El antiguo palacio de los Ortega, convertido en residencia interina del gobernador de California, estaba lleno de luz. Lo más selecto de California habíase reunido allí para celebrar la visita del Gobernador a la ciudad de Monterrey. Oíase hablar mucho inglés; pero predominaba el español, ya que hasta más de veinte años después la gran mayoría de los documentos oficiales se escribirían, en California, en la lengua de los primeros conquistadores.
También los oficiales del Ejército se esforzaban en expresarse en el idioma del país, y sólo una serie de desagradables comerciantes atronaban el aire con un áspero inglés, que ningún británico hubiera admitido como idioma de Shakespeare ni de Milton.
Ofrecía la fiesta el gobernador y en ella iba a sellarse, simbólicamente, la definitiva amistad entre California y sus últimos conquistadores.
—Interesa mucho al Gobierno de Washington que los californianos se sientan súbditos nuestros —le dijo el gobernador a don Julián Carreras, alcalde de la ciudad—. Se prevén malos tiempos; el choque entre los Estados esclavistas y los abolicionistas ha de producirse tarde o temprano. Entonces el Sur y el Norte lucharán en una guerra civil, y si California no se siente satisfecha ni protegida, puede tomar el partido del Sur y crear graves dificultades.
El señor Carreras, uno de los principales hacendados de Monterrey, español de origen y californiano de todo corazón, movió la cabeza mientras paseaba, al lado del gobernador, general Curtis. Éste vestía de etiqueta y sólo una condecoración, ganada en las luchas contra los indios, indicaba su verdadera condición. Hubiese podido lucir otras condecoraciones ganadas en la guerra de Tejas y en la mejicana; pero con ellas hubiera recordado a los invitados que él era uno de sus vencedores. Curtis era un buen político y sabía cuándo conviene olvidar al vencido que está ante el vencedor. El señor Carreras, por su parte, vestía a la moda californiana. Las largas calzoneras, de botones de oro, eran una obra maestra del arte californiano. La chaquetilla estaba llena de ricos bordados y la faja de seda que ceñía la cintura del alcalde valía, por sí sola, más que todo el negro traje del gobernador.
—La que propone practicar Washington es una buena política —replicó el señor Carreras—. Y deseo que se pueda llevar a efecto; pero creo que son demasiados los norteamericanos que anhelan que las cosas sigan como hasta ahora. Cuanto menos orden, cuanta menos protección encuentren los californianos, mejor irán los negocios de esos hombres que han caído como nube de langosta sobre las tierras de California.
El general Curtis se acarició la blanca perilla.
—Ya sé que sus compatriotas tienen justos motivos de queja, alcalde. Yo he sido uno de los que más han abogado por hacer comprender a los norteamericanos que California no es un campo abierto a todas las rapiñas, sino un territorio hermano, un Estado más, dentro de la gran comunidad de Estados de la América del Norte. Ha costado mucho trabajo llegar a conseguir algo; pero creo que estamos en camino de lograr que la paz vuelva a California. Esta reunión de hoy ha de servir para sellar una amistad eterna.
Carreras inclinó la cabeza y permaneció en silencio. Al cabo de unos segundos, Curtis le preguntó:
—¿Es que no cree usted en la realización de nuestros buenos deseos?
—Señor Gobernador —replicó Carreras—, yo y todos los californianos de las clases elevadas, creemos en sus buenos deseos y también en los buenos sentimientos que hacia nosotros abrigan los oficiales del Ejército; pero, al fin y al cabo, usted y la oficialidad forman la minoría. Son ustedes los únicos caballeros que Norteamérica nos ha enviado. Los demás no hacen ningún honor. Incluso yo he sido víctima de ellos. No hace mucho compré unas máquinas agrícolas, firmé un pedido y cuando me trajeron las máquinas las pagué con oro. Me olvida de que trataba con comerciantes norteamericanos y no exigí recibo. Al cabo des una semana me fue presentado el recibo al cobro y no tuve otro remedio que pagar de nuevo o verme desposeído del cargo que ostento.
—¿Por qué no acudió a mí? Yo hubiera impuesto un correctivo.
