Capítulo V:
Comienza la caza del Coyote

o esperaba que nos encontrásemos jamás frente a frente —comentó Bearder.

Miraba fríamente al hombre que estaba ante él. Aguardaba la oportunidad que no podía dejar de presentarse. En cuanto llegara la aprovecharía para resolver la situación a su favor. Se sabía uno de los hombres más rápidos en el manejo de las armas. Era capaz de empuñar sus revólveres, desenfundarlos y dispararlos en menos de medio segundo. Lo había hecho infinidad de veces, y a esa destreza magistral debía el estar aún con vida.

Pero no hay rapidez que supere a la del hombre que, teniendo en la mano su revólver, sólo necesita apretar el gatillo para resolver a su favor la situación. Por ello Tex, a pesar de saberse un maestro en el manejo del revólver, no intentó empuñarlo. Ya llegaría el momento en que El Coyote, si era realmente él, se distrajera o desviara su atención hacia otro punto. Entonces, antes de que el enmascarado pudiera reparar su error, él le acribillaría a balazos.

—Un hombre que trata así a un caballo, no merece ni una bala —dijo, despectivamente, El Coyote.

Tex Bearder sonrió burlonamente, pero no dijo nada.

—Hace un rato tuve tentaciones de tumbarle junto a sus cuatro amigos… Cuando estaba cantando la canción de Nellie MacBride. Ofrecían un blanco demasiado fácil y a algunos los hubiera tenido que matar por la espalda. Claro que, de haber sabido que usted era capaz de tratar así a un caballo, no hubiera tenido otras contemplaciones.

—Es muy fácil hablar cuando se tiene un revólver en la mano y el otro no puede defenderse —replicó Bearder—. Supongo que ahora empezará a insultarme para que yo eche mano a mis armas y así pueda matarme sin remordimientos de conciencia, ¿verdad, señor Coyote? Tengo entendido que es usted un hombre muy de iglesia.

—Es cierto —replicó lentamente el enmascarado—. Soy incapaz de asesinar a un hombre, aunque sea un criminal como usted. Tengo escrúpulos de conciencia porque me he educado en un ambiente muy distinto del suyo. Yo no nací en un tabernucho, como usted, y mis maestros no fueron los borrachos y asesinos que le educaron para el crimen. Por lo tanto, Tex, le voy a conceder la oportunidad de vender cara su vida; pero no voy a quedarme aquí hasta que lleguen sus amigos. Si dentro de un minuto no ha echado mano a sus armas le mataré como a un perro rabioso… y no me remorderá la conciencia.

Al decir esto El Coyote enfundó lentamente su revólver sin apartar la vista de Bearder.

Éste sonrió lobunamente. Nada podía alegrarle más que la oportunidad que le ofrecía su enemigo.

—Mataste a Hamilton, ¿verdad? —preguntó, inclinándose un poco hacia adelante.

—Me anticipé a él. ¿Era amigo suyo?

—Sí. Desde que supe que le habías matado estuve aguardando una oportunidad como ésta. Me gusta saldar las deudas que se contraen conmigo. Por eso quiero…

Al llegar aquí, saltó de lado, con agilidad de pantera, y su Colt derecho relució al salir velozmente de la funda. Una llamarada surgió a la altura de su cadera y una nube de humo le envolvió.

A través de ella y la humareda de su propio disparo, El Coyote vio cómo Tex Bearder caía hacia adelante y quedaba tendido de bruces sobre la hierba.

El Coyote salió del humo que le rodeaba y enfundó el revólver izquierdo, que había empuñado con increíble rapidez. Una gota de sangre resbalaba por su mejilla, de una herida producida por una esquirla de roca arrancada por la bala que disparó Tex en el momento en que caía sin vida. Secándose la sangre, El Coyote se inclinó sobre el muerto, murmurando, a la vez que trazaba en el suelo la cabeza de un coyote:

—Eras muy rápido, Tex, quizá el más rápido de los que se enfrentaron conmigo. Quisiera enterrarte, pero supongo que los tiros atraerán a tus amigos. Adiós.

