La oscuridad era muy densa cuando El Coyote llegó a la entrada del cañón. Ésta era muy amplia y el piso estaba cubierto de densos matorrales y pequeños pinos. A la casi imperceptible luz de la luna divisábase el estrecho y serpenteante sendero que debían de seguir los jinetes que penetraban en el lugar.
No se veía ningún ser viviente; pero apenas hubo iniciado El Coyote su avance por el sendero, percibió el primero tenue y luego mucho más intenso olor a humo de pino. Después llegó hasta sus oídos el eco de una canción muy popular:
Lejanas se encuentran las horas de ayer,
cuando a la puerta de Nellie MacBride
yo cantaba, triste, mi inmenso querer…
No podía entretenerse ni vacilar, porque estaba seguro de que detrás de él llegarían pronto los cinco hombres de Quincey y acaso también éste.
Un conejo escapó en aquel momento por entre la maleza, y El Coyote se detuvo, temiendo que el ruido hubiera alarmado a los que debían de encontrarse en torno de la hoguera; pero la canción, ahora más clara, seguía oyéndose:
¡Oh, mi pobre Nellie MacBride,
lejos de aquí se te llevaron!
Nunca más te veré, amada mía,
porque de mi se te llevaron…
—Cada vez cantan mejor —sonrió El Coyote, acercándose con mayor prudencia al punto donde ya un débil resplandor indicaba la presencia de la hoguera y de los que estaban reunidos en torno a ella.
Por un momento temió que si aquellos hombres tenían con ellos a sus caballos, éstos descubrieran la presencia del otro animal; pero, como era lógico, los centinelas que vigilaban la entrada al cañón habían llegado allí a pie, dejando sus caballos en otro sitio.
Abandonando el sendero, El Coyote encontró otro camino cubierto de hierba que iba bordeando un estrecho riachuelo. Protegido por la hierba de todo ruido traicionero, y también por los altos árboles que crecían junto al arroyo, pudo pronto dejar atrás a los centinelas, asombrándose de la facilidad con que había penetrado en el cañón.
¿Podía significar algo aquella ausencia de dificultades?
El Coyote dejó su caballo junto al agua, para que saciara su sed y su hambre, y, quitándose las botas, las colgó de la silla de montar. También se quitó el sombrero. Para evitar que lo blanco de su rostro pudiera descubrirle, sacó del bolsillo el negro antifaz y se cubrió con él. Luego calzóse unos mocasines indios y, seguro de no hacer el menor ruido, regresó hacia la hoguera.
Cuatro hombres estaban reunidos en torno a ella. Tres de ellos iban armados con rifles; pero el cuarto, a quien daba de lleno en la cara el resplandor de la fogata, llevaba dos revólveres al cinto. Era un hombre alto, anguloso, de manos largas y nerviosas. Estaba liando un cigarrillo y parecía resistir con dificultad la tentación de estrujarlo entre sus dedos. Cubríase con un sombrero de ala ancha y copa achatada. Cualquier observador habituado a los tipos del Oeste hubiera reconocido en él a un tejano pendenciero, perseguido, sin duda, por la Ley, y que probablemente sería un pistolero con más de una muesca en las culatas de sus armas.
El Coyote le observó atentamente. Por su aspecto lo clasificó como el más peligroso de los cuatro. Si llegaba el momento de luchar, aquél sería el primer enemigo contra el que disparase.
Los hombres hablaban de sus aventuras en otros lugares, especialmente en los poblados mineros. Al dirigirse al tejano le llamaron repetidas veces Tex (Texas), con lo cual justificaron la sospecha del Coyote. Luego, alguien le llamó también Bearder, y el nombre despertó un lejano recuerdo en la memoria del espía.
Texas Bearder. Su nombre iba unido a la lucha entre ganaderos y ovejeros en el nordeste de Tejas. Unos cuarenta hombres murieron en aquella contienda, durante la cual hubo veces en que rebaños enteros de ovejas y sus pastores fueron despeñados por los ganaderos.
