Capítulo VIII:
Sitiado en la fortaleza

Estaba bien entrada la mañana cuando el californiano despertó de su reparador sueño. Después de lavarse, recorrió la meseta, convenciéndose de que sólo existía un camino de acceso hasta allí. Con un cubo de lona plegable empezó a llenar de agua una cavidad rocosa. Cuando estuvo suficientemente llena, El Coyote se desnudó y bañóse con gran alivio para su cansado cuerpo. También lavó su ropa interior y la camisa y las tendió a secarse al sol; mientras tanto se preparó una abundante comida a base de tocino, tortas de maíz y cecina.

Cuando terminó de comer se puso la ropa limpia y cogiendo el rifle se acercó a un saliente de la cumbre que dominaba el difícil sendero que conducía allí. Apenas había asomado la cabeza, una bala silbó sobre él y de uno de los picachos más próximos una nubécula de humo se elevó lentamente.

Un poco más abajo surgió otra nubecilla de humo y otra bala silbó muy cerca del Coyote, indicando que el enemigo en masa estaba ya enterado de dónde se encontraba.

Levantando el rifle y graduando el alza al máximo, el californiano hizo tres disparos. Uno contra el picacho, otro más abajo y el tercero contra un bulto que vio moverse entre la vegetación. En seguida retrocedió hasta un lugar desde el cual pudiera vigilar el sendero y, al mismo tiempo, disparar contra los otros tiradores.

El primer disparo que hizo desde su nuevo puesto recibió una inmediata réplica de Ramey, quien a su vez sintió como si una brasa le hubiera sido aproximada a la oreja derecha.

Sólo el azar intervino en aquel tiro; pero su significación era tan clara que Ramey no pudo contener un estremecimiento mientras se aplicaba un sucísimo pañuelo, que debía haberle envenenado la sangre, pero que no lo hizo, a la oreja, a la cual le faltaba un trozo de lóbulo.

—¡La marca del Coyote! —susurró, estremeciéndose.

Rabioso, disparó hasta vaciar el depósito de su rifle, mientras, más arriba, Quincey aguardaba, atentamente, a que el sitiado replicara a aquel malgastar de municiones; pero El Coyote no se molestó en disparar de nuevo contra Ramey y, retirándose hasta donde pudo ponerse de nuevo en pie, volvió a recorrer su dominio.

Sólo existía una subida practicable; pero quizá por el lado opuesto fuese posible intentar el escalo o el descenso.

Apenas se había asomado para examinar aquella posible vía de escape, una bala silbó a bastante distancia; pero su silbido fue suficiente para hacer comprender al Coyote que el cerco se había establecido en toda regla, y que Quincey no estaba dispuesto a dejarle bajar del Trono.

—Pero si yo no puedo bajar, tú tampoco puedes subir —comentó el californiano, retirándose de aquel punto, después de haberse convencido de que, ayudado por una cuerda, no le sería imposible descender de saliente en saliente hasta alcanzar la más fácil ladera, sembrada de grandes masas de rocas, algunas de ellas del tamaño de casas pequeñas, entre las cuales crecían árboles y matorrales de toda clase. Más abajo el terreno se hacía menos quebrado y la tierra estaba más llena de vegetación.

Desde el Trono hasta la pared del valle se extendían una serie de picachos cortados, todos ellos más bajos, pero de similar formación geológica. En el más próximo se encontraban tres tiradores, otro al pie del acantilado y seguramente dos en la entrada del cañón. Esto hacía subir a seis, por lo menos, el número de los enemigos, aunque, sin duda, otros tres hombres, al menos, guardarían la casa.

Olvidándose del peligro que corría, se acercó a un sitio desde donde le era posible ver las tres construcciones y casi al momento escuchó, muy cerca, el desagradable zumbido de una bala del 44.

—¡Menudo blanco debo de haberle ofrecido a ese bandido! —comentó en voz alta—. Si no recuerdo las cosas que no debo hacer, pronto no recordaré nada. No debo responder a los disparos que se me hagan, porque, aunque tengo muchos cartuchos, si los gasto sin ton ni son pronto me quedaré sin municiones; por lo tanto, sólo dispararé sobre seguro, o, por lo menos, sobre todo lo seguro que se pueda.

De nuevo regresó a examinar el punto por donde había pensado descender. La bajada sería de las más difíciles, aunque no imposible; pero teniendo en cuenta las dificultades halladas en la otra, más fácil, desechó la idea de intentar bajar por allí de noche. Y en cuanto a hacerlo de día sería tanto como ofrecerse como blanco propiciatorio a los disparos de aquellos bandidos.

Las balas continuaron silbando por encima de la cumbre del Trono, sin que El Coyote se molestara en replicar. Consideraba todo aquello un cebo para tentarle a que disparase y se expusiera así al fuego de los demás.

Transcurrió el día. Al anochecer, el sitiado trasladóse al punto que dominaba el sendero, a fin de montar allí una aburrida guardia.

