El Coyote se frotó los ojos y, por un momento, quedó desconcertado al ver que aún estaba amaneciendo. Recordaba haberse tendido a dormir cuando ya el sol bañaba con sus rayos primeros la cumbre del Trono, y ahora aún faltaba casi una hora para que el cielo se poblara con la dorada luz del astro del día.
De pronto comprendió que había dormido veinticuatro horas seguidas, reponiéndose de las fatigas de las últimas aventuras corridas. Incorporóse y vio a su caballo tendido junto al charco de agua. Se acercó a él y le acarició.
—No comprendo cómo no han dado con nosotros —comentó, mirando hacia las casas, a través de cuyas aspilleras brillaba la luz de alguna lámpara de petróleo—. Claro que, si siguen buscando, acabarán por encontrarnos. Por lo tanto, debemos buscar un sitio mejor. Un buen caballo es un buen amigo y también puede ser un buen estorbo. En estos momentos tú eres más un estorbo que otra cosa. Por ello será preciso dejarte en un sitio donde no estorbes y donde, al mismo tiempo, estés seguro.
Después de lavarse sumariamente y de lamentar no disponer de más tiempo para segar la abundante barba que ya le cubría las mejillas, El Coyote reunió parte de su impedimenta y la cargó sobre el caballo, dejando sólo en el campamento la manta y las botas, que no podían servirle de mucho en aquellos difíciles caminos.
—Si mis sospechas se confirman, estarás bien —le dijo a su caballo—; pero si me he engañado vas a pasar un día muy malo.
La intención del Coyote era escalar el Trono, con la esperanza de que en su lisa cumbre encontraría un depósito natural de agua de lluvia o alguna fuente. Aquel punto desde el que se dominaba el valle y que por su parte no era dominado por ninguna altura, podría ofrecer un excelente refugio para el caballo y para su amo; pero en los planes del Coyote no entraba el aislarse en aquella fortaleza natural donde si bien nadie podría atacarle con éxito, también le aislaría de tal forma que él no podría realizar la misión que se había asignado.
Al cabo de una hora de penosa ascensión por un camino que, si por una parte resultaba extraordinariamente bien trazado, por otra era tan empinado y lleno de maleza, que la labor que muchos años antes debieron de realizar los indios que habitaron el extraño cañón estaba casi anulada, El Coyote, que se había despojado del antifaz, llegó a la meseta que formaba la cumbre del Trono.
Con la mirada recorrió la lisa superficie de la cumbre, y no tardó en descubrir que sus esperanzas habían sido bien fundadas. Al pie de un picacho que se elevaba en el centro de la cima y que no era visible desde abajo, abríase un gran depósito circular, labrado sin duda por manos humanas y en el cual se veía una gran cantidad de agua purísima. El Coyote calculó que había allí más de medio millón de litros de agua potable, y como por una parte se llegaba al nivel del agua por una ligera rampa, era fácil para el caballo bajar a abrevarse en el depósito.
Dejando allá al caballo y descargándolo de su impedimenta, el hombre reemprendió el descenso; pero cuando llegó al punto donde la enorme torre rocosa se elevaba recta hacia el cielo, partiendo de una base de laderas suaves, una mirada casual que dirigió hacia unos montículos cercanos, le hizo ver un destello de luz que se reflejaba en el cañón de un rifle. Hacia la izquierda vio, al mismo tiempo, moverse un sombrero de ala ancha.
—Han adivinado mis intenciones —refunfuñó El Coyote—. El rifle debe de estar a quinientos metros; pero las distancias entre montaña y montículos son engañosas y puede que esté más cerca. Ése del sombrero sube para situarse en un punto desde el cual poderme acribillar a balazos; pero eso quiere decir que aún no me han visto bajar. En cuanto me descubran empezarán a crearme obstáculos.
Ocultándose tras unas matas de salvia, siguió con la mirada el camino que podía seguir el del sombrero, y comprendió que si llegaba a una formación de grandes rocas estaría en condiciones de impedirle regresar a la cumbre, bajar al valle o, siquiera, permanecer allí.
—Lo siento, porque no me gusta disparar sobre nadie sin darle la oportunidad de defenderse —suspiró El Coyote.
Colocándose de forma que el dueño del rifle no pudiera localizarle por el humo del disparo, el californiano levantó su rifle y apuntó cuidadosamente. La distancia que le separaba del hombre del sombrero era casi el límite del alcance del arma; no obstante decidió probar fortuna y apuntando cuidadosamente, aprovechando que el del sombrero se había tenido que detener para escalar con más facilidad las rocas, apretó suavemente el gatillo.
El hombre saltó hacia atrás, intentó en vano aferrarse a alguna parte y rodó por la pendiente, hasta quedar detenido por el tronco de un pequeño abeto.
