor —contestó la doncella.
El gobernador volvióse hacia el oficial que estaba tomando nota del interrogatorio. Vio que había anotado el nombre de la doncella y volviéndose de nuevo hacia ella, continuó preguntando:
—¿Qué edad tienes?
Pepita dio su edad, que era lo bastante escasa para no necesitar disimulo, explicó luego que estaba al servicio de don Pedro desde que tenía once años y aseguró que siempre se había portado perfectamente, como podía atestiguar el señor Tomás.
—Está bien —interrumpió el general Curtis—. Explícanos ahora lo que ocurrió con ese enmascarado.
Pepita González contó que durante gran parte de la noche había estado ayudando a las distinguidas damas allí presentes a quitarse las capas y a reparar los desperfectos sufridos por sus maquillajes. Luego, al empezar a quemarse el castillo de fuegos artificiales, ya nadie acudió a utilizar sus servicios, por lo cual ella y su compañera Clementina, junto con Nicolás y Francisco, que estaban encargados de atender a los distinguidos caballeros, salieron a un balcón para contemplar desde allí el maravilloso efecto de los fuegos de artificio que eran quemados al otro lado del estanque, en cuyas aguas se reflejaban con un efecto de maravilla.
—Sí, sí, ya lo sé —refunfuñó Curtis—. Pero lo que a nosotros nos interesa es lo que ocurrió luego.
Pepita pareció ofendida, y con alguna sequedad, pues ella no estaba dispuesta a tolerar aires como los que se daba aquel gringo gobernador, explicó que al terminarse el hermoso castillo volvió con Clementina, Nicolás y Francisco al guardarropa y lavabo de caballeros cuando, de pronto, salió de dentro una mano armada con una pistola muy grande y una voz con acento gringo les dijo que si apreciaban la vida entrasen los cuatro allí dentro y no pronunciaran ni una palabra ni intentasen dar la voz de alarma.
—¿Y qué hicieron? —preguntó, innecesariamente, el gobernador.
—¿Qué haría el excelentísimo señor si un rufián le diese una orden con una pistola en la mano? —preguntó a su vez Pepita, sin adivinar que ponía el dedo en la llaga, pues no era ella la única que se había visto dominada aquella noche por el mismo revólver.
—Bien —refunfuñó Curtis—. Obedecieron ustedes. ¿Puede decirme ahora qué aspecto tenía ese… rufián?
—Sólo nos fijamos en la pistola, excelentísimo señor —contestó Pepita—. Yo estaba temiendo que se disparase de un momento a otro, y no tuve fuerzas para mirar nada más.
—¿Iba vestido de fraile? —preguntó Curtis—. Supongo que eso sí se fijaría.
—¿Fraile? No… Claro que no. Ningún fraile es capaz de apuntar a dos pobres muchachas con un cañón como aquél…
—¡No le pregunto si es posible o no! —rugió Curtis—. Conteste a lo que le he preguntado. ¿Vestía aquel hombre como un fraile?
—¡De ninguna manera! —Pepita González estaba indignada—. Nuestros frailes no usan pistola, señor.
—Pepita, el señor gobernador no pretende decir que se tratase de un fraile de verdad —intervino el señor Ortega—. Sólo quiere saber si iba disfrazado de fraile.
La doncella dirigió una mirada de desprecio al gobernador. Sus ojos dijeron bien claro que en su opinión el señor gobernador no había sido elegido, precisamente, por su listeza, ya que ni siquiera sabía explicar una cosa tan sencilla como aquélla.
—No, don Pedro —contestó, al fin—. Aquel hombre no iba vestido de fraile. Llevaba una capa hasta los pies y un sombrero de esos que parecen una chimenea, donde todo es copa y está recortada estúpidamente.
—Nadie te pide tu opinión acerca de los sombreros, Pepita —reprendió el dueño de la casa—. ¿Estás segura de que ese hombre llevaba capa y sombrero de copa?
—Sí, don Pedro.
