El sol caía de plano sobre Santa Ana, al sur de Los Ángeles. Era un sol de mediodía, que abrasaba la tierra y hubiera abrasado las cabezas de los santaninos si alguno se hubiera arriesgado a pasear por las polvorientas calles del pueblo en los momentos en que el reloj señalaba, exactamente, la una y media del 3 de mayo de 1859.
Si alguno de los habitantes del pueblo se arriesgaba a cruzar la calle lo hacía como si le obligaran a pasar por un lecho de ascuas con los pies descalzos. Era el clásico mediodía del Oeste, que los nativos dedican, muy sabiamente, a dormir la siesta, imitando con ello a los animales salvajes, que en las horas del máximo calor permanecen en sus cubiles o madrigueras en vez de pasear por la selva.
De haber querido hacer algo en plena calle, sin que nadie lo viera, ningún momento mejor que aquel en que la luminosidad alcanzaba su grado máximo. En cambio, de haberse querido que todos los vecinos de Santa Ana vieran una cosa, lo mejor hubiese sido hacerla de ocho de la noche a dos de la madrugada. En esas horas la población vivía al aire libre, disfrutando de la frescura que llegaba del océano, viendo a todos cuantos pasaban por la calle y dejándose ver de ellos.
Los tres jinetes que eligieron aquella hora para visitar Santa Ana debían de estar enterados de esa especial característica, pues sin que nadie los viera consiguieron llegar hasta delante del Banco Comercial. Tratábase de una sucursal del importante Banco de San Francisco; y como Santa Ana se encontraba en el centro de una importante región ganadera y agrícola, el movimiento del Banco Comercial era muy grande.
Cuando estuvieron delante del establecimiento, los tres jinetes se detuvieron.
—Nosotros nos encargaremos del trabajo de dentro —dijo uno de ellos al que parecía más joven de los tres—. Tú cubrirás la retirada.
—Eso fue lo convenido —replicó el otro.
No se habló más. Los dos jinetes se levantaron hasta los ojos los pañuelos que les rodeaban el cuello y echándose hacia la cara el ala del sombrero entraron en el Banco, que en aquellos momentos estaba ocupado sólo por un enjambre de zumbadoras moscas.
El que quedó fuera era un joven de unos veintidós años, de rostro atractivo, pero de ojos fríos como el acero. Llevaba dos revólveres con las fundas ceñidas a las piernas, y colocados muy bajos. Vestía pantalones negros a rayitas blancas, embutidos en unas botas tejanas. Una camisa de dril oscuro con numerosos botones completaba, junto con un chaleco de piel negro, el atavío del joven, que se cubría la cabeza con un sombrero de anchas alas y copa aplastada, adornado con un cintillo de hilos de plata.
El sobresaltado gerente del Banco, que en aquellos momentos se encontraba solo, levantó la cabeza al oír los pasos de los que llegaban y, al ver sus cubiertos rostros, lanzó una exclamación de espanto.
—¿Qué queréis? —tartamudeó.
—Todo lo que tenga —replicó uno de los bandidos.
—Pero…, señores…, el dinero no es mío —gimió el gerente—. Está en depósito. Es de los imponentes…
—Mejor, así no le robaremos nada a usted. ¡Pronto!
—Es que…
—Guarde la charla o le enviaremos al lugar donde se funde el oro —interrumpió el otro asaltante.
El salvaje tono con que habló el bandido y la forma en que manejaba el arma que empuñaba indicaron al aterrado gerente que no le quedaba otro remedio que obedecer y abrir el cofre fuerte donde se guardaba, en aquellos momentos, más de diez mil dólares.
Mientras uno de los ladrones vigilaba al gerente, el otro encontró unos saquitos de lona fuerte y los fue llenando de oro, ante la angustia del del Banco, que veía materializarse su ruina.
