Capítulo IX:
El Coyote ataca

Después de disponer las guardias para aquella noche, Carl Quincey se separó de sus hombres y dirigióse a las casas, dispuesto a dormir allí. Los hombres que quedaron al pie del Trono encendieron una hoguera, valiéndose del mismo sistema de la noche anterior, y mantuvieron la mirada fija en el único camino que creían podía ser utilizado por El Coyote para escapar de la ratonera en que se había dejado coger.

Mientras tanto, arriba, el californiano iba dejando caer por el profundo precipicio del otro lado la larga cuerda formada durante aquella tarde. Cuando ya sólo quedó la imprescindible para atarla a una aguja de roca que se levantaba a poca distancia del barranco, El Coyote la sujetó cuidadosamente y, riéndose de la estupidez de sus sitiadores, se ocultó el rostro con el antifaz y empezó a deslizarse por la cuerda, cuidando de no desprender ninguna roca que pudiera dar la alarma.

Por dos veces tuvo que interrumpir el descenso para descansar sus doloridos músculos a causa del esfuerzo que realizaba. Por fin, cuando la cuerda estaba a punto de terminarse, El Coyote sintió que sus pies tocaban la dura piedra y lanzó un suspiro de alivio. Durante todo el rato había estado temiendo que al llegar al suelo encontrase, esperándole, a alguno de los bandidos.

Llevaba el rifle en bandolera y los dos revólveres; pero su mano derecha estaba cerrada en la empuñadura de su cuchillo. Con elástico paso, y dando un gran rodeo, dirigióse hacia el cañón, deteniéndose a un centenar de metros de la hoguera que ardía junto a la recia valla de madera. Un hombre acababa de echar un tronco a las llamas, y una nube de chispas ascendió hacia el cielo, iluminando todo el terreno a su inmediato alrededor.

El Coyote buscó con la mirada al otro centinela de la barrera que cerraba la entrada y la salida al valle por el Cañón del Trono.

Pattersons bostezó, cansado de una vigilancia que carecía por completo de emoción.

—Esto resulta muy aburrido —comentó—. Un día de estos…

No pudo terminar. Un cuchillo lanzado por fuerte mano cortó el aire y se hundió en la espalda de Pattersons, derribándolo de bruces contra tierra. Un momento después, una oscura figura surgió de entre las tinieblas e inclinándose sobre el caído, recuperó el cuchillo. Tras secar la hoja en la ropa del muerto, El Coyote trazó en la tierra una cabeza de coyote.

Y junto a ella el número ocho.

En seguida retrocedió de nuevo en busca de la protección de las sombras y aguardó pacientemente.

—Pattersons —llamó al cabo de un rato una voz, desde el otro lado de la barrera—. Despierta. Estás dejando apagar el fuego.

El que hablaba era Ickes. Al no recibir contestación empezó a escalar la barrera. Saltando hacia el otro lado iba a apartarse de allí cuando un destello metálico surgió de la oscuridad y le lanzó contra la valla, en la que quedó clavado.

El Coyote reapareció de nuevo y junto al número ocho escribió el nueve.

****

Carl Quincey salió de la casa central y decidió poner en práctica el plan trazado durante la noche. Puesto que Pattersons e Ickes no eran prácticamente necesarios, ya que El Coyote no podía descender de su fortaleza, podría utilizarlos para que ayudaran a Shepler y a Ramey a montar guardia ante el único camino practicable para subir y bajar del Trono.

Empuñaba el Winchester. Además del medio centenar de cartuchos que guardaba en la canana, llevaba dos cajas de cincuenta en los bolsillos. Al andar, el revólver de seis tiros le golpeaba suavemente la pierna derecha.

De cuando en cuando dirigía una mirada al alto picacho que dominaba el valle. En aquella cumbre suponía sitiado al más peligroso de cuantos enemigos había tenido.

Iniciaba el día sus primeras luces y la vaga media luz impidió a Quincey darse cuenta en seguida de la tragedia. Por un momento creyó que Pattersons estaba durmiendo y que Ickes le contemplaba apoyado en la barrera; pero, de pronto, su mirada se posó en la marca trazada en el polvo del suelo y en los números ocho y nueve, que marcaban el número total de las bajas que había tenido.