Julián Carreras movió negativamente la cabeza y, con una sonrisa, siguió:
—Usted no hubiese podido hacer nada, señor gobernador. Existía un pedido firmado por mí. No era posible presentar ningún documento que demostrase que yo había pagado la máquina recibida. Su ley es bien clara. Yo debía volver a pagar o enseñar un recibo. Y eso que me ocurrió a mí, que, al fin y al cabo, debiera conocer a los comerciantes que han venido a nuestra tierra, les sucede a diario a otros californianos menos enterados de la realidad y que aceptan a un hombre por lo que parece ser, aunque muchas veces se engañen y no sepan lo que en realidad es.
—Tiene usted razón —suspiró Curtis—. Oficialmente no se puede hacer nada, pero deme usted el nombre de ese comerciante, y yo le prometo que extraoficialmente le obligaremos a que devuelva…
—No es necesario —interrumpió Carreras—. Otro le ha castigado ya. Una noche, el señor Charles Adams recibió una desagradable visita, que al marcharse, se llevó sus orejas y gran parte de su dinero.
Curtis frunció el entrecejo.
—¿Fue Adams quien le hizo víctima de una estafa? —preguntó luego.
—Sí.
—Y El Coyote le vengó a usted.
—A mí y a otros muchos que, como yo, creyeron que el ser comerciante no impide ser honrado.
El gobernador detúvose junto a uno de los graciosos arcos que decoraban la galería que rodeaba el primer piso del palacio de los Ortega. Su mirada recorrió unos momentos el amplísimo jardín, iluminado por multitud de faroles venecianos, y por el que paseaban los invitados, disfrutando de la embriagadora suavidad de la noche californiana.
—¿Qué opina usted del Coyote? —preguntó de súbito.
—¿A quién interroga usted? —preguntó Carreras, advirtiendo la seriedad de tono del general Curtis.
—A usted.
—Pero ¿interroga usted al alcalde o al ciudadano de California?
—A uno y a otro. ¿Qué me contesta usted como alcalde de Monterrey?
—Que he dado orden de prender al Coyote en cuanto se le vea por aquí.
—Con lo cual no ha hecho más que cumplir una orden mía. Pero ¿la cumple a gusto?
—Cuando recibo una orden de mis superiores, no interrogo a mi corazón; me limito a cumplirla, señor gobernador.
—Una respuesta muy castellana —sonrió levemente Curtis—. Los de su raza tienen fama de cumplir las órdenes de sus reyes, aunque, como en el caso del famoso noble que albergó en su casa al condestable de Borbón, cumpliendo la orden del emperador, luego quemen el edificio para purificarlo. Después de oír su respuesta, casi no necesito preguntarle qué opina usted del Coyote como californiano. Lo considera un héroe.
—Como californiano, lo considero como el hijo más grande de esta tierra. Algún día nuestros nietos le levantarán un monumento.
—Que adornarán con orejas cortadas —sonrió sarcásticamente el gobernador—. Los griegos regalaban coronas de laurel a sus héroes. Los españoles les regalan las orejas a sus víctimas. ¿No es así?
—En las corridas de toros, sí, y creo que un toro es, al fin y al cabo, más digno de respeto que un comerciante que no sabe lo que es el honor.
—Señor Carreras, hablemos de hombre a hombre. En estos momentos nuestros invitados bailan a los acordes de la orquesta y nos dejan tiempo y oportunidad de charlar sin ser molestados. Desde el momento en que acepté el cargo de gobernador del Estado de California, tuve que oír quejas y alabanzas dirigidas al Coyote. Por un tiempo creímos que había muerto; pero luego reapareció y, en los últimos tiempos, parece que ha aumentado su actividad. Hace exactamente dos meses el señor Adams vio entrar una noche en su casa a un enmascarado vestido a la mejicana que, con el convincente argumento de un revólver de seis tiros, le obligó a que le entregase veintisiete mil dólares en monedas de oro. Charles Adams se los entregó. Luego, el enmascarado le ordenó que se volviera de espaldas y de dos cuchilladas le dejó sin orejas. Adams, a causa del dolor, se desmayó. Más tarde, las orejas fueron encontradas en la puerta de la iglesia de San Diego, atravesadas por un cuchillo. Debajo de las orejas se leía, escrito en la madera con la punta de una daga, un nombre: El Coyote. El padre Gervasio halló luego, en el cepillo de las limosnas, cien dólares en monedas de oro. ¿No es así?
—Así es.
—¿Usted considera que el comportamiento del Coyote es digno de alabanza?
—Particularmente, considero justo el castigo del señor Adams. Como alcalde, ordené a la milicia que persiguiera al Coyote.