Dirigióse rápidamente hacia donde estaba su caballo, se quitó los mocasines calzóse las botas de montar y, saltando sobre la silla, escapó a toda la rapidez que su caballo podía desarrollar en el difícil terreno de las laderas del Trono.

Nadie le siguió. Hacia el mediodía estaba en la otra ladera del Trono, a cosa de unos cinco kilómetros de las casas blancas. Frente a ellas podía verse un grupo de caballos y las minúsculas figuras de varios hombres que entraban y salían de la que debía ser el cuartel general de los… ¿bandidos?, ¿cuatreros?, ¿salteadores? Era aún pronto para decidir a que clase pertenecían los hombres de Carl Quincey. Podía clasificárseles, sin error entre los asesinos, pues habían dado claras muestras de que no se detenían ante ningún delito; pero la causa de todo ello escapaba aún a la comprensión del Coyote. Sin duda la explicación estaría en aquellas tres casas; pero hubiera sido una locura intentar nada contra aquellas pequeñas fortalezas, defendidas por tan gran número de hombres.

Desde aquel punto le era posible abarcar todo el inmenso valle, en cuyos muros vio varias huellas de viviendas construidas muchos siglos antes por los habitantes de los acantilados, que debieron de encontrar en aquel lugar seguro refugio contra sus enemigos.

No tardó en descubrir, a lo lejos, unos cuantos jinetes que parecían explorar el terreno. Supuso que eran los hombres Quincey, y, audazmente, siguió bordeando el valle. Al anochecer hallábase a medio kilómetro escaso de las tres viviendas. Nadie le supondría allí, porque nadie podía concebir semejante audacia, y mientras le buscaban por los rincones más lejanos del valle, El Coyote se preparó una cena-comida que condimentó sobre la llama de una pequeña hoguera encendida con ramas secas, sin humo que la denunciase. Si alguno la hubiera visto habríala confundido con la neblina que se prendía ya en los altos acantilados que rodeaban el valle.

Envolviéndose en una manta, se acomodó en el duro suelo y no tardó en quedar dormido. Seis horas después, a las dos y media de la madrugada, despertó, y cogiendo su rifle, varías cajas de municiones para el Winchester y los revólveres y algunos víveres, dejó su caballo junto a un charco de agua en torno al cual crecía abundante hierba, y dirigióse hacia las casas. Quería ver si podía descubrir el secreto de aquel lugar.

Al llegar cerca de las viviendas divisó varías hogueras y comprendió que la guardia era todavía demasiado fuerte. Al ir rodeando el terreno donde se alzaban las tres viejas construcciones, encontró un sendero que discurría en dirección a una de las paredes del valle. En la oscuridad se veía claramente la línea de aquel sendero, que seguía una línea recta casi perfecta.

El Coyote, que llevaba de nuevo el rostro cubierto por el antifaz, deslizóse por el sendero, habiendo observado que iba desde el muro de roca hasta la puerta de la casa central. Habíase quitado también las botas de montar y sus mocasines no hacían el menor ruido al pisar el suelo. Al ir acercándose al muro, aumentó sus precauciones. De nuevo el olor de un cigarrillo le previno de la presencia de un centinela.

Calculando el lugar exacto donde se encontraba el hombre, El Coyote desvióse hacia la derecha y logró pasar a unos veinte metros de la brasa del cigarrillo. Regresó después al sendero y notó, en seguida, que en vez de terminar al pie del muro de roca, ascendía por él.

Intrigado por la inesperada desviación del camino, El Coyote decidió investigar hasta el fin y empezó a subir por él. Iba pegado al suelo y con las manos retiraba las piedrecillas que al caer hubieran podido denunciar su presencia.

De pronto el camino torció hacia arriba. Para no quedar expuesto a la vista del centinela que lo defendía, El Coyote saltó hacia adelante y, cruzando el espacio peligroso, fue a caer en el centro del sendero, fuera de la vista del centinela.

En el mismo instante una llamarada rasgó las tinieblas, encima del camino, a unos cinco metros, y una bala perforó el ala del sombrero del enmascarado.