Esta convicción acabó de enloquecer al hombre. Se daba cuenta de que si aquellos bandidos salían del Banco y montaban a caballo, jamás se podría dar con ellos y recuperar el dinero robado, pues la hora para el robo no podía haber sido elegida con más acierto. En uno de los cajones del mostrador tenía el gerente una pistola de dos cañones, cargada. Si lograba apoderarse de ella y, aunque no fuese más, disparar al aire, la detonación serviría de alarma y quizá los bandidos pudieran ser detenidos.
Los ladrones, llenos de desprecio hacia el hombre cuyo aspecto no era, ciertamente, heroico, apenas se fijaban en él, de forma que no advirtieron cómo el gerente, siempre con las manos en alto, retrocedía hacia el mostrador. Uno de ellos estaba registrando los últimos rincones de la caja de caudales, mientras que el otro, habiendo escuchado, al parecer, un ruido sospechoso en la calle, tenía la mirada vuelta hacia la puerta.
El gerente estuvo seguro de que no se le presentaría una oportunidad mejor y, rápidamente, bajó las manos, abrió el cajón, empuñó la pistola y apretó los gatillos. No intentó apuntar. No hubiera tenido corazón para matar o herir a un hombre, aunque fuese un bandido. Sólo quería dar la señal de alarma.
—¡Maldito! —rugió uno de los ladrones, disparando su revólver contra el banquero, que se desplomó con una pierna atravesada por el balazo, mientras los dos bandidos, recogiendo los sacos de oro, corrían hacia la puerta.
Al oír los disparos, el que había quedado de centinela empuñó uno de sus dos revólveres con una rapidez que hablaba de larga práctica, y cuando uno de los santaninos asomó la cabeza por una ventana situada a unos cuarenta metros del Banco, una bala que casi le abrasó la mejilla calmó su curiosidad.
Pero la sucesión de los disparos sembró la alarma en el pueblo. No eran aquéllas las horas en que los vecinos de Santa Ana salían a la calle a dirimir a tiros sus diferencias de apreciación y, por tanto, se supuso en seguida que alguien se entretenía en asaltar el Banco. Por ello, todos los hombres que se decidieron a salir a la calle iban armados con fusiles de largo alcance, cargados hasta la boca.
Llegaron a tiempo de ver cómo los tres jinetes ponían tierra de por medio, y todos dispararon sus piezas artilleras.
La descarga fue ensordecedora y de efectos desastrosos para los bandidos, pues los dos que habían cargado con el oro se desplomaron completamente muertos, mientras su compañero, pegado a su caballo y milagrosamente ileso, a pesar del huracán de plomo y hierro que pasó en torno a él, lograba torcer por una callejuela, salir al campo abierto, cubrir los doscientos metros de terreno descubierto y meterse entre los árboles de un bosquecillo antes de que el grupo de ciudadanos audaces reunido por el sheriff para salir en su persecución hubiera podido emprender la marcha. Luego, durante unas cuantas horas, perseguidores y perseguido galoparon gastando las fuerzas de sus respectivos caballos, aunque, por fin, los santaninos sacaron la conclusión de que, después de todo, el oro había quedado en el pueblo, y si seguían persiguiendo a aquel veloz jinete sólo conseguirían fatigar de tal forma sus caballos que se verían obligados a pasar la noche en descubierto, pues los animales no tendrían fuerzas para conducirlos de nuevo a Santa Ana. Por lo tanto dejaron que el tercer ladrón siguiera galopando hacia el Sur y ellos emprendieron el regreso a sus hogares.
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El joven bandido durmió aquella noche junto a una fuente, dejando que su caballo reposara de su agotadora marcha. Al amanecer reanudó el jinete la marcha, siempre en dirección Sur, atravesando una maravillosa región inundada de flores que llenaban con su aroma el ambiente. La primavera estaba en su apogeo, y la verbena silvestre se mezclaba con pequeños girasoles que eran como una miniatura de sus enormes hermanos. Todos los colores del iris estaban repartidos por la tierra en forma de flores. En algunos puntos parecía como si el suelo estuviera sembrado de oro.