El gobernador inclinó la cabeza contra el pecho y estuvo jugueteando con su corbata. Luego, en voz baja y con tono impersonal, murmuró:
—Y tal vez le dijo que obedeciera al pie de la letra su orden de «perseguir» al Coyote, insistiendo en que no era necesario que le alcanzase.
Julián Carreras palideció visiblemente; pero el gobernador seguía ocupado en contemplarse la corbata y no pareció darse cuenta de la turbación de su interlocutor.
—Si considera que he faltado a mis deberes, pongo mi cargo a su disposición —dijo, con voz alterada, el alcalde.
Curtis levantó la cabeza y miró, como extrañado, al californiano.
—¿Por qué dice eso? —preguntó—. ¿Le coloqué yo en ese cargo?
—No; pero…
—Le eligió libremente el pueblo de Monterrey —siguió Curtis—. Mientras ese pueblo no opine lo contrario, usted debe seguir siendo su alcalde.
—Pero usted ha insinuado…
—He dicho que usted dio orden de perseguir al Coyote y eso es verdad; pero también es verdad que, sonriendo, indicó al teniente Ortiz, jefe de la milicia, que se limitase a perseguir y no se esforzara en alcanzar…
—¿Ha dicho el teniente Ortiz…?
—¡No, por Dios! El teniente Ortiz es un caballero, un admirador del Coyote y un californiano de todo corazón. Al lado de estas cualidades, tiene el defecto de hablar demasiado. Por eso me he enterado de lo ocurrido. Pero no pienso tomar ninguna medida contra él ni contra usted. Si el Ejército detiene al Coyote, le ahorcarán inmediatamente; pero no es fácil que lo consiga. El Coyote tiene demasiados amigos entre los californianos de todas las clases sociales. Y como las autoridades civiles, excepto en los casos donde son norteamericanas, también le apoyan, temo que consiga eludir nuestra persecución y continuar realizando libremente sus fechorías.
Carreras fue a protestar, pero Curtis le interrumpió casi violentamente:
—Sí, fechorías, señor Carreras. Hasta hace unos meses, El Coyote podía ser considerado como un elegante vengador de las injurias y atropellos que se cometían con el buen pueblo de California. Pero desde hace tiempo su comportamiento es tan sólo el de un vulgar salteador de caminos. Ya no hay nobleza en sus hazañas. Ataca sólo a los norteamericanos; pero lo hace con innecesaria crueldad. A un ranchero de Los Olivos, en Santa Bárbara, le dijo que le iba a marcar una oreja y de un disparo le destrozó la cara. Fue un crimen estúpido. En Atascadero asaltó una diligencia y mató a los tres viajeros que iban en ella. También quiso matar al conductor; pero sólo le dejó mal herido. De ese asalto obtuvo unos cinco mil dólares. Más tarde, en Santa Margarita, entró en una oficina federal y exigió la entrega del oro que se guardaba allí. Se llevó doce mil dólares y mató a tres soldados. Por último, en San Luis Obispo detuvo un correo que llevaba once mil dólares y mató a dos hombres y una mujer que iban en compañía del conductor. A éste se limitó a cortarle una oreja. ¿Cree usted, Carreras, que todo eso es propio de un caballero noble? Yo opino que su Coyote es un vulgar asesino.
—Siempre he dudado de que fue El Coyote el autor de esos asaltos.
—Lo ha dudado porque, a pesar de todo, le repugna a usted creer que un hombre pueda llegar a cometer semejantes crímenes; pero la realidad es que El Coyote los comete, y que ustedes, al apoyarle, apoyan a un canalla.
—Es muy fácil, señor gobernador, echarle al Coyote las culpas de todo.
—Los habitantes de Santa Margarita vieron cómo El Coyote, revólver en mano, escapaba de la oficina general. Y todos le despidieron con entusiastas aclamaciones. Tal vez algún día se arrepientan de no haber disparado contra él.
—Tal vez el Gobierno se arrepienta, algún día de no indultar al Coyote —replicó Carreras—. Estoy seguro de que en todos los californianos produciría un beneficioso efecto el indulto de ese hombre.
—Sospecho que El Coyote no aceptaría jamás ese indulto —declaró Curtis—. Para él sería siempre más provechoso robar y asesinar bajo una personalidad encubierta, que aceptar la paz. El Coyote es…
—¿También usted habla del Coyote, señor gobernador? —preguntó en aquel momento una voz masculina.