Temiendo una brusca agresión del Coyote, que tal vez estuviera emboscado cerca, Quincey apartóse vivamente de allí y se dirigió casi al galope hacia los puestos de vigilancia del pie del Trono.

¿Qué podía haber ocurrido? La respuesta saltaba a la vista. El acorralado Coyote había conseguido descender de su sitiada fortaleza y abrirse paso hacia el exterior después de matar a los dos vigías.

Pero cuando llegó al puesto que ocupaba Ramey encontró vivo al centinela, y también a Shepler, empezó a concebir la esperanza de que El Coyote no hubiese podido bajar de lo alto de la montaña.

—Ickes y Pattersons han sido asesinados —anunció, dirigiéndose a los dos hombres que eran cuanto quedaba de su fuerza—. Acuchillados.

—¿Quién los ha matado? —preguntó Ramey—. ¿Los indios?

—Junto al cadáver de Pattersons encontré la marca del Coyote y los números ocho y nueve…

El Coyote no ha bajado —declaró Ramey, dirigiendo una suspicaz mirada a su jefe—. Lo habríamos visto, ¿verdad, Shepler?

—Verdad —replicó el otro—. No nos hemos dormido, aunque buenas ganas teníamos.

—Por ahora no podréis dormir —contestó Quincey—. Tal vez El Coyote se encuentre aún arriba; pero yo creo que ha bajado.

—Oye, Quincey —interrumpió Ramey—. Sólo quedamos tres, y no hace mucho éramos doce. He visto cómo El Coyote ha matado a varios de nuestros compañeros; pero también he oído cómo ayer le hacías unas proposiciones que me hicieron pensar que tal vez estabas de acuerdo con él. ¿Estás seguro de que no fue tu mano la que usó el cuchillo que terminó con Ickes y Pattersons?

—¿Por qué preguntas eso?

—Porque estoy seguro de que El Coyote sigue arriba. No puede bajar, a menos que le hubiesen nacido alas.

Se interrumpió de repente y quedó con la mirada fija en un punto vago.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Quincey—. ¿Qué has visto?

—Con una cuerda bien larga también podría bajarse por detrás —murmuró—. Ven…

Shepler, Ramey y Quincey echaron a correr sin tomar ninguna precaución. Un momento después se encontraba al pie del muro posterior de la alta montaña. El aire de la mañana agitaba la larga cuerda que pendía desde lo alto.

—¡Bajó por aquí! —jadeó Ramey.

—¡Entonces fue él quien mató a Pattersons y a Ickes! —se estremeció Quincey—. ¡No cabe ya duda!

—Y, o bien se ha marchado, o continúa rondando por el valle —tartamudeó Shepler, dirigiendo una inquieta mirada a su alrededor—. No me importaría caer muerto de un balazo; pero el cuchillo… ¡Brrr!

—El cuchillo quedó en el cuerpo de Ickes —dijo Quincey, como si con ello debiera tranquilizarse su compañero. Luego agregó—: Seguramente se habrá marchado lejos, de aquí… De lo contrario, ¿para qué ha matado a los centinelas…?

—Puede estar en la mina —sugirió Ramey.

—Entonces… estamos descubiertos… —musitó Quincey.

—Vayamos hacia allá —indicó Ramey.

Los tres hombres recogieron sus armas y emprendieron el camino hacia el sendero que, partiendo de la casa, comunicaba con el muro Este.

****

El Coyote se había dirigido recto desde la boca del cañón hacia el sendero que había tratado de seguir la noche de su entrada en el valle. No tardó en alcanzarlo y ascendió por él, seguro de no encontrar ningún centinela. A la luz del día el camino era más fácil y se advertía que debió de ser trazado muchos años antes. De cuando en cuando, en los muros se veían inscripciones aztecas.

—Debe de ser el camino hasta una tumba real —se dijo El Coyote.