Todo respiraba paz y alegría y, sin embargo, no había ni paz ni alegría en el corazón del fugitivo cuando montó de nuevo en su caballo y descendió hacia el mar. Casi al atardecer divisó los viejos muros de una Misión, y, seguro de encontrar en ella refugio sin preguntas indiscretas, encaminó a aquel lugar el paso de su caballo.
Cuando estuvo cerca llegó hasta él el agradable olor de carne asada, recordándole que llevaba más de veinticuatro horas sin probar bocado. Desmontando de su caballo a las puertas de la misión, entró en el patio.
Un fraile que, con el hábito subido y los pies descalzos, trabajaba en el huerto, levantó la cabeza y sonrió al recién llegado.
—Buenas tardes, hermano —saludó en español.
—Buenas tardes —replicó el viajero, quitándose el sombrero y como vacilando acerca de lo que debía hacer.
—Entra y descansa —siguió el franciscano, dejando la azada contra un almendro y sacudiendo de sus manos la tierra prendida en ellas—. ¿Vienes de muy lejos?
—Sí, padre —replicó el otro.
El fraile debió de comprender sus temores, pues se apresuró a decir:
—Entonces siéntate en el porche y descansa tu fatiga. Cenarás con nosotros.
—Es que… quizá no debiera hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó el fraile.
—No sabe usted quién soy.
—Sí, hijo mío. Sé quién eres —respondió el franciscano—. Eres un hermano mío que sufre hambre y cansancio. Aquí, como Dios nos ordena, te ofreceremos reposo para tu cuerpo, comida y alivio, si lo deseas, para tu fatigado espíritu.
Un indio había aparecido por entre unas grandes plantas de cactus cuyas palas eran como almohadones y de las cuales surgían unas grandes flores amarillentas, de pétalos suaves y delicados.
—Hazte cargo del caballo de nuestro huésped, Ignacio —ordenó el fraile. Después volviéndose hacia el viajero, pidió—: ¿Quieres seguirme?
El joven acompañó al fraile hasta la fresca sombra del arqueado porche e, invitado por el franciscano, sentóse en un frailuno sillón.
—Haré que te traigan un refresco —dijo el religioso.
—Un momento, padre. ¿Podría decirme qué Misión es ésta?
—La de San Juan de Capistrano, hijo mío —respondió el fraile, alejándose hacia las cocinas.
—San Juan de Capistrano —murmuró el viajero, acomodándose en el sillón.
Los recuerdos acudieron tumultuosamente a su cerebro. Cuando el fraile volvió con un jarro de agua con limón encontró al joven paseando lentamente por el porche. Al verle, el forastero acudió, nerviosamente, hacia él.
—Padre, ¿puede decirme con exactitud qué día es hoy?
—Sí, hijo mío. Es el cuatro de mayo de mil ochocientos cincuenta y nueve.
—¡Parece mentira! Padre, ¿cree usted en Dios?
La sorpresa del religioso ante semejante pregunta fue tan evidente que el joven se apresuró a excusarse:
—Perdone esta estúpida pregunta; pero es que yo, durante muchos años, he dudado tanto de la existencia de Dios que hoy, al volver a encontrarme ante un suceso que bordea lo maravilloso, he tenido que pensar en Él.
—Dios tiene a veces formas muy extrañas de hacernos sentir su existencia, hijo mío. Bebe el agua; es fresca y no la hallarás más pura en toda la región. Fray Junípero Serra bendijo con su propia mano el pozo de donde la sacamos y desde entonces jamás nos ha faltado.
El viajero bebió el agua con limón, y cuando el religioso se disponía a alejarse lo contuvo con un ademán, pidiendo:
—¿Podría hablar con usted, padre?
—Estoy a tus órdenes, hijo mío. ¿Qué deseas?
—¿No siente curiosidad por saber quién soy?