El gobernador y el alcalde volviéronse para hallarse frente a un caballero vestido a la moda de California, pero con un lujo que sobrepasaba al del mismo Carreras. La doble hilera de botones que servía para abrochar sus calzoneras estaba formada por perlas de regular tamaño y constituía un alarde de riqueza.
—Desgraciadamente, tenemos que hablar de él, señor Echagüe —replicó el gobernador, tendiendo la mano al propietario del rancho de San Antonio y del rancho Acevedo, los dos más importantes de Los Ángeles. Además de ser muy poderoso, César de Echagüe era cuñado de Edmonds Greene, quien ocupaba un importantísimo cargo de Washington.
Echagüe era un hombre de agradable aspecto; pero de modales excesivamente lánguidos, a quien se veía más veces tumbado o sentado que moviéndose activamente. Era el polo opuesto de lo que había sido su padre.
—¿Y por qué hablan de un personaje tan poco agradable? —preguntó César, sacudiéndose una invisible mota de polvo del negro terciopelo de su traje.
—Porque nos da muchos quebraderos de cabeza —contestó el gobernador, y, significativamente, agregó—: Por lo menos, me los da a mí.
—¿A usted no, don Julián? —preguntó Echagüe, dirigiéndose al alcalde.
—A mí también —contestó Carreras.
—Siempre he opinado que ese Coyote debiera ser ahorcado para que al fin nos viésemos libres de él —suspiró César de Echagüe—. Cuando visito mis propiedades, no oigo más que hablar del Coyote. Mis peones no apartan de sus labios su nombre. Lo consideran lleno de virtudes, de cualidades y de perfecciones. Me asombra que no lo coloquen en lugar de San Antonio, en nuestro rancho.
—Es muy agradable oír a un californiano hablar mal del Coyote —dijo el gobernador—. Creo que es la primera vez que oigo a uno de ustedes mostrarse disconforme con lo que hace ese asesino.
—Los Echagüe siempre han pretendido ser originales —declaró el alcalde—. Ellos hacen lo contrario que los demás.
—Quizá por eso hemos conservado nuestras propiedades —replicó César—. Si hubiésemos hecho lo que todos, hubiéramos aceptado a los yanquis por lo que parecían, y no por lo que son, y ahora nos encontraríamos pobres y viviendo en casa ajena. Cuando hemos vendido, hemos dado recibo de lo que entregábamos. Y cuando hemos pagado, no nos hemos conformado con un apretón de manos; al contrario, hemos dirigido la mano hacia la pluma y el tintero. Por eso seguimos siendo ricos.
—Señor Echagüe, ¿debo considerar sus palabras como un insulto? —preguntó Julián Carreras, palideciendo intensamente.
César de Echagüe le miró con burlón asombro.
—¿Un insulto? —preguntó—. No comprendo. ¿En qué puedo haberle insultado?
—Habla usted mucho, don César, y el hablar tanto no es siempre conveniente.
—Empieza usted a asustarme, señor alcalde. Por fortuna, está presente el señor gobernador, que no me abandonará en tan apurado trance.
—Sobre todo si recuerda al señor Greene —dijo, despectivo, Carreras—. No todos tenemos la fortuna de contar en nuestra familia con un importante personaje del Gobierno Federal.
—Es cierto —admitió César de Echagüe—, no todos tienen la prudencia de asegurarse el porvenir. Pero creo que no hay motivo para que dos viejos californianos se disgusten. Si usted, señor Carreras, necesita los buenos oficios de mi cuñado, tendré sumo gusto en encontrar un momento disponible y escribirle solicitando que resuelva el asunto que usted tenga pendiente.
—Gracias —dijo secamente Carreras—. Sé resolver mis problemas sin necesidad de que nadie me ayude.
—¿Ni El Coyote? —preguntó distraídamente Echagüe.
—¿Qué quiere decir? —casi gritó el alcalde.
César de Echagüe encogióse de hombros.
—Nada. Sólo que hasta mí han llegado ciertos rumores acerca de un caballero que hizo un mal negocio y para vengarse habló con alguien que, según se decía, estaba en relación con El Coyote. Ese caballero dijo a ese alguien que El Coyote podía visitar a cierto comerciante sin miedo a que la milicia ciudadana le persiguiese. El Coyote aceptó la oferta, presentóse, cortó unas orejas y se llevó unos miles de dólares, sin que la milicia se molestara en perseguir con excesiva saña al famoso bandido.