—¿Y no le vieron ustedes la cara?
A la pregunta del gobernador, Pepita respondió moviendo negativamente la cabeza y diciendo:
—Yo no se la vi.
—Si alguno de ustedes vio la cara de aquel hombre puede decirlo —indicó el gobernador, dirigiéndose a los demás criados.
Clementina y Nicolás movieron negativamente la cabeza. En cambio Francisco declaró:
—Yo vi que llevaba la cara tapada con el embozo, señor.
—¿Llevaba máscara, o antifaz? —preguntó Curtis.
—No, señor; pero no se le veía más que los ojos.
—¿Le reconocerías si le vieses?
Francisco vaciló un momento, miró a su amo y había tal súplica en sus ojos que el señor Ortega pidió a Curtis:
—Si me lo permite, excelencia, yo interrogaré a Francisco. Sospecho que sabe algo; pero no se atreve a decirlo delante de todo el mundo.
Curtis refunfuñó algo acerca de la estupidez de aquella gente y al fin dio su venia.
—¿Reconociste al hombre aquél, Francisco? —preguntó el señor Ortega.
El criado asintió con la cabeza. César de Echagüe, que no le perdía de vista, sintió como si una afilada daga se le fuese hundiendo en la espalda. Maquinalmente empezó a preparar su fuga.
—¿Quién era? —siguió preguntando el dueño de la casa.
Francisco se inclinó a su oído y pronunció unas palabras. Al momento Ortega enrojeció hasta la raíz de los cabellos y gritó:
—¡Estás loco! ¡Imbécil! ¿Cómo se te puede ocurrir semejante estupidez?
—Le aseguro, señor… —tartamudeó el criado.
—¡Es una imbecilidad que te prohíbo repitas más! —gritó Ortega.
César de Echagüe empezó a lamentar haberse desprendido del revólver.
—Exijo que se diga el nombre que ha pronunciado ese hombre —ordenó el general Curtis.
—¡Imposible, excelencia! —dijo Ortega—. No puedo…
—¡Lo exijo! —tronó el gobernador—. No admito que se trate de proteger a nadie…
—Por favor, excelencia —pidió el dueño de la casa, que parecía profundamente abatido—. Le aseguro que se trata de una tontería de mi criado. La persona a quien ha nombrado está por encima de toda sospecha.
—Eso no ha de decirlo usted, señor Ortega. Y no olvide que está ante un tribunal que puede condenarle a la más terrible de las penas si usted se niega a hablar.
César de Echagüe había trazado ya su plan. En cuanto su amigo hablase saltaría sobre el oficial que estaba a su derecha, y le arrebataría el sable. Por fortuna, durante su estancia en La Habana había aprendido a manejar perfectamente el sable y el florete, y estaba seguro de que ninguno de los yanquis allí presentes podía competir con él.
—Excelencia —murmuró Ortega, en el colmo del abatimiento—. Mi criado dice que el hombre a quien vio en el guardarropa era…
Si en aquel momento alguien se hubiera fijado en César de Echagüe habría comparado su actitud a la de un tigre en acecho. En cuanto sonora el nombre él entraría en acción.
—¿Quién era? —preguntó Curtis—. Por Dios, señor Ortega, termine de una vez y díganos, ¿quién era aquel hombre?
—Usted, excelencia —gimió el dueño de la casa.
—¡Eh!
El asombro inmovilizó a todos, especialmente al gobernador del Estado de California y a César de Echagüe.
—¿Yo? —pudo decir, al fin, el gobernador.
—Sí, excelencia —contestó Ortega, que parecía más pequeño que nunca.
—¡Pero ese hombre está loco o borracho!
—Ya dije a vuestra excelencia… —empezó Ortega.
—Pero tendrá algún motivo para decir eso —siguió Curtis—. Hasta los locos y borrachos suelen tener sus motivos para desvariar. ¿Por qué dice usted que era yo quien le amenazó con un revólver?