—Tal vez —sonrió el viejo fraile—. ¿Quién eres?
—Me llamo Nick Searles.
—Hasta mis oídos ha llegado tu nombre. Y llegó acompañado de relatos de violencia. No creí que fueras tan joven.
—¿Me supone un hombre malo?
—Dios no creó malos ni buenos, sino hombres. Algunos, porque Dios no quiso hacer al hombre infalible, viven equivocados. Otros conocen la verdad. Tú no la conoces y hasta ahora has vivido engañado.
—¿Por qué hasta ahora?
—Porque ahora estás aquí, has entrado en la Casa de Dios, y quizá El, en su infinito poder, logre llevar a tu alma la luz de la Verdad.
—Padre, por favor, siéntese y escúcheme.
El fraile dejó sobre un pilar el vaso y el jarro de cobre que contenía el agua con el limón y luego sentóse en el sillón que antes ocupara Nick Searles. Éste se sentó en otro pilar, junto a una de las columnas de los arcos, y empezó:
—Hace diez años, padre, un hombre me citó para el día de mañana en esta Misión. Yo acababa de enterrar a mi padre, que había muerto injustamente. Aquel hombre me ayudó y me dijo que diez años más tarde, si mi vida había sido recta, le aguardase aquí. Mañana se cumple el plazo.
—¿Y has acudido a la cita? —preguntó el fraile.
—No, padre. Mi vida se torció, y si las cosas hubieran ocurrido como yo esperaba ahora yo estaría camino de San Jacinto, con otros dos compañeros. Pero mis compañeros murieron violentamente y yo sólo, milagrosamente, escapé con vida. Mis perseguidores me obligaron a venir hacia aquí, sin que yo mismo supiese hacia dónde iba. Por eso creo que Dios ha guiado mis pasos, trayéndome aquí casi contra mi voluntad. ¿Hará lo mismo con el hombre que me citó?
El fraile separó las manos, e inclinando la cabeza, replicó:
—Si Él te ha traído aquí, también traerá al hombre que te citó; pero diez años son muchos años y en ese tiempo pueden haber ocurrido muchas cosas.
—Aquel hombre se llamaba El Coyote.
—¿El Coyote? —el franciscano quedó pensativo—. ¿Conoces su verdadero nombre?
—No. Le vi enmascarado y desde entonces no he vuelto a verle.
—Dios puso también a prueba su fortaleza. Como el acero, su alma fue templada con los golpes del infortunio. Dios suele descargar sus más duros golpes sobre los más fuertes. Si hiciera lo mismo con los que somos frágiles, nuestras almas se quebrarían como el cristal. Ese hombre a quien has mencionado sufrió el mayor dolor que podía resistir su alma y vino a nosotros preguntándonos, como tú has preguntado, si Dios existía. Su alma se debatía en la tempestad de la angustia; pero supo resistir, y hoy, acaso equivocadamente, dedica su existencia a reparar el mal que otros cometen.
—¿Qué le ocurrió?
—Perdió a su mujer en los momentos en que recibía un hijo. La alegría de la paternidad fue amargada por el dolor de ver morir a su compañera. Y, loco de angustia, huyó de su hogar, de sus riquezas y t sobre todo, de su hijo, que se ha criado sin conocer a su padre. Marchó a Europa, a España, y, para todos, vive allí, pero yo sé que hace poco tiempo ha regresado a California.
—¿Dónde está ahora? ¿Acudirá a la cita que me dio?
—Tal vez. No puedo decirte más, porque mis labios están sellados. Descansa esta noche aquí y quizá mañana recibas la respuesta que deseas.
Alejóse el fraile y Nick Searles permaneció en el porche hasta que las sombras nocturnas lo invadieron todo. Entonces entró en la Misión y, después de una sencilla aunque apetitosa cena, se retiró a dormir en una pequeña celda. Su último pensamiento fue para preguntarse si El Coyote acudiría a la cita.