—¡Caballero! —Carreras estaba lívido de ira—. Le exijo que retire en seguida esas palabras.
—¡Por favor, conténgase usted, Carreras! —pidió el gobernador.
César de Echagüe se acarició la barbilla y con voz cansada replicó:
—Si usted quiere, señor Carreras, admitiré que no es cierto nada de cuanto he dicho. No me importa decir una mentira, si con ella puedo evitar un ataque apopléjico a un buen amigo.
Dando un paso adelante, Julián Carreras cruzó de una bofetada el rostro de César de Echagüe. En seguida retrocedió un paso y pareció aguardar a que el joven le replicase.
Durante una fracción de segundo, una llamarada de ira cruzó por los ojos de César; pero fue tan rápida que ninguno de los dos hombres se dio cuenta de ella. Luego, con la misma monótona voz de siempre, César de Echagüe declaró:
—Sin duda se sentirá usted muy feliz, señor Carreras. Ha demostrado que sus nervios son más fuertes que usted. ¿Espera que le proponga un desafío?
—De un caballero californiano lo esperaría —replicó el alcalde—. De usted no puedo decir que lo espere.
—Entonces me ha abofeteado porque «sabía» que yo me guardaría la bofetada, ¿no?
Carreras no replicó.
—Siendo así, reconozco que es usted un hombre valiente que hace las cosas sabiendo a lo que se expone. Por esta vez, y teniendo en cuenta que sólo nos ha visto el señor gobernador, dejaré pasar su ataque de nervios y no trataré de aumentar con una bala de plomo la densidad de su cerebro. Además, aparte de su cariño por El Coyote, es usted un buen alcalde y Monterrey no me perdonaría nunca que le privase de semejante joya.
—¿Debo entender que se niega a batirse conmigo? —preguntó Carreras.
—Sí. Me niego a matarle.
—Diga que se niega a intentar matarme.
—No, caballero —dijo secamente César de Echagüe—. Soy el ofendido y tengo derecho a elegir el arma que se debería utilizar para el desafío, ¿no?
—Desde luego —declaró el gobernador.
—¿Saben qué arma escogería? —preguntó burlonamente César. Y sin esperar la respuesta, de los dos hombres siguió diciendo—: Ésta.
Sacó de su faja de seda una daga de hoja triangular. Era un arma oriental, de finísimo acero, adornada con rubíes. Reparando en el delgado tronco de una parra que crecía en un gran tiesto y cuyas ramas se extendían por la galería, dijo:
—Unos treinta pasos nos separan de esa parra. Sería difícil clavar esta daga en el tronco, ¿no es cierto? Pues vea.
La mano de César de Echagüe trazó un veloz semicírculo y el acero, despedido con extraordinaria fuerza, fue a hundirse, hasta la empuñadura, en el tronco.
Los dos hombres le miraron llenos de asombro. Con una burlona sonrisa, César de Echagüe agregó:
—Como puede ver, señor alcalde, si no acepto su invitación al desafío es porque me repugna asesinar a un semejante. Le regalo la daga y le aconsejo que haga mucha práctica. El día en que sea capaz de repetir lo que he hecho, repita también su exabrupto de esta noche y…
Un prudente carraspeo interrumpió a César de Echagüe. Al volverse vio a uno de los criados del palacio que, dirigiéndose a él, anunció:
—Don César… una dama desea verle.
Echagüe miró, desconcertado, al sirviente.
—¿Una dama? —preguntó—. ¿Ha dado su nombre?
El hombre pareció algo turbado y mirando fijamente al gobernador y al alcalde, dijo:
—No… Asegura que necesita verle a solas…
—Con su permiso, señores —dijo César, volviéndose hacia los dos hombres—. Iré a ver quién es esa misteriosa dama.
Julián Carreras y el general Curtis le siguieron con la mirada.
—¡Un tipo repugnante! —gruñó Carreras—. ¡Un cobarde! Hace honor a la fama de que disfruta.
El gobernador dirigió una mirada a la daga hundida en el tronco de la parra y replicó:
—Sí, puede que lo sea.
Comprendiendo la insinuación, Carreras enrojeció intensamente.
—¿Quiere que bajemos al jardín? —preguntó.