La pregunta iba dirigida a Francisco, que, muy asustado logró decir, al fin:
—Llevaba su capa y su sombrero, señor. Yo fui quien guardó su capa, su sombrero y no me puedo equivocar.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de Curtis.
—Pero ¿era yo quien llevaba aquella capa y aquel sombrero?
Francisco reflexionó unos instantes y, por fin, negó con la cabeza. Luego, muy aliviado, como si de sus palabras dependiera la suerte del gobernador, declaró:
—No señor. No podía ser usted, porque a aquel hombre la capa le tapaba los pies. Usted es más alto…
—Bien, hemos estado perdiendo el tiempo —gruñó Curtis—. Sabemos, únicamente, que El Coyote se disfrazó primero de fraile y luego utilizó mi capa, sin duda con la intención de escapar de esta casa haciendo creer a los centinelas que salía el gobernador. Muy listo.
César de Echagüe no pudo por menos de sonreír ante la sagacidad del gobernador. Ni por un momento se le había ocurrido a él que la capa que había tomado prestada perteneciera a tan importante dueño.
Entretanto, Curtis siguió interrogando a los cuatro sirvientes, sin que pudiera obtener ningún nuevo informe de interés. En realidad ninguno de ellos estaba en condiciones de identificar al misterioso asaltante y por fin el gobernador desistió de seguirles interrogando; volviéndose hacia los invitados, anunció:
—Damas y caballeros, ruego a todos ustedes que no vean en las palabras que voy a pronunciar un insulto a su honradez. Estoy seguro de que la medida que voy a tomar no dará ningún resultado; pero no puedo dejar de ponerla en práctica. Hace una hora ha sido asesinado en esta casa un hombre importante, por todos muy querido. Yo le vi morir sin que me fuese posible prestarle el menor auxilio, pues me encontraba desarmado frente a un asesino dispuesto a todo, que llegó, incluso, a cometer la villanía de levantar su mano contra la infeliz mujer a cuyo marido acababa de asesinar a sangre fría. Creo que todos ustedes desean, igual que yo, enviar al cadalso al asesino de Julián Carreras, por muy Coyote que sea.
Al verse tan directamente interpelados, los allí presentes se removieron inquietos; pero nadie dijo nada, esperando que Curtis terminara de explicarse.
—Ese bandido —continuó el gobernador— hizo algo más que quitar la vida al alcalde. Robó joyas y objetos de valor y escapó con ellos. Tanto las joyas como los objetos son fácilmente identificares, y es mi penoso deber pedirles que se dejen registrar ustedes. Ya sé que no es agradable que se dude de su honorabilidad —continuó Curtis dominando con su voz los murmullos de indignación que sus palabras habían levantado—. Pero creo que preferirán ustedes eso a verse obligados a sufrir la humillación de que sean las autoridades civiles las que intervengan en el caso. Tres de mis oficiales podrán encargarse del registro. Si alguna de ustedes considera que sus derechos di ciudadano de la Unión le permiten negarse a esta humillación, puede decirlo y entonces procederemos con él cumpliendo todas las leyes.
Fue el dueño de la casa quien tomó la palabra en nombre de sus invitados.
—Excelencia —dijo—. Todos nosotros comprendemos los motivos que le obligan a proceder de esta forma. Creo que nadie tendrá nada que objetar; pero si alguno de mis invitados solicitara de mí que le protegiera impidiendo se le registre, yo…
—Usted protegería al hombre que ha cometido un asesinato y un robo en su casa, señor Ortega —interrumpió, rudamente, el gobernador—. Si considera que el autor de semejantes delitos merece alguna ayuda, puede prestársela. Yo no sospecho de nadie en particular; pero sé positivamente, que nadie ha salido de esta casa después de cometido el asesinato del señor Carreras. Por lo tanto, el asesino, o sea El Coyote, está aquí o escondido en el jardín.
—¿Han registrado bien el jardín sus hombres? —preguntó Ortega.
—Sí.