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La intensidad de la luz que penetraba por la ventana de la celda, proyectando contra el suelo la cruz de sus barrotes, despertó a Nick Searles. La altura del sol indicaba que la mañana estaba muy avanzada y el joven comprendió que, en muchos años, aquélla había sido su más tranquila noche. Vistióse sin prisa, como lamentando tener que abandonar aquel remanso de paz, y salió al blanco pasillo al final del cual había un tosco lavabo, en cuya taza caía un continuo chorro de fresca agua. Después de lavarse, Searles se dirigió al comedor. Una vieja india, que era una niña cuando en 1797 se colocó la primera piedra de la Misión, y que había permanecido fiel a ella a través de las mil vicisitudes por que pasó San Juan de Capistrano, junto con el resto del sistema de Misiones, le sirvió un gran tazón de leche y pan moreno y oloroso, de gruesa y crujiente corteza.
—Desde hace más de diez años es la primera vez que desayuno así —dijo Searles, en español, a la india, que replicó con una amplia sonrisa:
—Mi padre siempre me hacía desayunar leche y pan.
El resto de la mañana lo pasó Searles recorriendo los huertos y tierras de cultivo de la Misión. Ayudó a los cinco frailes que aún quedaban en ella, especialmente en la doma de unos potros.
—Eres buen jinete —comentó el fraile que la tarde anterior le recibiera—. En ese trabajo podrías hallar un honrado medio de vida.
—¿Quién querría como vaquero a Nick Searles, padre?
—Yo sé de un hombre que te aceptaría, hijo. Pero mañana hablaremos de esto.
Durante la tarde, a pesar de lo abrasador del sol y del sofocante calor, Nick continuó domando los potros. Cuando hubo terminado, el fraile le preguntó:
—¿Cuánto te debemos, hijo mío?
—¿Deberme? ¿Por qué? —preguntó, extrañado, Nick.
—Por tu trabajo. Hubiéramos tenido que contratar a un vaquero…
—Olvídelo, padre. Si tuviésemos que decidir quién debe más, yo resultaría mayor deudor. Nunca olvidaré las horas que he pasado en esta casa.
Mientras Searles se sacudía el polvo llegó la india que servía a los frailes y dijo algo al oído del superior. Éste casi lanzó una exclamación de asombro y, en seguida, dirigióse hacia la Misión. La india se acercó luego a Searles y le ofreció agua fresca en una jarra de barro de labor indígena.
Bebió ansiosamente el jinete, y cuando hubo calmado la sed llegó otro indio que le anunció que fray Jacinto le aguardaba en el patio.
Se encaminó hacia allí el joven, ciñéndose, mientras tanto, el cinturón canana del que pendían los dos revólveres. Al abandonar el porche y salir al jardín vio el pequeño estanque sobre cuyas aguas, sólo agitadas de vez en cuando por los juegos de los pececillos que las poblaban, florecían, esplendorosos, los nenúfares, salpicados por la fina lluvia que brotaba del surtidor de bronce que parecía una gran jarra sobre la ancha bandeja del mismo metal. Sentado al borde del agua y de espaldas al porche, se hallaba un hombre vestido a la moda mejicana, enteramente de negro, como si no le importase el calor que aquel tipo de traje tenía que producirle.
—¿Es usted? —murmuró Searles.
El hombre se volvió, descubriendo un rostro cubierto por un negro antifaz.
—Hola, Forbes —saludó el desconocido—. Ganaste una triste fama con tu nuevo nombre de Nick Searles.
—También la suya fue una fama un poco triste, señor Coyote —replicó el joven.
—Sí. Creí que no vendrías. Fray Jacinto me ha explicado un poco de lo que te ha ocurrido. Tal vez mi viaje hasta aquí haya sido inútil. Quería encargarte un trabajo «honroso».
—¿Cuál?
—Uno en el que no conseguirás fortuna. Quizá prefieras asaltar Bancos.