Rem Wassel había intervenido en su última operación. El propietario del rifle empezó a dispararlo rápidamente, aunque tirando al azar, con la esperanza de que alguna bala llegara a su destino.
Desde un punto situado frente al Coyote, otro rifle entró en acción, pero el que lo manejaba tampoco sabía a ciencia cierta hacia dónde tirar.
—Debía de estar durmiendo para no ver el humo de mi disparo —comentó El Coyote.
El autor de los otros disparos estuvo callado unos minutos, sin duda los necesarios para llenar el depósito de su rifle; luego empezó de nuevo a disparar y una de sus balas arrancó un gran número de esquirlas de una roca que se levantaba a menos de cuatro metros de donde estaba El Coyote.
—Dispara contra todos los sitios que pueden ofrecer protección —comentó el californiano, mientras el aire se poblaba con los gemidos del proyectil y de los fragmentos de roca que había arrancado—. Pronto tirará contra estas matas.
Al decir esto, El Coyote retrocedió y buscó refugio tras una piedra que le defendió perfectamente de las tres balas que, brevemente espaciadas, llegaron y se hundieron en el punto que ocupara él un momento antes.
—Seguirá gastando las balas hacia la izquierda y cuando se le terminen asomará la cabeza para ver si ha conseguido algo.
Con todo cuidado, a fin de no mover las matas y denunciar así su presencia, El Coyote apuntó hacia el sitio donde sonaban los disparos.
Como había supuesto, cuando se terminaron las balas contenidas en el depósito del rifle, una camisa roja quedó visible un momento entre dos peñascos.
El Coyote apretó el gatillo y comprendió en seguida que había errado el blanco, aunque no podía saber que en aquellos instantes la boca de Ramey estaba escupiendo maldiciones y tierra de la que le había hecho tragar la bala que se hundió ante él. También sus ojos estaban llenos de tierra.
El Coyote estaba moviendo la palanca de su rifle cuando, de pronto, sintió que su sombrero le era arrancado de la cabeza al mismo tiempo que una detonación sonaba a su derecha.
Echóse de cabeza en una estrecha depresión y en seguida otra bala le tiró encima una lluvia de tierra.
—Un rifle de repetición —gruñó—. Tengo menos sentido que un pastor de ovejas.
Ignoraba que Carl Quincey habíase unido a la caza, y que se trataba de uno de los mejores tiradores de rifle del Oeste. Entre él, Ramey y Tinker llenaron de balas las proximidades del refugio que ocupaba El Coyote.
Éste escuchaba atentamente las detonaciones y el silbido de las balas. Al cabo de un momento, decidió:
—Este rifle de repetición es el peor de todos. Tendré que atenderle primero que los demás.
Volvióse con bastante dificultad, de forma que pudiese disparar contra el dueño de aquel rifle, y de pronto, al ver surgir un sombrero entre unas rocas, estuvo a punto de disparar. El contenerse le costó un gran esfuerzo.
—Antes de disparar tengo que asegurarme de que tu cabeza está dentro del sombrero —rió.
Unas matas se movieron casi imperceptiblemente a cosa de un metro de donde había aparecido el sombrero. El californiano disparó contra ellas y, al momento, desde un punto situado dos metros más allá, llegó una bala que le acarició la mejilla con su cálido aliento.
—¡Estás lleno de trucos, pero yo también tengo unos cuantos! —gruñó.
Comprendió que lo del sombrero había sido una trampa tendida para hacerle disparar. Por si resultaba demasiado grosera, se le había agregado lo de las matas al moverse a impulsos de un cordel atado a ellas.
Al hacer fuego, El Coyote había denunciado el punto exacto donde se encontraba y habíase salvado de milagro.
Dejando el rifle entre dos piedras, con el cañón apuntando hacia el dueño del rifle de repetición, El Coyote se deslizó en una garganta rocosa que se desviaba hacia el Oeste y empuñó un revólver.
Carl Quincey agitó de nuevo las hierbas; luego, al no oír ningún disparo, cogió una piedra del tamaño de la cabeza de un hombre y la asomó cautamente. Tampoco ocurrió nada.
—Si no fuera porque aprecio mi cabeza, la asomaría para ver qué ocurre —dijo.
Quincey podía tener muchos defectos; pero era uno de los pocos hombres capaces de gozar por entero de la emoción de la caza en que intervenía. El hecho de tener enfrente a un enemigo tan peligroso como el que estaban acorralando resultaba un aliciente aún mayor. Quincey era de los que aman la caza que pone en peligro su propia vida, no como otros que prefieren andar persiguiendo conejos o liebres, sin más riesgo que el de pillar una insolación.