—Señor gobernador —Pedro Ortega hablaba con orgullosa dignidad—. No es necesario intentar descubrir cuáles son los sentimientos de mis invitados. No importa que todos nos sintamos o no súbditos de la bandera estrellada y barrada, Pero sí es cierto que todos somos súbditos de los Estados Unidos y tenemos derechos legales que nadie, ni el propio gobernador del Estado, puede pisotear. Por lo tanto, en representación de mis invitados, exijo que antes de que se nos someta a la humillación de un registro, se vuelva a registrar el jardín con el suficiente número de fuerzas para que ni un palmo cuadrado de tierra quede sin mirar. Sólo entonces, cuando se haya comprobado que ese asesino no está allí, nos someteremos al registro; pero no sin que antes sean registrados los oficiales y soldados que se hallaban aquí en el momento de cometerse el crimen. ¡Y el registro lo llevaré a cabo yo, caballero!
—Eso no puede ser… —empezó el comandante que mandaba la escolta del gobernador.
Éste se volvió hacia él y, tras una breve vacilación, le interrumpió:
—Ha de poder ser, comandante.
—Nuestros derechos están bien definidos en el Código de Justicia Militar —recordó el comandante.
—Ya lo sé —replicó Curtis—; pero si todos hacemos valer nuestros derechos no conseguiremos otra cosa que facilitarle la huida al asesino. El señor Ortega pide una cosa y cediendo a ella podremos exigir otras que nos podrían ser negadas. Reúna los hombres suficientes para proceder al minucioso registro del jardín. Creo que sería conveniente que hiciera venir una compañía del fuerte.
El comandante saludó y abandonando la sala dirigióse hacia la puerta principal. Un momento después se oyeron sus voces de mando.
Dirigiéndose de nuevo a los invitados a la fiesta, el gobernador pidió:
—¿Tendrían inconveniente, mientras se cumplen mis órdenes, en darme algunos informes muy importantes?
No hubo objeción y el gobernador procedió a describir el aspecto del enmascarado fraile que había asesinado a Carreras, advirtiendo que no creía que fuese un fraile de verdad, sino El Coyote que utilizaba aquel disfraz para abrirse más fácilmente paso por entre los piadosos californianos.
Varias personas declararon haber visto a un fraile de largo hábito, paseando lentamente por el jardín, con la capucha caída sobre el rostro. Todos afirmaron que les sorprendió mucho la presencia de un fraile en aquella fiesta; pero que, debido al respeto que inspiraban los franciscanos, ninguno de ellos se atrevió a molestarle.
El señor Ortega afirmó no haber invitado a ningún fraile ni sacerdote, y negó haber visto ninguno en su fiesta.
César de Echagüe escuchaba atentamente las declaraciones de los testigos, y las grababa en su cerebro.
Se fijó exactamente la hora en que se cometió el crimen y se comprobó que nadie oyó el disparo, acallado por las detonaciones de los cohetes. Tampoco vio nadie subir ni bajar de la pérgola al falso fraile, ya que todas las miradas estaban fijas en el cielo.
Un oficial entró acompañado de varios soldados, para sustituir a los que montaban guardia en el salón y que, más conocedores del jardín que los recién llegados, podían ayudar mejor a las pesquisas. César de Echagüe dirigió una distraída mirada a los recién llegados y por un momento se sobresaltó. En uno de aquellos soldados que vestían el uniforme de la Caballería estadounidense, acababa de reconocer a un amigo de Charlie MacAdams, o sea uno de los soldados que estaban de guarnición en el Fuerte Moore cuando El Coyote realizó sus primeras hazañas en Los Ángeles. Claro que aquel hombre no podía conocer la verdadera identidad del Coyote; pero si era lo bastante inteligente para recordar incidentes y coincidencias, tal vez… César de Echagüe decidió celebrar una conferencia con aquel soldado que, forzosamente, se fijaría en él cuando llegara el momento del inevitable interrogatorio.