—Es lo único de que tengo verdaderamente que avergonzarme, señor —replicó Searles—. Lo demás lo hice siempre en defensa propia y contra gente que lo merecía. Me gané la vida domando potros y a veces cuidando ganado…
—Ya lo sé. En el P. Cansada necesitan un nuevo capataz. El anterior murió asesinado por la espalda. ¿Quieres correr el riesgo de que también a ti te maten por la espalda?
—¿A dónde hay que ir?
—A Esperanza. Hay quien dice que el capataz del P. Cansada murió por orden de Isaías Bulder.
—¿El asesino de mi…?
—Sí, el asesino de tu padre. ¿Aceptas?
—Acepto.
—Deberás salir en seguida hacia allí. Irás recomendado por el juez Palmerston. Aquí tienes una carta suya, dirigida a Abraham Meade.
—¿Qué debo hacer?
—Si aceptas mi oferta entrarás a formar parte de la legión de hombres que me sirve sin saber quién soy, pero dispuesta a obedecer siempre mis órdenes. Recibirás el dinero que necesites y nunca te faltará mi ayuda, pues siempre estaré cerca de ti. Exijo obediencia ciega, porque el fin que persigo es noble y no debe ser puesto en peligro por una orden mal interpretada. Recibirás mis mensajes firmados con esta marca.
El Coyote se inclinó hacia el suelo y, con un enguantado dedo, trazó en la arena una cabeza de coyote.
—No debes decir jamás quién es tu jefe, ni mostrar a nadie mis mensajes. Si fracasas porque las circunstancias son más fuertes que tú, no deberás preocuparte; pero si el fracaso se debe a cobardía o desobediencia, serás expulsado de nuestra legión. Si fracasas porque eres traidor, el castigo es la muerte. Y por traición entiendo cometer acciones indignas de nuestra organización. Si alguna vez sientes tentaciones de valerte de la violencia para aumentar tu fortuna, debes desecharlas, porque sería implacable contigo.
—Sólo una vez me dejé llevar por el deseo de recurrir a la violencia para robar y obtener dinero. Me avergüenzo de ello.
—Así debe ser. Habrá momentos en que se exigirá de ti un trabajo que quizá no te guste, porque tu opinión personal esté en oposición con la mía. No debes creer que me engaño, sino que, valiéndome de mis medios, sé la verdad y, en cambio, tú la ignoras. Sin embargo, procuraré siempre no exigirte que mates a nadie; pero si llega el momento no debes vacilar.
—¿En asesinar?
—No, en matar cara a cara, poniendo tu vida en juego.
—¿Y usted estará cerca de mi?
—Siempre. Bajo disfraces que tú no podrás penetrar; pero dispuesto a ayudarte y a exponer mi vida por la tuya.
—Acepto; mas hay seis hombres que deben morir. Sé que están en Esperanza y no quiero que nadie se interponga entre mi venganza y ellos.
—Son tuyos, ya que forman parte del trabajo que se te encarga. Pero creo recordar que eran siete.
—Uno de ellos fue bueno conmigo.
—Está bien. Toma. En esta bolsa encontrarás cien dólares. No necesitas más y no quiero que te vean llegar con demasiado dinero. Buen viaje.
El Coyote se puso en pie y, sin agregar más, alejóse por el jardín, invadido ya por las primeras sombras de la noche. Searles le vio desaparecer como una sombra confundida con aquellas otras sombras. Más tarde oyó un galope y en un momento fray Jacinto reunióse con él.
—¿Llegó el hombre a quien esperabas?
—Sí, padre. Ahora seré honrado.
Abriendo la bolsa que El Coyote le diera, Searles vio dentro de ella un papel doblado. Era una carta en la cual el juez Palmerston recomendaba a Nick Searles a Abraham Meade.
A la mañana siguiente, Nick abandonaba la Misión de San Juan Capistrano, en dirección a Esperanza.