El Coyote no replicó a la agresión, y de otro salto acurrucóse debajo de una peña que sobresalía. En el momento en que se acababa de acomodar allí oyóse un gruñido y unas piedrecitas cayeron a su lado, rebotando hasta abajo.

La situación no tenía nada de satisfactoria, reflexionó El Coyote. Quincey no sólo hacía vigilar la parte baja del sendero, sino también la parte superior, de forma que tenía un bandido arriba y otro abajo, los cuales, con las primeras luces del día le colocarían en una desagradable situación.

Mirando hacia lo alto vio la sombra del saliente que le protegía del centinela apostado más arriba; pero a aquel hombre no le llevaría más de diez minutos buscar un sitio desde donde poder regar de balas el terreno.

—He sido un idiota colocándome en esta situación —gruñó el californiano—. Me ha sido difícil llegar hasta aquí; pero me será mucho más difícil salir. ¿Por qué vigilarán con tanto cuidado este camino?

Trató de ver al hombre situado arriba, pero ni siquiera logró verle la mano.

—No me vio —se dijo—; pero me oyó y disparó calculando con mucho acierto. Por fortuna no repliqué. Seguramente dentro de un rato estará convencido de que hizo el tonto.

Pero Ben Hopper, el autor del disparo, estaba seguro de haber visto algo a la luz del fogonazo y en aquellos momentos estaba atento al menor movimiento o ruido.

El Coyote aguardó media hora y al fin empezó a impacientarse. Sus enemigos no hacían otra cosa que copiar la famosa paciencia de los pieles rojas y aguardaban la luz del día.

—¡Ojalá fuera siempre de noche! —refunfuñó el enmascarado—. El de abajo aguarda a ver qué sucede, y el de arriba tratará de convencerse de si sus oídos le han engañado o no; por lo tanto es el más peligroso, pero, al mismo tiempo, el más difícil de eliminar, pues contra el de abajo tendré que enfrentarme también con los disparos de arriba, y sin embargo en cambio, si ataco al que hizo el disparo lo haré sin peligro de intervención de su compañero.

Lentamente, palpando el terreno para no desplazar ningún guijarro ni pisar ninguna ramita que denunciara su presencia, El Coyote reanudó el ascenso pidiendo al cielo que por un día retrasara lo más posible la salida del sol.

Otra piedrecita cayó a su lado. El centinela de arriba se estaba moviendo, con lo cual demostraba poseer un oído privilegiado. El Coyote aceleró la marcha y notó claramente que el centinela variaba de nuevo de posición.

—¡Maldita sea! —murmuró El Coyote—. Se mueve como si no supiese qué hacer. ¿Por qué no se estará donde debiera estar?

Siguió ascendiendo y oyó al otro moverse de nuevo hacia él. Se aplastó contra la tierra y aguardó a que el centinela terminara de situarse. Le oyó alejarse; al cabo de unos minutos le oyó, nuevamente, volver.

—Parece un león enjaulado —se dijo El Coyote—. Voy a darle motivo para que se esté quieto.

Cogió unos guijarros y los tiró fuertemente hacia arriba. Oyó una imprecación y corrió hacia el sitio de donde llegaba, silencioso como un fantasma y con los ojos y los oídos atentos a todo.

Ben Hopper estaba muy nervioso. Le habían puesto allí de centinela y no le gustaba ni pizca la idea de enfrentarse con el más peligroso pistolero de todo el Oeste. Había oído explicar muy detalladamente cómo encontraron a Texas Bearder, tenido hasta entonces por el mejor tirador de revólver de toda la banda. Su muerte había sido precedida, además, por la de Hamilton, que había sido el maestro de todos los tiradores de rifle, y que sin embargo no consiguió frenar con su arma la mortífera bala que le disparó El Coyote.