Transcurrieron unos treinta o cuarenta minutos y, por fin, volvió el comandante que había dirigido las pesquisas en el jardín. Era indudable que no había perdido el tiempo, y entre las manos traía botín suficiente para justificar la exclamación de asombro que brotó de todos los labios.
Sobre la mesa que se había despejado para que el amanuense del gobernador pudiera escribir con más facilidad, el comandante colocó un lío de ropa en el que todos reconocieron un hábito de franciscano. Luego, un sargento de poblada barba, depositó sobre la mesa un pañuelo en el que iban el reloj y la condecoración del gobernador, así como gran parte de las joyas robadas. El resto, junto con el antifaz del Coyote, lo entregó un soldado.
Menudearon las exclamaciones de asombro, y César, que observaba al soldado que perteneciera a la guarnición de Los Ángeles, le vio dilatar los ojos, como si estuviese viendo algo increíble.
También se trajo la capa y el sombrero del gobernador.
—¿Dónde estaba todo esto? —preguntó Curtis.
El comandante explicó que había hecho colocar una marca en cada uno de los distintos lugares donde fueron halladas las diferentes prendas y objetos.
—Esto indica que El Coyote no ha podido huir y que, viéndose perdido, abandonó sus armas y su botín. Por consiguiente, está entre nosotros.
Las palabras del gobernador cayeron como una sentencia sobre los invitados a la fiesta. Oyéronse algunos murmullos; pero nadie protestó de la acusación lanzada.
—Habiendo encontrado todo esto —siguió Curtis— no creo necesario registrar a ninguno de los presentes. Sería inútil, pues como se ve bien claro, El Coyote abandonó todo cuanto podía comprometerle. Sólo nos queda una solución. Que cada uno de los que estaban presentes en esta casa en el momento de aparecer El Coyote procure demostrar con testigos dónde se hallaba. Empezaré por mí mismo y por las damas que me acompañaban. Estábamos en la pérgola contemplando el castillo de fuegos artificiales. El Coyote surgió de entre unos arbustos y nos conminó a entregar nuestras joyas. Ni el señor Carreras ni yo íbamos armados; pero el señor Carreras, impulsado por su ardiente sangre, quiso luchar contra el ladrón y fue asesinado. Luego, la esposa de la víctima quiso también probar sus fuerzas con el bandido y fue derribada sin sentido. Después, El Coyote nos despojó de los objetos de valor que llevábamos y desapareció. Por lo que se refiere a su aspecto físico, puedo decir que un bigotito muy recortado adornaba su labio superior y que llevaba las mejillas rasuradas. No pude ver nada más pues la capucha y la oscuridad protegían al bandido. Ruego que los demás comprueben lo que estaban haciendo al cometerse el crimen, es decir, en el preciso momento en que se encendió el castillo de fuegos artificiales.
El señor Ortega fue el primero en probar, con abundantes testigos, lo que hacía en aquellos momentos. Los testigos que probaron su declaración quedaron a la vez libres de toda sospecha, pues, al probar la coartada del dueño de la casa probaban, al mismo tiempo, la suya.
Durante unos veinte minutos los restantes invitados fueron desfilando ante el gobernador, siendo exonerados de toda culpa. César de Echagüe fue el último. Varias veces había querido adelantarse a declarar; pero el gobernador le obligó a volver atrás. César comprendió las intenciones de Curtis y empezó a temer las inevitables consecuencias. Por fin, a una seña de Curtis adelantóse con cansado paso y sentóse en el sillón que se había dispuesto frente a la mesa con el exclusivo objeto de que las damas que prestaban declaración pudieran hacerlo cómodamente.
—Supongo, señor Echagüe, que habrá advertido usted que, si ha quedado en último lugar, no ha sido por casualidad, sino por premeditado deseo mío.
—¿De veras? —bostezó César, mirando con los ojos entornados al general Curtis—. Pues no me había fijado. En realidad, me he estado cayendo de sueño.
