Capítulo III:
Emboscada

El mejicano avanzaba lentamente por el centro de la calle, envuelta casi por completo en tinieblas. Su mirada iba recorriendo todos los rincones, como buscando algún detalle que descubriera los propósitos de sus enemigos.

Sus precauciones viéronse compensadas al cabo de unos instantes, cuando de la oscuridad, entre dos casas, surgió un metálico destello que tal vez fuese el de la luz de una estrella en el cañón de un arma.

La reacción del jinete fue inmediata. Su mano derecha se movió con vertiginosa rapidez, al mismo tiempo que él se inclinaba a un lado. Dos fogonazos surcaron la oscuridad, brillando casi al mismo tiempo. Una bala de rifle pasó zumbando a unos veinte centímetros de la cabeza del mejicano, quien a la vez que se inclinaba disparaba contra el punto donde había brillado primero el destello y después el fogonazo.

El silencio, que bruscamente había sido quebrado, volvió a imperar en la calle. Ni un movimiento denunció la actividad del emboscado tirador. El jinete, desmontando sin prisa, acercóse al lugar de donde partiera la agresión.

No le causó ninguna extrañeza ver a un hombre tendido de bruces sobre un moderno rifle Winchester. Con el pie lo volvió boca arriba y reconoció a Hamilton. La bala le había atravesado la cabeza, produciéndole la muerte instantánea.

—¡Pobre diablo! —murmuró el mejicano—. No comprendiste el mensaje. Y eso que no podía ser más claro.

Inclinándose hacia el suelo, Martínez dibujó con el dedo, en la tierra, junto al cadáver, una cabeza de coyote. Luego, regresando a su caballo, montó en él y reanudó la marcha hacia la región de los cañones.

****

Carl Quincey acercóse al cadáver del que había sido uno de sus mejores hombres. Otros cinco, dos de ellos con antorchas encendidas, le acompañaban.

—Buen tiro —comentó, examinando la herida de Hamilton.

—Le debió de disparar desde bastante lejos —dijo otro.

—Sí, Pattersons, disparó desde unos veinticinco metros. Teniendo en cuenta que era de noche y que sólo se podía guiar por el fogonazo del disparo de Hamilton… debe reconocérsele mérito. En cambio, no se concibe que Hamilton fallara con un arma como la suya.

—A veces el querer asegurar demasiado el tiro hace que se pierda —sugirió Ickes, otro de los hombres de Quincey.

—¿Se ha fijado en eso, patrón? —preguntó Shepler, uno de los dos que llevaban antorchas, señalando un punto del suelo inmediato al cadáver de Hamilton.

Quincey arrodillóse de nuevo y examinó lo que parecía una tosca silueta de la cabeza de un lobo.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó.

—Parece una marca… —comentó Shepler.

—¿La marca… del Coyote? —murmuró, lentamente, Quincey.

Un escalofrío recorrió a los cinco hombres que le acompañaban. Ramey, otro de los que iban provistos de antorcha, murmuró:

—Sí…, es la marca del Coyote.

—Pero El Coyote ha muerto —musitó Tinker, el último de los hombres de Cari Quincey.

—No —replicó Ramey—, no ha muerto. Hace poco actuó en Esperanza.

—Pero esto no es California, y él como ya sabemos siempre actúa allí —objetó Tinker.

—Es El Coyote —sentenció Quincey—. No hay más que ver la marca que dejó en el suelo y en las orejas de Hamilton.

—Entonces… si ha venido es que pretenderá impedirnos que sigamos con nuestro… —empezó Pattersons.

—¡Calla! —interrumpió Quincey—. Puede oírnos. Tanto si es El Coyote como si es ese Martínez, os prometo que va a arrepentirse del hueso que ha tratado de morder. Le demostraremos que es demasiado duro para sus colmillos… aunque sean colmillos de coyote.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Shepler.

—De momento, llevarnos a Hamilton —indicó Quincey, borrando con el pie la marca del Coyote—. Luego, ya decidiremos lo que debe hacerse.

Una hora más tarde, cuando ya el cadáver de Hamilton reposaba bajo tierra, Quincey reunió a sus nombres en una cabaña situada en las afueras de Ladrón y, después de acariciarse el bigote unos segundos, irguió bruscamente la cabeza y dijo:

El Coyote está entre nosotros. No sé a qué ha venido; pero no cabe duda de que lo ha hecho en plan de enemigo. Si como supongo, pretende averiguar que ocurre en el Valle del Trono, irá hacia allí.

—¿Y descubrirá la verdad? —preguntó Ikes.

—Tal vez; pero no me importa que la descubra; porque si nadie le impedirá entrar, en cambio todos nos opondremos a que salga con vida de allí. No creo que pueda con todos nosotros.

—Recuerde que, si es verdaderamente El Coyote, tendremos enfrente a uno de los hombres más peligrosos que existen —recordó Ramey.

—No hay hombre tan peligroso como para ser capaz de vencer a quince enemigos.