En aquella lucha, ambos contendientes buscaron el auxilio de pistoleros profesionales que los ayudaran con su destreza. Bearder había sido uno de los mercenarios que puso su buena puntería al servicio de los ganaderos. Cuando el Ejército Federal intervino para poner fin al conflicto, Texas Bearder, junto con otros pistoleros de su clase, fueron declarados fuera de la ley, aunque no se puso precio a sus cabezas. Las últimas noticias que El Coyote tenía eran las de que había desaparecido sin que nadie supiera lo que había sido de él. Era creencia general que había muerto oscuramente en alguna riña de taberna y que lo habían enterrado sin sospechar su verdadera identidad.
El Coyote hubiera prolongado su espionaje, con la esperanza de averiguar algo más; pero en aquel momento se oyó el avance de unos cuantos caballos y se escucharon unas voces. Los que estaban, en torno de la hoguera se pusieron en pie y avanzaron hacia la boca del cañón, al encuentro de Quincey y sus compañeros.
Considerando innecesarias todas las precauciones, El Coyote se puso en pie y regresó donde tenía el caballo. Cogiéndolo de la brida, siguió cañón adelante, No tardaría en salir la luna, en su cuarto menguante, y para entonces le convenía llegar al final del cañón.
Este se fue estrechando hasta que sus paredes quedaron separadas por menos de veinte metros. Además, la vegetación se fue haciendo más escasa y sólo pegada a la pared de la derecha conservaba su lozanía, en las márgenes del arroyuelo. Lo demás, ya fuera natural o artificialmente, estaba completamente desnudo. Desde el punto donde estaba encendida la hoguera, el cañón seguía una línea recta como una flecha, por más de seiscientos metros.
La pálida luz de la luna reflejábase, en la lejanía, en unas construcciones blancas que quedaban enfrente del cañón. El Coyote aceleró la marcha, y al salir del cañón encontróse en un amplísimo valle, en uno de cuyos extremos levantábase la inmensa mole del Trono.
Montando a caballo y abandonando todas las precauciones, dirigióse hacia los edificios que la luna iluminaba con su amarillenta luz. La simple visión de aquellas tres construcciones cuadrangulares y unidas escalonadamente indicó muchas cosas al Coyote.
—Construcciones aztecas —murmuró—. No comprendo cómo se encuentran aquí.
Acercóse más. Las tres casas, pegadas unas a las otras, y formando tres enormes escalones, se levantaban en un terreno llano. Un canal artificial conducía por debajo de ellas una gran masa de agua. Los muros fronteros al cañón estaban profusamente aspillerados, y era fácil adivinar que un grupo de hombres resueltos, encerrados en aquellos edificios, podría ofrecer una eficaz resistencia ante el enemigo que hubiera conseguido salvar las numerosas dificultades que ofrecía el avance por el cañón.
—El que las construyó era un buen estratega —comentó El Coyote—. Dentro de estas casas debe de haber abundantes víveres, y no faltando el agua, ni las armas, se podría resistir mucho tiempo; pero ¿qué tribu sería la que llegó hasta aquí?
Recordó muchas de las leyendas que circulaban por Méjico. Acaso algún grupo de nobles aztecas, huyendo de los españoles, después de su milagrosa victoria sobre los poderosos indígenas, se refugió allí con sus tesoros. Tal vez en el resto del valle existieran más construcciones como aquéllas. De lo contrario, el problema seguiría en pie, pues, no obstante ser muy espaciosas, aquellas tres casas no podían albergar a más de cincuenta personas.
Dejando para otro momento el examen de la casa, El Coyote decidió regresar hacia el cañón; pero al llegar a un centenar de metros de él vio a los jinetes reunidos allí y ocupados en colocar a través de la estrecha salida una barrera de troncos que debía de haber estado caída en el suelo y junto a la cual pasó sin descubrirla.
—Ahora está en el valle —dijo en aquel momento Quincey—. Unos cuantos hombres podrán vigilar a ambos lados de la barrera. Tendrán que ser muy torpes si le dejan escapar. Los demás lo iremos acorralando por el valle. Esta vez El Coyote ha encontrado la horma de su zapato.
Antes de que le nombraran, El Coyote comprendió que estaban hablando de él; pero las palabras de Quincey no dejaban ninguna duda acerca de las intenciones de aquellos hombres.
—Dejadme que yo le ponga las manos encima —dijo en aquel momento una voz—. ¡Me pagará el culatazo que me pegó!