Al cabo de quince minutos de subir, El Coyote encontróse frente a lo que parecía boca de la mina; pero cuyo dintel, formado por un pesado bloque de granito, mostraba numerosas inscripciones y figuras típicamente mejicanas.

El estudio que como César de Echagüe había realizado El Coyote en Méjico, le permitió descifrar algunos de los jeroglíficos que adornaban los muros y la entrada del subterráneo. En pocos momentos logró comprender que en aquel lugar habían sido enterrados tres grandes príncipes aztecas que huyeron del norte de Méjico para escapar de los españoles, llevándose grandes riquezas. Y aquellas riquezas, consistentes en máscaras, diademas, joyas diversas y otros muchos objetos de oro y plata, con incrustaciones de piedras preciosas, habían sido depositadas en las tumbas de los príncipes, y ahora están desparramadas por el suelo, a punto de ser conducidas hacia las casas blancas que siglos antes sirvieran de palacios a los exiliados príncipes mejicanos.

Por la memoria del Coyote pasaron los recuerdos de todas las conversaciones que había escuchado. En un momento adivinó los propósitos de Quincey. Éste debía de haber descubierto la tumba azteca y comprendido que, si hacia público el descubrimiento, el Gobierno le prohibiría comerciar con los objetos de arte allí encontrados, de forma que su hallazgo no le serviría de casi nada. Era lo bastante inteligente para haber comprendido desde el primer momento el formidable valor artístico del tesoro, y estaba seguro de que ese tesoro le proporcionaría abundantes cartas de felicitación, muchos honores, pero ningún resultado práctico; en cambio, fundiendo aquellas piezas maestras de la orfebrería azteca, reuniendo las piedras preciosas que se arrancasen y transformando las monturas en lingotes de oro o plata, se podrían obtener millones, o sea, un resultado práctico mucho mayor.

¡Y para mantener aquel secreto y evitar la intromisión del Gobierno y de los hombres de ciencia, Carl Quincey no había vacilado en hacer matar a cuantos habían rondado los afluentes del río Colorado en busca del oro! De la misma forma que no vacilaba en destruir caretas, diademas y coronas de oro macizo —que eran grandes obras de arte— para transformarlas en feos pero valiosos lingotes que el propio Gobierno Federal compraría muy satisfecho.

Rápidamente recorrió las diversas estancias de que se componía la tumba, y todas las halló completamente llenas de maravillosas obras de arte; luego encontró otros compartimentos que aún no habían sido abiertos y comprendió que el verdadero valor de aquel hallazgo no podía ni calcularse.

Estaba sumido en el examen de todas aquellas riquezas en peligro de destrucción, cuando oyó unos pasos fuera de la cueva. Rápidamente corrió a la entrada y hallóse frente a tres hombres.

El primer disparo lo hizo Quincey. El Coyote sintió como si le arrancasen el costado. Cayó de rodillas y esto le salvó de los otros disparos que, en su nerviosismo, hicieron contra él Shepler y Ramey.

Antes de que los tres hombres pudieran rectificar su puntería, el enmascarado desenfundó a la vez sus dos revólveres y disparó simultáneamente.

Cayeron Shepler y Ramey, y Carl Quincey, saltando ágilmente a un lado, corrió camino abajo. Cuando El Coyote logró llegar a la puerta de la sepultura, lo vio ya lejos, cabalgando en dirección a la cerca que cerraba el camino del exterior…

El Coyote sentía que la visión de sus ojos se nublaba, al mismo tiempo que sus piernas doblábanse contra su propia voluntad. Recogiendo al fin su Winchester, lo levantó, graduó el alza al máximo y, apoyando el rifle en un saliente de la roca, trató de apuntar hacia el fugitivo.

Durante unos segundos tuvo que luchar para que se aclarasen sus ojos. Por fin, cuando ya Quincey estaba a cuatrocientos metros de distancia, el enmascarado consiguió fijar la puntería y dominar el temblor de sus manos. Entonces, lentamente, seguro de no fallar el tiro, apretó el gatillo.

El disparo resonó hondamente en las profundidades de la caverna.