Al saber que el famoso californiano estaba en el valle, Ben Hopper no experimentó ninguna alegría, pero cuando se le colocó de centinela en el sendero, pensó aliviado, que no corría ningún riesgo pues si El Coyote pretendía llegar hasta allí, antes tendría que pasar por el lado de Rutledge, apostado en la parte baja. El descubrir que el enmascarado parecía haber burlado la vigilancia de Rutledge y que subía recto hacia él, movió a Hopper a disparar primero y luego, al oír que alguien ascendía lentamente por el sendero, le hizo pasear nerviosamente de un lado a otro, para apartarse de la posible trayectoria de las balas.

Su nerviosismo al oír caer las piedracitas fue tan grande, que ni siquiera le importó que Rutledge le oyera y, asomando la cabeza por el borde del sendero llamó:

—¡Rutledge! ¿Estás vivo?

Rutledge respondió en seguida con una maldición.

—¡Imbécil! —rugió—. ¿Qué estás haciendo? Pareces un caballo en una cacharrería. ¿Contra quién se te ha ocurrido disparar? Eres siempre igual. Cuando debieras callarte, hablas; y cuando debieras guardar las balas, las disparas. Apuesto a que has tirado contra mí. ¿O por fortuna te has volado la cabeza? Pero no, entonces no hablarías. ¿Crees que iba a pasar alguien por aquí sin que yo le viera?

—Yo creo que sí —rió una voz.

El Coyote, oculto detrás de una roca, había hablado. Antes de que sus palabras se apagaran, Rutledge, comprendiendo que realmente Hopper había tenido motivos para disparar, levantó su rifle y disparó hacia el punto donde había sonado la voz.

Un fogonazo brilló en respuesta al suyo y Rutledge sintióse como empujado hacia atrás de un golpe en el pecho. Valientemente volvió a disparar su rifle y otro balazo que llegó de arriba le dobló hacia adelante. Con un doloroso esfuerzo, logró extraer la cápsula vacía y disparar por tercera vez. Dos fogonazos replicaron a su disparo y esta vez el centinela cayó doblado en el suelo. Durante unos segundos las convulsiones de la agonía estremecieron su cuerpo. Al fin quedó inmóvil y Hopper, arriba, notó la cesación de todo ruido. Temblando de terror, preguntó:

—¡Rut! ¡Rut! ¿Qué te ocurre?

No recibió respuesta. Empuñando uno de sus revólveres, lo empezó a disparar a ciegas, mientras sollozaba:

—¡Rutledge! ¡Rutledge! ¡Contesta!

El acantilado se estremecía con las detonaciones, que reverberaban en sus paredes. Hopper, alcanzado en la cadera izquierda, cayó de rodillas; frenéticamente extrajo todas las cápsulas vacías y recargó el revólver; luego, empuñando el otro, se puso en pie y corrió camino abajo, tirando a ciegas, llenando de detonaciones la noche que, hacia Oriente, empezaba a perder su densa negrura.

Hopper no veía nada; apenas sintió que tres balas, en rapidísima sucesión, atravesaban su cuerpo. Sólo notó, de pronto, que las piernas se negaban a sostenerle. Intentó, vanamente, agarrarse a algunas de las ramas que habían azotado su rostro, pero encontró el vacío y lanzando un fuerte sollozo perdió el equilibrio y precipitóse al fondo del acantilado, pasando como un proyectil más a un par de metros del Coyote, que había ido retrocediendo para colocarse lejos de las balas de Hopper.

El choque del cuerpo contra las piedras, al pie de la rocosa pared, fue como el punto final de la lucha.

Por el valle, y desde las casas, llegaban numerosos jinetes, atraídos por el tiroteo. El Coyote comprendió que no podía terminar su investigación y con rápido paso descendió por el sendero, pasó junto al cadáver de Hopper y el de Rutledge y sólo se detuvo un momento para trazar en una roca plana, junto a la cual habíase destrozado el cráneo de Hopper, una cabeza de coyote que dibujó con el plomo de uno de los cartuchos; después, desviándose hacia el Sur, pasó a medio centenar de metros de los jinetes que llegaban, y cinco minutos después estaba en su campamento. La luz del alba trazaba ya un amplio arco hacia el Este.