Del valle llegó claramente el aullido de un jaguar. El Coyote asombróse de la nitidez con que se escuchaban allí los más débiles ruidos que nacían en el valle. Oyó el tropezón de un pie contra un tronco, la exclamación que le siguió y la pregunta de si iba a ser relevada pronto la guardia.

—A medianoche —contestó una voz—. Hasta entonces, Shepler, tienes que vigilar el camino. No me extrañaría que nuestro amigo bajara a hacernos una visita. Y después de cómo dejó al pobre Tinker, no creo que sientas tentaciones de dejarle que se acerque a tiro de revólver.

—¿Está ya lista la hoguera? —preguntó otra voz.

—Sí; pronto la encenderemos —contesta otro—. Si El Coyote quiere bajar, tendrá que apagarla antes.

Asomándose al borde del precipicio y cuidando de asegurarse de que su cabeza no se recortara contra el cielo, el sitiado oteó el fondo del valle, especialmente el punto donde se iniciaba el sendero que conducía a la cumbre del Trono.

De pronto brilló una llamita que prendió en el suelo y corrió rápida por él, hasta llegar casi al pie del camino, donde se convirtió en humosa llamarada.

—Un reguero de pólvora para encender sin peligro una hoguera —murmuró El Coyote, mientras la llama de la pólvora prendía en un enorme montón de gruesos leños apilados sobre ramas secas y maleza. Pronto la hoguera quedó encendida y su luz iluminó el sendero con claridad más que suficiente para impedir el menor acceso a él. Los sitiadores no querían que el sitiado pudiera bajar, pero al mismo tiempo demostraban no estar dispuestos a subir.

Convencido de esto, El Coyote se envolvió en su manta y tumbóse allí mismo, de forma que podía oír todos los ruidos sospechosos y estar prevenido para el caso de un ataque.

Éste no se produjo y la noche terminó sin mayores incidentes.

—Esperará a que nos cansemos de montar guardia —gruñó Quincey, oculto tras un espeso matorral—. Él no puede bajar, pero sabe que nosotros tampoco podemos subir.

—Yo podría subir —propuso Reed— si se me cubriera bien.

—No llegarías ni a mitad de camino —replicó Quincey.

—Para disparar sobre mí tendría que asomar casi todo el cuerpo por el borde del precipicio —replicó el bandido—. Entonces no sería muy difícil alcanzarle.

—¿Te atreves? —preguntó Quincey.

—Sí; pero el premio ofrecido será mío, ¿no?

—Lo será si podemos cazarle. Pero tal vez fuera más prudente esperar a que se le terminase la comida.

—Podría resistir un mes entero —dijo Reed—. O más, porque arriba debe de haber alguna caza. Agua no parece faltarle Le vi tender su ropa.

—Hay un gran depósito —replicó Quincey—. Aunque estuviera diez años allí no se le terminaría.

—Por lo tanto, hay que subir a por él —decidió Reed—. Y a eso voy.

Recogió su rifle y a grandes zancadas abandonó su refugio y alcanzó el sendero, en un punto en que quedaba a cubierto de los disparos que pudiera hacer El Coyote. Empezó a subir, y todos sus compañeros le cubrieron con el fuego de sus rifles; pero al llegar al primer recodo, donde el camino ascendía más pronunciadamente, en lo alto del Trono comenzó a disparar el Winchester del sitiado.

—¿Qué pretenderá con esos disparos? —gruñó Quincey, ya que El Coyote, si bien disparaba hacia abajo, no podía hacerlo directamente contra el camino, puesto que para ello hubiera tenido que exponerse al tiro de los bandidos.

Reed habría podido explicar en seguida lo que se proponía El Coyote con sus disparos contra una alta roca que se levantaba al borde del sendero. Las balas de su Winchester iban a dar contra ella, y, rebotando, gañían erizantemente en torno del bandido, que, abrazado al suelo, sentía erizársele los cabellos cada vez que una de aquellas locas balas pasaba cerca de él.

AI fin, no pudiendo resistir más en aquella peligrosa situación, Reed se puso en pie en el preciso momento en que sonaba un agudo piünggg que sus oídos no llegaron a oír, pues el rebotado proyectil le alcanzó la nuca y lo lanzó pendiente abajo hasta el montón de cenizas que marcaba el emplazamiento de la hoguera de la noche anterior.

—¡Y van siete! —rugió Quincey, disparando frenéticamente su rifle; pero una bala que le acarició la mejilla le obligó a reprimir sus impulsos y a refugiarse en el fondo de la hondonada adonde se había retirado al nacer el día.

Se daba cuenta de la calidad del enemigo que tenía enfrente y no lamentaba la muerte de Reed. Al fin y al cabo se había eliminado a un traidor al que sabía confabulado con Tinker para arrebatarle el botín conseguido en el valle. Ramey le había hablado del proyecto de traición, y por conocer sobradamente a sus hombres comprendió que no se le había engañado.