—Déjese de tonterías, don César —interrumpió violentamente el gobernador—. Si le he dejado para el último momento ha sido porque sospecho que es usted el asesino de Julián Carreras. Mejor dicho, que es usted El Coyote.
Ni un estremecimiento conmovió el cuerpo del joven. Bostezando de nuevo, César recorrió con distraída mirada el salón, hasta clavar la vista en el soldado que había sido buen amigo de Charlie MacAdams. Lo que vio confirmó sus inquietudes. El soldado tenía la mirada fija en él y en sus ojos se leía lo que estaba pasando en su cerebro.
—Supongo que bromea usted, gobernador —replicó, al fin, Echagüe.
—No bromeo; pero estoy dispuesto a comprobar su coartada. Es muy curioso que hasta ahora ninguno de los invitados le haya presentado a usted como testigo. Si nadie ha dicho que estuvo con don César de Echagüe, es de suponer que tampoco usted podrá decir que estuvo con alguno de los invitados.
—Creo recordar que estuve con usted y con el señor Carreras hasta unos momentos antes de encenderse el castillo de fuegos.
—Pero no en el momento en que se encendió dicho castillo, a menos que, como sospecho, nos acompañara usted tras el odioso antifaz del Coyote.
César de Echagüe se encontraba en una difícil posición.
—Si vuestra excelencia tiene buena memoria, recordará que se me avisó de que alguien deseaba verme.
—Lo recuerdo. Fue usted avisado por un sirviente, a quien no veo entre los del señor Ortega.
El gobernador dirigióse al dueño de la casa y pidió:
—¿Podría decirme dónde está un criado alto, recio, de cabellos rizados y grises?
Ortega dirigió una angustiada mirada a César y por fin movió la cabeza.
—No existe tal criado, excelencia —murmuró—. El señor Echagüe también me pidió que lo buscara, pero no he podido dar razón de él. Ni mi mayordomo, que es el encargado de la servidumbre, ha visto jamás un criado así en nuestra casa.
—Sin embargo, el criado existió en determinado momento —siguió Curtis—, y yo puedo afirmar que el señor Echagüe fue llamado por él. Pero… esto no prueba que dicho criado no fuese un cómplice suyo, Echagüe. Y eso es lo que yo creo, a menos que pueda presentar a la persona que vino a verle. Creo haber entendido que se trataba de una mujer. ¿Quién era esa mujer que vino a visitarle o a hablar con usted en el momento en que la fiesta estaba en su punto culminante?
César inclinó un momento la cabeza, luego la irguió y moviéndola negativamente, contestó:
—Un deber superior a todo me obliga a callar el nombre de esa dama. Puede usted, si quiere, excelencia, acusarme de ser El Coyote o lo que prefiera.
Curtis movió negativamente la cabeza.
—No, Echagüe, no le va a ser tan fácil escudarse tras una falsa caballerosidad. Se ha asesinado a un hombre, a una de las primeras autoridades civiles de Monterrey. Las sospechas recaen sobre usted, que sostuvo un violentísimo altercado con el señor Carreras unos segundos antes de ser informado de la visita de una dama. Díganos ahora quién era esa dama, qué hizo usted con ella, dónde estuvieron y lo que hablaron. Le prometo, mejor dicho, le doy mi palabra de honor, de que su nombre no será divulgado y que las pesquisas se llevarán a cabo con la máxima reserva.
De buena gana César hubiera inventado una mujer; pero inventar no es crear, y Monterrey no era Los Ángeles, donde tenía numerosos amigos capaces de ayudarle en todo.
—Lo siento, pero no puedo hablar. Lo único que puedo decir es que al volver de la entrevista me crucé con uno de sus oficiales. No recuerdo quién era, pues no pude verle la cara.
El oficial encargado por Curtis de dar la voz de alarma adelantóse para confirmar las palabras de César, afirmando no sólo haberse cruzado con él, sino también haber tropezado con el joven.