—Como usted desee. Por cierto que me gustaría saber quién es la misteriosa dama que ha citado a nuestro amigo.
—Sin duda se trata de algún amorío secreto —dijo el alcalde—. Mientras tanto, la pobre Leonor estará en el rancho de San Antonio imaginando que su esposo está aquí cumpliendo el penoso deber de hacerse agradable a las autoridades locales…
—No profesa usted ninguna simpatía a don César —sonrió el gobernador—. Creo que es injusto con él. Vayamos a aquel rincón del jardín. Es el sitio más indicado para disfrutar de los fuegos artificiales. Mi esposa y la de usted ya se dirigen hacia allí.
El gobernador de California y el alcalde de Monterrey atravesaron el jardín en medio de los corteses saludos de los invitados y se dirigieron hacia una especie de pérgola, desde donde se divisaba el estanque al otro lado del cual estaba dispuesto el castillo de fuegos artificiales que debía marcar el punto culminante de la fiesta del gobernador.
La esposa del general Curtis, la del alcalde y varias damas de la aristocracia monterrecina, engalanadas todas ellas con sus mejores alhajas, estaban reunidas allí y saludaron con una profunda reverencia a los dos hombres, que correspondieron al saludo.
En el momento en que se disponían a acercarse a la balaustrada que quedaba sobre el estanque, una sombra se destacó de entre unos recortados arbustos y avanzó al encuentro de los presentes. La luz de uno de los farolillos se reflejó primero en el largo cañón del revólver que empuñaba el recién llegado y luego en la máscara que cubría su rostro.
Una exclamación de asombro escapóse de todos los labios, porque el enmascarado vestía el respetado hábito de los franciscanos. Sin embargo, el revólver que empuñaba era tan significativo como el antifaz, y tanto Curtis como Carreras exclamaron a la vez:
—¡El Coyote!
El falso fraile inclinóse y sonrió.
—Veo que me reconocen —dijo con burlón acento—. Sin duda el señor gobernador no me esperaba, pues de lo contrario me habría enviado una invitación. Al no hacerlo me ha obligado a un difícil esfuerzo y casi no sé cómo he podido llegar hasta aquí. Pero he llegado. Nada detiene al Coyote. Y cuando no hay otro remedio siempre queda el recurso de adoptar el santo hábito de Francisco de Asís y atravesar las puertas murmurando latines y soltando bendiciones. No, no se mueva, señor gobernador. Sé que no lleva usted armas y cometería una locura tratando de resistir. No deseo matarle porque sólo conseguiría que viniera otro peor que usted. Pero, si me obliga a ello, dispararé.
—¿Qué quiere? —jadeó Julián Carreras.
—Muy poca cosa —replicó El Coyote—. Las joyas que adornan a esas damas. En realidad no las necesitan, y estarán aún más hermosas sin ellas. Espero que no me obligarán a emplear la violencia…
Cerrando los puños y lanzando una imprecación, Julián Carreras lanzóse contra el enmascarado. En el mismo instante estallaron los primeros cohetes y el cielo se pobló de luces. Si alguno de los invitados a la fiesta oyó la detonación del revólver que empuñaba El Coyote, debió de confundirla con el estallido de uno de los cohetes; pero los que se encontraban en la pérgola, no tuvieron ninguna duda acerca de la realidad del disparo, y la esposa de Julián Carreras lanzó un grito de espanto cuando vio caer al suelo a su marido. Mientras ella acudía en inútil intento de socorrerle, El Coyote arrancó violentamente las joyas que lucían las otras damas, las guardó en uno de los amplios bolsillos de su hábito; luego acercándose al gobernador, le despojó del reloj de oro y de la condecoración.
—La guardaré como recuerdo —dijo.
—¡Asesino! —gritó Curtis.
El Coyote echóse a reír.
—Puede llamarme lo que quiera; pero le advierto que algún día le haré una visita en Sacramento y quizá me lleve algo de más valor que este relojito.
La esposa de Carreras se levantó en aquel momento y, alzando los puños, chilló:
—¡Maldito seas! ¡Aunque me cueste la vida haré que te ahorquen…!
El Coyote la detuvo con un violento golpe descargado con el cañón de su largo revólver, y la pobre mujer se desplomó, sin sentido, sobre el cuerpo de su esposo.