—Es una fortuna demasiado grande para que no tiente a toda esa gentuza —soliloqueó—. Desde siempre, la tentación de acaparar uno solo el botín que debiera repartirse entre todos ha sido el móvil de más de un crimen. No les costaría mucho encontrar cómplices para eliminarme; y si no fuera porque temen al Coyote ya me hubieran matado; pero no intentarán nada antes de que yo les libre de ese enemigo. En realidad es el único que ahora nos mantiene unidos; pero si conseguimos acabar con él se sentirán tan seguros que nadie podrá dominarlos.

De pronto tomó una decisión. Levantando la cabeza hacia la cumbre del Trono, hizo bocina con las manos y llamó:

—¡Eh, Coyote!

Al no recibir contestación repitió varias veces la llamada hasta que una voz repuso, desde arriba:

—¿Qué hay, Quincey?

—Quisiera hablarle.

—Puede subir, si lo desea.

—¿Por qué no baja usted?

—Por lo mismo que usted no quiere subir, aunque yo tengo más razón que usted para no querer acercarme a sus bandidos.

—Oiga, Coyote. ¿O prefiere que le llame Martínez?

—Tanto me da.

—¿Por qué en vez de luchar contra nosotros no se une a nuestra banda?

—Por lo visto me cree usted muy tonto, Quincey. Hace años que me salieron las muelas del juicio.

—Le hablo en serio. He estado meditando toda la noche. Luchando y exterminándonos hacemos un mal negocio. Ha terminado usted con siete de mis hombres; pero aún me quedan los suficientes para obligarle a quedarse ahí arriba hasta el día del juicio final.

—Sé de sitios mucho peores que éste para esperar tan importante suceso.

—No bromeo, señor Coyote. Le ofrezco una buena participación en los beneficios que obtengamos del trabajo que estamos realizando aquí. No se trata de un beneficio de miles, sino de millones. Por lo menos le quedaría uno entero. Dentro de tres o cuatro meses podrá retirarse de la vida que lleva y vivir con plena independencia, sin necesidad de andar huyendo por estas tierras.

—¿Cree que, después de lo ocurrido, puedo tener confianza en usted y en sus hombres, Quincey? —replicó El Coyote.

—Tiene motivos para dudar; pero nos hace falta un hombre como usted. Bearder era el mejor de los nuestros, y usted acabó con él con tanta facilidad que a todos nos alegraría tener sus armas a nuestro lado.

—Explíqueme el negocio que tienen entre manos y tal vez, cuando sepa de qué se trata, acepte su oferta.

—No puedo explicarle nada; pero sí le aseguro que el oro y la plata que sacaremos de este valle, sin contar otras cosas, valdrán como mínimo quince o veinte millones.

—¿Por qué no me aclara eso?

—Acepte mi proposición, baje a reunirse con nosotros y le mostraré el tesoro. Una buena pacte del mismo será para usted.

—¿Y por qué he de conformarme? —replicó El Coyote—. Quincey, su banda está reducida a seis hombres, incluyéndole a usted. Acepte mis condiciones: salga de este lugar y alégrese de conservar la vida. Si permanece aquí no le quedará ni eso.

—¿Qué quiere decir?

—¿No me entiende? Hablo bien claro. Ahora son ustedes seis hombres vivos. Si no se marchan serán pronto seis hombres muertos. ¿Cuánto me dan si les dejo marchar en paz?

—¡Éstos no son momentos para bromear! —gritó, furioso, Quincey.

—No bromeo.

—Oiga, Coyote, le tenemos sitiado, podemos aguardar hasta que se muera de hambre; si intenta bajar le acribillaremos a balazos.

—Está bien; les doy de tiempo hasta mañana por la mañana, Quincey.

—¿Un plazo? —rió Quincey.

—Sí; pero no sean imprudentes, porque a lo mejor no puedo resistir la tentación y alguno de ustedes no llega a disfrutar del tiempo de vida que le concedo. Si se marchan y me dejan como dueño y señor del valle, no les impediré que vayan a hacerse ahorcar en otra parte.

—¡Maldito sea! —rugió Ramey—. ¡Ofrecer eso a seis hombres capaces de hacerle pedazos! Y quien lo ofrece está encaramado en un pino y no puede ni asomar la nariz, so pena de que se la chamusquemos.

—No sigas diciendo tonterías, Ramey —advirtió El Coyote—. No suelo amenazar en balde. No estoy acorralado ni sitiado. En cuanto quiera bajaré a haceros una visita de la cual algunos se acordarán y otros no podrán ya acordarse ni de ella ni de nada.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —replicó Ramey, aunque no se sentía muy seguro.

El Coyote no replicó. Habíase retirado a un sitio donde no debía temer nada de los disparos que pudieran hacérsele desde abajo, ni desde los otros picachos. Reuniendo las cuerdas que tenía las fue atando hasta formar una de suficiente longitud. Aseguróse una vez más de que los nudos estaban bien hechos y luego, tendiéndose en el suelo, entornó los ojos y no tardó en dormirse. El descanso de que pudiera disfrutar entonces le sería pronto muy necesario.