En aquel momento oyóse un ruido afuera y todos se volvieron precipitadamente hacia la puerta. Quincey les calmó, recordando:

—Tinker vigila junto a la cabaña. Nadie podría acercarse sin ser visto por él.

****

El Coyote, después de dejar su marca junto al cuerpo del hombre a quien había tenido que matar, había emprendido la marcha hacia los cañones; pero, apenas hubo recorrido unos doscientos metros cambió de idea y, dejando su caballo atado a unos arbustos y protegido por la sombra de unos viejos álamos, regresó hacia el lugar donde habíase tendido la emboscada contra él. Ocultándose tras una pequeña cerca de ladrillos, aguardó con la mirada fija en el punto donde yacía Hamilton.

No necesitó aguardar mucho, antes de que aparecieran Quincey y los suyos. La distancia que le separaba de ellos era demasiado grande para permitirle escuchar lo que decían, y por ello, cuando, cargando sobre un caballo el cuerpo de Hamilton, alejáronse hacia el extremo norte de Ladrón, les siguió, protegiéndose en la oscuridad y la sombra de los edificios. Les vio enterrar a Hamilton en un descampado. Se fijó en el poco interés que ponían en ofrecerle una sepultura profunda, y luego los vio dirigirse hacia una solitaria cabaña. Su primera intención fue seguirles rápidamente, pero la prudencia le aconsejó aguardar un momento y luego avanzar tomando toda clase de precauciones.

De pronto se aplastó contra el suelo. Hay hombres que son incapaces de pasar una hora sin la compañía de un cigarrillo. Alguien que se encontraba junto a la cabaña pertenecía a ese tipo de hombres. El Coyote se detuvo. El aire soplaba hacia su espalda, y había traído el olor del tabaco, lo cual indicaba que en su avance, El Coyote había dejado atrás el centinela apostado para defender la casa.

«Me estoy volviendo muy imprudente» —pensó El Coyote.

Con infinitas precauciones desenfundó uno de sus revólveres. En aquel momento cesó la brisa y con ella desapareció el olor del cigarrillo. Cuando El Coyote volvió sobre sus pasos, lo hizo comprendiendo que debía poner toda su confianza en sus oídos y en sus ojos. Antes de mover una mano asegurábase de que no encontraría ningún obstáculo que pudiera denunciar su presencia: una piedra que rodase, una ramita que se partiera, un arbusto que se agitase.

Había dado ya la vuelta a una pequeña roca, cuando de nuevo el dulzón aroma del tabaco volvió a asaltarle. De súbito se detuvo en seco, apretando con más fuerza la culata del revólver. Frente a él brillaba un minúsculo puntito de luz. Por un momento creyó que tal vez fuera una estrella; pero cuando su luminosidad creció y se redujo y el olor a tabaco se hizo más intenso, comprendió, sin ninguna duda, que se trataba de un cigarrillo. Luego esta creencia se confirmó al trazar la brasita un arco y volver a aumentar.

Por la posición del cigarrillo, El Coyote comprendió que ahora tenía al centinela frente a él. Muy despacio buscó la protección de otras piedras y rocas, y con infinitas precauciones logró colocarse detrás de él. Avanzó pegado al suelo, y, por fin, vio recortarse contra el cielo tenuemente iluminado por las estrellas la silueta de un hombre con la cabeza cubierta por un sombrero de ala ancha.

El centinela estaba sentado en una piedra. Con la mano derecha sostenía un rifle de largo cañón, en el que se reflejaba la rojiza brasa del cigarrillo.

—¡Diablo de obligación! —gruñó en aquel momento el centinela, quitándose el sombrero y desperezándose.

El movimiento le hizo soltar el sombrero. Al agacharse a recogerlo oyó a su espalda un ligero ruido. Demasiado tarde quiso incorporarse y hacer frente a la agresión; pero el grito de alarma que iba a lanzar fue ahogado en su garganta por un implacable culatazo, que le derribó sin sentido.

Cuando Ramey abrió la puerta de la cabaña, para asegurarse de que Tinker vigilaba, vio la silueta de un hombre que se cubría con el inconfundible sombrero de Tinker y cuyas manos se apoyaban en el cañón de un rifle.

—¿No hay novedad, Tinker?

El centinela movió negativamente la mano y Ramey entró de nuevo en la cabana.

—Tinker vigila bien —declaró.

—No hay peligro de que nadie nos moleste —dijo Quincey—. En esta cabaña estamos seguros. Es muy conveniente, de todas formas, extremar la vigilancia, porque es mucho lo que nos exponemos a perder. Si lo que ocurre en el valle se supiera, nos sería imposible seguir como hasta ahora.

—¿No hemos hecho mal dejando tan poca gente allí? —preguntó Ickes.

—Nada me placería tanto como que ese Coyote aprovechara nuestra ausencia para entrar en el valle —replicó Quincey—. Una vez lo tuviésemos allí, no nos sería nada difícil el poder apoderarnos de él.

Una sombra apartóse lentamente de la cabaña y, llegando al punto donde había atado al caballo, montó en él y alejóse con velocidad creciente en dirección a la entrada del Cañón del Trono.