Al oír estas palabras, César recordó otro encontronazo, y declaró:
—También otra persona tropezó conmigo unos segundos antes. Si dicha persona quisiera confirmar mis palabras, se demostraría algo más.
Nadie acudió a declarar en favor de César, que, sonriendo levemente, comentó:
—Por lo visto, soñé el tropiezo.
—Quizá —replicó severamente Curtis—. Pero aunque su declaración hubiera sido probada, quedan demasiados cabos sueltos para que tenga ninguna importancia; Sabemos positivamente que fue visto usted cerca de la puerta principal unos tres o cuatro minutos después de cometerse el crimen. Eso quiere decir que pudo usted cometerlo e ir hasta allí. ¿Puede decirnos qué hizo luego?
—Contemplé los fuegos artificiales.
—¿En compañía de quién?
—Eran lo bastante hermosos para no necesitar compañía.
El oficial que había confirmado su encuentro con César carraspeó y, cuando hubo recibido permiso para decir lo que, sin duda, consideraba importante, declaró:
—Creo conveniente llamar la atención acerca de lo extraño que resulta que el señor Echagüe se entretuviera contemplando los fuegos artificiales a pesar de haberle dicho yo que se había asesinado al señor alcalde.
—¿Le dijo usted eso, teniente?
El oficial asintió con la cabeza, agregando:
—El señor Echagüe habló de que, sin duda, se iba a registrar a todos los invitados, por si se encontraba en ellos alguna prueba de la identidad del Coyote.
Un murmullo de asombro corrió por la sala. El gobernador volvióse hacia César y le preguntó:
—¿Es cierto que dijo usted eso?
Echagüe se encogió de hombros.
—No puedo dejar por mentiroso a un oficial —dijo—. Sí, creo que dije algo por el estilo.
—¿Por qué?
—No sé. Estoy seguro de que debí hablar por hablar.
—Ya sé que tiene usted fama de hablar por hablar, señor Echagüe —replicó severamente el general Curtis—; pero en esta ocasión, creo que si habló de más lo hizo inconscientemente. Sin darse cuenta de que le estaban escuchando. ¿Dónde estuvo desde el momento que habló con el teniente Barrow hasta que se le vio en el jardín?
—Estuve en el jardín.
—¿Quién le vio?
—Eso no puedo decirlo yo. ¿Me vio alguien en el jardín? —preguntó César, dirigiéndose a los invitados.
—Yo le vi camino de la pérgola —indicó uno de los invitados.
—¿Cuánto rato hacía que habían terminado los fuegos artificiales? —preguntó Curtis.
El otro meditó unos instantes y, por fin, murmuró:
—Cuatro o cinco minutos.
—Entonces su declaración no prueba nada, pues en ese tiempo el señor Echagüe tuvo tiempo de salir del guardarropa con mi capa y sombrero, despojarse de ambas prendas, deshacerse del producto del robo y reunirse con el resto de los invitados. No quiero asegurar, don César, que sea usted El Coyote; pero sí voy a decirle que quedará usted detenido hasta que se comprueben muchos puntos.
—¿Cree el señor gobernador que yo iba a molestarme en robar unas joyas que, a mucho valer, no valdrán más de cinco mil pesos, cuando mi renta mensual es treinta veces superior?
—Yo no creo nada, señor Echagüe —respondió Curtis—. He aprendido a no dejarme llevar de mis opiniones personales y creer, en cambio, en lo positivo.
—Lamento no poder presentarle ningún testigo que pruebe mi coartada. Estoy a sus órdenes, señor gobernador.
De pronto, el soldado que César recordaba como amigo de Charlie MacAdams avanzó unos pasos y dijo unas palabras al oído del comandante. Éste replicó en voz baja y el soldado asintió vivamente. César, que seguía atentamente la escena, se dijo que aquel hombre iba a echar una piedra más contra él.
—¿Qué ocurre? —preguntó el gobernador cuando el comandante, después de escuchar lo que había dicho el soldado, avanzó hacia él.