Levantando la voz para dominar el estruendo de las continuas detonaciones, el enmascarado advirtió:
—Señor gobernador, señoras, les prevengo que si intentan seguirme dispararé contra ustedes. Sé la suerte que me espera si me detienen y no pienso dejar que me cojan. Buenas noches y terminen felizmente la fiesta.
Calándose más la capucha del hábito y escondiendo el revólver dentro de la amplias mangas, El Coyote abandonó la pérgola, atravesando un macizo de laureles. Cuando, repuesto de la impresión sufrida, el general Curtis se lanzó tras él, comprendió que era ya demasiado tarde, y que El Coyote, conocedor sin duda de todos los rincones del jardín, tenía una gran ventaja sobre quien intentase perseguirle.
Retrocediendo, el gobernador regresó a la pérgola y corrió hacia la escalera que conducía al parque. Apenas hubo bajado por ella vio a uno de sus oficiales.
—¡El Coyote ha estado aquí y ha asesinado al alcalde! —le dijo en voz baja—. Corra a dar la voz de alarma y que rodeen la casa. Nadie debe salir sin ser registrado. Si alguien intenta huir, que disparen sobre él.
El oficial no esperó a que le dieran más instrucciones ni explicaciones. Corriendo dirigióse hacia la puerta principal. Por el sendero vio llegar con indolente paso a César de Echagüe, que en aquel momento acababa de tropezar con un hombre que iba en dirección opuesta.
—¡Qué barbaridad! —exclamó en voz alta, dirigiéndose al otro, que había seguido su camino sin pedir, siquiera, perdón—. Podría…
Antes de que terminase fue casi derribado por el oficial, que le pidió un rápido perdón, a la vez que se llevaba la mano derecha a la gorra y reanudaba en seguida la marcha hacia la entrada del palacio, donde estaba reunida la escolta del gobernador, compuesta de medio centenar de soldados de caballería, armados de pesados y largos sables y de cortos fusiles. Dirigiéndose a ellos el oficial ordenó con voz potente:
—¡Rodead en seguida el palacio y disparad sobre quien intente huir sin obedecer la voz de alto!
César de Echagüe volvió atrás y acercándose al excitado oficial le preguntó:
—¿Qué sucede? ¿A qué viene este afán de estropear la hermosa fiesta? ¿Es que nos han reunido aquí para sacrificarnos como si fuésemos abencerrajes?
El oficial dirigió una mirada de disgusto al californiano y luego replicó:
—La fiesta ha sido ya estropeada, señor Echagüe. El Coyote ha estado o está aquí y ha asesinado al alcalde, don Julián Carreras. Estamos tomando las medidas oportunas para que no pueda huir.
—Supongo que ahora registrarán a todos los invitados para ver si encuentran sobre alguno de ellos las pruebas de que es El Coyote, ¿no?
—Esa orden la dará, en todo caso, su excelencia el gobernador —replicó el oficial—. Con su permiso, señor Echagüe, iré a verificar el cumplimiento de las órdenes recibidas.
Mientras el militar, después de un breve saludo, se alejaba, César dirigióse, lentamente, hacia el centro del jardín. Al entrar en un estrecho sendero a ambos lados del cual crecían altísimos laureles, el joven hundió las manos en los bolsillos de su chaquetilla. Por un momento pareció estremecerse; pero siguió andando hasta llegar debajo del único farolillo que iluminaba el sendero, tan propicio para los enamorados. La luz de la vela que ardía dentro del farol era suficiente para permitir a César ver lo que acababa de sacar del bolsillo izquierdo. Era un trozo de tela negra con dos agujeros en el centro, es decir, un tosco pero práctico antifaz. El joven lo extendió y dentro de él aparecieron cinco o seis alhajas de mujer. César las estuvo contemplando unos instantes y luego, encogiéndose de hombros, murmuró:
—Lamento tener que abandonaros, pequeñas.
Volviendo a envolverlas con el antifaz alargó la mano por entre los laureles y dejó caer el paquete al suelo, contra el que chocó con sordo golpe. Hecho esto siguió su camino y, evitando el encuentro con los demás invitados, entró en el palacio, dirigiéndose hacia la habitación que servía de guardarropa.