—Habla menos y procura tener más cuidado, Tinker —replicó Quincey—. Cuando te encuentres con él, puedes hacer lo que quieras, o lo que puedas; pero no lo anuncies antes, porque te expones a quedar en ridículo. Recuerda que doy cinco mil dólares a quien me traiga vivo o muerto a ese Coyote.
—Ya puede preparar el dinero para mí, patrón —replicó Tinker.
Texas Bearder permanecía callado; pero su mirada estaba fija en el suelo. Habíanse encendido unas antorchas. A su luz adquirían claro relieve todos los detalles, especialmente unas marcas de herraduras californianas, perfectamente visibles en el polvo.
Separándose de sus compañeros, a quienes dejó entregados a la tarea de completar el cierre de la salida del Cañón del Trono, Texas fue siguiendo las huellas dejadas por el caballo del Coyote, hasta llegar a un punto donde ya la luz no alcanzaba. Entonces desmontó, y, conocedor perfecto del terreno, siguió adelante, llevando de la brida a su caballo.
Estaba en un lugar donde se iniciaba el trazado del canal o acequia que conducía el agua hasta las casas, y que en aquel paraje pasaba por debajo de tierra; pero a un centenar de metros estaba la pequeña presa, en la que el agua sobrante caía formando una rumorosa cascada, cuyo eco no podía dejar de ser oído por el jinete que llegara hasta allí. El lugar ofrecía, además, un escondite perfecto, con abundante agua y frescura. La exuberante vegetación debía hacer comprender al que llegase hasta allí, que pocos eran los que frecuentaban la presa.
—Ya te tengo, amigo Coyote —susurró el tejano, empuñando uno de sus dos revólveres—. Me vas a valer unos cuantos dólares.
Dejando tras él a su caballo, Bearder avanzó yendo de árbol en árbol, hasta llegar a un punto detrás de unas rocas cubiertas de enredaderas y de calabazas silvestres.
Iba a seguir avanzando, con la esperanza de sorprender al famoso enmascarado, cuando, de pronto, oyó tras él, hacia el sitio donde dejara su montura, un agitar de ramas y matorrales que le hizo tirarse al suelo como un conejo asustado. En el mismo instante la luna reflejóse en las arenas que se extendían en un punto de la entrada a la pequeña explanada de la presa. No se advertía en ellas la menor señal del paso de un hombre o de un caballo. Por un instante asaltó a Tex la desagradable sospecha de que era él quien había caído en la trampa en que esperaba coger al Coyote.
Durante la guerra contra los ovejeros habíase encontrado en situaciones tan comprometidas o más que aquélla, y ni sentía ningún deseo de revivir los mala ratos pasados entonces.
Comprendiendo que si la oscuridad impedía ver a su enemigo, también le protegía a él, incorporóse levemente retrocedió con toda cautela, buscando siempre la protección de los arbolillos o de las rocas cubiertas de musgo.
Al cabo de lo que le pareció una eternidad, y cuando ya la aurora empezaba a insinuarse en Oriente, logró salir del callejón en que se había metido. Al dirigir la mirada a su alrededor, vio que el ruido escuchado antes, y que había creído proceder de un enemigo oculto, había sido causado por su propio caballo, que para encontrar mejor pasto había conseguido arrancar el arbusto al que le ató su amo produciendo entonces el rumor que alarmó al tejano.
Éste, lanzando maldiciones contra el animal, agarró las riendas y azotó salvajemente el hocico del caballo, que lanzó violentos relinchos de dolor y trató de encabritarse; pero la fuerte mano de Bearder le dominó, mientras con la otra descargaba puñetazos contra los ojos del animal, gritando:
—¡Ya te enseñaré yo a asustarme y hacerme hacer el idiota! ¡Me has hecho venir hasta aquí como si me esperase una tribu de comanches! ¡Toma!
El puño derecho que tenía levantado para descargar otro puñetazo no llegó a caer, pues una metálica voz le ordenó:
—Levante las dos manos, Tex, y si aprecia en algo la vida, no las baje. Ahora, vuélvase.
El tejano obedeció, levantando inmediatamente las dos manos y soltando a su caballo. Después volvióse lentamente hacia el individuo que había dado la orden.
A la escasa luz del comienzo del día vio ante él, empuñando un revólver de largo cañón, a un hombre que traía el rostro cubierto por un negro antifaz.
—¿El Coyote? —preguntó.
—Para servirle, Bearder —replicó el enmascarado.