Regresando adonde había dejado el sombrero lo recogió y, calándolo en la piedra, demostró una vez más su genio para el acecho levantando el sombrero de forma que asomara incluso el ala y se viese debajo de ella lo que pareció una cabeza humana.
Durante unos segundos dejó el reclamo bien visible, mientras con su Winchester aguardaba el disparo que no llegó a sonar.
—¡Dispara ya, maldito! —gritó, no pudiendo contenerse. Luego, calmándose, agregó—: Ese truco debiera haber engañado a un hombre listo. Quizá El Coyote no lo sea tanto como dicen.
Una sospecha asaltó de pronto su cerebro.
—¿Y si ha comprendido la clase de enemigo que tiene enfrente? —se preguntó—. Cerca de donde estaba la última vez que tiré contra él existe una hondonada que puede servir de trinchera para avanzar hasta aquellas rocas, aunque sólo utilizara sus revólveres. Y mientras yo estoy haciendo el tonto quizá él vaya hacia allí para reírse de mí y de mis trucos.
Sin esperar más, y dejando el sombrero donde estaba, Quincey, exponiéndose a que su enemigo llevara el rifle en vez de los revólveres y pudiese cazarlo impunemente, saltó fuera de su escondite y escalando una breve pendiente llegó hasta detrás de unas altas rocas que le protegían de todos los ataques que pudieran llegarle desde el final de la garganta.
—Ese hombre es un enemigo digno del mejor luchador —comentó El Coyote, viendo cómo Quincey se ponía fuera de su alcance—. Su cabeza tiene pleno derecho a usar sombreros caros. —Luego su sonrisa acentuóse al descubrir la piedra coronada por el sombrero—. Sí, tiene una gran cabeza —agregó—. Y si no voy con cuidado me costará, tal vez, la mía.
En aquel instante, Ramey, habiendo conseguido, al fin, limpiar de arena y tierra sus ojos, se preparaba, con gran optimismo, a acribillar a balazos todo cuanto se colocara a su alcance. De súbito vio entre la hierba, ante él, la cabeza de Quincey, cubierta por su inconfundible sombrero, y más arriba descubrió, al mismo tiempo, un movimiento sospechoso entre unas rocas.
Su reacción fue fulminante. Tenía que salvar a Quincey del peligro que le estaba acechando. Levantando rápidamente su rifle, y sin graduar el alza, apretó el gatillo con la esperanza de que, si no conseguía alcanzar al Coyote, a quien suponía a punto de terminar con Quincey, al menos le obligaría a retroceder y daría tiempo a su jefe para que se defendiera.
La bala, como ya temía, no alcanzó el blanco que le había sido asignado; pero en cambio logró que Quincey dudara mucho de sus buenas intenciones y amistad.
Levantándose, Quincey dejó que su hombre le viera y le amenazó con el puño, causando una gran emoción en Ramey, que empezó a temblar, pensando en las consecuencias que hubiera podido tener su precipitado disparo. En seguida, Ramey comenzó a disparar a todas partes, en un aturdido intento de reparar su descuido.
—¡Cuánto siento haber dejado atrás mi rifle! —suspiró El Coyote, viéndose obligado a desaprovechar los magníficos blancos que le ofrecía Ramey, que parecía hallar un gran placer en descubrirse a cada momento.
—Señor Coyote, —llamó Quincey—. ¿Quiere asomar un momento la cabeza?
Al decir esto mostró un poco la manga de la camisa, y aunque estaba a cuarenta metros del californiano y éste sólo llevaba revólveres, cuando retiró el brazo, la manga necesitaba un buen remiendo.
—Buena puntería —felicitó Quincey—. Algún día le cerraré permanentemente un ojo.
—¿Quién es el amigo que disparaba contra usted? —preguntó El Coyote.
—Es el idiota de Ramey; pero confío en que aún podrá alcanzarle con alguna de sus balas.
—¿Por qué no prueba usted con su Winchester?
—Porque está usted demasiado cerca, señor Coyote, y se apunta más de prisa con un revólver que con un rifle.
El Coyote no replicó. Estaba corriendo a toda velocidad por la garganta, regresando hacia donde había dejado el rifle. Sabíase fuera de la vista de Quincey y de los otros dos tiradores.
En cuanto alcanzó el Winchester, se lo echó a la cara y disparó a través del sombrero de Ramey, quien se aplastó contra el suelo maldiciendo a todo pulmón a su adversario.
Convencido de que desde allí no podría causar ninguna molestia al Coyote, Ramey abandonó su puesto y decidió dar un largo rodeo para colocarse donde le fuera posible disparar con menos nesgo.
Al volver su atención hacia Quincey, se dio cuenta de que éste había recuperado su sombrero y lo estaba asomando por encima del parapeto de su nueva posición. El Coyote entornó los ojos, porque conocía los muchos usos que puede tener un sombrero.