Como esperaba, ninguno de los sirvientes que debían vigilar las prendas dejadas allí por los invitados se encontraba en el lugar. Sin duda estaban todos contemplando la culminación de los fuegos artificiales. Era una imprudencia descuidar la vigilancia, pero ¿quién de los distinguidos invitados del gobernador iba a descender hasta la bajeza de robar una capa de terciopelo, o de buen paño inglés, o de raso adornado con plumas? Tampoco podía temerse que hubiera alguien capaz de robar el sombrero del señor de Echagüe, adornado con un cintillo de trenzadas hebras de oro purísimo. Ni mucho menos que tratara de llevarse uno de los sombreros de copa hechos traer de Londres.
César de Echagüe hizo todas estas reflexiones mientras se deslizaba dentro del cuarto guardarropa, iluminado por una lamparilla de aceite perfumado. No tardó en ver dónde estaba su californiano sombrero y su rica capa de paño. Dirigiéndose recto hacia ambas prendas, pasó la mano por la banda del sombrero, sin encontrar nada. Luego cogió la capa y de dentro de ella extrajo un revólver de largo cañón. El percutor del arma estaba caído sobre un pistón ya quemado, indicio bien claro de que el arma había sido disparada una vez.
Escondiendo el revólver dentro de su faja, César de Echagüe iba a deslizarse fuera del guardarropa cuando un rumor de voces y la cesación de los estallidos de los cohetes le indicaron que los criados volvían, después de haber visto quemarse el último cohete.
Era ya demasiado tarde para tratar de huir sin ser visto, pues el guardarropa quedaba en un largo y recto pasillo iluminado con demasiada intensidad.
César cogió una de las capas que colgaban de las perchas y descolgó un sombrero de copa. Cubrióse con la primera, se encasquetó el segundo y, bien embozado, empuñó el revólver. En seguida, y cuando ya las voces de los criados sonaban casi junto a la puerta del vestidor, apagó de un soplo la lamparilla y deslizóse hacia la entrada.
Se abrió la puerta y dos hombres y dos mujeres dispusiéronse a entrar en el guardarropa.
—Se ha apagado la luz —dijo uno de los hombres—. Tendremos…
No pudo seguir hablando porque desde las tinieblas del interior llegó el inconfundible chasquido del percutor de un revólver mientras una voz muy autoritaria, a pesar de verse algo ahogada por el embozo, ordenaba:
—Entren los cuatro sin gritar ni tratar de huir. Si obedecen no les ocurrirá nada malo.
Al mismo tiempo, para dar mayor énfasis a la orden, una mano armada de un largo Colt salió de entre las tinieblas y apareció junto a la jamba de la puerta, iluminada por el reflejo de las luces del corredor.
En cuanto vieron la confirmación de sus temores, los cuatro sirvientes se apresuraron a entrar en el guardarropa.
—Quédense quietos de espaldas a la puerta —siguió ordenando la voz—. No traten de volverse, pues recibirán un desagradable disparo.
La orden era innecesaria, pues ni las dos doncellas ni los criados pensaban, ni por asomo, exponerse a las consecuencias de la ira del desconocido. Sin moverse notaron cómo la puerta era cerrada, oyeron girar la llave por el exterior, se supieron encerrados, y ni aun entonces se movieron. Por el acento con que había hablado el dueño del revólver creyeron comprender que se trataba de un desagradable gringo. ¿Quiénes eran ellos, simples californianos, para intentar nada contra uno de los odiados conquistadores? La prudencia exigía desentenderse de la cuestión y dejar que fueran los propios gringos quienes expusieran sus vidas para cazar al desconocido.
Entretanto, César de Echagüe, una vez en el corredor, avanzó con cauteloso paso hasta una de las puertas que comunicaban con el jardín. La entreabrió, asegurándose de que nadie podía verle y, saliendo de nuevo a la noche, fue a ocultarse tras una gran masa de crisantemos que constituían el orgullo de los Ortega.
Durante unos segundos permaneció allí con el revólver a punto y el oído atento al menor rumor. Por fin, seguro de que nadie le había seguido ni visto, César se despojó de la capa y del sombrero y, después de borrar cuidadosamente las huellas de sus pies, dejó entre los crisantemos las dos prendas y el revólver y alejóse de aquel punto. Cuando llegó a la parte más iluminada del jardín arreglóse la chaquetilla y adoptando de nuevo su indolente expresión y caminar siguió a los invitados que acudían hacia la pérgola atraídos por los sollozos e histéricos gritos de la esposa de Julián Carreras, que, recobrando el conocimiento, trataba en vano de devolverle la vida a su marido.