—Excelencia, el soldado Clifton Overbeck me dice que puede hacer unas declaraciones acerca de la culpabilidad del señor Echagüe.
—Bien, que se adelante —indicó el general Curtis.
El soldado avanzó con paso firme y se cuadró ante su superior.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el gobernador.
—Clifton Overbeck, mi general —respondió el soldado.
—Veo que pertenece usted a mi escolta, ¿no es cierto?
—Sí, mi general.
—¿Puede usted prestar alguna declaración que aclare el punto que estamos tratando?
—Sí, mi general.
—Hable usted, Overbeck.
Con voz firme y la mirada fija en el pecho del general, Clifton Overbeck declaró:
—Esta noche, mi general, yo estaba de guardia en el lado norte del jardín de esta casa. Es un sitio muy oscuro y se me encargó que vigilara con mucha atención. Unos minutos antes de que se encendiera el castillo de fuegos artificiales, vi acercarse dos sombras. Aunque venían de la parte más concurrida del jardín y no podía tratarse de salteadores, agucé todo lo posible la vista y, como se detuvieron entre unos laureles, procuré acercarme para ver lo que hacían. Di unos pasos y oí unas voces en español. Una de ellas era de mujer. La otra, de hombre. Como todavía no estoy muy fuerte en el idioma de los californianos, no pude entender de qué hablaban. Luego se encendió el castillo de fuegos artificiales y a su luz pude reconocer al señor Echagüe. Estaba de cara a mí y la dama me volvía la espalda. No queriendo ser indiscreto, me retiré.
Un nuevo murmullo resonó entre la concurrencia. Numerosas sonrisas iluminaron los rostros de los californianos. En cambio, el de Curtis se ensombreció.
—¿Cómo puede asegurarse que se trataba del señor Echagüe? —insistió el gobernador—. La luz de unos cohetes no me parece suficiente para identificar tan bien a una persona a quien se ve por primera vez…
—Perdone, mi general —interrumpió Clifton Overbeck—. En el año mil ochocientos cincuenta y uno estuve de guarnición en Los Ángeles. Allí vi numerosas veces al señor Echagüe. Esta noche, al reconocerle en el jardín, pensé que no podía ser él, pues tenía fama de huir de las mujeres. Por ello me aseguré bien. Comprobé que su voz era la misma y que no había variado físicamente lo más mínimo. Si alguna duda me quedaba, se ha desvanecido ahora, oyendo su declaración y su voz.
—¿Y quién era la mujer? —pregunta Curtis.
—No pude verle la cara, mi general —replicó Overbeck. Agregando en seguida—: Aunque hubiera podido reconocerla, respetaría la discreción del señor Echagüe.
—Está bien —gruñó Curtis—. Supongo que sus palabras libran de toda culpa al señor Echagüe. Comandante, ¿puede usted responderme de la honradez del soldado Overbeck?
El comandante respondió afirmativamente, asegurando que Overbeck estaba, propuesto para el ascenso a cabo.
—Bueno, queda usted libre de sospechas, señor Echagüe —declaró Curtis, como si no se alegrara mucho de ello—. Una vez más, El Coyote ha sido más fuerte que nosotros.
César se puso en pie y al pasar junto al soldado, dijo en voz alta:
—Muchas gracias, amigo Overbeck. Creo que le debo algo así como la vida.
En voz baja, casi sin mover los labios, el soldado replicó:
—Búsqueme mañana, a las diez de la noche, en la taberna de Jacinto. Tengo que decirle algo, señor Coyote.
César volvióse hacia el gobernador y preguntó:
—¿Podría agradecer con un regalo el favor que me ha hecho este soldado?
—Cuando un soldado cumple con su deber no necesita premio —replicó el gobernador.
—Está bien —suspiró César. Luego, volviéndose hacia el soldado, le tendió la mano y dijo—: Lamento no poderle dar otra cosa que la mano. De todas formas, muchas gracias. —Y en voz baja, agregó—: Hasta mañana, gran mentiroso.