—Está bien —dijo—, puedes seguirlo asomando. Cuando me canse de disparar contra él podrás atártelo hasta la barbilla y mirar en todas direcciones a través de los agujeros que le abriré.
Siguiendo su soliloquio, agregó:
—Cuando uno levanta el sombrero al extremo de un palo o del cañón de un rifle, el ala queda recta; en cambio, cuando lo levanta llevando la cabeza dentro, echa hacia atrás el ala y la copa. Un sombrero honrado se inclina más y más hacia atrás, cuanta más cabeza tiene dentro, en cambio, un sombrero que sólo piensa engañar, cada vez está más recto. ¿Por qué? Porque cuando un hombre asoma la cabeza, utiliza, principalmente, el cuello, y si se encuentra tendido detrás de una roca no puede levantar el cuerpo verticalmente, como ocurriría si quisiera que el sombrero apareciese recto. No, levanta el cuello, dejando el cuerpo pegado a tierra, y al hacer eso tiene que echar, forzosamente, el sombrero hacia atrás.
»Ya vuelve a aparecer. Y cada vez más recto. No, no lo perforaré a balazos, porque eso es lo que más desea mi buen amigo Quincey; pero si alguna vez se inclina hacia atrás, juro que recibirá plomo de sobra. Ya vuelve a salir. Y siempre recto. Eso demuestra que Carl Quincey, si bien tiene mucha paciencia, en cambio no es demasiado inteligente. No se da cuenta del inmenso valor de los detalles.
»Veo que el otro amigo también asoma el sombrero; pero en cambio no veo el de Ramey, y ése es el que más me preocupa. Por lo que pudiera ocurrir, me apartaré de aquí. Ya me ha localizado sobradamente.
Protegiéndose detrás de todas las peñas que fue encontrando, El Coyote llegó hasta una gran masa de rocas. Los dos sombreros aún se veían con toda claridad.
—Apuesto a que Ramey se está tomando un gran trabajo para poder disparar sin molestias desde aquel cerro, que debe de dominar todos estos puntos. Si me gustase, apostaría dos pesos a que le curo muy pronto de su afán de disparar con ventaja. Y en cuanto al otro sombrero, hace rato que lo veo muy quieto. ¿Será que su amo está completamente loco y se expone estúpidamente a recibir una dosis de plomo en los sesos? ¿O acaso lo ha dejado allí para indicarme el sitio donde no está? También podría ocurrir que lo hubiese dejado para hacerme creer que no está en aquel sitio y, en realidad, estuviera allí. En fin, si sigo tratando de explicarme las cosas con lógica, acabaré por volverme loco. Por lo tanto será mejor que me marche.
De pronto oyó un suave roce, como el ludir del cuero de unas chaparreras contra las rocas entre las cuales se encontraba. El ruido se fue apagando hasta cesar por completo. Un asustado lagarto escapó por entre las piedras.
El Coyote sospechó la proximidad de uno de sus enemigos que, más audaz, habíase atrevido a llegar hasta allí. Sonriendo, levantó el revólver y aguardó a que apareciese.
De nuevo se oyó el rumor, esta vez más próximo. El californiano retiróse un poco.
En el mismo instante sintió un golpe en su pistolera izquierda y al volver la cabeza apenas pudo contener un grito de temor. Un crótalo de los llamados «copperhead», terriblemente venenosos, había hundido sus colmillos en la pistolera y estaba luchando por liberarlos.
Antes de que lo consiguiera, El Coyote lo agarró fuertemente por detrás de la triangular y bruñida cabeza. El cobrizo cuerpo de la serpiente se enroscó en torno a su brazo y el californiano golpeó con fuerza la cabeza del reptil contra una piedra, hasta que la destrozó. Entonces tiró el cadáver lejos de él y oyendo otros roces y el inconfundible sonido producido por la ósea cola de las serpientes de cascabel, comprendió que había dado de lleno en un vivero de crótalos y decidió retirarse de allí, dejando para otro momento el zanjamiento de la cuestión pendiente con los tres tiradores.
Como entretanto el día tocaba ya a si fin, deslizóse por la pequeña cañada y llegando a una larga línea de arbolillos que crecían en las orillas de uno de los numerosos arroyos, aprovechó la protección que le ofrecían y deslizóse, pegado a ellos, en dirección al campamento que había utilizado las noches anteriores.
Pero su proceder no fue el mismo que en aquellas otras noches. Las fuerzas de Carl Quincey habían sufrido ya cinco bajas y era de suponer que no cejaran fácilmente en su esfuerzo por capturarle o por terminar con su vida. Por ello tomó la precaución en que había estado pensando durante todo el día.